Sobre
la Orfandad: los Desgraciados
28.1.- Característica
de la naturaleza humana es la de un entrañable peligro: el peligro de dejar de
ser lo que es. Peligro constitutivo de deshacerse, de despegarse, de alienarse
en otras potencias que también lo constituyen, pero que a la vez tienden a
deshumanizarlo, a enajenarlo, a exorbitarlo y alejarlo de sí mismo. Los seres
infrahumanos siempre son lo que son: una piedra no pude dejar de ser piedra
(pues por más que si se le trituré, a diferencia de lo orgánico que tiene
interioridad, seguiría siendo la misma piedra fragmentada, mostrándonos su
fragmentos impenetrables, aunque se vuelva arena); el tigre es todo el tiempo
el tigre, y su interioridad, su alma, la de un tigre –de la misma forma que un
gato es siempre un gato. El hombre en cambio puede equivocar el sentido,
cambiar las orientaciones de la verdad, articular situaciones ocultadoras o
deformantes de lo humano, tender, acosado por el demonio o tentado la bestia
que forman parte de su naturaleza, a dejar de ser hombre, enfrentando partes
constitutivas de su naturaleza para, en definitiva, dejar de ser y volverse su
contrario, su reverso, cayendo bajo el preso de las potencias enajenantes,
negadoras de naturaleza y aun de la misma vida humana.
28.2.- Los peligros
innúmeros: la ambiciosa abstracción del espíritu desencarnado en la soberbia del
hombre, de querer ser como los dioses, de desbordarse de sí mismo para engullir
y abarcar a la realidad en su totalidad, que es la hybris, el pecado de la desmesura; o, la de caer en tendencia
entrópica que hay en todo lo organizado, dejándose absorber por las aguas
amorfas del devenir, de caer en la masificación o en las aguas estancas y
putrefactas de la pereza, para irse a pique, a fondo, a morir; el peligro de la
regresión a la diversas formas de la animalidad simbólica que hay en el hombre
(destacadamente el cinismo), que van de la dominación ciega del congénere a la
humillación de sí, de la desvergüenza al gregarismo que se solidariza con los
niveles más bajos de la creación; o la vuelta a formas vegetativas de la vida,
donde la pérdida de conciencia y de energía positiva alcanza al vegetal
dormido.
28.3.- Antes de pasar a la segunda parte del curso
(La Fenomenología de la Razón), vale la pena detenerse por ahora en uno de los
móviles que frenean el desarrollo de no sólo de los sentimientos sociales (el
activo, efectivo interés en el otro, tales como la solidaridad o el amor al
prójimo), sino que por ende mutilan o agostan severamente la educación y a la
cultura misma, siendo por ello a la vez causas de la exclusión, cultural,
educativa y social.
Se trata de la parte posesiva de la voluntad
del yo, de la parte inferior y apetitiva del alma humana que desea las cosas
con deseo de apropiación. Rasgo de carácter que se manifiesta en reiteradas
expresiones de orgullo, de arrogancia, de jactanciosidad, que hincha la letra del
sujeto para hacerse valer, para darse a sí mismo relieve e importancia, a la
vez que lo hace elevar las narices mirando ampulosamente por arriba del hombro,
por una especie de desmayo concesivo ante sus propias prendas, posesiones o
dotes –llegando a su colmo en esa elación de ánimo distintiva de la soberbia, a
la vez viril y cobarde, tan reiteradamente presente en la filosofía, una de
cuyas notas sobresalientes es la necesidad de socios… para negarles luego la
sociedad.
El colmo del deseo de apropiación toca su
ápice en el deseo incontenido de apropiarse de la razón: la razón se vuelve así
no tanto un instrumento de búsqueda, sino en lo buscado, con un deseo de
apropiación y de dominación. A la razón entonces no hay que amarla y ejercerla:
hay que tenerla, y tenerla para negársela al otro, para excluirlo de la razón,
y para dominarlo –no importando que para ello se validen ideologías
irracionales que apelan abiertamente a la violencia, pues su deseo final
irracional es el de acaparar todos los privilegios posibles, de apropiarse y
acumular de ser posible todo, deseando
así incontinentemente algo que es más que aquello que nos colma.
¿Y cual privilegio puede ser más grande, más alto, que el de la
razón humana misma, por la que tradicionalmente se ha definido al hombre?
Acaparar para sí toda la razón, sin embargo, es una ilusión; empero se ha
intentado esa quimera, encerrándola en un lenguaje a su vez cerrado, articulado
coherentemente e inexpugnable, al grado que todo lo demás ante él deje de tener
sentido –que es la argucia de las certezas doctrinarias (como veremos en su
momento). Ambición ligada al ideal robotizante de tener, bien escondido debajo
del sobaco, las reglas codificadas de una ideología totalizadora, que a partir de un solo
dogma conduzca a un solo camino, a una sola vía a partir de la cual,
adaptándose a todas sus prohibiciones (y permisiones), poder ponerle a
cualquier “disidente” la bota en el cogote o sacarlo a empellones de la ruta,
valiéndose de cualquier trapacería o contumacia, para así poder llegar coronar en su esplendor la hinchada ambición
de su empecinado yo –rasgo en común de las ideologías dominantes de nuestro
mundo y tiempo. Pero enajenar de tan mala manera a la razón por mor de la
existencia (cogito ergo sum), lejos
de ser una prueba de la existencia por medio de la razón, es una prueba de la
idolatría del yo cerrado, autorreferencial, historicista, relativista por tanto
en materia de cultura y escéptico en materia de moralidad –simplemente, porque
la prueba existencial se da por sí misma, en el acto del habla misma, que
esencialmente postula a un destinatario.
Por su parte, los lenguajes cerrados coadyuvan
a la formación de las sociedades cerradas en las culturas históricas -permitiendo
así admitir en la manda, a la vez, a cuanto lobo con piel de oveja, como el ir
volviendo a todas las ovejas negras –abriéndole de tal manera la puerta del
corral para meter al zorro junto con las
gallinas. Los lenguajes cerrados (estenolenguajes) codifican y promueven así las
formas socialmente admitidas de agresión y exclusión del prójimo. La expansión
de la rebeldía en la llamada postmodernidad a llevado al estancamiento del
conflicto, el cual incluso se ha institucionalizado, causando así un apego a
sus fantasmas, adorando de tal suerte la negación de la cooperación y aún por
sistema a rechazar las jerarquías mismas –como hacen groseramente los
revolucionarios de salón, que veneran sobre todas las cosas la negación, para
quedarse estancados en la dialéctica, mutilada e inmóvil, del conflicto. Lo que
equivale no sólo a forzar las cosas sino la misma dialéctica, cuyo auténtico
contenido estriba en pasar por arriba de la contradicción, en superar
`precisamente el conflicto en una síntesis superior para poder hacerlo fecundo,
creador… muriendo naturalmente. Derrota, pues, de la tentativa romántica, que
no logró por tal estancamiento elevar a la conciencias los sentimientos
superiores del respeto, de la atención y del reconocimiento, teniendo en cambio
por resultado la institución del desprecio, imperceptible hoy en día por
automática, de lo que es puro o angélico, de la luz, de la paz, de la
sencillez, de la serenidad.
Tales ideologías de la predación y de la
eficacia competitiva, de la exclusión por mor del éxito y de la guerra están
unificadas (idealmente), en un fabuloso complejo, por su común afán de dominio,
teniendo como notas distintivas: su inclinación al materialismo (economicismo),
al tecnicismo (ligado al consumismo y al dominio de la maquina, a la
tecnocracia), al cientificismo y a la especialización (por definición ciegos
para los valores), al viejo vanguardismo de la excentricidad y el extremismo, al
publicismo y a las nuevas técnicas de comunicación de masas, reforzando todo
ello las veleidades del inmanentismo contemporáneo, que acaba por totalizase,
de alguna u otra manera, en las turbiedades y tinieblas del sinsentido –el que ya
sin horizonte en el tiempo limita al hombre al condenarlo a vivir en el confinamiento
del presente instantáneo del “ahora”, plegado a “los instrumentos a la mano” (económicos,
procedimientos administrativos, consumismo) o a existir desaforadamente, sin
legitimidad y sin futuro, como un mercenario del cosmos, en una especie de
presente suspendido, cada vez más vacío, o cada vez más denso y delirante. Modelos
existenciales del confinamiento, pues, presentados por la publicidad y
propaganda como valores deseables por realizar “cultura planetaria”, meramente
histórica, sin universalidad alguna, y que en realidad van empujando al hombre,
paso a paso, a la sordomudez, a la desesperación y a la desgracia.
28.4.- Se trata también
de la expansión de los sentimientos primarios, básicos, que se refieren a la
voluntad posesiva del individuo y a los sentimientos autorreferenciales. Se
trata de los sentimientos posesivos del corazón o de la voluntad del yo que
definen, precisamente, el carácter voluntarioso, crático, posesivo, dominador
de la personalidad humana. La voluntad posesiva del yo puede verse como una
decisión originaria de la persona, como la orientación de la persona hacia un
polo de la sensibilidad -por más que las actitudes que de ello resultan sean en
el fondo irracionales en un sentido práctico y no sean de provecho, ni
individual ni colectivamente, apareciendo así como plenamente injustificadas
(llenas de vacío).
El carácter voluntarioso, en efecto, propio
de los impacientes, de los ambiciosos y de los anarquistas, es una forma de la
sensibilidad que tiende a la indiferencia y a la petrificación de los
sentimientos que, por decirlo así, se queda fijo en el afán por gobernar a
otros o tener éxito, por tener ya aquello que se desea, encarnando cada uno de
ellos a su manera alguna d las múltiples formas de la orfandad –esa hada
madrastra sin rostro y con mil máscaras de la que habla el poeta. Un rasgo en
común es el de una especie de desobediencia consuetudinaria a la autoridad
moral, dejándose así guiar más que nada por las contingencias y accidentes del
tiempo ( a cuya cabeza a la vez obedecen y simultáneamente desdeñan), sin
encontrar nunca a nadie único y a casi todos muy simpáticos, e indistintamente
geniales o macanudos, siendo más bien influenciados por vagos grupos sociales y
acontecimientos culturales muy generales –obteniendo generalmente aquello que desean
para descubrir cuando lo obtienen que se vuelve humo o que no era nada.
28.5.- Puede decirse
que hay dos relaciones con el mundo, esenciales y polares, del ser humano: la
propiedad y el diálogo. La propiedad revela esa tendencia del ser humano a
poseer cosas, al entrar en relación con el mundo –o a ser poseído por ellas
(pues todo aquello que tenemos de alguna manera nos esclaviza o nos posee).
Así, los propietarios aparecen ante nuestros ojos como dotados de una fuerza
compacta e impenetrable que nos obliga insidiosamente a someternos, como seres duros,
sin fisuras e inexplicables, que ni siquiera incurren en la debilidad de dar
razones: semejantes a una piedra, sin interioridad alguna, como una resistencia
pura o una opacidad impenetrable que así da prueba de su realidad. En el otro
polo del espectro se encuentra otra relación del hombre con el mundo: el
diálogo –que visto dialécticamente es lo contrario de poseer; porque lo
contrario de poseer, un peldaño más arriba, no es ser poseído: es dialogar.
Un polo de la voluntad del yo es
efectivamente es se deseo de apropiación, esa tendencia a poseer. El deseo de
posesión y de apropiación, sin embargo, puede devorar en cierto modo al yo,
succionarlo, esclavizándolo y sometiéndolo a su arbitrio –por lo que tiene su
razón de ser en cerrarse para no dialogar, en poner todo el acento sobre su
propio corazón y así endurecerse –teniendo como efecto el no pertenecer a nada,
el perder el alma, pues el alma puede definirse precisamente como aquello a lo
cual pertenecemos. Se trata del alma que no se quiere sino a sí misma y que
sólo mira las cosas que le dan o que toma, depositando en ello su felicidad.
Alma perdida, presa de la desesperación, capaz de jurar en falso por si misma,
porque en realidad no ama, no quiere sino los propios caprichos de su corazón,
expulsando por tanto o asesinando todo aquello que le estorbe en su carrera.
Su fuerza, su seguridad está en no hablar,
en no justificarse, en no dar razones –fundándose así en la sordomudez y en el
malentendido. Fundación también, pues, no sólo de la imposibilidad del
reconocimiento de la persona, sino también del sinsentido –porque la vida sólo
tiene sentido cuando hablamos, cuando dialogamos con los otros en el mundo,
cuando hablamos para ser oídos y oímos para que la vida hable. Por lo contrario,
la fortaleza y la fuerza dadas por el amurallamiento del silencio de quien se
niega a hablar y a escuchar, del alma que tiene su centro en sí misma gana la dureza e impenetrabilidad del
yo –a cambio de perder la Gracia. La fortaleza, en efecto, es lo contrario de
la gracia, o es sin gracia y por tanto sin añadidura, porque al perder su alma
han perdido también aquello a lo cual pertenecer, en la orfandad. Porque
quedarse en el propio yo, en aquello que nos pertenece (como los propios
sentimientos) o en aquello que pertenece al yo (como una firma bancaria) es
simultáneamente negar la propia alma, es negar aquello a lo cual pertenecemos, perdiendo
así aquello de donde somos y adonde vamos, sin posibilidad de rima o verso o
vuelta posible, presos en un alma monótona y monocorde, sin pertenecer
propiamente a nada.
28.6.- Pero no pertenecer
a nada, perder el alma, es condenarse. También es mentir, que es ocultar los
hechos, y mentirse, ocultar el sentido –porque el alma, el corazón humano, está
hecho para tener su acento depositado en otra parte, asistidos por la mano de
Dios, que así nos permite entrar en el recinto del espíritu, participar con
ello de la gracia. Porque la gracia es como un lugar en el que entramos, en el
que estamos; mientras que la desgracia es algo que nos buscamos, el algo que se
gana a pulso el hombre por sus fechorías, algo que el hombre es, que lo
determina así íntima y ontológicamente –pues estamos en la gracia, pero en
cambio somos desgraciados.
El desgraciado, el condenado, son subformas
de la rebeldía. Sus tipos humanos van del ser sin consuelo, del desconsolado,
al desdichado y finalmente al desesperado, al hombre que ha perdido la
esperanza. En todos los casos se trata de hombres frustrados que, por haber
abandonado la vieja senda eterna, han caído en la desgracia, han perdió la
gracia, la protección de la divinidad –por causa de sus rebeldías, por la
tentación, por debilidad, por abandono, por rechazar la senda de la verdadera
libertad ascendente. La orfandad puede verse así también como la más cruda
encarnación de un sólito fenómeno de
nuestro tiempo: el rampante subjetivismo axiológico capaz de disolver toda
jerarquía, romper con toda tradición y diluir incluso toda cultura.
28.7.- Tener el corazón
abierto es, en cambio, tener el alma con el acento depositado en otra parte: en
aquello a lo que pertenecemos, a lo que somos fieles, a lo que dirigimos la
palabra y con lo que íntimamente comulgamos, a lo que nos debemos y que por tanto
reversiblemente también guardamos, atesorándolo en nuestro corazón por ser simultáneamente
lo mejor de nosotros mismos o donde nuestro espíritu puede verterse entero hallando
sus señas de identidad –al identificarse con la verdad, con el bien, con la
belleza como tres notas cantarinas de una misma fuente de luz y de sentido.
Porque abrir el corazón es la tarea propicia para recuperar la gracia de
inocencia perdida, que es también
recuperar la iluminación de un lugar donde poder volver a entrar para poder reconocernos.
Porque dialogar con la realidad consiste en
reconocer el equilibrio de nuestra naturaleza a la vez natural ye espiritual; en
reconocer también la necesidad de pertenencia de nuestra alma, que sólo e da en
el reconocimiento y el amor a otras personas –donde está depositada nuestra
verdadera madre-patria. Tenemos así sobre todo la necesidad de reconciliarnos
con nuestros hermanos –y sobre todo con nuestro verdadero Padre, que está en el
cielo.
28.8.- La salvación, en
efecto, está en la recuperación de nuestra propia alma, que tiene la facultad
de dirigirse al otro, la facultad del habla, y donde está lo mejor de nosotros
mismos, lo esencial de la persona donde toda ella se vuelca entera como un todo
verdadero. Pero para llegar a la reconciliación del alma con el mundo y con
Dios es preciso primero el arrepentimiento, que lleva no sólo en la enmienda al
mejoramiento de la conducta, sino a sopesar la gravedad y el peso de nuestra
alma, que es el pesar de la gravedad del espíritu. Experiencia de pasmo y de
suspensión, de momentáneo paso por la muerte, que es la contrición -pero que no
puede durar, porque quedarse en la contrición, en el dolor y la aflicción, también
nos aparta de la gracia al hacernos creer en la fuerza y en la resistencia, al
someternos a la desesperanza. La contrición está ahí, pero sólo como un paso,
sólo como un momento dialéctico para ser superado, para superar el dolor y el
sentimiento del pasmo por medio de la aceptación del amor, luego de haber
reconocido en el arrepentimiento la gravedad del espíritu ante el quebramiento doloroso
de la verdadera libertad caída. Porque la salida está en la palabra, en dirigir
la palabra y en la escucha: en el habla –que es el polo de sentido que da
sentido a las humanidades. Y sólo para aceptar la luz y su nombre verdadero,
para volver al camino de la gracia; para cantar las bendiciones al calor de la
alegría… y sólo para dar las gracias por la esperanza, por la chispa de luz que
incesante día a día se renueva para disipar del todo las tinieblas (aun dentro de la tribulación).
28.9.- Nos enfrentamos así, pues, una vez más,
al gran problema del peligro del hombre, consistente en dejar de ser lo que es:
peligro residente en el hombre de endurecer su corazón y de volverse contra si
mismo, en una especie de desarmonía, escisión o desequilibrio doble
(ontoaxiológico) de su naturaleza, que lo aliena, que lo enajena o separa de
si, que le ocultas su propio sentido, y que lo enfrenta consigo mismo al volver
contra sí partes enteras de su naturaleza, para enclaustrarlo o reducirlo al
confinamiento psíquico, donde colapsan los valores sociales y personales del
respeto y aun los educativos de la atención, de la concentración –dando por
resultado el triste espectáculo de hombres tan vulgarizados cuan bestiales, ya
por el espíritu de la discordia, ya por el de la disolución, ya por ambos, que
atentan con furor contra la instancia social ay sobre todo espiritual la cual nos debemos –atentando por tanto
contra la parte social que integra a los individuos en una unidad superior que
los enmarca: la comunidad de fe trascendente.
28.10.- En nuestros
tiempos de neblina y de borrasca puede verse por contraste y con toda claridad
que la tarea esencial de la educción es humanizar al hombre y aun a la sociedad
entera en el sentido de la libertad ascendente y del respeto mutuo entre los
individuos, fijando su atención especialmente en el desarrollo de los valores
sociales de solidaridad y de activo interés por el otro, así como en el
fortalecimiento de una cultura universal, superior, potente para amalgamar a
toda una comunidad de fe trascendente (contra el inmanentismo contemporáneo).
Esa tarea no puede llevarse a cabo sino con la ayuda del ejemplo vivo, y en la
trasmisión de las grandes tradiciones culturales -cuyo sentido profundo no es otro
que el de orientarnos hacia esa cultura universal superior por venir, común a
todos, fortaleciendo día a día, aunque sólo sea con una débil chispa de luz, a
la esperanza –que por pequeña que sea una luz es suficiente para sacarnos de
las tinieblas por entero, porque la débil chispa no consuela de las tinieblas,
sino que nos saca de las sombras cambiando todo de signo con especie de leve
toque ingrávido (por intermedio de la gracia).
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