Si algo es la religión, vista en su máxima
generalidad de actitud social, eso es limitación del placer y limitación del
poder. Sus contrarios, la religión del placer, el jardín de Epícuro, y la
religión del poder, que va de ciertas formas agudas de neurosis al
existencialismo más degradante, resultan en lo social profundamente disolventes
–por más que se embadurnen el rostro de vocabulario socialista. La pasión por
dominar y la pasión por consumir, es cierto, frecuentemente van de la mano. Las
filosofías que postulan tales actitudes impías, refugiadas durante mucho tiempo
en un positivismo tan anárquico como antimetafísico, se han visto en los
últimos tiempos inquietadas por un prurito metafísico, cayendo de bruces en un
verdadero abanico de místicas inferiores que avaladas vagamente por las
escrituras sagradas, particularmente por la Biblia , se dan a todo tipo de distorsiones
simbólicas y extraños ritos, pensamiento mágico que bajo el disfraz de antiguas
creencias prehispánicas (en Europa se revistieron en el nazismo en la búsqueda
de los lenguajes secretos del Antiguo Egipto, en el espiritismo y la
quiromancia) ni superan la escala de lo pagano ni puede conducir a una
verdadera participación con los espíritus superiores.
En nuestras
tierras es particularmente común ver como esa vuelta de reprimido asume formas
cada vez mas peligrosas, pues al adoptar creencias misceláneas y de todo tipo,
muchas veces acuñadas en las cabezas calenturientas de de timadores y
engañadores, de farsantes y merolicos, se disfraza lo que hay en el fondo de
esas apuestas simbólicas: el amor a los placeres, para la que nuestro cuerpo
esta tan bien diseñado, y la ambición de poder y de dominio, con lo que hay en
el de incito abuso de la autoridad y de los privilegios logrados –adoptando las
formas sólitas del egoísmo feroz, la obnubilación mental, la licuefacción de
significados mas abrumadora, la ligereza de cascos, la sexualidad no
tradicional y más permisiva, hasta desembocar en la regresión a la animalidad y
el cinismo. Tal degradación conduce a la vulgaridad del pendenciero y, ya
entregados al espíritu del error y a las novedades de la herejía, a todo tipo
de odios, discordias y celos, a fáciles enojos y exabruptos, a rivalidades y
divisiones, siendo su signo el ser retadores, envidiosos, groseros, promiscuos
y frecuentemente borrachos.
Pero si algún
símbolo de luz tuvo la antigua cultura prehispánica ese fue el de Quetzlcoatl,
sacerdote y héroe cultural quien abolió los sacrificios para instaurar la cultura
del Toltecayotl, de cultura las flores y las fiestas, cuyo sentido profundo era
el de una constante acción de gracias al Creador. Doctrina no ajena a la
evangélica, al grado de que Fray Servando Teresa de Mier declaró en su momento
la identidad de esa figura autóctona sacerdotal con el mismísimo apóstol Santo
Tomás, quien habría llegado a nuestro continente en el siglo X para difundir la
verdad del evangelio. El pueblo de los gentiles, conservando sus ceremonias de
carácter iniciático, que manteniendo viva la experiencia de la participación
amalgama al grupo dándole identidad y sentido de pertenencia, celebra
conjuntamente con ello a la
Virgen de Guadalupe, trasmutación simbólica de María madre de
Dios. Porque si hemos de buscar nuevas formas de religión basta con el ejemplo
de los santos de todos los tiempos y de los héroes culturales, tan sólitos, por
otra parte, en nuestras adoloridas regiones geográficas.
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