Hay que empezar por distinguir la desgracia
de la desdicha. La desdicha es sólo la tristeza expresada por el sujeto en
expresiones mímicas de desaliento, de decaimiento, de depresión, que tienden
hacia abajo. Como el gesto de pena, de tristeza, que se marca en el rostro
singularmente en las comisuras de los labios con líneas descendentes o que
tiran en dirección descendente; o en la mirada vagarosa que ve hacia abajo; o
que también se expresa en la posición encorvada de la figura total del cuerpo
humano, que da la impresión de una cierta contracción, o que se manifiesta así
en posturas refractarias, cerradas, que tienden hacia dentro, como la expresión
interna del recogimiento interno o del mero ensimismamiento. Expresiones todas
de pena, de tristeza, de dolor; es decir, expresivas de experimentar el sujeto
algún tipo de contrariedad (ya sea por lo propio o por lo ajeno), que lo turba,
que lo perturba, que expresa también una desarmonía interna (ya sea consigo
mismo, ya con los otros). Expresiones inequívocas, pues, de sufrir el sujeto un
mal, de experimentar éste alguna notoria insatisfacción.
La desdicha es así la expresión contraria a
la dicha, a la alegría, a la satisfacción, a la felicidad -cuyas expresiones
mímicas se caracterizan por sus movimientos de apertura, de dilatación de la
animación y por su elevación, estando marcadas por líneas que tiran hacia arriba, ascendentes,
como son la sonrisa, la mirada hacia lo alto, los brazos abiertos y la figura
erguida; también por un sentimiento positivo y espumoso de expansión del
voluntad, del querer, que puede llegar incluso al entusiasmo y al contagio
afectivo, en una especie de optimismo generalizado, de sentimiento de expansión
y elevación colectivo o de alegría compartida, intersubjetiva. Expresiones,
pues, de satisfacción, que serían las expresiones propias del fin (telos) del
hombre; expresiones púes de armonización de la naturaleza humana consigo misma
y con los otros (pues es el hombre también y esencialmente un ser social).
Expresiones que serían por tanto también el fin (telos) de la educación y de la
ética misma, es decir, la corona misma de la moralidad –tomando en cuenta, sin
embargo, la gradación o calificación de las satisfacciones humanas, que irían
de los placeres sensibles más groseros o burdos (relativamente menos valiosos)
a las satisfacciones espirituales más refinadas y altas, no sólo egoístas, sino
esencialmente también altruistas (relativamente más valiosos, que sólo dan en
los niveles afectivos más altos de la educación, que serían también los de la
plena realización de la moralidad, los cuales conciernen, pues, al desarrollo
pleno de los sentimientos sociales, más delicados y difíciles de adquirir, que
van de la simple ayuda mutua y la solidaridad, al respeto mutuo entre las
personas y a su reconocimiento –llegando incluso a la celebración y
participación colectiva de sus valores).
La simple desdicha, con no ser la desgracia,
tienta sin embargo al hombre que se deja arrastrar por ella, de confinarlo así
en la prisión de la insatisfacción, de desbarrancarlo y sumirlo o en la
depresión o en el potro de tortura de la postración, esclavizándolo de tal modo
al encadenarlo o a la amargura o a la frustración, llevándolo finalmente al
pozo pesimista de la lamentación, del resentimiento o la desgracia donde o no
hay felicidad, satisfacción posible, o donde todas las acciones resultan
insatisfactorias y todos los deseos insatisfactibles.
Porque no salir de la depresión, de la
tristeza, del sufrimiento, por más que se asuma ante ello una actitud
solitaria, heroica y viril, para alejarse del lacrimoso lamento y de la
pataleta, no dejará nunca de ser una tóxica lamentación por uno mismo que
incorpora el sentimiento de víctima al propio ser, el cual no podría menos que
exclamar: “pobre de mí” –sumiendo así en una soledad que, lejos de ser el
recogimiento de lo dispersado, aparece como una enfermedad del yo: como
esterilidad y, por tanto, como frustración.
La salida del conflicto interno, y de la
petrificación a la que conlleva, estriba en reconocer que somos pecadores –pero
también que el pecado es una realidad doble; porque por una parte está
premiado, pero por la otra nos hace esclavos, lo que quiere decir también que
es castigo, en mucho consistente en perder la gracia, que es la caída (porque a
fin de cuentas el pecado es siempre profanar una cosa sagrada). La opción
religiosa, la necesidad de Dios, radica fundamentalmente de que necesitamos de
la liberación interior por medio del perdón del Señor –lo que además de
limpiarnos interiormente de la herrumbre del pecado, nos da una fuerza, como
por añadidura, es decir, gratuitamente: una gracia. Pero tal perdón de Dios no
se obtiene si no pasamos por el reconocimiento del mal que hemos hecho, a otros
o a nosotros mismos –o, para decirlo en términos religiosos, si no reconocemos
la transgresión de la ley, de la norma, de la palabra santa, es decir, si no
reconocemos la profanación de algo sagrado como una ofensa a la santidad misma
de Dios (si no reconocemos a la vez que pecamos delante de Dios y que el pecado
no es igual que el delito; pues posible pecar sin delinquir –pero entonces el
demonio se frota las manos).
Por lo contrario, el desgraciado sería en
principio así el hombre que no da nada de gratis –incluso de sí mismo, que se
mantiene torvo, a distancia, refractario o que no se brinda-, no dejando por
ello de ser, esencialmente, por tanto, también el ingrato. Hay así en el hombre
desagradecido, en el ingrato, en el hombre mal agradecido, un gesto de
desagrado, de resentimiento, de negación de la vida –que lo lleva a ser
desagradable a él mismo ante los otros, cosa que frecuentemente lo lleva a
disimular su ser desagradable y a ocultar su desagrado o frustración ante la
vida, mediante una máscara, cuyo gesto, como sobrepuesto, es el de la queja
constante o el de la indignación por otra cosa, desplazada a algún otro motivo
que, por decirlo así, a la vez detona y enmascara su resentimiento.
La desgracia es lo contrario de la gracia;
porque se es desgraciado, porque cada uno se labra su propia desgracia, decimos,
y es verdad, volviéndose parte de nuestro ser; pero en cambio entramos en la
gracia, se está en la gracia, se entra en ella como se entra en un lugar
sagrado, en un templo –que es a la vez haber dejado entrar a nuestra vida el
espíritu mismo de la vida, el espíritu de acción de gracias, de agradecimiento
-motivo también de congratulación colectiva, porque ese lugar al que se entra
es también un el lugar al que pertenecemos y que nos da identidad, que nos
vuelve parte de una familia de la cual formamos parte, que es también una
dignidad, de una distinción y de una reconciliación, ya que así volvemos a ser parte de los suyos.
Lugar al que se entra, pues, por medio de la humildad (el arrepentimiento) y
del amor, del agradecimiento por los bienes recibidos, de la acción de gracias.
En
cambio, desgraciado es el hombre inicuo, el desigual, el disparejo, el injusto,
el desvergonzado, pero también el apóstata, el impío y el desagradecido (formas
todas ellas del hombre rebelde). Esencialmente se trata, en efecto, del
desagradecido, del hombre que ha perdido la gracia, en el doble sentido de ser
agradable y agradecido (notas constitutivas del encanto o de lo encantador), y
que se ha vuelto por tanto ingrato e incluso proclive a desgraciar por hallar su
gusto en desgraciar las cosas, su satisfacción, ya enteramente subjetiva,
particular y perversa, en causar desgracia, que es lo que propiamente se entiende
por un desgraciado.
El análisis los motivos de la ingratitud
debe comenzar con el hecho de que el hombre desgraciado ha perdido, por decirlo
así, la gracia. Porque la gracia es algo en verdad gratuito en sus constitución
misma -algo que mana y llega de arriba y que nos alza, por ser un don concedido
por Dios. Así, el hombre arrojado de la
gracia de Dios aparece como un ser caído, hasta el grado de tener las narices
bien pegadas al suelo (evolucionismo, materialismo), reusándose a mirar hacia
lo alto, incapaz de reconocer sus pecados, sordo a los imperativos de la
moralidad, incapaz de reflexionar sobre sus propias faltas, de confesarlas y
por tanto incapaz ya no digamos de enmendarlas sino incluso de arrepentirse en
el sentido de expiar sus culpas o del pedir perdón.
El ingrato, así, aparece también como un ser
degradado, en razón de no tener propiamente intimidad, o que aun teniéndola
resulta sordo al mundo interior de su conciencia moral –incurriendo por tanto
en la negligencia, donde se da una pérdida constante y progresiva de energía
positiva. Perdida que puede llegar al grado de retrogradarlo en criatura de “ser
dado”, pues el hombre sin la energía positiva de la conciencia y la animación de
su mundo interior en poco se diferencia de los animales.
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