El
Camino del Centro:
Reconocimiento,
Metafísica y Símbolo
24.0.1.- La pátina del pudor, que es el honor, que es el respeto, equivale a un manto
que cubre nuestras posibles fechorías: ese manto es la tradición, que nos
invita a quemar la escoria del alma inferior, a refinar el alma superior y a
vivir conforme a la conciencia moral que, obligada por su nobleza, acoge y
participa de las normas del espíritu.
Por su parte, el sentimiento herido de la
vergüenza consiste en exhibir una falta públicamente, por ello lo que tiene de
dolor agudo, de pena por propia persona al ser exhibida ésta en actos sin
justificación. Pena, pues, que apena propiamente al sujeto exhibida ante los
demás y por tanto resultando moralmente mermada, disminuida, ante los propios
ojos.
Sentimiento intenso pues de la propia
culpabilidad revelado a escala pública, que sin posibilidad de engaño o de
disimulo, nos hace ver, mostrando a las claras, nuestra nihilidad, nuestro
vacio interior, nuestro participación activa en el no ser, que es el pecado o
la nada. Así, nos hace conscientes de nuestra participación activa en aquellos
niveles del ser no creativos, que no participan de ninguna trascendencia y, por
tanto, de aquellas particularidades que nos escinden todo y, por tanto, cortan
toda posible comunión con Dios, que nos alejan de Dios –haciendo a la par
imposible la formación de cualquier comunidad de fe trascendente (sociedades
modernas).
O dicho negativamente: el sentimiento herido
de la vergüenza nos hace potente nuestra sordera moral, nuestra rebeldía
–funcionando de tal suerte como una chispa encendida por la reflexión, al ser
frotado el sentimiento moral del respeto contra la áspera roca social en la exhibición
de la falta, que por negativamente que sea y en su caída nos hace reconocer la
dignidad de la persona, del alma humana, su verticalidad, que propiamente es la
vergüenza. Choque pues contra el límite, que al estrellarse contra la censura
social, y que al hundirnos simultáneamente en el propio infundio, en la propia
ilusión, en el propio error o en la propia mentira, nos invita a retornar a un
centro más estable de la persona, es decir, a nuestra alma, al lugar al que en
verdad pertenecemos y donde está lo mejor de nosotros mismos.
Porque se da también en el hombre una
especie de “entropía moral” (que acelera su proceso por la presión histórica y
generacional o por la aceleración de la historia), que se expresa como una
constante pérdida de conciencia y de energía creativa, y que produce un número
enorme de hombres fracasados, esencial, entitativamente. Hombres tapiados por
la sordera, ciegos de no mirar nunca atrás, tocados por mal, picados, roídos,
erosionados por la corrupción y la impunidad, transformados en frescos o en
caraduras, donde reina la expresión del ídolo, pétreo, en la expresión mímica
facial del rostro, a manera de una imborrable máscara, resultando por tanto
doble.
En efecto, el hombre de la desvergüenza
suele ir por el mundo exhibiendo en el rostro, en la máscara de por sí
plástica, una sonrisa helada, que es prácticamente una mueca, para esconder su
verdadera expresión, resultando su expresión sin embargo doble, pues da cuenta
tanto de la frialdad de su sonrisa como de aquella astucia que disimula con la
mueca de la falsía, resultando así la expresión de la sonrisa expresante no tanto
de un sentimiento expansivo, contagioso, de alegría, sino, por lo contrario, de
el de la befa, de la burla o el sarcasmo, resultando por tanto expresiones tan dobles
y engañosas como expresantes, en su forzado congelamiento, del engaño mismo.
En general podría decirse, al tratar el tema de la desvergüenza, que la dobles del gesto enseña el cobre del doble ánimo, propio de los espíritus dubitativos e inciertos -pues de hecho se trata de una especie sustitución del ánimo, que indica su afán por querer que valga lo que no vale (de ahí también su jactanciosa vanidad). La dobles del ánimo, igual se tipifique en términos de neurosis que de endemoniados, consiste así en un peculiar confinamiento de la persona, consiste en no abrirse a los demás de forma transparente en no brindarse -por temor de perder lo que les quitaría la muerte, la garantía segura de su yo, dando sin embargo a esa muerte tan temida sin saberlo.
24.1.-Tenemos así que volver
al camino del centro, que es la metafísica. El camino de la metafísica, en
efecto, no es otro que aquel que se guiar por la certeza, avalada por la
experiencia y la tradición, de la autonomía absoluta del alma humana –para lo
cual hay que poner toda la atención en la verdadera libertad del espíritu. El
desastre, el sufrimiento, el drama de la condición humana estriba en el olvido
de que su alma es libre –pero el hombre no se da cuenta por distracción y por ignorancia,
por una absurda amnesia que lo hace desconocer el valor y la situación real de
de su alma, presada entre las redes del barro, del deseo, del las ilusiones y el
olvido. Cuando se está en un estado de conciencia o de apertura, sin embargo,
se revela prístinamente esa verdad: que el alma es libre, y que es el centro de
la propia persona. La tarea de la mística como del arte auténtico es la de
mostrarnos, la de hacernos descubrir, a través de concentración, de la
contemplación o de la belleza, el centro del hombre, para así poder desarrollar
a la vez la conciencia y la realidad original (la esencia).
La condena de la condición humana es no
acordarse de esa verdad, que es ignorar el propio centro, es no reconocer la
propia alma –no me refiero al alma entendida en un sentido moderno, como la
psique o la vida meramente psico-mental (a la manera de una sutil manifestación
de la materia reductible a la mera sensibilidad), sino a lo que en realidad es:
una entidad ontológica relaciona con el espíritu y, por consecuencia, autónoma
respecto a todo lo demás. De ahí la capacidad de todo hombre de acordarse de la
verdad, de recocer su propia alma (puesta de manifiesto tanto en la técnica
socrática de la mayéutica, como en los ejercicios de respiración en el
taoísmo). Porque la verdad reside en el hombre, forma parte integral central de
su ser, es esencial a su naturaleza. Porque el centro del hombre es su alma,
ligada a su vez esencialmente a la realidad absoluta del espíritu. Es por ello
que todos los caminos de la sabiduría confluyen en ser caminos de la libertad:
llegar al centro del propio ser.
Si para la religión y la vida religiosa el
acto central es salir de una zona profana para entrar a una zona sagrada, salir
del devenir, de lo transitorio, de lo temporal, de la historia, para entrar en
un templo, en un altar (centro del mundo); para la mística y la metafísica,
pero también para el arte, el acto fundamental es reconocer que el hombre tiene
en su cuerpo un templo, y en el centro del templo un alma, que también es
sagrada –y recordar que no nos pertenece, sino que somos más bien nosotros los
que pertenecemos a ella. Así, el hombre tiene que reconocer lo sagrado fuera de
sí, que es lo opuesto a lo profano, al devenir (non esse); pero simultáneamente tiene que descubrir y reconocer lo
sagrado dentro de sí mismo: su alma, ligada esencialmente a un principio que
nos precede y nos trasciende donde radica el espíritu y la realidad absoluta (esse).
24.2.- Por el
contrario, los caminos excéntricos y además extremosos, desequilibrados por
necesidad, son los que llevan lejos de la propia alma, pero también de la
verdad. Son los que nos ocultan a nosotros mismos, que nos hacen ajenos y ponen
partes de la naturaleza humana en contra de sí misma, que escinden la propia
naturaleza, ocultando de tal manera la vedad que reside en el centro de
nosotros mismos, rompiendo por tanto también las relaciones sagradas del alma
con la realidad absoluta o, si se prefiere, rompiendo el diálogo con lo santo,
con los sagrado, e incluso trabando una enemistad abierta con Dios por la
terquedad en que incurre la rebeldía, por la transgresión constante de una
norma o de un mandato de la divinidad
(existencialismo).
24.3.- Se presenta aquí
entonces el tema del reconocimiento. Porque tenemos primero que recocer quienes
somos nosotros mismos, no solo en el sentido del reconocimiento de nuestros
límites, de nuestras faltas, de nuestras concesiones o debilidades, sino
también y esencialmente en sentido
positivo: aprender a decir: “si, soy yo”. Para ello es necesario vivir sin
secretos episódicos, vivir de forma transparente, es decir, abiertamente –a la
vez que confesamos humildemente, sin secrecía, unos a otros, nuestras culpas, nuestras
vergüenzas. Vivir así es vivir desnudamente, en la transparencia.
Sin embargo, hay una desnudez sin posición, pelada,
que puede entenderse como impúdica. Porque es posible desnudar a alguien para
poner a la vista sus vergüenzas, para desenmascararlo, para mostrarle que vive
bajo un disfraz, y exhibir entonces sus miserias. También es posible
desnudarse a sí mismo para mostrar el
bicharrajo repugnante que somos.
La otra alternativa es desnudar para
reconocer, para pedirle que tome una posición digna, que es propiamente
hablando la escena del reconocimiento, pero también la de la reconciliación, trasparenta a alguien pero para ser acogido,
para darle la bienvenida. Aunque para ello es necesario darse uno mismo a
conocer, para poder ir desnudo y ser entonces reconocido, tomando pues una
posición que nos lave de la culpa, de la vergüenza o del ridículo. Entonces el
acto del desnudamiento equivale a la vez a ser reconocido y a una confirmación
de nuestro ser, a ser reconciliado y acogido, a ser amado.
El reconocimiento de nosotros mismos,
retomando el camino del centro, que es mirar hacia atrás, recordar nuestro
origen, el origen de nuestra alma, de ese lugar a donde entramos para encontrar
lo mejor de nosotros mismos… Porque en el camino que va hacia el centro no se
tienen en cuenta tanto las cosas que se poseen, cuanto los lugares a los que se
entra –y es por tanto una revelación que nos obliga a decir quien somos
verdaderamente, a ese lugar donde podemos reconocer a los otros y a la vez
dejar ser reconocido por ellos –en un mundo que se abriga, que se cubre, que se
disfraza cada día más y más para que nadie nunca sea reconocido.
También es cierto que hay que retornar a
nuestro origen verdadero, a la verdad que reposa en el centro de nuestra alma
.siendo reconocido, acogido, reconciliado no sólo por nuestros semejantes, por
nuestra madre, por nuestros hermanos, por nuestros hijos, por nuestra amada o
por nuestra patria, sino esencial y fundamentalmente por nuestro Padre, común,
que está en los Cielos.
24.4.- La definición del
hombre como animal metafísico puede expresarse con una fórmula negativa: el hombre
es el animal culpable –culpable originalmente (pecado original) además, pues
trae un desorden al mundo con su venida, desequilibrando el universo, por tiene
que purificar su alma, en la penitencia o en el castigo, para así poder reintegrase
al cosmos. Como han visto los mitos lo
huno deriva de una ley otra, ley que se instaura, que funda y se retira, por lo
que se podría calificar también como una ley ausente, pero que también se llama
ley de los muertos -que el insistente inmanentismo, caracteriza también por el
valor de la aceleración, se niega
tercamente a reconocer, poniendo su inconfesada meta en intentar que nos
pertenezca la ley por la cual pertenecemos, que es el núcleo de una serie de confusos
mito modernos urdidos al vapor, ciegos a esa ley inaprehensible, de la que sin
embargo dimana toda energía creadora positiva, pero también la gracia del
espíritu e incluso la inspiración.
El hombre es el animal que, al quemar la
escoria de su alma inferior, purifica y refina su alma superior, para alcanzar entonces
a comunicar con el espíritu, a apreciar sus valores, inflamar con ello fuego
inmortal del sentimiento del respeto.
El hombre, desde un punto de vista metafísico,
es el animal trascendente, que requiere por ello de la redención, de ser
recobrado, liberado de la esclavitud a lo que tiene sometido la culpa y el
pecado. Desde un punto de vista filosófico, el hombre se define por su necesidad
de justificación, por ser el animal menesteroso de justificación.
El hombre es el animal trascendente que es porque ni se agota en el devenir del tiempo
histórico, ya que sella su suerte en otra instancia, eterna, ni adquiere por
tanto sus principales significaciones humanas y sus símbolos fundamentales en lo
que es transitorio, por lo que es devorado por las aguas inmanentes del devenir.
Porque el mundo de la metafísica, del más allá, el otro mundo en una palabra, es
un orden al que también pertenece, y más esencialmente que a ningún otro, de
acuerdo a la perspectiva del espíritu –orden otro, inextirpable de su esencia o
naturaleza misma y ante el cual la misma historia de individuos y aún de
pueblos es juzgada –llámese lo mismo Justica que Camino (Tao), Aureum non Vulgui
que Perla Escondida, Valor, Ley Moral
o, finalmente, Dios.
Es por ello que los símbolos transhistóricos
del hombre, presentes en todas las culturas humanas, son como las grandes
vigas, como los tirantes que soportan el peso de toda visión del mundo, donde
se asienta y mece toda cultura. Pueden verse así como megametáforas, cuyas poderosas
imágenes trasmitidas por la tradición nos dan una orientación, un sentido del
tiempo y de la vida humana, en esta vida y en la otra, un horizonte de sentido
también a partir del cual el individuo y la colectividad puede darle un rumbo
certero a su existencia. Puede afirmarse así que el hombre es el animal
metafísico que es por ser a la vez el animal moral y metafórico que es -punto
de confluencia entre la verdad originaria, la bondad y la belleza, donde
comulga la plenitud del sentido con la evidencia luminosa de la vida.
24.5.- Imposible hablar
de una educación de calidad basándose para ello en los manuales de la Mac Graw Hill,
que por más que aliente la competitividad y la producción fabril, no superan
los estrechos márgenes del mero adiestramiento, o de la instrucción técnica –borrando
así entre la neblina del olvido el potente faro de luz donde rompen las olas encrespadas
del espíritu. No. Simplemente, porque los máximos niveles de la educación sólo
pueden alcanzarse cuando se ha quemado la escoria del alma inferior volviendo
sutil y refinada el alma superior, que es la facultad humana que puede tratar rectamente
las cosas propias del espíritu. Me refiero a la cultura animi, a la educación del alma, que se fortalece en los
rigores de la vida moral, para así expiar sus yerros y echar alas en el camino,
muchas veces estrecho, es verdad, de la
libertad ascendente.
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