En la civilización moderna, materialista y mecánica,
el espíritu y la cultura han sido boicoteados por otras potencias que quisieran
si no tomar su lugar cuando menos suprimirla o desactivarla. La filosofía
académica ha cedido, por desgracia, a tal tentación al conceder la debilidad de
la cultura, todo lo cual se condensa en el dictum de Max Scheler: "El
espíritu es lo más valioso pero lo menos potente; el instinto es lo menos
valioso pero lo más potente". Pérdida de fe en el poder del espíritu y de
sus agentes, que abre el paso al vértigo de la voluntad de poderío, ciega para
los valores y para el espíritu de la humanidad en que aquellos encarnan.
Consecuencia inevitable: desbarrancamiento del hombre moderno en el afán de
producir, motivado por la idea del progreso -ese gran compinche del afán de
consumo. Y del afán de producir y por supuesto de consumir, salto mortal a una
vida prácticamente en todo irracional, en medio de cuyo abismo se abre la
regresión del hombre a la animalidad y a la desnaturalización, consecuentemente
de su propia esencia o naturaleza, patente en las filosofías de moda,
epicúreas, cínicas, las cuales en nuestras latitudes han tomado, por la
especial conformación de nuestra psicología, extraños atuendos, los cuales van
desde el pelado hasta el pachuco, pasando por toda una gama actoral de
simuladores y farsantes, de gesticuladores y cómicos de salón, los cuales se
pasan la vida usando, y usufructuando, prendas que les son por completo ajenas
-ante lo cual no es extraño ver a una serie de transformistas que han doblado
su personalidad y psicología, doblez que se desenvuelve en dos mundos que no
tienen contacto real entre si, el mundo de su ficción personal presidenciable,
donde se auto adjudican una magnitud y un valor sin fundamento objetivo alguno,
y el de la cruda realidad de gutierritos de café pensionados con alguna
colección de pancholares y demás bonitos mensuales que dan alguna consistencia
a su cruel Disneylandia imaginaria. Cultura subjetiva, es verdad, donde se
vuelve ininteligible el modo de vida, y por lo mismo difícilmente comunicable,
al no estar sujeto a norma o credo preestablecido alguno, y caracterizada por
un positivismo primitivo cuyo negativismo resentido filtra de los hechos y de
las personas y por sistema aquellos que no agreden radicalmente su particular
fantasía personal sobre si mismos, convirtiéndose así sus grupos de convivencia
en verdearos guetos de la ficción la beberecua y el irrespeto carnavalesco,
aderezando sus costumbres publicas y sociales, empero, con ingredientes que resultan a la postre
agriamente disolventes. Y así es que van por la vigilia como quien anda
dormido, hechizados, hipnotizados, alienados entre los cometas centellantes de
su propia fantasía individual, rasgo al que hay que añadir otro: el de la
frustración, manifestado en obras y personalidades fermentadas, por completo
faltas de verdadera solidaridad humanista y de desarrollo. Psicologías,
pues, proclives a la histeria colectiva
y que asemejan una colección de tepalcates hundido entre la polvareda de sus
irracionales modos de actuar. A tales costumbres, marcadas por lo mismo con el
sello de lo temporal, de lo que es pero podría haber sido de otra manera, de lo
contingente y azaroso, sólo les seduce
en realidad una instancia: la historia, único carro transitorio en el que
podrían subirse para estar al lado de los vencedores -dejando por ello
completamente a un lado la cultura de tipo geométrico, objetivo, con jerarquías
definidas, que repugna del oportunismo al estar fundada en una tabla de valores
rigurosa, eterna e inconmovible.
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