Vale la pena detenerse por ahora en uno de los
móviles que frenan el desarrollo no sólo de los sentimientos sociales (el
activo, efectivo interés en el otro, tales como la solidaridad o el amor al
prójimo), sino que por ende mutilan o agostan severamente la educación y a la
cultura misma, siendo por ello a la vez causas de la exclusión, cultural,
educativa y social.
Se trata de la parte posesiva de la voluntad
del yo, de la parte inferior y apetitiva del alma humana que desea las cosas
con deseo de apropiación. Rasgo de carácter que se manifiesta en reiteradas
expresiones de orgullo, de arrogancia, de jactanciosidad, que hincha la letra del
sujeto para hacerse valer, para darse a sí mismo relieve e importancia, a la
vez que lo hace elevar las narices mirando ampulosamente por arriba del hombro,
por una especie de desmayo concesivo ante sus propias prendas, posesiones o
dotes –llegando a su colmo en esa elación de ánimo distintiva de la soberbia, a
la vez viril y cobarde, tan reiteradamente presente en la filosofía, una de
cuyas notas sobresalientes es la necesidad de socios… para negarles luego la
sociedad.
El colmo del deseo de apropiación toca su
ápice en el deseo incontenido de apropiarse de la razón: la razón se vuelve así
no tanto un instrumento de búsqueda, sino en lo buscado, con un deseo de
apropiación y de dominación. A la razón entonces no hay que amarla y ejercerla:
hay que tenerla, y tenerla para negársela al otro, para excluirlo de la razón,
y para dominarlo –no importando que para ello se validen ideologías
irracionales que apelan abiertamente a la violencia, pues su deseo final es el de acaparar todos los privilegios posibles, de apropiarse y
acumular de ser posible todo, deseando
así incontinentemente algo que es más que aquello que los colma.
¿Y cual privilegio puede ser más grande, más alto, que el de la
razón humana misma, por la que tradicionalmente se ha definido al hombre?
Acaparar para sí toda la razón, sin embargo, es una ilusión; empero se ha
intentado esa quimera, encerrándola en un lenguaje a su vez cerrado, articulado
coherentemente e inexpugnable, al grado que todo lo demás ante él deje de tener
sentido –que es la argucia de las certezas doctrinarias (como veremos en su
momento). Ambición ligada al ideal robotizante de tener, bien escondido debajo
del sobaco, las reglas codificadas de una ideología totalizadora, que a partir de un solo
dogma conduzca a un solo camino, a una sola vía a partir de la cual,
adaptándose a todas sus prohibiciones (y permisiones), poder ponerle a
cualquier “disidente” la bota en el cogote o sacarlo a empellones de la ruta,
valiéndose de cualquier trapacería o contumacia, para así poder llegar coronar en su esplendor la hinchada ambición
de su empecinado yo –rasgo en común de las ideologías dominantes de nuestro
mundo y tiempo. Pero enajenar de tan mala manera a la razón por mor de la
existencia (cogito ergo sum), lejos
de ser una prueba de la existencia por medio de la razón, es una prueba de la
idolatría del yo cerrado, autorreferencial, historicista, relativista por tanto
en materia de cultura y escéptico en materia de moralidad –simplemente, porque
la prueba existencial se da por sí misma, en el acto del habla misma, que
esencialmente postula a un destinatario.
Por su parte, los lenguajes cerrados coadyuvan
a la formación de las sociedades cerradas en las culturas históricas -permitiendo
así admitir en la manda, a la vez, a cuanto lobo con piel de oveja, como el ir
volviendo a todas las ovejas negras –abriéndole de tal manera la puerta del
corral para meter al zorro junto con las
gallinas. Los lenguajes cerrados (estenolenguajes) codifican y promueven así las
formas socialmente admitidas de agresión y exclusión del prójimo. La expansión
de la rebeldía en la llamada postmodernidad a llevado al estancamiento del
conflicto, el cual incluso se ha institucionalizado, causando así un apego a
sus fantasmas, adorando de tal suerte la negación de la cooperación y aún por
sistema a rechazar las jerarquías mismas –como hacen groseramente los
revolucionarios de salón, que veneran sobre todas las cosas la negación, para
quedarse estancados en la dialéctica, mutilada e inmóvil, del conflicto. Lo que
equivale no sólo a forzar las cosas sino la misma dialéctica, cuyo auténtico
contenido estriba en pasar por arriba de la contradicción, en superar
`precisamente el conflicto en una síntesis superior para poder hacerlo fecundo,
creador… muriendo naturalmente. Derrota, pues, de la tentativa romántica, que
no logró por tal estancamiento elevar a la conciencias los sentimientos
superiores del respeto, de la atención y del reconocimiento, teniendo en cambio
por resultado la institución del desprecio, imperceptible hoy en día por
automática, de lo que es puro o angélico, de la luz, de la paz, de la
sencillez, de la serenidad.
Tales ideologías de la predación y de la
eficacia competitiva, de la exclusión por mor del éxito y de la guerra están
unificadas (idealmente), en un fabuloso complejo, por su común afán de dominio,
teniendo como notas distintivas: su inclinación al materialismo (economicismo),
al tecnicismo (ligado al consumismo y al dominio de la maquina, a la
tecnocracia), al cientificismo y a la especialización (por definición ciegos
para los valores), al viejo vanguardismo de la excentricidad y el extremismo, al
publicismo y a las nuevas técnicas de comunicación de masas, reforzando todo
ello las veleidades del inmanentismo contemporáneo, que acaba por totalizase,
de alguna u otra manera, en las turbiedades y tinieblas del sinsentido –el que ya
sin horizonte en el tiempo limita al hombre al condenarlo a vivir en el confinamiento
del presente instantáneo del “ahora”, plegado a “los instrumentos a la mano” (económicos,
procedimientos administrativos, consumismo) o a existir desaforadamente, sin
legitimidad y sin futuro, como un mercenario del cosmos, en una especie de
presente suspendido, cada vez más vacío, o cada vez más denso y delirante. Modelos
existenciales del confinamiento, pues, presentados por la publicidad y
propaganda como valores deseables por realizar de una supuesta “cultura planetaria”, meramente
histórica, sin universalidad alguna, y que en realidad van empujando al hombre,
paso a paso, a la sordomudez, a la desesperación y a la desgracia.
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