El Descaro y la Impudicia
25.1. – La etiología de
la bellaquería, del hombre rebelde, es múltiple y variada. Dentro de sus
posible causas hay una que sobresale de entre las demás en nuestro tiempo: la
acebía moral, la ignorancia consciente, el no querer saber de las cosas del
espíritu, es decir: la barbarie. Porque la barbarie en el fondo no es sino el
carecer de una tradición –el ignorarla, el despreciar a sus egregios representantes
o el faltarles al respeto al no escuchar sus indicaciones, o el omitirla por un
acto de rebeldía, de guerra soterrada contra esa tradición. Pecado de
ignorancia, pues, que sólo atina a desbancar una metafísica, a una ley, o a una
norma, para inmediatamente poner en su lugar una metafísica notablemente inferior
que les permite también de pasadita activar una licencia: así, se quita a la
metafísica del centro de la vida o a Dios del centro de la iglesia para
sustituirlo en el acto por el Verraco de Oro o para adorar a los ídolos tras
los altares.
Una variación muy de nuestros días es
sustituir la metafísica de la luz por el inmanentismo del historicismo, que
aparejado a su relativismo escéptico, es manipulado por quienes controlan los
hilos de la historia, por la depravada política internacional o por el partido
que ha ingurgitado los centros de dirección cultural, dándose entonces el
curioso espectáculo ya no digamos del rebelde agasajado o del disidente
aplaudido, sino del rebelde sumiso, resultando a pesar de sus gestos feroces de
anarquista desaforado el “militante” más dirigido, el más sumiso, el más
obediente de todos –y el más servil.
Sus figuras más conspicuas son el demagogo y
el ideólogo en la política y el neógogo en la educación. La tradición queda
entonces reemplazada por una vaga mezcla ideológica de materialismo (histórico)
y cientificismo (positivismo), quienes alegremente sustituyen así a una cultura
universal, geométrica, donde todos tienen una misma forma de vida y obedecen a
una misma ley, por una cultura histórica, polimorfa, irregular, chabacana, mezclada
a su vez a un delirante subjetivismo –alimentado a su vez por meras
reivindicaciones materialistas, económicas individuales, o azuzado por la
franca lucha por el poder o por las fantasías triunfalistas más abigarrada de
la infancia. Culturas histórica que, por definición, están constitutivamente
incapacitadas de poner el acento en alguna instancia transhistórica, en alguna
norma eterna, en alguna esencia, por lo que muy existencialmente es traída y
llevada de aquí para allá, a la deriva, guiándose el hombre del historicismo en
la tormenta de la muchedumbre de los hechos: ya por las consignas del ideólogo,
repetidas ad nauseam y retorcidas al
grado de intentar justificar cualquier violencia, cualquier barbarie, cualquier
rebeldía, cualquier levantamiento, por quien va al frente de las masas
vociferando sus raídos lemas, como el ratón “piloto” que se precipita al abismo
seguido por toda la manada; ya por la estreches del horizonte de los propios
intereses, poniendo en el centro de su vida el “yo”, hasta perder toda consistencia,
llegando a estar lleno de nada, infinitamente vacío, como ese hombre rico y
rollizo del que habla la Biblia.
Hay que agregar que tales actitudes rebeldes,
propiamente anarquistas, dominantes de nuestra época, no son sino síntomas de
una anarquía que les precede: la anarquía metafísica, producto a su vez de las
filosofías vitalistas y del positivismo que con singular desencanto desdeñan la
idea matriz de la metafísica: que vivimos en conjunción con la vida rítmica y
armónica del universo, pues el Cosmos es un entero, una totalidad. (que es
Dios, pues en el somos y nos movemos). A la anarquía metafísica corresponde,
pues, como su correlato necesario, la anarquía psicológica del individualismo
–a su vez malamente disfrazada de colectivismo-, pero también la anarquía
biológica, la anarquía vital del enfermo, que tiene como efectos la pulverización de los síntomas y la desorganización del cuerpo humano –dando
lugar así a la enfermedad más subjetiva, más irracional de todas: el cáncer;
también a la enfermedad del “enfermo”, que se enfrenta a una medicina que todo
le perdona, que nada le prescribe, pues piensa que hay tantas enfermedades como
individuos, que todos estamos enfermos, pues en cada uno de sus organismos hay
una revolución total, donde el orden completo ya no puede ser restaurado, sino
apenas paliado mediante un armisticio orgánico subliminal.
25.2.- Tal universal desorden obedece, pues, a una
rebeldía, si no universal al menos si propagada ex profeso por medio de las locuras cultivadas, cuya meta es la de
llegar a una universal sordera. Porque rebeldía, sordera es lo que hay, y
sordera es desamor, odio al congénere, desconocimiento de la persona humana,
donde interviene ya directamente la envidia, la exclusión, el ocultamiento, y
tantas otras formas del rechazo, que al inventarse un rival, un enemigo,
facultan al lobo para afilar sus colmillos e ir impunemente, ya sea directa, ya
sea soterradamente, a morderle las narices a su “adversario” (Main Kampf).
La lucha contra la tradición toma entonces
la forma ya del laicismo, ya la forma vanguardista de la “tradición de la ruptura” (Octavio Paz) ,
que se quisiera erigir a su vez como tradición, como tradición otra,
alternativa… como proyecto subsidiario, restringido, de vida (pues es la
exaltación del mero inmanentismo) –pues de lo que se trata es, en el fondo, de vivir
como si Dios no existiera, vivir sin metafísica reconocible (positivismo,
marxismo), y por tanto de vivir en sociedades estancas u ocultando cada uno su
“trampita”, muy a la torera, anárquica, existencialmente, poniendo a fin de
cuentas en el centro de la escena los pequeños intereses del propio yo, al cual
se intenta exaltar “más allá del bien y del mal” (personalismo). Sin embargo,
las locuras dirigidas, cultivadas por los medios de la ideología, del
proselitismo, del dogmatismo o del adoctrinamiento a lo único a lo que llegan
es a poner de manifiesto el pobre desarrollo de los sentimientos sociales
–sentimientos que, si bien se mira, deben ser cultivados desde la infancia y,
sobre todo, en la etapa formativa, en la escuela, mediante el aprendizaje de
los valores, de la justipreciación del desempeño y de la trayectoria, haciendo
valer en una palabra el orden y la jerarquía: odiando al mal y amando el bien;
penando el vicio, castigando el crimen… y premiando la virtud, para que resulte
por ende victoriosa, triunfante, cosa que sólo es posible en una sociedad
abierta, transparente.
25.3.- Por lo
contrario, las culturas históricas suelen ser a su vez las culturas de las
sociedades herméticas, cerradas, impenetrables, carentes de tradición,
amalgamadas por intereses desviados o subjetivos, inmediatos, efímeros. Una de
sus características es el uso de lenguajes cerrados, muertos por el uso
repetido del lugar común, sin vida (estenolenguajes), que repiten las mismas
palabras hasta el desgaste, dándoles así una extensión absolutamente indeterminada
y una intención o vaga o ambigua, pudiendo entonces significar cualquier cosa. Así, el lenguaje se vuelve por un lado un mero
código tecnócrata, útil para los procedimientos administrativos; por el otro se
vuelve, vago, ambiguo, para poder comunicar eficazmente los disimiles intereses
de las subjetividades enfrentadas. Hombres subyugados por la cultura histórica
que no tienen un mundo que les sea común, sino que miran hacia adentro,
introvertidamente, cada uno a su personal mundo interior.
25.4.- Nos hallamos
entonces ante otra figura de la rebeldía: la del descarado, la del hombre que
se ha vuelto a tal grado inconsistente, incoherente, por exclusivamente
obediente a sus pobres, a sus mezquinos intereses, que ha perdido sus rasgos
fisonómicos propios, hasta borrarse del todo en una careta que a su vez resulta
muda, vacía. El descarado se distingue del carota, del cara dura, porque antes
de volverse un ídolo de piedra se ha vuelto por decirlo así una nada, vaporizando
complemente lo que se podría denominar una personalidad. Hombre de coyunturas,
que va por la vida como una veleta, robaleando de aquí para allá. Porque la
característica predomínate del descarado es que, al carecer de principios, bien a bien no guarda, no defiende ninguna
posición, ninguna postura, resultando por ello psicológicamente amorfo, cuya memoria
resulta también porosa para el olvido al tratase todo en él de una impostura.
En cierto sentido se trata no sólo del
impostor, sino también del pusilánime, cuya pobreza espiritual le vine de tomar
sólo en cuenta las cosas que tiene, pero no los lugares a los que entra; no
perteneciendo realmente a nada, al no tener un espacio espiritual al cual poder
entrar, del cual poder formar parte y al cual pertenecer: al no tener un alma
(pérdida pneumática de la libertad).
Así, el descarado, tras sus innobles modos
disueltos y acomodaticios, esconde en realidad una hinchada imagen de sí mismo,
resultando por ello su actitud, si bien se mira, sobre arrastrada: jactanciosa,
ampulosa, arrogante, hinchada –cartesiana, pues detrás de la delgada película
aerostática que infla su conciencia, no se encuentra, realmente, sino una nada.
Es por ello que es también característica del descarado usar impunemente los
´símbolos de una tradición como si e tratara de cheques, o de cartas en blanco;
ya sea embadurándose la cara con jerga socialista a la vez que minando el suelo
de lo social en su raíz misma; ya sea doblándose en la jerigonza de los gestos
gemuflexos ante cualquier forma de poder por la esperanza de algún favor, de
allegarse una influencia o de lograr un mero convite. Su falta es la de la más
triste de todas las manías: la locura social del convencionalismo, que sólo
está interesada en su continuo acto de trsanformismo, de ponerse y sobreponerse
disfraces, al estar movida tan solo por la vanidad de los valore efímeros.
Un rasgo más: el descarado se caracteriza no
sólo por no tener cara, sino por no darla, siendo en este sentido en que se
sume, el que no quiere enfrentarse a la vergüenza pública que suscita su
fechoría privada, que en este sentido no aparece, que se esconde, para no dar
la cara –distinguiéndose así del carota por una especie de medroso refinamiento
de la sensibilidad, de extrema susceptibilidad ante la vergüenza pública, todo
ello debido a que queriendo que el mal se premie, que es realidad el desplazamiento
invertido de las jerarquías para las que trabaja, espera de la instancia
publica sobre todo honores. El descarado es entonces también un mago, de la
especie del prestidigitador, pues nos está dando la espalda mientras nos
muestra la cara –una cara, hay que decirlo, sin rostro, sin personalidad, como
esas manos de palo que al estrecharlas nos dicen en secreto, pero a las claras,
que no son manos con rostro, manos de amigo.
25.5.- Otro rasgo más que hay que apuntar
sobre el descarado es su fingida indignación, pues al intentar escamotear la
responsabilidad del yo proyecta la culpa sobre otros, por lo que es también el
acusador, el hombre de la denuncia, de la delación. Así, echa en cara a otros
sus propias faltas, desplazándolas –aprovechando para ella la falsa jerarquía
de valores o de contravalores sería mejor decir, que quisiera imponer.
En una palabra, se trata de un curioso modo
del desvergonzado: del hombre sin escrúpulos. En efecto, el descarado es
propiamente el hombre sin escrúpulos morales, cuya falta de valores ya no le
aqueja, pues ha perdido del todo la energía positiva del sentimiento de vergüenza,
aletargando por tanto la conciencia. Así, comete un curioso pecado de omisión,
pues no toma en cuenta el sentido moral de sus propias acciones, lo cual
equivale a una ceguera para consigo mismo, por lo que no es infrecuente que
exalte lo que considera hiperbólicamente las faltas de otros.
Así, cuando el descarado no puede evadirse
de la responsabilidad por una falla moral, cuando tiene que enfrentar un
conflicto, o se cierra sobre si mismo para volver al ídolo, al caradura, o bien
se agita, alza la voz, vocifera, niega, difama, calumnia, advierte, “echa aguas”,
en parte para subir el tono vital deprimido que lo convertiría en un
blandengue, para mejor borrarse como el pulpo aventando sobre su honor puesto en
duda un chisquete una densa tinta negra, tras la cual pueda borrar las huellas
de pasos, ocultar sus fechorías y volverse perfectamente inapresable. Doble
estrategia de la fuga, pues, cuya misión es la de si no deshacerse de todas sus
culpas, por lo menos disimularlas, mediante el bajo subterfugio de culpar a
oros, ya sea detectando la viga en el ojo ajeno, ya sea señalando indignado el
acné que late en los poros del vecino, al cual escudriña de manera tan inquisitiva
como morbosa.
Se trata, así, de una peculiar condena, de
una sui generis esclavitud del pecado
que lo tiene sujeto, pues se vuelve el descarado así abiertamente injusto,
inicuo, ignorando llanamente el mismo núcleo del deber, añadiendo a su mal otro
mal más grave, y cayendo así cada vez más bajo.
25.6.- Así, el descarado
es también el hombre de la impudicia, que exhibe la nihilidad de la propia alma,
ya presa o esclava de sus fuerzas inferiores. Así, si el recato consiste en un
ocultar las cosas que no quieren que se vean, el descarado exhibe las faltas
ajenas, deleitándose en cierto modo en lo indecoroso de las personas ajenas, en
una peculiar lucha contra lo concreto, contra las normas -aunque conservando
para sí una especie de máscara en blanco que le cubre el rostro, por lo que puede adquirir la inestabilidad del
payaso que se pinta una cara, o incluso de del psicótico polimorfo que faceta la psique en personalidades disímbolas y encontradas.
Por último, el descarado encarna una forma
de la deshonestidad que a su vez puede degradarse, puede degradarse en
personalidades cada vez nimias, cada vez más tristes, cada vez más vergonzosas:
son las del atrevido, las del fresco, las del roto, las del descosido y las del
descocado -que se regodean exhibiéndose indecorosamente al poner de manifiesto
sus vergüenzas, hasta llegar al grado de la procacidad. Caterva de cínicos, en
una palabra, cuyo irrespeto e insolencia cae del lado del hombre inescrupuloso,
como del indiscreto u ostensible, no sabiendo por ello guardar la compostura ni
la discreción.
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