miércoles, 2 de octubre de 2013

XXIV.- Curso de Antropología Filosófica El Camino del Centro: Por Alberto Espinosa


El Camino del Centro:
Reconocimiento, Metafísica y Símbolo  

24.0.1.- La pátina del pudor, que es el honor, que es el respeto, equivale a un manto que cubre nuestras posibles fechorías: ese manto es la tradición, que nos invita a quemar la escoria del alma inferior, a refinar el alma superior y a vivir conforme a la conciencia moral que, obligada por su nobleza, acoge y participa de las normas del espíritu.
   Por su parte, el sentimiento herido de la vergüenza consiste en exhibir una falta públicamente, por ello lo que tiene de dolor agudo, de pena por propia persona al ser exhibida ésta en actos sin justificación. Pena, pues, que apena propiamente al sujeto exhibida ante los demás y por tanto resultando moralmente mermada, disminuida, ante los propios ojos.
   Sentimiento intenso pues de la propia culpabilidad revelado a escala pública, que sin posibilidad de engaño o de disimulo, nos hace ver, mostrando a las claras, nuestra nihilidad, nuestro vacio interior, nuestro participación activa en el no ser, que es el pecado o la nada. Así, nos hace conscientes de nuestra participación activa en aquellos niveles del ser no creativos, que no participan de ninguna trascendencia y, por tanto, de aquellas particularidades que nos escinden todo y, por tanto, cortan toda posible comunión con Dios, que nos alejan de Dios –haciendo a la par imposible la formación de cualquier comunidad de fe trascendente (sociedades modernas).
   O dicho negativamente: el sentimiento herido de la vergüenza nos hace potente nuestra sordera moral, nuestra rebeldía –funcionando de tal suerte como una chispa encendida por la reflexión, al ser frotado el sentimiento moral del respeto contra la áspera roca social en la exhibición de la falta, que por negativamente que sea y en su caída nos hace reconocer la dignidad de la persona, del alma humana, su verticalidad, que propiamente es la vergüenza. Choque pues contra el límite, que al estrellarse contra la censura social, y que al hundirnos simultáneamente en el propio infundio, en la propia ilusión, en el propio error o en la propia mentira, nos invita a retornar a un centro más estable de la persona, es decir, a nuestra alma, al lugar al que en verdad pertenecemos y donde está lo mejor de nosotros mismos.
   Porque se da también en el hombre una especie de “entropía moral” (que acelera su proceso por la presión histórica y generacional o por la aceleración de la historia), que se expresa como una constante pérdida de conciencia y de energía creativa, y que produce un número enorme de hombres fracasados, esencial, entitativamente. Hombres tapiados por la sordera, ciegos de no mirar nunca atrás, tocados por mal, picados, roídos, erosionados por la corrupción y la impunidad, transformados en frescos o en caraduras, donde reina la expresión del ídolo, pétreo, en la expresión mímica facial del rostro, a manera de una imborrable máscara, resultando por tanto doble.
   En efecto, el hombre de la desvergüenza suele ir por el mundo exhibiendo en el rostro, en la máscara de por sí plástica, una sonrisa helada, que es prácticamente una mueca, para esconder su verdadera expresión, resultando su expresión sin embargo doble, pues da cuenta tanto de la frialdad de su sonrisa como de aquella astucia que disimula con la mueca de la falsía, resultando así la expresión de la sonrisa expresante no tanto de un sentimiento expansivo, contagioso, de alegría, sino, por lo contrario, de el de la befa, de la burla o el sarcasmo, resultando por tanto expresiones tan dobles y engañosas como expresantes, en su forzado congelamiento, del engaño mismo.
   En general podría decirse, al tratar el tema de la desvergüenza, que la dobles del gesto enseña el cobre del doble ánimo, propio de los espíritus dubitativos e inciertos -pues de hecho se trata de una especie sustitución del ánimo, que indica su afán por querer que valga lo que no vale (de ahí también su jactanciosa vanidad). La dobles del ánimo, igual se tipifique en términos de neurosis que de endemoniados, consiste así en un peculiar confinamiento de la persona, consiste en no abrirse a los demás de forma transparente  en no brindarse -por temor de perder lo que les quitaría la muerte, la garantía segura de su yo, dando sin embargo a esa muerte tan temida sin saberlo.  
24.1.-Tenemos así que volver al camino del centro, que es la metafísica. El camino de la metafísica, en efecto, no es otro que aquel que se guiar por la certeza, avalada por la experiencia y la tradición, de la autonomía absoluta del alma humana –para lo cual hay que poner toda la atención en la verdadera libertad del espíritu. El desastre, el sufrimiento, el drama de la condición humana estriba en el olvido de que su alma es libre –pero el hombre no se da cuenta por distracción y por ignorancia, por una absurda amnesia que lo hace desconocer el valor y la situación real de de su alma, presada entre las redes del barro, del deseo, del las ilusiones y el olvido. Cuando se está en un estado de conciencia o de apertura, sin embargo, se revela prístinamente esa verdad: que el alma es libre, y que es el centro de la propia persona. La tarea de la mística como del arte auténtico es la de mostrarnos, la de hacernos descubrir, a través de concentración, de la contemplación o de la belleza, el centro del hombre, para así poder desarrollar a la vez la conciencia y la realidad original (la esencia).
   La condena de la condición humana es no acordarse de esa verdad, que es ignorar el propio centro, es no reconocer la propia alma –no me refiero al alma entendida en un sentido moderno, como la psique o la vida meramente psico-mental (a la manera de una sutil manifestación de la materia reductible a la mera sensibilidad), sino a lo que en realidad es: una entidad ontológica relaciona con el espíritu y, por consecuencia, autónoma respecto a todo lo demás. De ahí la capacidad de todo hombre de acordarse de la verdad, de recocer su propia alma (puesta de manifiesto tanto en la técnica socrática de la mayéutica, como en los ejercicios de respiración en el taoísmo). Porque la verdad reside en el hombre, forma parte integral central de su ser, es esencial a su naturaleza. Porque el centro del hombre es su alma, ligada a su vez esencialmente a la realidad absoluta del espíritu. Es por ello que todos los caminos de la sabiduría confluyen en ser caminos de la libertad: llegar al centro del propio ser.
   Si para la religión y la vida religiosa el acto central es salir de una zona profana para entrar a una zona sagrada, salir del devenir, de lo transitorio, de lo temporal, de la historia, para entrar en un templo, en un altar (centro del mundo); para la mística y la metafísica, pero también para el arte, el acto fundamental es reconocer que el hombre tiene en su cuerpo un templo, y en el centro del templo un alma, que también es sagrada –y recordar que no nos pertenece, sino que somos más bien nosotros los que pertenecemos a ella. Así, el hombre tiene que reconocer lo sagrado fuera de sí, que es lo opuesto a lo profano, al devenir (non esse); pero simultáneamente tiene que descubrir y reconocer lo sagrado dentro de sí mismo: su alma, ligada esencialmente a un principio que nos precede y nos trasciende donde radica el espíritu y la realidad absoluta (esse).    
24.2.- Por el contrario, los caminos excéntricos y además extremosos, desequilibrados por necesidad, son los que llevan lejos de la propia alma, pero también de la verdad. Son los que nos ocultan a nosotros mismos, que nos hacen ajenos y ponen partes de la naturaleza humana en contra de sí misma, que escinden la propia naturaleza, ocultando de tal manera la vedad que reside en el centro de nosotros mismos, rompiendo por tanto también las relaciones sagradas del alma con la realidad absoluta o, si se prefiere, rompiendo el diálogo con lo santo, con los sagrado, e incluso trabando una enemistad abierta con Dios por la terquedad en que incurre la rebeldía, por la transgresión constante de una norma o de un mandato de la divinidad  (existencialismo).
24.3.- Se presenta aquí entonces el tema del reconocimiento. Porque tenemos primero que recocer quienes somos nosotros mismos, no solo en el sentido del reconocimiento de nuestros límites, de nuestras faltas, de nuestras concesiones o debilidades, sino también y  esencialmente en sentido positivo: aprender a decir: “si, soy yo”. Para ello es necesario vivir sin secretos episódicos, vivir de forma transparente, es decir, abiertamente –a la vez que confesamos humildemente, sin secrecía, unos a otros, nuestras culpas, nuestras vergüenzas. Vivir así es vivir desnudamente, en la transparencia.
   Sin embargo, hay una desnudez sin posición, pelada, que puede entenderse como impúdica. Porque es posible desnudar a alguien para poner a la vista sus vergüenzas, para desenmascararlo, para mostrarle que vive bajo un disfraz, y exhibir entonces sus miserias. También es posible desnudarse  a sí mismo para mostrar el bicharrajo repugnante que somos.
   La otra alternativa es desnudar para reconocer, para pedirle que tome una posición digna, que es propiamente hablando la escena del reconocimiento, pero también la de la reconciliación,  trasparenta a alguien pero para ser acogido, para darle la bienvenida. Aunque para ello es necesario darse uno mismo a conocer, para poder ir desnudo y ser entonces reconocido, tomando pues una posición que nos lave de la culpa, de la vergüenza o del ridículo. Entonces el acto del desnudamiento equivale a la vez a ser reconocido y a una confirmación de nuestro ser, a ser reconciliado y acogido, a ser amado.
   El reconocimiento de nosotros mismos, retomando el camino del centro, que es mirar hacia atrás, recordar nuestro origen, el origen de nuestra alma, de ese lugar a donde entramos para encontrar lo mejor de nosotros mismos… Porque en el camino que va hacia el centro no se tienen en cuenta tanto las cosas que se poseen, cuanto los lugares a los que se entra –y es por tanto una revelación que nos obliga a decir quien somos verdaderamente, a ese lugar donde podemos reconocer a los otros y a la vez dejar ser reconocido por ellos –en un mundo que se abriga, que se cubre, que se disfraza cada día más y más para que nadie nunca sea reconocido.
  También es cierto que hay que retornar a nuestro origen verdadero, a la verdad que reposa en el centro de nuestra alma .siendo reconocido, acogido, reconciliado no sólo por nuestros semejantes, por nuestra madre, por nuestros hermanos, por nuestros hijos, por nuestra amada o por nuestra patria, sino esencial y fundamentalmente por nuestro Padre, común, que está en los Cielos.
24.4.- La definición del hombre como animal metafísico puede expresarse con una fórmula negativa: el hombre es el animal culpable –culpable originalmente (pecado original) además, pues trae un desorden al mundo con su venida, desequilibrando el universo, por tiene que purificar su alma, en la penitencia o en el castigo, para así poder reintegrase al cosmos.  Como han visto los mitos lo huno deriva de una ley otra, ley que se instaura, que funda y se retira, por lo que se podría calificar también como una ley ausente, pero que también se llama ley de los muertos -que el insistente inmanentismo, caracteriza también por el valor de la  aceleración, se niega tercamente a reconocer, poniendo su inconfesada meta en intentar que nos pertenezca la ley por la cual pertenecemos, que es el núcleo de una serie de confusos mito modernos urdidos al vapor, ciegos a esa ley inaprehensible, de la que sin embargo dimana toda energía creadora positiva, pero también la gracia del espíritu e incluso la inspiración.
   El hombre es el animal que, al quemar la escoria de su alma inferior, purifica y refina su alma superior, para alcanzar entonces a comunicar con el espíritu, a apreciar sus valores, inflamar con ello fuego inmortal del sentimiento del respeto.
   El hombre, desde un punto de vista metafísico, es el animal trascendente, que requiere por ello de la redención, de ser recobrado, liberado de la esclavitud a lo que tiene sometido la culpa y el pecado. Desde un punto de vista filosófico, el hombre se define por su necesidad de justificación, por ser el animal menesteroso de justificación.
    El hombre es el animal trascendente que es  porque ni se agota en el devenir del tiempo histórico, ya que sella su suerte en otra instancia, eterna, ni adquiere por tanto sus principales significaciones humanas y sus símbolos fundamentales en lo que es transitorio, por lo que es devorado por las aguas inmanentes del devenir. Porque el mundo de la metafísica, del más allá, el otro mundo en una palabra, es un orden al que también pertenece, y más esencialmente que a ningún otro, de acuerdo a la perspectiva del espíritu –orden otro, inextirpable de su esencia o naturaleza misma y ante el cual la misma historia de individuos y aún de pueblos es juzgada –llámese lo mismo Justica que Camino (Tao), Aureum non Vulgui que Perla Escondida, Valor, Ley Moral o, finalmente, Dios.
   Es por ello que los símbolos transhistóricos del hombre, presentes en todas las culturas humanas, son como las grandes vigas, como los tirantes que soportan el peso de toda visión del mundo, donde se asienta y mece toda cultura. Pueden verse así como megametáforas, cuyas poderosas imágenes trasmitidas por la tradición nos dan una orientación, un sentido del tiempo y de la vida humana, en esta vida y en la otra, un horizonte de sentido también a partir del cual el individuo y la colectividad puede darle un rumbo certero a su existencia.   Puede afirmarse así que el hombre es el animal metafísico que es por ser a la vez el animal moral y metafórico que es -punto de confluencia entre la verdad originaria, la bondad y la belleza, donde comulga la plenitud del sentido con la evidencia luminosa de la vida.
24.5.- Imposible hablar de una educación de calidad basándose para ello en los manuales de la Mac Graw Hill, que por más que aliente la competitividad y la producción fabril, no superan los estrechos márgenes del mero adiestramiento, o de la instrucción técnica –borrando así entre la neblina del olvido el potente faro de luz donde rompen las olas encrespadas del espíritu. No. Simplemente, porque los máximos niveles de la educación sólo pueden alcanzarse cuando se ha quemado la escoria del alma inferior volviendo sutil y refinada el alma superior, que es la facultad humana que puede tratar rectamente las cosas propias del espíritu. Me refiero a la cultura animi, a la educación del alma, que se fortalece en los rigores de la vida moral, para así expiar sus yerros y echar alas en el camino, muchas veces estrecho, es verdad,  de la libertad ascendente. 





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