lunes, 30 de diciembre de 2013

II.- El Secreto… a Voces. ¿Resentido Yo? Por Alberto Espinosa

La Caverna del Resentimiento

 I
   Son los nuestros tiempos de decadencia, extremadamente degenerados y extremadamente confusos. Tiempos finales, en los que se cierra todo un ciclo cultural, exhibiendo un vaciamiento en sus contenidos y una repetición cacofónica en sus formas: el arte, atrapado en la frivolidad de las vanguardias o en el vislumbre pesimista de un futuro incierto; la filosofía, exhibiendo un pensamiento estéril, ocupada en minucias analíticas que huyen de las grandes construcciones, enturbiada por los intereses políticos o roída, ya por la confusión de los ideologías, ya por el sarcasmo y la ironía de las posiciones inhumanas del cinismo contemporáneo; la religión, seguida por habito o sin fe viva, que rápidamente se degrada en su contrario al abrirse la puerta de las místicas inferiores.
   Así, el tipo humano que nuestra época produce es el del renegado de la tradición, de su religión, de su patria o de su raza y del pensamiento; es también el hombre moralmente resentido -pues los sentimientos finales que los mueven se refieren a un tipo particular de envidia, consistentes en una especie de impotencia para los valores y de inferioridad frente a los frutos del pensamiento, ya sea porque no los ve, ya sea porque no los alcanza, ya sea porque no los disfruta, considerando que todo aquello le agrede, que son locuras que contrarían el sentido convencional del mundo en torno, produciéndole de cualquier forma cuando aparecen una gran frustración de ánimo. Dicho en otros términos, se trata del hombre plegado y replegado en las potencias de su alma inferior, la cual por decirlo así ha tomado todo el control, convirtiendo al esclavo en amo, siendo impotente ante lo que vale y rehuyendo por tanto los valores por el camino de su inversión, de su trasmutación en otra cosa, desactivándolos pues, queriendo desesperadamente así hacer valer lo que no vale, lo que es particular, lo que no compromete, lo que es de todos por ser de cualquiera y que no indica ninguna jerarquía ni implica distinción alguna.
   Celebración de la indistinción en todas sus formas, de lo ambiguo, de lo vago, por una peculiar inversión de los valores, en donde se quisiera hacer valer lo que es de todos porque es de cualquiera, en una especie de igualitarismo a la baja donde se aplauden los modos más vulgares del alma inferior, en una especie de cruda recaída en la materia y al amparo de la ignorancia. Impotencia ante los valores, es claro, que no puede sino conducir al subjetivismo rampante o a la innoble red de desviaciones, intereses, convenciones y complicidades mutuas.
   Así, el resentido se desinteresa de las uvas de la cultura propia juzgándolas verdes, por demasiado altas, adoptando los modos de la imitación servil para enturbiar así el juicio que considera estimables las cosas, con la intención de rebajar su valor, para así poder ocultarlas o sumirlas en el olvido, por una especie sui generis de inferioridad emocional e intelectual –dejando, como repito, que el esclavo de las tendencias e impulsos inferiores se sobreponga al amo del sentimiento, de la buena voluntad y de la razón.
   Moral de la decadencia, en efecto, que se apoya entonces en la amarga envida, en la rabia y en la mentira para sobreponerse, en una falsificación completa de los bienes humanos y con una completa inversión de los valores morales, en una clara retrogradación del hombre hacia la animalidad, pues conlleva una degeneración caracterológica del tipo humano, el cual se siente ofendido ante una clase superior de hombre, dando por resultado ese odio peculiar destilado por el resentido. Odio, efectivamente, de una clase caracterológica de seres humanos inferior a su contraria, con menosprecio, hostilidad, desprecio y rebajamiento de sus valores, que repugna sobre todo de la libertad, que ella sólo supo utilizar para corromperla.
   Su origen o etiología se encuentra en el sentimiento de ser agredido u ofendido por aquello a lo que no puede acceder o que no le gusta, ya sea por incapacidad o por pereza, al grado de sentirse lastimado por la realidad, por la naturaleza misma de las cosas, desestimando de tal suerte la superioridad moral de algunas personas, así como la gracia o la virtud del desprendimiento. Su actitud, entonces, es el llevar las narices levantadas al aire –pero con la cabeza cada vez más pegada al suelo. Lo primero que degrada entonces es la idea el amor, visto sólo como un estado afectico-biológico pasajero, como un fenómeno fisiológico más, identificándolo a las vicisitudes de los bajos instintos de la vida. El amor se convierte entonces en las aventuras inconfesadas, ligado a las virtudes de conservación, pero también a la superficialidad y a una cierta hipocresía en las relaciones humanas –desprendiéndose de ello como corolario un rechazo instintivo a las cuestiones del espíritu y por tanto a la cultura misma, la cual a la vez quisiera degradar para poder así apropiársela para luego, ya desnaturalizada, adornarse con sus andrajos.  
   Así, ante la impotencia de adquirir el objeto, se origina en el resentido una dualidad de actitudes: por un lado la desestimación del objeto mismo; por el otro, una actitud digamos de revanchismo, por el que intenta poseer su objeto al bajo precio de degradarlo –apelando entonces a un recurso a lo numérico, con la intención de ganar adeptos para su causa disminuida, como si muchos pequeños hombres pudieran sustituir a un gran hombre, o el croar de ranas en la cloaca del estanque pútrido al canto del cenzontle.  
II
   La lógica de la moral del resentido intenta rebajar por todos los medios aquello que es motivo de su envidia, prefiriendo así siempre lo inferior a lo superior, la materia en desmedro del espíritu, lo que es más bajo por rencor contra lo alto. Moral de la ruindad, pues, ya que a fin de cuentas es el espíritu, la inteligencia, la nobleza aquello contra lo que su rencor se dirige. Lo que pide y quiere, por el contrario, es un mundo que le exija moralmente cada vez menos, que sea cada vez menos riguroso, más ancho, más laxo, más permisivo, huyendo con ello cada vez más de la responsabilidad individual y de compromiso personal.
   Su odio a la inteligencia se deriva de un no poder seguir, de un no poder acceder, de un no querer entender las razones más sutiles de la mente o apreciar los valores más altos de la cultura, preso en las capas más burdas, más gruesas y toscas de la sensibilidad inmediata. Todo lo cual no impide al resentido dar rienda suelta a sus sueños de grandeza, quedando preso en las redes de cristal del narcicismo, en una especie de ensanchamiento ilimitado del propio ego, que termina por vaciarse en el confort, en el consumo, en la inactividad de la pereza mental o en el letargo. Inclinación, pues, por lo liviano, por lo inmediato, cuya norma resentida es la de no verse obligo a actuar, la de no tener porqué comprometerse, alentado todo ello por el espíritu infausto de la mezquindad o de la rebeldía.
   Así, al intentar a toda costa hacer valer lo que no vale, el resentido quisiera que lo distinga su igualdad, haciendo de su particularismo, de su acento local, de su regionalismo falto de miras, de ser un cualquiera su diferencia; siendo por ello proclive al gusto por la indistinción de las cosas, por la licuefacción de las fronteras, por la ambigüedad y finalmente por la vulgaridad –pretendiendo hacerse valer así por su falta de valor, por su mediocridad, ya intentando su salvación a costa ajena, ya reclamando que el mundo no se haya hecho a su medida, es decir, queriendo chantajear a medio mundo al hacerse valer por su cobardía.
   Su divisa consiste en desear un mundo menos exigente, un mundo vanguardista, bizarro y desposeído de tradición, done las cosas valen no por el valor que encarnan, sino porque se posen, porque son “nuestras”; añagaza para hacer valer un mundo donde vale más la miseria propia que la maravilla ajena, donde las cosas valen por ser particulares, por ser locales, por ser regionales, porque son “mías”, no queriendo ver así en el hombre al ver humano, sino en el hombre al amigo, al paisano, al vecino, al compadre –seleccionando las cosas por un abstruso sistema de negaciones que les permita fortalecerse en su provinciano coto de caza, desconsiderado hacia todo aquello que ignora, que incluso siente como un mérito su estulticia, en medio de un localismo insano y excluyente que le da el aval para hacerse fuerte, queriendo que lo distinga igual su particularismo falto de miras que la fecha y hora de su nacimiento –haciendo entonces engordar a su gusano para revolcarse a sus anchas en el barro del estancamiento.
III
   Moral de las ideologías e ideología ella misma, las actitudes y sentimientos negativos del resentimiento se manifiestan como un círculo vicioso, como una fuente envenenada de la que no se puede salir, como los alacranes presos en su bote, acuñando entonces igual la metafísica de la pseudotranza que la mística inferior del individualismo ciego o de la histeria colectiva, de la falsa promesa o del cuento chino, dando siempre el valor a la existencia sobre la esencia o a la inmanencia de la satisfacción inmediata sobre los valores del espíritu –que igual cultiva una cultura falsificada que postula un socialismo estéril que se predica con la palabra pero que no realiza en la práctica. La ideología del resentimiento así cultiva una horrible confusión en las conciencias, atemperada por una fácil vanidad ampulosa y suficiente que se apega servilmente al imperativo sentimental de una conciencia, esclavizándose al deseo de que un solo pensamiento mande -con la ilusión de extraer de ello su mezquina tajada en el festín.
   El resentido, haya entonces su refugio en la mediocridad y en la incultura, deseando por instinto no querer saber, no querer entender –para sumirse en la masa de lo amorfo e indiferenciado, queriendo que todos sean igualmente respetados, en una especie de igualitarismo a la baja que rebaja notablemente la calidad de lo propio o personal, por nostalgia robotizante de un solo camino, de un solo pensamiento, de una sola verdad, de una sola voz. Así, el resentido cifra su superioridad en su ignorancia, en su incultura, en su desprecio y, finalmente, en su vanidad, igualando finalmente la realidad a las mezquinas pretensiones de su propia satisfacción y pequeñez, hundiéndose con ello en el precipicio del subjetivismo.
   La envidia, esa tristeza por el bien ajeno, esa rabiosa admiración por lo que no se alcanza, se desarrolla así como un hinchado apéndice que infecta todo el organismo, dando rienda suelta a las expresiones propias del resentimiento: la envidia infinita de la murmuración, el chantaje y la hipocresía. Amante de lo pequeño, de lo oscuro, de lo mediocre, el resentido se da también a la tarea de urdir malentendidos, de tejer enredos, de manipular las situaciones deseando desviar su curso, creando toda una red de reglas y protocolos motivados por el miedo y el deseo de control, a la vez que esclavizándose a los tornasolados caprichos del alma inferior. Su estrategia entonces es la de la simulación, fingiendo por un lado un espíritu que no se tiene y, a la vez, por otro, presentándose como enteramente carente de entendimiento, al que rechaza íntimamente, no queriendo por tanto atender, escuchar, aprender, acarreando con ello la permisión en las costumbres y degradando el gusto hacia lo meramente sensible e inmanente de las bajas pasiones –desolidarizándose así de todo aquello que tenga que ver con el espíritu, de toda metafísica y de toda mística superior, para fluctuar entonces entre los extremos del gregarismo urdido por los intereses mediáticos inmediatos (el noscentrismo) y la atomización del individuo egoísta que, con gesto torvo, se separa de la comunidad.
    El resentimiento suma así a las actitudes del rebelde las del retador, pues su ser inconsistente e inconstante se funda en una apariencia, en una simulación: en un querría ser más que en ser, derivándose de ello una molestia, una reacción, una resistencia, que se transforma en un no querer: en un desear que los demás no sean –que es un positivo querer negativo, un querer que no, por repudio y odio hacia aquello que paradójicamente admira. De ahí su acento hipostasiado al fingir desear lo que no quiere y ser lo que no es; de ahí también sus reproches, de que no sea el mundo algo hecho a su medida -gemidos que no son en el fondo sino la expresión de su impotencia.
   Una de sus más peculiares inversiones de valores se encuentra en la propia insatisfacción del propio yo, que de pronto se vuelca o se voltea en dirección del prójimo, que se vierte sobre los otros, con expresiones cortantes y lesivas impregnadas de amargura, para intentar imponer a la vez su desdén hacia el prójimo y su gusto por lo mediocre o lo inferior. El resentido así mira el colmillo del caballo regalado, criticando por algún costado aquello que lo supera, viendo la paja en el ojo ajeno para satisfacer fácilmente su vanidad o refugiarse en sueños guajiros o en las rancias fantasías de la infancia, prefiriendo siempre a la concentración la distracción, a las distinciones lo que es enredado o abstruso, y a lo recto el desmayo femenino del chantaje o de lo manirroto.
   Almas constitutivamente frustradas e insatisfactibles son las producidas por el resentimiento, por querer ser lo que no pueden, lo que no quieren, lo que envidian, lo que desdeñan, lo que no alcanzan... y que por tanto terminan por darse con frenesí y en vano a la iconoclastia, abominando de las “grandes metáforas”, derribando las imágenes prístinas para sustituirlas inmediatamente por otras cada vez más bajas, cada vez más oscuras, cada vez más vulgares, cada vez más secas, más estériles, más muertas -serruchando de tal modo la rama sobre la que alegremente se columpian.


Continuará… 




sábado, 21 de diciembre de 2013

El Secreto… a Voces: Callemos Nuestros Pecados Por Alberto Espinosa



I.- Entre la Ocultación de la Verdad y Ocultismo de la Mentira 

   Acaso la peor de todas las ignorancias sea la de la realidad del pecado –tanto en lo concierne a la metafísica como en sus consecuencias sociológicas inmediatas. En primer lugar, porque ignorar la categoría moral del pecado lleva en el mundo real a la conformación de sociedades no trasparentes, regidas por la secrecía, y de personalidades tortuosas, sumidas en la opacidad y en la simulación.
   Porque ocultar los pecados, no ser trasparente, ser opaco ante los demás, defenderse ampulosamente de las propias faltas ante los otros con la máscara de la vanidad, de la ampulosidad o del orgullo, es decir: volver el pecado particular un secreto, no puede conducir sino a una escisión de la personalidad, en cuyo juego de espejos se incuba el fenómeno, tan sólito en dentro tiempo, de la doblez: de  la alienación mental o de la enajenación, en una especie de transformismo y polivalencia de la persona cuyo resultado no puede ser otro que el espectáculo doloroso de personalidades “actorales”, que simulan un mundo y disimulando sus reales intenciones, siendo por tanto personalidades  excéntricas o sacadas de su centro, pero también ignorantes sobre la situación real, sobre el estado de su propia alma (entendida ésta no sólo como el fluido del acontecer psicomental, sino metafísicamente o esencialmente como entidad ontológica).
   Lo que es más, la comisión de un pecado es grave en lo personal, pero si socialmente se calla, si se oculta en el interior de la conciencia, se vuelve terrible –porque de tal suerte se dejan en libertad a las “fuerzas mágicas”, como las llama Mircea Eliade, o dicho en términos coloquiales, se da poder a los infiltrados, al enemigo oculto siempre acechante, para que urda sus redes cómplices, amenazando entonces a toda la comunidad al arruinar los esfuerzos de los hombres, trayendo la derrota en la guerra o la escases en la producción –e incluso contaminando el mismo entorno natural, causando igual la desaparición del venado que las inundaciones o las sequías (por la ruptura del pacto de armonía y de solidaridad entre la naturaleza y el hombre).
    Las sociedades arcaicas conjuraban tales peligros en su modo de vida cotidiano mediante una solución: la confesión oral de los pecados. Cuando una desgracia asalta a una comunidad es aún en día costumbre que las mujeres se confiesen entre si sus pecados, que los hombres se encuentran con sus hermanos y confiesen sus faltas, como sucedía antes, en la sociedades arcaicas transparentes. Cuando no hay secretos personales o particulares cada uno conoce lo que concierne a la vida privada de su vecino, tanto por su modo de vida cotidiano como por la confesión de los pecados, y así cuando un individuo a trasgredido alguna ley moral se apresura a confesarlo públicamente –y a confesarlo como lo que además es: un simple accidente en el océano del devenir universal, como algo inmanente que atañe al sujeto, el cual así implícitamente reconoce tal actividad como carente de todo valor metafísico.
   En tales sociedades, en cambio, lo que siempre ha sido secreto, materia de iniciación y de estudio, han sido las verdades trascendentes, o que versan sobre las realidades metafísicas, los mitos y los misterios religiosos –asequibles sólo a una minoría culta, larga y minuciosamente preparada para lograr acceder a su real significación. Los secretos no conciernen así a la vida profana de los individuos, no son secretos episódicos, sino propiamente dogmáticos, referentes a las realidades trascendentes y sagradas.
   Así, lo que esta dicotomía nos hace ver es que todo lo humano, demasiado humano, todo hecho profano quiero decir, al volverse secreto se transforma en cierto modo en un ídolo, en una Gorgona que petrifica el alma humana, siendo por tanto un centro de energías negativas, dañino tanto para el individuo como portador de desgracias para toda la comunidad, por lo que al volver pública la falta, se desactiva tal fuente, como al volver el secreto exclusivo de las materias metafísicas, trascendentes, o que no son de este mundo. Es decir; si el secreto conviene sólo a lo sagrado, volver secreto lo profano es darle un valor que no tiene, y por tanto un sacrilegio –porque tan es sacrílego tratar lo sagrado como algo profano cuanto trasmutar los valores al dar a lo profano un valor sagrado. La teoría tanto teológica como cosmológica de la sustancia metafísica no ha dejado siempre de ver en ello una ruptura de nivel, y una quiebra en la lógica de los sagrado, cuyo cambio de valores trae aparejado una perturbación en la armonía de la unidad cósmica, pues el universo se presenta para tales sistemas como solidario con el hombre.
   Pues bien, tal es lo que sucede en las sociedades modernas, donde las personalidades son generalmente opacas, no transparentes, cada una ellas un átomo, un individuo aislado, separado y sin interesarse realmente los unos de los otros. La civilización ha cambiado con lo moderno los valores mismos, viéndose como una cualidad la discreción e las personas, ocultándose tanto la vida interior como los eventos personales profanos, pues se callan, se silencian aventuras, pecado, aventuras y desventuras, es decir, todos aquellos hechos que no tiene una trascendencia metafísica, que se pierden en el río amorfo del devenir que va dar a la nada, todo lo que concierne a los niveles profanos de la condición humana, siendo vista la confesión de un adulterio como un sacrilegio. Como su contraparte, en las sociedades modernas se ha perdido por completo la idea del secreto relativo a las realidades religiosas  y metafísicas, pues sin necesidad de iniciación o juramento cualquiera puede cualquier texto sagrado o criticar cualquier religión.
   La sociedad mexicana, aunque occidental, no es de toda moderna, como muchos países de Latinoamérica; de ahí su singularidad sin par en el concierto de las naciones. Una de sus resistencias a la modernidad se cifra en un símbolo: la Virgen del Tepeyac. Pero no sólo, porque aún pervive entre nosotros el respeto secreto de las realidades trascendentes y el impulso por comunicar a nuestros hermanos los pecados, en una labor de expiación de las culpas y de purificación de las almas, pues no ha desaparecido de nuestra cultura ni la noción de pecado, ni mucho menos la idea de la redención individual y colectiva por acción de la confesión, del sincero arrepentimiento de nuestras faltas, de la enmienda, así como del don de la divina gracia trascendente.

Continuará





viernes, 1 de noviembre de 2013

El A-Priori Moral del Hombre: o de la Buena y la Mala Voluntad Por Alberto Espinosa




 El hombre es, por el desequilibrio propio de su doble naturaleza, animal y raciona, un ser que necesita recuperar su verdadero ser, que necesita recuperarse para llegar a sí mismo, a lo mejor de sí que guarda su propia alma como un tesoro; pues estando hecho como está, de mala madera, tiende irracionalmente al vicio y al pecado, a dejarse fugar de su centro verdadero y arrastrar por el egoísmo,  la envidia, o las presiones y convenciones del mundo en torno –muy en particular a dejarse llevar por su alma inferior, cuya energía opaca y tensa suscita las escorias asociadas a la experiencia de la energía negativa y de la pérdida de conciencia, que en el fondo ambicionan la muerte, siendo reacia a la purificación propia del alma superior -cuya energía positiva exige la abolición de la voluntad de vivir egoísta (Shopenhauer) para llevarnos al plano de la conciencia espiritual, donde se da la mezcla de la limitación del individuo, que es su autenticidad, con la participación de los contenidos universales de la vedad.
   Así, el conocimiento se presenta entonces como la fuente liberadora de la ignorancia esclavizante, pues rompe los grilletes que oscurecen o disipan el entendimiento –ya sea por falsas creencias acerca de uno mismo, de nuestra naturaleza propia o de Dios (paganismo e idolatría).  En particular el conocimiento de la palabra santa: “Y así conocereís la verdad, y la verdad os hará libres”; “Porque todo aquel que hace pecado es siervo del pecado”(Juan, 8-32 a 35). Lo que equivale, pues a decir que el hombre debe buscar la libertad ascendente del espíritu, la relación sin trabas, tanto internas como externas, con su propia, con su verdadera  naturaleza humana, para alcanzar con ello la verdadera autonomía (frente a la culpa) y los verdaderos fines de su naturaleza, el desarrollo de sus aptitudes o predisposiciones de carácter, o los dones con que la naturaleza le regaló al venir al mundo (autorrealización) –para lo cual se requiere, evidentemente, un concurso de los factores sociales, es decir la armonización axiológica tanto de la esfera privada como pública.
   Así, para alcanzar tal armonía en el plano individual como social se requiere un criterio para discernir la bondad o la maldad de las satisfacciones humanas (puesto que hay insatisfacciones que resultan benéficas tanto como placer o satisfacciones que resultan perjudiciales, no siendo el puro criterio de lo satisfactorio confiable en lo absoluto). El único criterio disponible es entonces el de la misma naturaleza, divina o demoniaca, en el hombre; es decir, de su naturaleza volitiva, de su querer, ya sea el mero  deseo primario, ya el de la segunda naturaleza del querer motivado por la reflexión intelectual, más pleno y lleno de matices. O dicho de otra manera: el hombre es por naturaleza tanto susceptible como menesteroso de satisfacciones, ya sean éstas superficiales o profundas) –que es precisamente la naturaleza exclusiva, propia del hombre o la exclusiva suya más radical y fundamental de todas. Pero el criterio de lo que es bueno o malo no puede ser dado por la naturaleza divina o demoniaca de las satisfacciones mismas, sino que, por el contrario, sólo puede ser dado por la naturaleza misma de los sujetos, divinos o demoniacos, por lo que puede conceptuarse una satisfacción de buena (amar el bien y odiar el mal) o mala (odiar el bien y amar el mal) –que es donde plenamente se da la evidencia de las perfecciones y las imperfecciones morales.
   O dicho de otra forma: no hay otro criterio para juzgar o discernir las satisfacciones buenas o malas en el hombre que la naturaleza buena o mal del hombre mismo –sean las naturalezas divina o demoniaca infinitizaciones de la naturaleza humana, de lo vivido por el hombre como bueno o malo, o existen de hecho realmente. Estando así el imperativo moral respecto de la bondad o maldad ya en relaciones positivas con la ley natural (o con la ley natural de la sociedad humana generalizadora de máximas individuales, como el imperativo categórico kantiano), ya con la ley de la teología eudemonista, o en relaciones peculiares con la divinidad.
   La explicación de la moralidad se daría así por las relaciones ético-metafísicas con el ser (el amor infinito como deseo de presencia, y de presencia infinita) y con el no-ser (el odio, no menos infinito aunque de signo contrario, como deseo de inexistencia, y de ausencia radical de la persona, como voluntad ya de encubrimiento, de olvido o de aniquilación). La cacodemonología antiteológica postularía así un error, pero radical, entre las satisfacciones, prefiriendo a las más altas espirituales y sociales o altruistas las más bajas sensibles y egoístas, o las más bajas e impuras, la de los placeres propiamente perversos y de los odios demoniacos, las satisfacciones demoniacas de los malhechores o de los inicuos, que por más que puedan resultar si no altas si al menos profundísimas, resultan también impuras y en definitiva bajas. 



XXX.- Curso de Antropología Filosófica Sobre la Ignorancia y la Libertad Ascendente Por Alberto Espinosa



30.1.- El hombre puede definirse por la exclusiva de tener conciencia de sí mismo; quiero decir, por un lado, conciencia moral: de distinguir el bien del mal; también, por otro, de asignar valores morales a cualquier actividad, tanto al hacer como al no hacer, a las características humanas, y de concebir propósitos ideales, tales como el de la felicidad, del de la satisfacción propia, ajena y colectiva.
   El perfeccionamiento moral del hombre resulta así la clave de todo el proceso educativo, tanto en un sentido individual como socialmente. Doble proceso, pues, en el que el individuo ha de encontrar tanto la autonomía de conciencia como la realización de sí mismo, ya sea adelantando o postergando fines, para encontrar la armonía, la satisfacción personal; pero el individuo humano se desarrolla en medio de una sociedad, en donde no sólo existe la lucha, el conflicto, la competencia, en una palabra, el egoísmo y la envidia; sino que existe también la cooperación, la comunicación, la colaboración en el trabajo, en la persecución de los mismos fines o valores, que moralmente no pueden ser otros que los de la felicidad, los de la satisfacción armoniosa entre las partes. Doble armonización, pues, que es también el doble fin del proceso, del desarrollo educativo –pues tanto el individuo como la sociedad son entidades en crecimiento, cargadas de pasado y preñadas de futuro.
30.2.- Así como la bellota contiene en potencia al roble, la tradición lleva en si misma el germen de su propio desarrollo. Y es precisamente la tradición el punto de confluencia entre individuo y sociedad. La educación es su órgano propio de transmisión, en la familiarización, asimilación y recreación de las formas y contenidos de una cultura –siendo por ello vista la educación como el órgano mismo del perfeccionamiento cabal del ser humano, tanto individual como socialmente.
30.3.-  La educación así tiene como objeto liberarnos de la esclavitud de la ignorancia, específicamente por el conocimiento profundo de nuestra naturaleza moral –libertad ascendente entendida, pues, como una relación transparente, sin trabas u obstrucciones, tanto internas como externas, con la verdadera naturaleza humana; lo que equivale a decir el verse libre del mal, del pecado, de lo que oscurece el entendimiento o falsea o corrompe nuestra propia naturaleza.
    La ignorancia, en el sentido propio de la educación, se expresa básicamente como dispersión, distracción o desatención (falta de desarrollo de la atención, de la concentración), y en sus casos más graves y difíciles de atender como negligencia –raíz de la mente nublada, de estar  embotados al despertar; también de la mortal indiferencia y de la sordera.
   El principio de ignorancia, de la aversión, desvío o fuga respecto de lo que es de suyo interesante, valioso, constituye en un primer momento una ligereza, una frivolidad, que hace las veces del viento que levanta las hojas y las lleva de aquí para allá, moviendo a los individuos por sus más primarios impulsos, inclinaciones de carácter o deseos inmediatos; pero que al arraigarse en el individuo conduce a la tan sólitamente moderna “ceguera para los valores”, que no es en el fondo sino una pérdida o falta de reconocimiento de los valores… ajenos (positivismo), siendo el más lamentable de todos la ignorancia del valor de la persona. 
   Puede así hablarse de una razón desviada, de una heteronomía de la razón o pérdida de autonomía, razón a su vez de ser de la obstaculización y de la obstrucción social e individual para la realización de los valores. La razón desviada, ya sea producto de las convenciones de la moda, de lo que no sin ironía ha venido a llamarse la posición “políticamente correcta”, que no es otra cosa que un complejo de convenciones socialmente admitidas por conveniencia personal en la relación material con el mundo (producidas a su vez por las presiones y condiciones sociales y económicas de la existencia), ya sea  producto de las “locuras cultivadas”, como es el caso de la originalidad unánime de las vanguardias y en general de la “tradición de la ruptura” , que instan al ser humano a la adopción de posiciones cada vez más excéntricas, cada vez más densas y extremas y por tanto también más alejadas del sentido y desequilibrantes de la armonía interna; la razón desviada, decía, no es sino en su fondo último sino el producto de la ignorancia humana respecto de la verdad y del bien moral–en última instancia de lo divino (asebia), pues la religión tiene como su núcleo más íntimo el salvaguardar la esencia moral del hombre y sus valores anejos de: honestidad, fidelidad, tolerancia, dulzura, beneficencia, generosidad y abnegación. 
   La suspensión o el ocultamiento de la verdad moral tiene frecuentemente como motivo la ambición de los tiranuelos, de los educadores y de los sacerdotes sin escrúpulos, quienes sin hacer caso de la piedra que les aqueja en el zapato cargan a los demás con todo tipo de obligaciones, privándolos a la vez de independencia y autonomía de conciencia al arrojarlos a la predación competitiva y a la lucha salvaje por la obtención de privilegios en una más que cuestionable inducción y “adaptación al medio”, en lo absoluto de signo contrario a los valores de la fraternidad. Falsas autoridades, pues, por inicuas e injustificadas, que llevan a la obstaculización de la realización de los valores más caros, como son la justicia y la equidad.
   Razón invertida, pues, que a la vez que exalta con la palabra a la cultura la usufructúa, desviándola de sus propios cauces, y que por tanto más bien desdeña y empobrece, impidiendo que la cultura misma transite por sus propios caminos para alcanzar la realización de su naturaleza y de sus fines –siendo así la ignorancia el principal aliado de la opresión y el sufrimiento social. Porque la ignorancia vuelve a los hombres ciegos ante la injustica y promueve la sinrazón y el dogmatismo –cegándolos, pues, ante las ficciones vacías de las metafísicas inferiores que hacen tomar gato por liebre.
30.4.-  Como quiera que sea, lo cierto es que el hombre es por el desequilibrio propio de su doble naturaleza, animal y raciona, un ser que necesita recuperar su verdadero ser, que necesita recuperarse para llegar a sí mismo, a lo mejor de sí que guarda su propia alma como un tesoro; pues estando hecho como está, de mala madera, tiende irracionalmente al vicio y al pecado, a dejarse fugar de su centro verdadero y arrastrar por el egoísmo,  la envidia, o las presiones y convenciones del mundo en torno –muy en particular a dejarse llevar por su alma inferior, cuya energía opaca y tensa suscita las escorias asociadas a la experiencia de la energía negativa y de la pérdida de conciencia, que en el fondo ambicionan la muerte, siendo reacia a la purificación propia del alma superior -cuya energía positiva exige la abolición de la voluntad de vivir egoísta (Shopenhauer) para llevarnos al plano de la conciencia espiritual, donde se da la mezcla de la limitación del individuo, que es su autenticidad, con la participación de los contenidos universales de la vedad.
   Así, el conocimiento se presenta entonces como la fuente liberadora de la ignorancia esclavizante, pues rompe los grilletes que oscurecen o disipan el entendimiento –ya sea por falsas creencias acerca de uno mismo, de nuestra naturaleza propia o de Dios (paganismo e idolatría).  En particular el conocimiento de la palabra santa: “Y así conocereís la verdad, y la verdad os hará libres”; “Porque todo aquel que hace pecado es siervo del pecado”(Juan, 8-32 a 35). Lo que equivale, pues a decir que el hombre debe buscar la libertad ascendente del espíritu, la relación sin trabas, tanto internas como externas, con su propia, con su verdadera  naturaleza humana, para alcanzar con ello la verdadera autonomía (frente a la culpa) y los verdaderos fines de su naturaleza, el desarrollo de sus aptitudes o predisposiciones de carácter, o los dones con que la naturaleza le regaló al venir al mundo (autorrealización) –para lo cual se requiere, evidentemente, un concurso de los factores sociales, es decir la armonización axiológica tanto de la esfera privada como pública.
   Así, para alcanzar tal armonía en el plano individual como social se requiere un criterio para discernir la bondad o la maldad de las satisfacciones humanas (puesto que hay insatisfacciones que resultan benéficas tanto como placer o satisfacciones que resultan perjudiciales, no siendo el puro criterio de lo satisfactorio confiable en lo absoluto). El único criterio disponible es entonces el de la misma naturaleza, divina o demoniaca, en el hombre; es decir, de su naturaleza volitiva, de su querer, ya sea el mero  deseo primario, ya el de la segunda naturaleza del querer motivado por la reflexión intelectual, más pleno y lleno de matices. O dicho de otra manera: el hombre es por naturaleza tanto susceptible como menesteroso de satisfacciones, ya sean éstas superficiales o profundas) –que es precisamente la naturaleza exclusiva, propia del hombre o la exclusiva suya más radical y fundamental de todas. Pero el criterio de lo que es bueno o malo no puede ser dado por la naturaleza divina o demoniaca de las satisfacciones mismas, sino que, por el contrario, sólo puede ser dado por la naturaleza misma de los sujetos, divinos o demoniacos, por lo que puede conceptuarse una satisfacción de buena (amar el bien y odiar el mal) o mala (odiar el bien y amar el mal) –que es donde plenamente se da la evidencia de las perfecciones y las imperfecciones morales.
   O dicho de otra forma: no hay otro criterio para juzgar o discernir las satisfacciones buenas o malas en el hombre que la naturaleza buena o mal del hombre mismo –sean las naturalezas divina o demoniaca infinitizaciones de la naturaleza humana, de lo vivido por el hombre como bueno o malo, o existen de hecho realmente. Estando así el imperativo moral respecto de la bondad o maldad ya en relaciones positivas con la ley natural (o con la ley natural de la sociedad humana generalizadora de máximas individuales, como el imperativo categórico kantiano), ya con la ley de la teología eudemonista, o en relaciones peculiares con la divinidad.  
30.5.-    La explicación de la moralidad se daría así por las relaciones ético-metafísicas con el ser, propio y ajeno (el amor infinito como deseo de presencia, y de presencia infinita) y con el no-ser (el odio, no menos infinito, aunque de signo contrario, como deseo de inexistencia, y de ausencia radical de la persona, ajena o propia, como voluntad ya de encubrimiento, de olvido o de aniquilación). La cacodemonología antiteológica postularía así un error, pero radical, entre las satisfacciones, prefiriendo a las más altas espirituales y sociales o altruistas las más bajas sensibles y egoístas, o las más bajas e impuras, la de los placeres propiamente perversos y de los odios demoniacos, las satisfacciones demoniacas de los malhechores o de los inicuos, que por más que puedan resultar si no altas si al menos profundísimas, resultan también impuras y en definitiva bajas.  
   Hay que agregar que en el hombre conviven, como dos hermanos enemigos y en pugna, tanto un deseo de salvación, de salvación, de integración el ser absoluto, como un deseo de extravío, de perdición, como un deseo de nihilidad, el cual frecuentemente toma las formas de la fuga del centro radial axiológico de la persona, de su propia alma, en una tendencia hacia la despersonalización, de extremosidad y excentricidad, radicalmente tóxica –así, cuando el hombre ya no puede o ya no quiere creer, se refugia en el alcohol, en las drogas, en el peyote, en el resentimiento de la lucha sin clase o en la histeria colectiva.   
   Una muestras de ética contradictoria, y en este sentido luciferina, demoniaca, la encontramos en las aspiraciones sociales de nuestro tiempo, que prometen la liberación del ser humano por medio de una libertad o descendente o irresponsable –odiando con ello, pues, la libertad, que sólo la saben usar para degradarla o corromperla. Porque al presentarse muy socialmente como igualitarias e imparciales en el respeto a toda opinión, a la vez no toman en cuenta el valor moral de las personalidades individuales, mostrando con ello más bien una complicidad con la ceguera moral que falsifica el socialismo –pues es precisamente el respeto y la estimación de las personalidades individuales, de las personalidades ajenas, la condición previa para la armonía social entre ellas.
   La introducción del principio de ignorancia, que va del desconocimiento al franco desprecio de las personalidades ajenas por parte del grupo cómplice o de alianzas convencionales, así como el desconocimiento de la persona en general, no deja de expresar una ignorancia, perfectamente in-científica, respecto de los factores que posibilitan la felicidad humana, que es su fin propio, es decir, llanamente, una ignorancia respecto de la humanidad misma –no pudiendo resultar por tanto tales éticas armónicas, específicamente altruistas, sino esencialmente egoístas (tal y como sucede en las metafísicas materialistas del positivismo), desequilibrantes de la armonía del sujeto por tanto, que requiere de la armonización no sólo de sus placeres o satisfacciones egoístas(estudiar, leer, escuchar música, paladear manjares), sino también de sus satisfacciones altruistas o con el prójimo, pues el hombre, como los socialistas convencionales no han dejado de repetir insaciablmente embadurnándose el rostro con tal retórica, es esencialmente un ser social, menesteroso por tanto del desarrollo y realización de sentimientos no sólo del mero eros erótico o burdamente biológico, sino también y más esencialmente aún de sentimientos espirituales, como es el de la fraternidad (agape), el de la solidaridad en la alegría y en el dolor del prójimo o el de la piedad cristiana (caritas).
   Todas las éticas, que son de hecho eudemonistas y hasta hedonistas, reconocen como el fin del hombre la felicidad. La felicidad y el placer deben ser entendidos en toda la extensión y comprensión posibles, es decir como satisfacciones, que van desde la sensible más grosera hasta la espiritual más refinada y profunda. Tal hecho exige calificar y graduar las satisfacciones y a reconocer que las de valor sumo son las satisfacciones espirituales de las personalidades individuales perfectas o armonizadas consigo y entre sí (de ahí la importancia de las místicas ascendentes y de las comuniones de fe), donde la calificación se subordina a la graduación, pues las satisfacciones cualitativamente mayores resultan las mayores de todas –sin dejar de reconocer por ello de las contrariedades de cada individuo y entre los individuos, pero justo con el intento de superarlas, pues  la perfección y armonía, ya no digamos de las personalidades entre sí, sino ya de cada una consigo misma, no puede sino ser obra ideal de esfuerzo paciente, histórico, de progreso moral.



sábado, 26 de octubre de 2013

De Desdicha y la Desgracia Por Alberto Espinosa



   Hay que empezar por distinguir la desgracia de la desdicha. La desdicha es sólo la tristeza expresada por el sujeto en expresiones mímicas de desaliento, de decaimiento, de depresión, que tienden hacia abajo. Como el gesto de pena, de tristeza, que se marca en el rostro singularmente en las comisuras de los labios con líneas descendentes o que tiran en dirección descendente; o en la mirada vagarosa que ve hacia abajo; o que también se expresa en la posición encorvada de la figura total del cuerpo humano, que da la impresión de una cierta contracción, o que se manifiesta así en posturas refractarias, cerradas, que tienden hacia dentro, como la expresión interna del recogimiento interno o del mero ensimismamiento. Expresiones todas de pena, de tristeza, de dolor; es decir, expresivas de experimentar el sujeto algún tipo de contrariedad (ya sea por lo propio o por lo ajeno), que lo turba, que lo perturba, que expresa también una desarmonía interna (ya sea consigo mismo, ya con los otros). Expresiones inequívocas, pues, de sufrir el sujeto un mal, de experimentar éste alguna notoria insatisfacción.
   La desdicha es así la expresión contraria a la dicha, a la alegría, a la satisfacción, a la felicidad -cuyas expresiones mímicas se caracterizan por sus movimientos de apertura, de dilatación de la animación y por su elevación, estando marcadas por  líneas que tiran hacia arriba, ascendentes, como son la sonrisa, la mirada hacia lo alto, los brazos abiertos y la figura erguida; también por un sentimiento positivo y espumoso de expansión del voluntad, del querer, que puede llegar incluso al entusiasmo y al contagio afectivo, en una especie de optimismo generalizado, de sentimiento de expansión y elevación colectivo o de alegría compartida, intersubjetiva. Expresiones, pues, de satisfacción, que serían las expresiones propias del fin (telos) del hombre; expresiones púes de armonización de la naturaleza humana consigo misma y con los otros (pues es el hombre también y esencialmente un ser social). Expresiones que serían por tanto también el fin (telos) de la educación y de la ética misma, es decir, la corona misma de la moralidad –tomando en cuenta, sin embargo, la gradación o calificación de las satisfacciones humanas, que irían de los placeres sensibles más groseros o burdos (relativamente menos valiosos) a las satisfacciones espirituales más refinadas y altas, no sólo egoístas, sino esencialmente también altruistas (relativamente más valiosos, que sólo dan en los niveles afectivos más altos de la educación, que serían también los de la plena realización de la moralidad, los cuales conciernen, pues, al desarrollo pleno de los sentimientos sociales, más delicados y difíciles de adquirir, que van de la simple ayuda mutua y la solidaridad, al respeto mutuo entre las personas y a su reconocimiento –llegando incluso a la celebración y participación colectiva de sus valores).
   La simple desdicha, con no ser la desgracia, tienta sin embargo al hombre que se deja arrastrar por ella, de confinarlo así en la prisión de la insatisfacción, de desbarrancarlo y sumirlo o en la depresión o en el potro de tortura de la postración, esclavizándolo de tal modo al encadenarlo o a la amargura o a la frustración, llevándolo finalmente al pozo pesimista de la lamentación, del resentimiento o la desgracia donde o no hay felicidad, satisfacción posible, o donde todas las acciones resultan insatisfactorias y todos los deseos insatisfactibles.
   Porque no salir de la depresión, de la tristeza, del sufrimiento, por más que se asuma ante ello una actitud solitaria, heroica y viril, para alejarse del lacrimoso lamento y de la pataleta, no dejará nunca de ser una tóxica lamentación por uno mismo que incorpora el sentimiento de víctima al propio ser, el cual no podría menos que exclamar: “pobre de mí” –sumiendo así en una soledad que, lejos de ser el recogimiento de lo dispersado, aparece como una enfermedad del yo: como esterilidad y, por tanto, como frustración.
      La salida del conflicto interno, y de la petrificación a la que conlleva, estriba en reconocer que somos pecadores –pero también que el pecado es una realidad doble; porque por una parte está premiado, pero por la otra nos hace esclavos, lo que quiere decir también que es castigo, en mucho consistente en perder la gracia, que es la caída (porque a fin de cuentas el pecado es siempre profanar una cosa sagrada). La opción religiosa, la necesidad de Dios, radica fundamentalmente de que necesitamos de la liberación interior por medio del perdón del Señor –lo que además de limpiarnos interiormente de la herrumbre del pecado, nos da una fuerza, como por añadidura, es decir, gratuitamente: una gracia. Pero tal perdón de Dios no se obtiene si no pasamos por el reconocimiento del mal que hemos hecho, a otros o a nosotros mismos –o, para decirlo en términos religiosos, si no reconocemos la transgresión de la ley, de la norma, de la palabra santa, es decir, si no reconocemos la profanación de algo sagrado como una ofensa a la santidad misma de Dios (si no reconocemos a la vez que pecamos delante de Dios y que el pecado no es igual que el delito; pues posible pecar sin delinquir –pero entonces el demonio se frota las manos).
   Por lo contrario, el desgraciado sería en principio así el hombre que no da nada de gratis –incluso de sí mismo, que se mantiene torvo, a distancia, refractario o que no se brinda-, no dejando por ello de ser, esencialmente, por tanto, también el ingrato. Hay así en el hombre desagradecido, en el ingrato, en el hombre mal agradecido, un gesto de desagrado, de resentimiento, de negación de la vida –que lo lleva a ser desagradable a él mismo ante los otros, cosa que frecuentemente lo lleva a disimular su ser desagradable y a ocultar su desagrado o frustración ante la vida, mediante una máscara, cuyo gesto, como sobrepuesto, es el de la queja constante o el de la indignación por otra cosa, desplazada a algún otro motivo que, por decirlo así, a la vez detona y enmascara su resentimiento.
   La desgracia es lo contrario de la gracia; porque se es desgraciado, porque cada uno se labra su propia desgracia, decimos, y es verdad, volviéndose parte de nuestro ser; pero en cambio entramos en la gracia, se está en la gracia, se entra en ella como se entra en un lugar sagrado, en un templo –que es a la vez haber dejado entrar a nuestra vida el espíritu mismo de la vida, el espíritu de acción de gracias, de agradecimiento -motivo también de congratulación colectiva, porque ese lugar al que se entra es también un el lugar al que pertenecemos y que nos da identidad, que nos vuelve parte de una familia de la cual formamos parte, que es también una dignidad, de una distinción y de una reconciliación,  ya que así volvemos a ser parte de los suyos. Lugar al que se entra, pues, por medio de la humildad (el arrepentimiento) y del amor, del agradecimiento por los bienes recibidos, de la acción de gracias.
  En cambio, desgraciado es el hombre inicuo, el desigual, el disparejo, el injusto, el desvergonzado, pero también el apóstata, el impío y el desagradecido (formas todas ellas del hombre rebelde). Esencialmente se trata, en efecto, del desagradecido, del hombre que ha perdido la gracia, en el doble sentido de ser agradable y agradecido (notas constitutivas del encanto o de lo encantador), y que se ha vuelto por tanto ingrato e incluso proclive a desgraciar por hallar su gusto en desgraciar las cosas, su satisfacción, ya enteramente subjetiva, particular y perversa, en causar desgracia, que es lo que propiamente se entiende por un desgraciado.
   El análisis los motivos de la ingratitud debe comenzar con el hecho de que el hombre desgraciado ha perdido, por decirlo así, la gracia. Porque la gracia es algo en verdad gratuito en sus constitución misma -algo que mana y llega de arriba y que nos alza, por ser un don concedido por Dios.  Así, el hombre arrojado de la gracia de Dios aparece como un ser caído, hasta el grado de tener las narices bien pegadas al suelo (evolucionismo, materialismo), reusándose a mirar hacia lo alto, incapaz de reconocer sus pecados, sordo a los imperativos de la moralidad, incapaz de reflexionar sobre sus propias faltas, de confesarlas y por tanto incapaz ya no digamos de enmendarlas sino incluso de arrepentirse en el sentido de expiar sus culpas o del pedir perdón.
   El ingrato, así, aparece también como un ser degradado, en razón de no tener propiamente intimidad, o que aun teniéndola resulta sordo al mundo interior de su conciencia moral –incurriendo por tanto en la negligencia, donde se da una pérdida constante y progresiva de energía positiva. Perdida que puede llegar al grado de retrogradarlo en criatura de “ser dado”, pues el hombre sin la energía positiva de la conciencia y la animación de su mundo interior en poco se diferencia de los animales.



XXIX.- Curso de Antropología Filosófica De la Desgracia: la Vergüenza y la Gracia Por Alberto Espinosa

XXIX.- Curso de Antropología Filosófica

De la Desgracia: la Vergüenza y la Gracia

 “La culpa que no se sabe culpa fue nuestra culpa mayor.”
Octavio Paz
29.1.- Hay que empezar por distinguir la desgracia de la desdicha. La desdicha es sólo la tristeza expresada por el sujeto en expresiones mímicas de desaliento, de decaimiento, de depresión, que tienden hacia abajo. Como el gesto de pena, de tristeza, que se marca en el rostro singularmente en las comisuras de los labios con líneas descendentes o que tiran en dirección descendente; o en la mirada vagarosa que ve hacia abajo; o que también se expresa en la posición encorvada de la figura total del cuerpo humano, que da la impresión de una cierta contracción, o que se manifiesta así en posturas refractarias, cerradas, que tienden hacia dentro, como la expresión interna del recogimiento interno o del mero ensimismamiento. Expresiones todas de pena, de tristeza, de dolor; es decir, expresivas de experimentar el sujeto algún tipo de contrariedad (ya sea por lo propio o por lo ajeno), que lo turba, que lo perturba, que expresa también una desarmonía interna (ya sea consigo mismo, ya con los otros). Expresiones inequívocas, pues, de sufrir el sujeto un mal, de experimentar éste alguna notoria insatisfacción.
   La desdicha es así la expresión contraria a la dicha, a la alegría, a la satisfacción, a la felicidad -cuyas expresiones mímicas se caracterizan por sus movimientos de apertura, de dilatación de la animación y por su elevación, estando marcadas por  líneas que tiran hacia arriba, ascendentes, como son la sonrisa, la mirada hacia lo alto, los brazos abiertos y la figura erguida; también por un sentimiento positivo y espumoso de expansión del voluntad, del querer, que puede llegar incluso al entusiasmo y al contagio afectivo, en una especie de optimismo generalizado, de sentimiento de expansión y elevación colectivo o de alegría compartida, intersubjetiva. Expresiones, pues, de satisfacción, que serían las expresiones propias del fin (telos) del hombre; expresiones púes de armonización de la naturaleza humana consigo misma y con los otros (pues es el hombre también y esencialmente un ser social). Expresiones que serían por tanto también el fin (telos) de la educación y de la ética misma, es decir, la corona misma de la moralidad –tomando en cuenta, sin embargo, la gradación o calificación de las satisfacciones humanas, que irían de los placeres sensibles más groseros o burdos (relativamente menos valiosos) a las satisfacciones espirituales más refinadas y altas, no sólo egoístas, sino esencialmente también altruistas (relativamente más valiosos, que sólo dan en los niveles afectivos más altos de la educación, que serían también los de la plena realización de la moralidad, los cuales conciernen, pues, al desarrollo pleno de los sentimientos sociales, más delicados y difíciles de adquirir, que van de la simple ayuda mutua y la solidaridad, al respeto mutuo entre las personas y a su reconocimiento –llegando incluso a la celebración y participación colectiva de sus valores).
29.2.- La simple desdicha, con no ser la desgracia, tienta sin embargo al hombre que se deja arrastrar por ella, de confinarlo así en la prisión de la insatisfacción, de desbarrancarlo y sumirlo o en la depresión o en el potro de tortura de la postración, esclavizándolo de tal modo al encadenarlo o a la amargura o a la frustración, llevándolo finalmente al pozo pesimista de la lamentación, del resentimiento o la desgracia donde o no hay felicidad, satisfacción posible, o donde todas las acciones resultan insatisfactorias y todos los deseos insatisfactibles.
   Porque no salir de la depresión, de la tristeza, del sufrimiento, por más que se asuma ante ello una actitud solitaria, heroica y viril, para alejarse del lacrimoso lamento y de la pataleta, no dejará nunca de ser una tóxica lamentación por uno mismo que incorpora el sentimiento de víctima al propio ser, el cual no podría menos que exclamar: “pobre de mí” –sumiendo así en una soledad que, lejos de ser el recogimiento de lo dispersado, aparece como una enfermedad del yo: como esterilidad y, por tanto, como frustración.
     Por lo contrario: la salida del conflicto interno, y de la petrificación a la que conlleva, estriba en reconocer que somos pecadores –pero también que el pecado es una realidad doble; porque por una parte está premiado, pero por la otra nos hace esclavos, lo que quiere decir también que es castigo, en mucho consistente en perder la gracia, que es la caída (porque a fin de cuentas el pecado es siempre profanar una cosa sagrada). La opción religiosa, la necesidad de Dios, radica fundamentalmente de que necesitamos de la liberación interior por medio del perdón del Señor –lo que además de limpiarnos interiormente de la herrumbre del pecado, nos da una fuerza, como por añadidura, es decir, gratuitamente: una gracia. Pero tal perdón de Dios no se obtiene si no pasamos por el reconocimiento del mal que hemos hecho, a otros o a nosotros mismos –o, para decirlo en términos religiosos, si no reconocemos la transgresión de la ley, de la norma, de la palabra santa, es decir, si no reconocemos la profanación de algo sagrado como una ofensa a la santidad misma de Dios (si no reconocemos a la vez que pecamos delante de Dios y que el pecado no es igual que el delito; pues posible pecar sin delinquir –pero entonces el demonio se frota las manos).
29.3.- Arrepentirse ante Dios, en efecto, es el camino para la recuperación de la gracia. Pero tal arrepentimiento tiene como instancia el confesar ante los hermanos, ante la comunidad, el pecado, con toda la sencillez de la verdad, para alcanzar otra vez la transparencia propia de la gracia. Instancia doblemente necesaria,  que evita la evasión (puesto que se puede tener un Dios abstracto, ante el cual en realidad no nos confesaríamos) y nos afianza dentro de una comunidad de fe trascendente. No esconder, pues, la realidad de nuestras miserias, nuestra tendencia al pecado que es parte de la naturaleza humana (del animal y el demonio que nos pueblan), que a la vez que confiesa la propia debilidad ante los hermanos, pide perdón ante Dios por nuestra falta –salvándonos con ello de los lenguajes cerrados, que  llevan a de los dobleces, pliegues y repliegues que complican y ponen en conflicto el interior de la naturaleza humana o que lo extravían en el mundo de los deseos y de las apariencias; pero también de las comunidades cerradas, refractarias y amuralladas, que desorientan la voluntad del individuo o que lo inducen a las satisfacciones contradictorias, en el fondo males e incluso satánicas.  
   La vergüenza puede verse así como una gracia, puesto que nos libera de la herrumbre y de la esclavitud del pecado. Inútil ocultar que se trata también de un paso por la muerte, por una momentánea insatisfacción –pues el sentimiento d vergüenza equivale a un pasmo donde el mundo de la vida pareciera quedar de pronto suspendido en la mortificación, en la aflicción, en el dolor del arrepentimiento, de ver que tan bajo fue que caímos.    
   Pero a la vez no es posible quedarse en la mortificación, en la aflicción de la contrición sobrevenida como correlato ante el sentimiento de vergüenza –pues no quedarse en medio de la culpa como si no existiera, ni expiarla indefinidamente por medio del dolor sirve para nada que no sea sufrir como un animal y volver ahincar las narices sobre suelo. Por lo contrario, hay que  dar entonces el salto, hacia la regradación, hacia la reconciliación con nosotros mismos, con nuestros hermanos y con Dios, volviendo a estar agradecidos con la vida.
   Porque la desgracia es lo contrario de la gracia; porque se es desgraciado, porque cada uno se labra su propia desgracia, decimos, y es verdad, volviéndola parte de nuestro ser; pero en cambio entramos en la gracia, se está en la gracia, se entra en ella como se entra en un lugar sagrado, en un templo –que es a la vez haber dejado entrar a nuestra vida el espíritu mismo de la vida, el espíritu de acción de gracias, de agradecimiento -motivo también de congratulación colectiva, porque ese lugar al que se entra es también un el lugar al que pertenecemos y que nos da identidad, que nos vuelve parte de una familia de la cual formamos parte, que es también una dignidad, de una distinción y de una reconciliación,  ya que así volvemos a ser parte de los suyos. Lugar al que se entra, pues, por medio de la humildad (el arrepentimiento) y del amor, del agradecimiento por los bienes recibidos, de la acción de gracias.
29.4.- En cambio, desgraciado es el hombre inicuo, el desigual, el disparejo, el injusto, el desvergonzado, pero también el apóstata, el impío y el desagradecido (formas todas ellas del hombre rebelde). Esencialmente se trata, en efecto, del desagradecido, del hombre que ha perdido la gracia, en el doble sentido de ser agradable y agradecido (notas constitutivas del encanto o de lo encantador), y que se ha vuelto por tanto ingrato e incluso proclive a desgraciar por hallar su gusto en desgraciar las cosas, su satisfacción, ya enteramente subjetiva, particular y perversa, en causar desgracia, que es lo que propiamente se entiende por un desgraciado.   
   La gracia tiene así, por principio el sello de lo gratuito (o de lo que no tiene precio, ni medida económica, por ser incuantificable, por ser cualidad pura), siendo por tanto lo que se hace por gusto, de buen grado o talante, por mera buena voluntad –con el afán de ser agradable o de agradar, de ser generoso con los otros y de gratificarlos, ya sea en la solidaridad, de brindarles ánimo, ya afirmándolos o reafirmándolos, e incluso en prodigar sobre ellos el dadivoso sentimiento del entusiasmo. Conversamente, la gracia tiene también el sentido inverso, de ser agradecido con los otros, de reconocer sus buenas acciones para con uno –supremamente con el Hacedor, al reconocer ante Él sus bendiciones, sus bienes derramados sobre nosotros. Así, el hombre agradecido mueve a la congratulación, al reconocimiento de su persona en el sentido de felicitarlo: de compartir con él la satisfacción dada por su promoción de la gracia, por su desarrollo de un sentimiento social unificador: por su solidaridad, por su ayuda o, en último término, por su servicio, por ser en su grata actitud socialmente un hombre de provecho, congraciando con ello a un grupo o a toda una comunidad.
   Por lo contrario, el desgraciado sería en principio así el hombre que no da nada de gratis –incluso de sí mismo, que se mantiene torvo, a distancia, refractario o que no se brinda-, no dejando por ello de ser, esencialmente, por tanto, también el ingrato. Hay así en el hombre desagradecido, en el ingrato, en el hombre mal agradecido, un gesto de desagrado, de resentimiento, de negación de la vida –que lo lleva a ser desagradable a él mismo ante los otros, cosa que frecuentemente lo lleva a disimular su ser desagradable y a ocultar su desagrado o frustración ante la vida, mediante una máscara, cuyo gesto, como sobrepuesto, es el de la queja constante o el de la indignación por otra cosa, desplazada a algún otro motivo que, por decirlo así, a la vez detona y enmascara su resentimiento.
29.5.- El análisis los motivos de la ingratitud debe comenzar con el hecho de que el hombre desgraciado ha perdido, por decirlo así, la gracia. Porque la gracia es algo en verdad gratuito en sus constitución misma -algo que mana y llega de arriba y que nos alza, por ser un don concedido por Dios.  Así, el hombre arrojado de la gracia de Dios aparece como un ser caído, hasta el grado de tener las narices bien pegadas al suelo (evolucionismo, materialismo), reusándose a mirar hacia lo alto, incapaz de reconocer sus pecados, sordo a los imperativos de la moralidad, incapaz de reflexionar sobre sus propias faltas, de confesarlas y por tanto incapaz ya no digamos de enmendarlas sino incluso de arrepentirse en el sentido de expiar sus culpas o del pedir perdón. El ingrato, así, aparece también como un ser degradado, en razón de no tener propiamente intimidad, o que aun teniéndola resulta sordo al mundo interior de su conciencia moral –incurriendo por tanto en la negligencia, donde se da una pérdida constante y progresiva de energía positiva y de conciencia. Perdida que puede llegar al grado de retrogradarlo en criatura de “ser dado”, pues el hombre sin la energía positiva de la conciencia y la animación de su mundo interior en poco se diferencia de los animales.





jueves, 24 de octubre de 2013

Los Dos Sentidos de la Modernidad Por Alberto Espinosa

   Lo post-moderno mejor se debería llamar lo re-moderno... porque no es sino una insistencia exacerbada en los rasgos más cuestionables de la modernidad. Su rasgo distintivo es el temible fenómeno de la aceleración de la historia, puesto que si algo define lo moderno es la invención de máquinas, artefactos y procedimientos (técnicos-administrativos, etc.), los cuales permiten una mayor eficiencia y aceleración de las acciones humanas, siendo por ello el moderno mundo el de los aparatos que nos rodena por todas partes... con un sentido de hacer más cosas en el menor tiempo posible -médula a su vez del inmanentismo contemporáneo, del hombre para el que al no haber ni Dios ni trascendencia posible en el otro mundo, ni espectativa alguna de poblar la dichosa Isla de Bienaventurados, se precipita así a realizar sus caprichos y deseos en este mundo, apresuradamente, angustiosamente, sin tiempo que perder de por medio, puesto que ve que le queda poco tiempo de vida..., pues, como repito, para ese tipo humano, materialista, ciencista, o llanamente existencialista, no hay otro mundo. 
   Así, lo más característico del inmanentismo contemporáneo es su angustia estructural, básica, constitutiva, debida a la falta de tiempo, a sentir el hombre que el tiempo no le alcanzará para hacer todas las cosas a que le impulsan sus pasiones, sus tendencias, sus instintos... su irracionalidad. Ligada a esa angustia está también la aceleración en la producción, propia del mundo fabril, que impulsa a hacer las cosas en serie, multiplicadas mágicamente por la técnica, por la automatización mecánica de las labores, y por el engranaje de la fuerza del aparato productivo, que pueblan, que inundan el mundo de maravillas obsoletas aptas para el consumo y el desecho; lo que a su vez conlleva el abierto desdén de las cosas hechas a mano, a conciencia, despacio, con el alma, es decir, bien hechas, artesanalmente, y que por lo tanto no están hechas sólo o únicamente ofrecidas para el consumo, sino para ser miradas, porque tienen ellas misma una mirada, y para amarlas. 
   Es por ello otro rasgo de lo moderno, de lo reteque-recontra-super-archi-moderno, la llamada tradición de la ruptura... es decir, la ruptura con la memoria colectiva, con la tradición de fe trascendente, en lo esencial, pero también con la artesanía, el arte y la literatura que buscan la identidad del ser humano, su pertenencia quiero decir, en los niveles espirituales de la conciencia, o en el alma superior, en la participación con el Nous del espíritu... que nos purifica y nos lava de las culpas, de la hybris fáustica, de las herrumbres del pecado y de las pasiones... y así nos redime y nos reconcilia con un mundo espiritual, que a su vez resulta a la postre el más bello, justo, verdadero y el más humano de todos. Mundo cuyas recreaciones pueden llamarse también modernas en su primitivo sentido, por estar vivas, por su relativa novedad, pero que habla de principios, mitos, misterios y tradiciones perennes... pues, después de todo, en materia de espíritu, no hay nada nuevo bajo el sol.



martes, 22 de octubre de 2013

Libertad o Mutismo Por Alberto Espinosa



La verdadera libertad se caracteriza no sólo por el claro sentimiento de expansión, de esponjamiento, incluso de entusiasmo, que la acompaña; también por su apertura, que es todo el tiempo comunicación -de la que dimana, no sólo la humilde dignidad de la condición humana, también la solidaridad activa con todos los niveles del ser. La libertad contractual del hombre contemporáneo, por el contrario, la libertad de conciencia, de los derechos individuales, el libre tránsito que permite hacer o decir lo que nos venga en gana, ha dado lugar, por el contrario, a transitar un camino que aún ajeno a los obstáculos y fincado en el concepto del confort, de la comodidad, ni expande el espíritu, ni resulta esencialmente comunicativa, sino una serie de estratagemas, convencionalmente asumidas, para rehuir el contacto efectivo con el otro, entreteniéndose en los dobleces de los planos, en los pliegues y repliegues, de la compleja psicología humana. Libertad irresponsable, pues, que tras bambalinas deja asomar las narices solo de vez en vez, para perderse luego tras el telón de fondo, que apenas asoma una máscara o una terca mueca repetida para cerrar su escena en la palestra al dejar caer inmediatamente sobre sus pies el ondulante cortinaje ajado y púrpura, cerrando así cuanto antes el breve circo de su acto para encerrarse de nuevo en la cómoda cripta del pertinaz mutismo cotidiano.


jueves, 17 de octubre de 2013

La Religión Laica: el Culto a la Desgracia Por Alberto Espinosa


  “La culpa que no se sabe culpa fue nuestra culpa mayor.”
Octavio Paz


   La maldita desgracia de nuestro tiempo, de un tiempo trágico, estriba, en el fondo del fondo de la crisis contemporánea, en que los viejos valores no han logrado renovarse, volviéndose imposible recrearlos por los órganos correspondientes de la cultura; mientras que los llamados a tomarles el relevo real en el tiempo carecen de la una gravedad espiritual efectiva y de toda trascendencia –surgiendo por todas partes una serie de creaciones y de productos de la cultura mutilados, o que alteran o adulteran las notas constitutivas de los sectores de la cultura, alterando de tal manera su misma esencia (la filosofía existencial; el verso libre; la libertad irresponsable; la religión laica del socialismo, etc., etc., etc.), revelando con ello una pérdida decidida de conciencia y de energía positiva (principio entropía), volviendo nuestro tiempo exageradamente confuso e incluso extremadamente degenerado.
   Degeneración de la utopía también (entropía de la utopía), que ya sin horizontes efectivos se refugia en la razón dogmatica, intentando avalar con ella el totalitarismo del estado internacional donde, so pretexto de una moral más atrevida, se reúnen el libertino con el vividor, el anarquista y la burócrata, trabando alegremente relaciones literalmente delictuosas, y todo ello bajo la consigna contestataria según la cual: “El rebelde no puede mentir” –ocultando con ello no sólo los hechos, sino el mismo sentido de la realidad, porque el rebelde, a fin de cuentas, también es el esclavo (agasajado, aplaudido y todo, pero esclavo). Justicia fingida, evidentemente, que en su simulacro plagado de incoherencias y en su iniquidad pagada de sí misma hace de la supuesta solución el peor de todos los problemas.
   Consecuencia: caer de la gracia de Dios, perder su visto bueno, por el terrible peso de los yerros del hombre. Ser mal visto por los ojos de Dios y, por tanto, estar maldito por Dios, alejados de Dios, caer de su Gracia, es algo que los rebeldes, que los malhechores, se niegan por completo a entender, prefiriendo en cambio rechazar la idea de Dios, aunque con ello se nieguen paralelamente a aceptar el verdadero camino de la vida. Porque  el rechazo, por principio dogmático, estructural, de sus caminos no es en el fondo sino la expresión de un oculto temor –el oculto temor del desesperado, de quien ha perdido ya toda esperanza y así, pues, se infecta de odio a la vida, a la justicia y a la verdad, y por tanto se vuelve también un desgraciado y con ello se condena.
    Lo que entonces queda entre las manos es sólo un residuo, un sustrato, apenas una pose de los antiguos valores que no logran ser vivificados, convirtiéndose muchas veces, ya no digamos en meros hábitos o en costumbres muertas, sino en sus contrarios, introduciendo con ello en el sistema del saber (la enciclopedia) una nueva jerarquía axiológica, muy fechada, muy vanguardista y novedosa, muy atada a una cultura histórica e inmanentista carente en absoluto de universalidad, que soterradamente pacta también con la magia y las místicas inferiores (negadoras de los valores eternos y del ideal), dando con ello foro temporal y escenografía concreta a la terrible trasmutación de todos los valores de la que hablaba Nietzsche. Trasmutación, por otra parte, que bien puede ser vista como la ruptura con la tradición, pero ¿no es precisamente la carencia de una tradición lo que define la barbarie, lo que hace que el bárbaro no pueda entender la "verdadera lengua", lo que lo hace un incircunciso del corazón y del espíritu?