Del
Libertinaje a la Justificación: el Respeto de Sí
“Tengo mis
vicios y mis virtudes en equilibrio perfecto:
un vicio más y
me inclinaría definitivamente por los vicios.”
Julio Torri
26.0.1.- Antes de despedirnos del tipo inmoral
del descarado hay que agregar, a manera de repaso o de recapitulación, que se
trata del hombre que ha optado por borrar su rostro para escabullirse de
cualquier situación que lo comprometa, no queriendo así dar nunca la cara. Ser
despersonalizado que propiamente carece de identidad, que no es ni puede entrar
a ningún lugar, a ningún ámbito del espíritu, manteniéndose siempre a
considerable distancia, fuera, a la manera de un lejano espectador; que a nada
pertenece tampoco, siendo la suya un alma débil, propiamente pusilánime, que
prefiere la inacción a quedar avergonzado delante de los otros por la somera
penetración de sus tareas, siempre más o menos superficiales, incompletas,
dispersas y, sobre todo, roídas por la fantasía de un delirante y extremo
subjetivismo –que sin embargo, está vacío, pues todo se reduce al mundo del
deseo, imantado en su querer por la feroz urgencia de la materia y por el mundo
de las apariencias y las ilusiones, es decir, por la vanidad -la cual al
resultar sobreabundante quisiera hacer pasar como mérito, como orgullo,
exhibiendo por tanto en su trato una apariencia jactanciosa, arrogante,
hinchada, pero que al carecer de toda consistencia pronto se desinfla de nuevo
en la niebla de la pusilanimidad.
Hombre sin principios, ni nobleza, ni moral
alguna, carente por tanto de todo sentimiento auténticamente social, su fingida
filantropía no atiende sino a un esquema primario de acción, pues sólo sabe
moverse instintivamente por mor de su mera conveniencia, tocando entonces un
caso vergonzante del egoísmo: el del convenenciero –por más que se gusto lo
lleve en incontables ocasiones a hacer lo que no conviene, lo que no es de
provecho. Es por ello también y todo el tiempo el tipo psicológico del volteado,
el del hombre fraudulento que quiera vernos la cara al pasarse de listo,
fingiendo así todo el tiempo una cara que propiamente hablando no tiene a la
vez que quiere hacer pasar el gato por liebre. Se trata así también del hombre
que expide u otorga licencias, que invita a trasgredir los límites, entablando
con ello una guerra soterrada contra las normas, contra la ley, contra la
moral, deseando íntimamente la máxima impunidad por sus fechorías: que es la del
vicio premiado, triunfante. Hombre que no sólo no tiene principios, sino que
quisiera o borrarlos del mapa o invertirlos, voltearlos en una especie de consenso socialmente admitido, para ganar así el fervor del público, de los adeptos,
a los que desea embaucar para que sigan la corriente de sus bizarras locuras
insaciables, por lo que no es infrecuente que termine trabando alianza en
asociaciones delictuosas que se regodean en las conductas moralmente ilícitas
del adulterio, de la fornicación, de la orgía, por lo que esencialmente es
también el hombre de la impudicia: el libertino.
Porque la desvergüenza del descarado
estriba, en efecto, en no tener cara con que hablar ni de estética ni de moral,
por ser sus acciones invertidas, por sus feas maneras, no sólo de mal gusto
sino incluso volteadas: corruptoras del sentimiento de la sensibilidad. Aún así
el descarado habla… y no sólo, sino que quisiera adoctrinar: llenar con su
pobre palabra y su alma envilecida un espacio vacío; y a la vez queriendo
irrefrenablemente comandar, dictar normas, dirigir… pontificar –llevándose por
supuesto entre las patas a los inocentes cretinos que le siguen haciéndole de
tal modo el caldo gordo, por carentes a fin de cuentas de personalidad, de
posición, de valor, de especias, y muy precisamente de rectitud moral, de
verticalidad.
Vale la pena agregar aquí su variante más
patética: la del “risotas”, la del hombre que sustituye su rostro perdió por
una perenne risotada idiota, que esgrime en toda ocasión a cambio de la
palabra, haciéndose pasar así si no por un ser feliz, jocundo, creativo, pleno,
realizado, al menos por ligero, pero siendo su insoportable ligereza en
realidad no tanto materia de frivolidad, sino de una total carencia de espíritu
(perdida neumática de la liberad). Su expresión mímica de la risa, sin embargo,
al no tener objeto propio, al no apuntar a nada que sea cómico, ingenioso o risible,
resulta ambigua por ser a su vez doble, hablándonos más bien del estado
emocional propio de la caída que, por su fuerza descendente, produce sensaciones
de explícito cosquilleo y temor interno, los cuales traduce el sujeto en
términos de visibles temblores estomacales y en toda ocasión bajo la forma
compulsiva de la risa -que, por decirlo así, lo deja sin cara, con menos que
una máscara o una careta por rostro, sino apenas con una figura sonora de risa,
desencarnada, paupérrima, que flota abstracta, al modo del Gato de Chesseare,
fantasmalmente en el aire.
En cifra y resumen: el descarado toca un
extremo de lo subhumano, pues no lleva propiamente nada dentro que no sea su
ampulosa vanidad, que no sea su gusto particularísimo: el impulso de su vientre
a seguir creciendo, queriendo hacer siempre su capricho, su gana, su soberana y
regalada gana. Su vida se resuelve así en una mascarada inútil pues detrás de
su cremosa cara no habita en realidad nadie, identificándose así con ninguno
–cosa que al llenarlo de pavor quisiera volcar sobre los otros, siendo por
antonomasia el hombre del ninguneo, del desprecio y de la exclusión del
prójimo. Ser evasivo y amorfo, políticamente anárquico, agnóstico en materia de
religión, el descarado va por la vida zozobrando, primero hundiéndose abyectamente
al amoldarse, sobajarse, rebajarse e incuso arrastrarse ante otros para lograr
sus propósitos, recuperando después el tono vital perdido en tal desequilibrios
mediante intermitentes expresiones de soberbia, estando siempre necesitados de
reclutar socios al su alrededor… para
negarles luego la sociedad. Así el descarado, oscilante entre el desmayo y la
dominación, es no sólo el libertino, sino también el disoluto, el ser que se
disuelve en un magma amorfo al no estar determinado en lo absoluto por su
razón, sino por los móviles más bajos del alma humana, por el deseo o por el
mundo – siendo sus conductas (que van del prometer en vano y el dorar la
píldora a otros agravios y crímenes de mayor fuste: asechanzas, fraudes,
adulterios, incitación al comunismo de salón, y demás lindezas) disolventes
finalmente de la sociedad misma.
Nada hay más adverso no ya digamos que al
hombre del recato, de la continencia, del pudor, del respeto, del decoro, de la
santidad, sino a toda sociedad de fe trascendente que el descarado –detrás de
cuya sonrisa raída, de su espolvoreada careta, de su troquelado gesto amable,
se encuentra el nihilismo activo del libertino, del licencioso que, al regalar
permisos a diestra y valiéndose de la indignación de la izquierda, manifiesta
una urgencia por la temporalidad, por la fuga del tiempo, que irremediablemente
pierde, que lo condena también no sólo a la finitud, sino al vacío; pues lo que
se va en el tiempo a él mismo se lo lleva, quedando en nada como la arena que
no puede ser retenida entre las manos, disimulando con su cara de nadie, con su
rostro vacío, su insoportable, indesprendible, constitutiva angustia, ya que
dentro de sí tan sólo se debaten la desesperación y la nada.
Su ruptura con la tradición, su carecer por
tanto de ella, lo lanza así a la barbarie moderna de las místicas inferiores,
orgiásticas, negras, pues al romper con la ley y con el pueblo que hace lo
que la ley prescribe, no puede sino
trabar una alianza de contrario signo: con las naderías del tiempo, con la
cultura histórica, con los hombres dormidos, pues, o con la muerte que tales instancias del
ciego devenir representan –corrompiendo así el gusto y a los mismos jóvenes del
grupo, por su agónico afán por invertir las jerarquías e introducir en sus consciencias
el degradado culto de un oscuro paganismo que sólo puede conducir al
sufrimiento.
26.1.- El descarado, al
igual que el caradura, pertenece por derecho propio, junto con el pendejo, el
culero, el pelado, el crápula y el lépero, a la nutrida jauría de lo que se
podría denominar “la escuela de los cínicos”. Se trata, así, de una serie de
subformas de la rebeldía que entrañan una peculiar ceguera para los valores (al
igual que el positivismo, el abstraccionismo y el cientificismo), empezando por
el valor de la persona, ya sea ello fruto de la ignorancia, del desconocimiento
o de la locura controlada. Porque el rebelde al no distinguir entre el bien y
el mal, y lo que es más radical entre el ser y la nada, termina tarde o
temprano, por ser llevado a la huerta, para ser un tonto coptado más, por ser
esclavo de su propia subjetividad, del alma inferior o de los instintos
–estando por tanto sordo a los imperativos de la ley moral, permitiendo y aún
exaltando el inmoralismo contemporáneo, que quiera ver triunfante al vicio y,
como consecuencia lógica, castigada la virtud. De tal modo que hay una
brincadera de chapulines de uno a otro lado, aprovechando el espíritu
reaccionario para aparentar, con sus constantes desplazamientos, estar del lado
correcto, premiando al rebelde y haciendo pasar la resistencia y aún la mera
buena fe como si ésta fuese la rebeldía, para de tal forma socavarla,
deslegitimarla, descarrilarla o llanamente par reprimirla. Es por ello que su
máxima añagaza estriba en un engaño: infectar de rebeldía a la resistencia,
levantándola volviéndola rebelde, para así trabar alianzas con ella o para
luego de desactivarla descartarla.
26.2.- La caracterización
del alma rebelde es así también la del existencialismo contemporáneo: del
hombre mortalmente hostil las esencias,
para el cual toda naturaleza le es extraña, donde sin embargo se da la petrificación
y el olvido real del ser, tan propio de la los desmemoriados vanguardistas
postmodernos que si bien pueden existir, en cambio no pueden filosofar al ser
pura y simplemente de hecho, hundidos en la pura existencia y sin razón de ser,
sin interesarles realmente que razones dar, sin importarles un comino tener
razón –hasta llegar al extremo de definir al hombre sólo por su historicidad,
sólo por su temporalidad, renegando de toda otra naturaleza, de toda esencia, y
al ser el único ser sin naturaleza, sin esencia, quedar preso del inmoralismo,
del irracionalismo y del inmanentismo contemporáneo donde se postula al hombre
como un mero mercenario del cosmos que intentará a partir de su vulgaridad o su
extravío postular una cultura inferior, por contradictoria, apelando para ello
a las doctrinas de la violencia y de la guerra (haciendo paradójicamente con
ello de la reacción un dogma y hasta una revolución; terminando su espectacular
pero endeble castillo de naipes al hacer de la revolución social una institución
y de ésta un burocratismo).
Hombres de lenguaje impuro, de lengua
impura, que es también la lengua impúdica, la lengua de la impudicia, que
exhibe lo que más valdría esconder, lo que es material de la escoria, y que en
circunstancias normales es más bien causa de vergüenza –vuelto a tal grado
sólito que muestra a las claras la convivencia diaria con la impudicia, con la
desvergüenza, vindicando con ello ese naturalismo repugnante al que hemos
llegado, tan de cínicos, tan de vivir a raíz, tan exhibicionista, tan despojado
de todo símbolo, en el que sólo pululan fragmentos deshilachados de
inconsciente bajo la forma de signos fragmentados, los cuales hacen alusión a
su vez a sentimientos cada vez más ápticos, más toscos, más vulgares, más
torales, más primitivos o meramente sensaciones, entrañables, más viscerales y por
tanto también más dolorosos -donde puede verse claramente la sintomatología de
una interioridad roída por el dolor, acosada por el sufrimiento, en medio de la
cual late la yaga pútrida del error o de la estulticia.
26.3.- El hombre
rebelde es, en efecto, el hombre de cabeza de hierro que no quiere abrir sus
oídos –pasando de la incredulidad a la burla, y alejándose por tanto del hombre
justo, leal, honesto. Su último grado se encuentra entonces en el necio, en el
siniestro, particularmente alejados de la verdad, pecador, metido en cosas
torcidas, que no es recto, que termina por caracterizarse por suplicar a dioses
hechos de madera (idolatría) –sucintado con ello la ira de Dios, a quien ofende
al alejarse de sus caminos, y que serán por tanto arrojados a la vergüenza, a
la ignominia, donde se mostrarán a todos la gravedad de sus faltas. Hombres que
se encuentran también en extremo conflicto con aquellos hacedores de la ley –que
aunque no tengan la ley son ley, y que serán justificados porque escucharon la
ley.
Se trata en el fondo de dos tipos humanos
divergentes: el hombre constitutivamente irreligioso, incrédulo, que vive sin
temor de Dios, que se deshace de Dios más que en el ateísmo en la indiferencia
en materia de religión, que se libera así de Dios precisamente porque la mera
idea de Dios le estorba, le atormenta, que es propiamente el hombre
irreligioso, que tampoco por tanto ve necesidad alguna de estar justificado pro
la ley moral, a la que bien a bien tampoco reconoce; y el hombre religioso, que
tiene necesidad de creer, de orar, de tener una relación de cercanía con Dios,
porque necesita que su fe en Él lo salve, que por tanto tiene busca su
justificación en la ley moral –que es el núcleo de la misma religión cristiana.
Por un lado, pues, en el mismo rango que el
descarado o un peldaño más abajo se encuentran toda esa caterva de
transgresores, infractores, culpables ante la ley, facinerosos, inicuos,
inmorales, injustos, concupiscentes, mentirosos, negadores de Dios, que ni
cumplen con el sentimiento de respeto, en su extremo perdiendo todo sentimiento
de vergüenza, cayendo por tanto en la falta de recato, de decencia y en el
exhibicionismo o en la impudicia; es decir, que habiendo conocido la aguas del
Jordán que van hacia arriba, que es el espíritu, regresaron a Egipto, que es el
cuerpo, para saciar sus concupiscencias –que siendo y sabiéndose espirituales
prefirieron abrazar su naturaleza meramente psíquica.
Porque si el hombre es un animal metafísico
que es lo es por tener un alma que puede, quemando la escoria del alma inferior
y refinando el alma superior, entrar en una relación con es espíritu –o dejar
de tenerla, como tantos y tantos ya no digamos individuos, sino pueblos enteros
pervertidos por el paganismo. Por lo que tales individuos, no ya digamos
naciones, resultan pobres, escasamente humanos, por negadores conscientes de
una exclusiva humana, que resulta la máxima, por coronar el sistema de la
filosofía y ser a su vez la categoría misma del ideal (que es la santidad).
Porque, a fin de cuentas, el hombre es ese extraño animal, ese ángel caído, que
quiere tener una relación con el espíritu, que anhela una comunicación, una
relación con el espíritu de la vida, de la luz, y que por tanto piensa en Dios
–o que por el contrario se rebela, niega a Dios, al ser tentado por los
tenebrismos del diablo o manipulado por la bestia, esas presencias inscritas
también en nuestra naturaleza (pecado original) con loa que todos los seres humanos, de alguna
manera o de otra, combatimos.
Pero el ser metafísico que es el hombre lo
es esencialmente también por ser el animal menesteroso de justificación que es,
el animal que necesita justificar su trayectoria en el mundo, su ser, su propia
vida –ante una instancia externa, social, moral, o incluso teológica, pero que
finalmente vuelve reflexivamente sobre si mismo, para intentar mostrar ante el
tribunal de la vida el poder estar justificado ante… si mismo. O dicho de otra
manera: el hombre es el animal metafísico que es porque requiere justificar su
vida moralmente y esencialmente ante sí mismo, ante su propio juicio.
26.4.- Así, el punto de
inflexión de la vida moral y de toda la metafísica estriba enteramente en el
respeto que cada uno tenga respecto de sí mismo;… o no, como es el caso de la
vergüenza, y maximente en el del desvergonzado, que si le ha perdido el respeto
a los otros es porque primero ha tenido que perderse el respeto a sí mismo.
Tal carácter permanece vivo en el hombre y
se expresa de manera inequívoca en el deseo del hombre de ser educado: en el
prestar atención, en no ser negligente, sino diligente, en tener oídos para
escuchar las indicaciones, en el tomar nota y estar pronto para obedecer -guiado exclusivamente por la
tradición y el puro sentimiento del deber moral, o el criterio de la justicia.
Es decir, en tener buena leche: leche de sentido, hambre de humanidad. En una
palabra: dirigiendo sus obras por el bien hacer, por ser un bienhechor,
buscando con ello la honra del espíritu y la gloria del bien –y al que Dios
premiará con la paz y con la vida eterna. Porque, en efecto, el hombre
justificado no es otro que el que obra el bien, que guarda la ley porque la ley
está en inscrito en su corazón y que tiene como testimonio a su consciencia
(confesándose y excusándose los hermanos unos a otros sus pecados), que son los
circuncisos del espíritu.
Por el contrario, el hombre carente de
justificación, es el que condena al congénere por faltas que el mismo comete;
el que predica no robar y roba, no adulterar y adultera; que obra lo malo, lo hace
lo que no aprovecha; que comete sacrilegios ante los ídolos, que al transgredir
deshonra a Dios, o que llanamente es rebelde ante la ley –atrayendo tribulación
y angustia, y por su duro corazón, finalmente en el día del juicio, la ira d
Dios (Romanos, 2: 6-29).
26.5.- O dicho con otra formulación: el hombre
justificado es el hombre verdaderamente libre, capaz de ser responsable, de
poder responder ante la vida y ante cada uno de los actos por él realizados: de
acción, de pensamiento, de palabra y omisión –por más que bien a bien no hay
hombre sin falta, no haya hombre enteramente recto, justo, pero que por lo
mismo encuentra en la libertad responsable, en el sentimiento de la vergüenza, el
valor de dar la cara, de no esconderla, para así poder afrontar la propia
responsabilidad con todo su peso, para poder ser disculpado, sanado de sus
yerros, y al expiar su culpa poder estar purificado, salir de la desgracia, (que
es un estado ontológico), y entrar de nuevo en la gracia de Dios (que es la
entrada en un ámbito, en una apertura: la puerta o la apertura del espíritu).
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