viernes, 1 de noviembre de 2013

XXX.- Curso de Antropología Filosófica Sobre la Ignorancia y la Libertad Ascendente Por Alberto Espinosa



30.1.- El hombre puede definirse por la exclusiva de tener conciencia de sí mismo; quiero decir, por un lado, conciencia moral: de distinguir el bien del mal; también, por otro, de asignar valores morales a cualquier actividad, tanto al hacer como al no hacer, a las características humanas, y de concebir propósitos ideales, tales como el de la felicidad, del de la satisfacción propia, ajena y colectiva.
   El perfeccionamiento moral del hombre resulta así la clave de todo el proceso educativo, tanto en un sentido individual como socialmente. Doble proceso, pues, en el que el individuo ha de encontrar tanto la autonomía de conciencia como la realización de sí mismo, ya sea adelantando o postergando fines, para encontrar la armonía, la satisfacción personal; pero el individuo humano se desarrolla en medio de una sociedad, en donde no sólo existe la lucha, el conflicto, la competencia, en una palabra, el egoísmo y la envidia; sino que existe también la cooperación, la comunicación, la colaboración en el trabajo, en la persecución de los mismos fines o valores, que moralmente no pueden ser otros que los de la felicidad, los de la satisfacción armoniosa entre las partes. Doble armonización, pues, que es también el doble fin del proceso, del desarrollo educativo –pues tanto el individuo como la sociedad son entidades en crecimiento, cargadas de pasado y preñadas de futuro.
30.2.- Así como la bellota contiene en potencia al roble, la tradición lleva en si misma el germen de su propio desarrollo. Y es precisamente la tradición el punto de confluencia entre individuo y sociedad. La educación es su órgano propio de transmisión, en la familiarización, asimilación y recreación de las formas y contenidos de una cultura –siendo por ello vista la educación como el órgano mismo del perfeccionamiento cabal del ser humano, tanto individual como socialmente.
30.3.-  La educación así tiene como objeto liberarnos de la esclavitud de la ignorancia, específicamente por el conocimiento profundo de nuestra naturaleza moral –libertad ascendente entendida, pues, como una relación transparente, sin trabas u obstrucciones, tanto internas como externas, con la verdadera naturaleza humana; lo que equivale a decir el verse libre del mal, del pecado, de lo que oscurece el entendimiento o falsea o corrompe nuestra propia naturaleza.
    La ignorancia, en el sentido propio de la educación, se expresa básicamente como dispersión, distracción o desatención (falta de desarrollo de la atención, de la concentración), y en sus casos más graves y difíciles de atender como negligencia –raíz de la mente nublada, de estar  embotados al despertar; también de la mortal indiferencia y de la sordera.
   El principio de ignorancia, de la aversión, desvío o fuga respecto de lo que es de suyo interesante, valioso, constituye en un primer momento una ligereza, una frivolidad, que hace las veces del viento que levanta las hojas y las lleva de aquí para allá, moviendo a los individuos por sus más primarios impulsos, inclinaciones de carácter o deseos inmediatos; pero que al arraigarse en el individuo conduce a la tan sólitamente moderna “ceguera para los valores”, que no es en el fondo sino una pérdida o falta de reconocimiento de los valores… ajenos (positivismo), siendo el más lamentable de todos la ignorancia del valor de la persona. 
   Puede así hablarse de una razón desviada, de una heteronomía de la razón o pérdida de autonomía, razón a su vez de ser de la obstaculización y de la obstrucción social e individual para la realización de los valores. La razón desviada, ya sea producto de las convenciones de la moda, de lo que no sin ironía ha venido a llamarse la posición “políticamente correcta”, que no es otra cosa que un complejo de convenciones socialmente admitidas por conveniencia personal en la relación material con el mundo (producidas a su vez por las presiones y condiciones sociales y económicas de la existencia), ya sea  producto de las “locuras cultivadas”, como es el caso de la originalidad unánime de las vanguardias y en general de la “tradición de la ruptura” , que instan al ser humano a la adopción de posiciones cada vez más excéntricas, cada vez más densas y extremas y por tanto también más alejadas del sentido y desequilibrantes de la armonía interna; la razón desviada, decía, no es sino en su fondo último sino el producto de la ignorancia humana respecto de la verdad y del bien moral–en última instancia de lo divino (asebia), pues la religión tiene como su núcleo más íntimo el salvaguardar la esencia moral del hombre y sus valores anejos de: honestidad, fidelidad, tolerancia, dulzura, beneficencia, generosidad y abnegación. 
   La suspensión o el ocultamiento de la verdad moral tiene frecuentemente como motivo la ambición de los tiranuelos, de los educadores y de los sacerdotes sin escrúpulos, quienes sin hacer caso de la piedra que les aqueja en el zapato cargan a los demás con todo tipo de obligaciones, privándolos a la vez de independencia y autonomía de conciencia al arrojarlos a la predación competitiva y a la lucha salvaje por la obtención de privilegios en una más que cuestionable inducción y “adaptación al medio”, en lo absoluto de signo contrario a los valores de la fraternidad. Falsas autoridades, pues, por inicuas e injustificadas, que llevan a la obstaculización de la realización de los valores más caros, como son la justicia y la equidad.
   Razón invertida, pues, que a la vez que exalta con la palabra a la cultura la usufructúa, desviándola de sus propios cauces, y que por tanto más bien desdeña y empobrece, impidiendo que la cultura misma transite por sus propios caminos para alcanzar la realización de su naturaleza y de sus fines –siendo así la ignorancia el principal aliado de la opresión y el sufrimiento social. Porque la ignorancia vuelve a los hombres ciegos ante la injustica y promueve la sinrazón y el dogmatismo –cegándolos, pues, ante las ficciones vacías de las metafísicas inferiores que hacen tomar gato por liebre.
30.4.-  Como quiera que sea, lo cierto es que el hombre es por el desequilibrio propio de su doble naturaleza, animal y raciona, un ser que necesita recuperar su verdadero ser, que necesita recuperarse para llegar a sí mismo, a lo mejor de sí que guarda su propia alma como un tesoro; pues estando hecho como está, de mala madera, tiende irracionalmente al vicio y al pecado, a dejarse fugar de su centro verdadero y arrastrar por el egoísmo,  la envidia, o las presiones y convenciones del mundo en torno –muy en particular a dejarse llevar por su alma inferior, cuya energía opaca y tensa suscita las escorias asociadas a la experiencia de la energía negativa y de la pérdida de conciencia, que en el fondo ambicionan la muerte, siendo reacia a la purificación propia del alma superior -cuya energía positiva exige la abolición de la voluntad de vivir egoísta (Shopenhauer) para llevarnos al plano de la conciencia espiritual, donde se da la mezcla de la limitación del individuo, que es su autenticidad, con la participación de los contenidos universales de la vedad.
   Así, el conocimiento se presenta entonces como la fuente liberadora de la ignorancia esclavizante, pues rompe los grilletes que oscurecen o disipan el entendimiento –ya sea por falsas creencias acerca de uno mismo, de nuestra naturaleza propia o de Dios (paganismo e idolatría).  En particular el conocimiento de la palabra santa: “Y así conocereís la verdad, y la verdad os hará libres”; “Porque todo aquel que hace pecado es siervo del pecado”(Juan, 8-32 a 35). Lo que equivale, pues a decir que el hombre debe buscar la libertad ascendente del espíritu, la relación sin trabas, tanto internas como externas, con su propia, con su verdadera  naturaleza humana, para alcanzar con ello la verdadera autonomía (frente a la culpa) y los verdaderos fines de su naturaleza, el desarrollo de sus aptitudes o predisposiciones de carácter, o los dones con que la naturaleza le regaló al venir al mundo (autorrealización) –para lo cual se requiere, evidentemente, un concurso de los factores sociales, es decir la armonización axiológica tanto de la esfera privada como pública.
   Así, para alcanzar tal armonía en el plano individual como social se requiere un criterio para discernir la bondad o la maldad de las satisfacciones humanas (puesto que hay insatisfacciones que resultan benéficas tanto como placer o satisfacciones que resultan perjudiciales, no siendo el puro criterio de lo satisfactorio confiable en lo absoluto). El único criterio disponible es entonces el de la misma naturaleza, divina o demoniaca, en el hombre; es decir, de su naturaleza volitiva, de su querer, ya sea el mero  deseo primario, ya el de la segunda naturaleza del querer motivado por la reflexión intelectual, más pleno y lleno de matices. O dicho de otra manera: el hombre es por naturaleza tanto susceptible como menesteroso de satisfacciones, ya sean éstas superficiales o profundas) –que es precisamente la naturaleza exclusiva, propia del hombre o la exclusiva suya más radical y fundamental de todas. Pero el criterio de lo que es bueno o malo no puede ser dado por la naturaleza divina o demoniaca de las satisfacciones mismas, sino que, por el contrario, sólo puede ser dado por la naturaleza misma de los sujetos, divinos o demoniacos, por lo que puede conceptuarse una satisfacción de buena (amar el bien y odiar el mal) o mala (odiar el bien y amar el mal) –que es donde plenamente se da la evidencia de las perfecciones y las imperfecciones morales.
   O dicho de otra forma: no hay otro criterio para juzgar o discernir las satisfacciones buenas o malas en el hombre que la naturaleza buena o mal del hombre mismo –sean las naturalezas divina o demoniaca infinitizaciones de la naturaleza humana, de lo vivido por el hombre como bueno o malo, o existen de hecho realmente. Estando así el imperativo moral respecto de la bondad o maldad ya en relaciones positivas con la ley natural (o con la ley natural de la sociedad humana generalizadora de máximas individuales, como el imperativo categórico kantiano), ya con la ley de la teología eudemonista, o en relaciones peculiares con la divinidad.  
30.5.-    La explicación de la moralidad se daría así por las relaciones ético-metafísicas con el ser, propio y ajeno (el amor infinito como deseo de presencia, y de presencia infinita) y con el no-ser (el odio, no menos infinito, aunque de signo contrario, como deseo de inexistencia, y de ausencia radical de la persona, ajena o propia, como voluntad ya de encubrimiento, de olvido o de aniquilación). La cacodemonología antiteológica postularía así un error, pero radical, entre las satisfacciones, prefiriendo a las más altas espirituales y sociales o altruistas las más bajas sensibles y egoístas, o las más bajas e impuras, la de los placeres propiamente perversos y de los odios demoniacos, las satisfacciones demoniacas de los malhechores o de los inicuos, que por más que puedan resultar si no altas si al menos profundísimas, resultan también impuras y en definitiva bajas.  
   Hay que agregar que en el hombre conviven, como dos hermanos enemigos y en pugna, tanto un deseo de salvación, de salvación, de integración el ser absoluto, como un deseo de extravío, de perdición, como un deseo de nihilidad, el cual frecuentemente toma las formas de la fuga del centro radial axiológico de la persona, de su propia alma, en una tendencia hacia la despersonalización, de extremosidad y excentricidad, radicalmente tóxica –así, cuando el hombre ya no puede o ya no quiere creer, se refugia en el alcohol, en las drogas, en el peyote, en el resentimiento de la lucha sin clase o en la histeria colectiva.   
   Una muestras de ética contradictoria, y en este sentido luciferina, demoniaca, la encontramos en las aspiraciones sociales de nuestro tiempo, que prometen la liberación del ser humano por medio de una libertad o descendente o irresponsable –odiando con ello, pues, la libertad, que sólo la saben usar para degradarla o corromperla. Porque al presentarse muy socialmente como igualitarias e imparciales en el respeto a toda opinión, a la vez no toman en cuenta el valor moral de las personalidades individuales, mostrando con ello más bien una complicidad con la ceguera moral que falsifica el socialismo –pues es precisamente el respeto y la estimación de las personalidades individuales, de las personalidades ajenas, la condición previa para la armonía social entre ellas.
   La introducción del principio de ignorancia, que va del desconocimiento al franco desprecio de las personalidades ajenas por parte del grupo cómplice o de alianzas convencionales, así como el desconocimiento de la persona en general, no deja de expresar una ignorancia, perfectamente in-científica, respecto de los factores que posibilitan la felicidad humana, que es su fin propio, es decir, llanamente, una ignorancia respecto de la humanidad misma –no pudiendo resultar por tanto tales éticas armónicas, específicamente altruistas, sino esencialmente egoístas (tal y como sucede en las metafísicas materialistas del positivismo), desequilibrantes de la armonía del sujeto por tanto, que requiere de la armonización no sólo de sus placeres o satisfacciones egoístas(estudiar, leer, escuchar música, paladear manjares), sino también de sus satisfacciones altruistas o con el prójimo, pues el hombre, como los socialistas convencionales no han dejado de repetir insaciablmente embadurnándose el rostro con tal retórica, es esencialmente un ser social, menesteroso por tanto del desarrollo y realización de sentimientos no sólo del mero eros erótico o burdamente biológico, sino también y más esencialmente aún de sentimientos espirituales, como es el de la fraternidad (agape), el de la solidaridad en la alegría y en el dolor del prójimo o el de la piedad cristiana (caritas).
   Todas las éticas, que son de hecho eudemonistas y hasta hedonistas, reconocen como el fin del hombre la felicidad. La felicidad y el placer deben ser entendidos en toda la extensión y comprensión posibles, es decir como satisfacciones, que van desde la sensible más grosera hasta la espiritual más refinada y profunda. Tal hecho exige calificar y graduar las satisfacciones y a reconocer que las de valor sumo son las satisfacciones espirituales de las personalidades individuales perfectas o armonizadas consigo y entre sí (de ahí la importancia de las místicas ascendentes y de las comuniones de fe), donde la calificación se subordina a la graduación, pues las satisfacciones cualitativamente mayores resultan las mayores de todas –sin dejar de reconocer por ello de las contrariedades de cada individuo y entre los individuos, pero justo con el intento de superarlas, pues  la perfección y armonía, ya no digamos de las personalidades entre sí, sino ya de cada una consigo misma, no puede sino ser obra ideal de esfuerzo paciente, histórico, de progreso moral.



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