viernes, 4 de octubre de 2013

XXV.- Curso de Antropología Filosófica: El Descaro y la Impudicia Por Alberto Espinosa


 El Descaro y la Impudicia

25.1. – La etiología de la bellaquería, del hombre rebelde, es múltiple y variada. Dentro de sus posible causas hay una que sobresale de entre las demás en nuestro tiempo: la acebía moral, la ignorancia consciente, el no querer saber de las cosas del espíritu, es decir: la barbarie. Porque la barbarie en el fondo no es sino el carecer de una tradición –el ignorarla, el despreciar a sus egregios representantes o el faltarles al respeto al no escuchar sus indicaciones, o el omitirla por un acto de rebeldía, de guerra soterrada contra esa tradición. Pecado de ignorancia, pues, que sólo atina a desbancar una metafísica, a una ley, o a una norma, para inmediatamente poner en su lugar una metafísica notablemente inferior que les permite también de pasadita activar una licencia: así, se quita a la metafísica del centro de la vida o a Dios del centro de la iglesia para sustituirlo en el acto por el Verraco de Oro o para adorar a los ídolos tras los altares.
   Una variación muy de nuestros días es sustituir la metafísica de la luz por el inmanentismo del historicismo, que aparejado a su relativismo escéptico, es manipulado por quienes controlan los hilos de la historia, por la depravada política internacional o por el partido que ha ingurgitado los centros de dirección cultural, dándose entonces el curioso espectáculo ya no digamos del rebelde agasajado o del disidente aplaudido, sino del rebelde sumiso, resultando a pesar de sus gestos feroces de anarquista desaforado el “militante” más dirigido, el más sumiso, el más obediente de todos –y el más servil.
   Sus figuras más conspicuas son el demagogo y el ideólogo en la política y el neógogo en la educación. La tradición queda entonces reemplazada por una vaga mezcla ideológica de materialismo (histórico) y cientificismo (positivismo), quienes alegremente sustituyen así a una cultura universal, geométrica, donde todos tienen una misma forma de vida y obedecen a una misma ley, por una cultura histórica, polimorfa, irregular, chabacana, mezclada a su vez a un delirante subjetivismo –alimentado a su vez por meras reivindicaciones materialistas, económicas individuales, o azuzado por la franca lucha por el poder o por las fantasías triunfalistas más abigarrada de la infancia. Culturas histórica que, por definición, están constitutivamente incapacitadas de poner el acento en alguna instancia transhistórica, en alguna norma eterna, en alguna esencia, por lo que muy existencialmente es traída y llevada de aquí para allá, a la deriva, guiándose el hombre del historicismo en la tormenta de la muchedumbre de los hechos: ya por las consignas del ideólogo, repetidas ad nauseam y retorcidas al grado de intentar justificar cualquier violencia, cualquier barbarie, cualquier rebeldía, cualquier levantamiento, por quien va al frente de las masas vociferando sus raídos lemas, como el ratón “piloto” que se precipita al abismo seguido por toda la manada; ya por la estreches del horizonte de los propios intereses, poniendo en el centro de su vida el “yo”, hasta perder toda consistencia, llegando a estar lleno de nada, infinitamente vacío, como ese hombre rico y rollizo del que habla la Biblia.
   Hay que agregar que tales actitudes rebeldes, propiamente anarquistas, dominantes de nuestra época, no son sino síntomas de una anarquía que les precede: la anarquía metafísica, producto a su vez de las filosofías vitalistas y del positivismo que con singular desencanto desdeñan la idea matriz de la metafísica: que vivimos en conjunción con la vida rítmica y armónica del universo, pues el Cosmos es un entero, una totalidad. (que es Dios, pues en el somos y nos movemos). A la anarquía metafísica corresponde, pues, como su correlato necesario, la anarquía psicológica del individualismo –a su vez malamente disfrazada de colectivismo-, pero también la anarquía biológica, la anarquía vital del enfermo, que tiene como efectos la pulverización de los síntomas y la desorganización del cuerpo humano –dando lugar así a la enfermedad más subjetiva, más irracional de todas: el cáncer; también a la enfermedad del “enfermo”, que se enfrenta a una medicina que todo le perdona, que nada le prescribe, pues piensa que hay tantas enfermedades como individuos, que todos estamos enfermos, pues en cada uno de sus organismos hay una revolución total, donde el orden completo ya no puede ser restaurado, sino apenas paliado mediante un armisticio orgánico subliminal.
25.2.-  Tal universal desorden obedece, pues, a una rebeldía, si no universal al menos si propagada ex profeso por medio de las locuras cultivadas, cuya meta es la de llegar a una universal sordera. Porque rebeldía, sordera es lo que hay, y sordera es desamor, odio al congénere, desconocimiento de la persona humana, donde interviene ya directamente la envidia, la exclusión, el ocultamiento, y tantas otras formas del rechazo, que al inventarse un rival, un enemigo, facultan al lobo para afilar sus colmillos e ir impunemente, ya sea directa, ya sea soterradamente, a morderle las narices a su “adversario” (Main Kampf).
   La lucha contra la tradición toma entonces la forma ya del laicismo, ya la forma vanguardista de  la “tradición de la ruptura” (Octavio Paz) , que se quisiera erigir a su vez como tradición, como tradición otra, alternativa… como proyecto subsidiario, restringido, de vida (pues es la exaltación del mero inmanentismo) –pues de lo que se trata es, en el fondo, de vivir como si Dios no existiera, vivir sin metafísica reconocible (positivismo, marxismo), y por tanto de vivir en sociedades estancas u ocultando cada uno su “trampita”, muy a la torera, anárquica, existencialmente, poniendo a fin de cuentas en el centro de la escena los pequeños intereses del propio yo, al cual se intenta exaltar “más allá del bien y del mal” (personalismo). Sin embargo, las locuras dirigidas, cultivadas por los medios de la ideología, del proselitismo, del dogmatismo o del adoctrinamiento a lo único a lo que llegan es a poner de manifiesto el pobre desarrollo de los sentimientos sociales –sentimientos que, si bien se mira, deben ser cultivados desde la infancia y, sobre todo, en la etapa formativa, en la escuela, mediante el aprendizaje de los valores, de la justipreciación del desempeño y de la trayectoria, haciendo valer en una palabra el orden y la jerarquía: odiando al mal y amando el bien; penando el vicio, castigando el crimen… y premiando la virtud, para que resulte por ende victoriosa, triunfante, cosa que sólo es posible en una sociedad abierta, transparente.
25.3.- Por lo contrario, las culturas históricas suelen ser a su vez las culturas de las sociedades herméticas, cerradas, impenetrables, carentes de tradición, amalgamadas por intereses desviados o subjetivos, inmediatos, efímeros. Una de sus características es el uso de lenguajes cerrados, muertos por el uso repetido del lugar común, sin vida (estenolenguajes), que repiten las mismas palabras hasta el desgaste, dándoles así una extensión absolutamente indeterminada y una intención o vaga o ambigua, pudiendo entonces significar cualquier cosa.  Así, el lenguaje se vuelve por un lado un mero código tecnócrata, útil para los procedimientos administrativos; por el otro se vuelve, vago, ambiguo, para poder comunicar eficazmente los disimiles intereses de las subjetividades enfrentadas. Hombres subyugados por la cultura histórica que no tienen un mundo que les sea común, sino que miran hacia adentro, introvertidamente, cada uno a su personal mundo interior.
25.4.- Nos hallamos entonces ante otra figura de la rebeldía: la del descarado, la del hombre que se ha vuelto a tal grado inconsistente, incoherente, por exclusivamente obediente a sus pobres, a sus mezquinos intereses, que ha perdido sus rasgos fisonómicos propios, hasta borrarse del todo en una careta que a su vez resulta muda, vacía. El descarado se distingue del carota, del cara dura, porque antes de volverse un ídolo de piedra se ha vuelto por decirlo así una nada, vaporizando complemente lo que se podría denominar una personalidad. Hombre de coyunturas, que va por la vida como una veleta, robaleando de aquí para allá. Porque la característica predomínate del descarado es que, al carecer de principios,  bien a bien no guarda, no defiende ninguna posición, ninguna postura, resultando por ello psicológicamente amorfo, cuya memoria resulta también porosa para el olvido al tratase todo en él de una impostura.
   En cierto sentido se trata no sólo del impostor, sino también del pusilánime, cuya pobreza espiritual le vine de tomar sólo en cuenta las cosas que tiene, pero no los lugares a los que entra; no perteneciendo realmente a nada, al no tener un espacio espiritual al cual poder entrar, del cual poder formar parte y al cual pertenecer: al no tener un alma (pérdida pneumática de la libertad).
   Así, el descarado, tras sus innobles modos disueltos y acomodaticios, esconde en realidad una hinchada imagen de sí mismo, resultando por ello su actitud, si bien se mira, sobre arrastrada: jactanciosa, ampulosa, arrogante, hinchada –cartesiana, pues detrás de la delgada película aerostática que infla su conciencia, no se encuentra, realmente, sino una nada. Es por ello que es también característica del descarado usar impunemente los ´símbolos de una tradición como si e tratara de cheques, o de cartas en blanco; ya sea embadurándose la cara con jerga socialista a la vez que minando el suelo de lo social en su raíz misma; ya sea doblándose en la jerigonza de los gestos gemuflexos ante cualquier forma de poder por la esperanza de algún favor, de allegarse una influencia o de lograr un mero convite. Su falta es la de la más triste de todas las manías: la locura social del convencionalismo, que sólo está interesada en su continuo acto de trsanformismo, de ponerse y sobreponerse disfraces, al estar movida tan solo por la vanidad de los valore efímeros.
   Un rasgo más: el descarado se caracteriza no sólo por no tener cara, sino por no darla, siendo en este sentido en que se sume, el que no quiere enfrentarse a la vergüenza pública que suscita su fechoría privada, que en este sentido no aparece, que se esconde, para no dar la cara –distinguiéndose así del carota por una especie de medroso refinamiento de la sensibilidad, de extrema susceptibilidad ante la vergüenza pública, todo ello debido a que queriendo que el mal se premie, que es realidad el desplazamiento invertido de las jerarquías para las que trabaja, espera de la instancia publica sobre todo honores. El descarado es entonces también un mago, de la especie del prestidigitador, pues nos está dando la espalda mientras nos muestra la cara –una cara, hay que decirlo, sin rostro, sin personalidad, como esas manos de palo que al estrecharlas nos dicen en secreto, pero a las claras, que no son manos con rostro, manos de amigo.
    25.5.- Otro rasgo más que hay que apuntar sobre el descarado es su fingida indignación, pues al intentar escamotear la responsabilidad del yo proyecta la culpa sobre otros, por lo que es también el acusador, el hombre de la denuncia, de la delación. Así, echa en cara a otros sus propias faltas, desplazándolas –aprovechando para ella la falsa jerarquía de valores o de contravalores sería mejor decir, que quisiera imponer.  
   En una palabra, se trata de un curioso modo del desvergonzado: del hombre sin escrúpulos. En efecto, el descarado es propiamente el hombre sin escrúpulos morales, cuya falta de valores ya no le aqueja, pues ha perdido del todo la energía positiva del sentimiento de vergüenza, aletargando por tanto la conciencia. Así, comete un curioso pecado de omisión, pues no toma en cuenta el sentido moral de sus propias acciones, lo cual equivale a una ceguera para consigo mismo, por lo que no es infrecuente que exalte lo que considera hiperbólicamente las faltas de otros.
   Así, cuando el descarado no puede evadirse de la responsabilidad por una falla moral, cuando tiene que enfrentar un conflicto, o se cierra sobre si mismo para volver al ídolo, al caradura, o bien se agita, alza la voz, vocifera, niega, difama, calumnia, advierte, “echa aguas”, en parte para subir el tono vital deprimido que lo convertiría en un blandengue, para mejor borrarse como el pulpo aventando sobre su honor puesto en duda un chisquete una densa tinta negra, tras la cual pueda borrar las huellas de pasos, ocultar sus fechorías y volverse perfectamente inapresable. Doble estrategia de la fuga, pues, cuya misión es la de si no deshacerse de todas sus culpas, por lo menos disimularlas, mediante el bajo subterfugio de culpar a oros, ya sea detectando la viga en el ojo ajeno, ya sea señalando indignado el acné que late en los poros del vecino, al cual escudriña de manera tan inquisitiva como morbosa.
   Se trata, así, de una peculiar condena, de una sui generis esclavitud del pecado que lo tiene sujeto, pues se vuelve el descarado así abiertamente injusto, inicuo, ignorando llanamente el mismo núcleo del deber, añadiendo a su mal otro mal más grave, y cayendo así cada vez más bajo.  
25.6.- Así, el descarado es también el hombre de la impudicia, que exhibe la nihilidad de la propia alma, ya presa o esclava de sus fuerzas inferiores. Así, si el recato consiste en un ocultar las cosas que no quieren que se vean, el descarado exhibe las faltas ajenas, deleitándose en cierto modo en lo indecoroso de las personas ajenas, en una peculiar lucha contra lo concreto, contra las normas -aunque conservando para sí una especie de máscara en blanco que le cubre el rostro,  por lo que puede adquirir la inestabilidad del payaso que se pinta una cara, o incluso de del psicótico polimorfo que faceta la psique en personalidades disímbolas y encontradas.  
   Por último, el descarado encarna una forma de la deshonestidad que a su vez puede degradarse, puede degradarse en personalidades cada vez nimias, cada vez más tristes, cada vez más vergonzosas: son las del atrevido, las del fresco, las del roto, las del descosido y las del descocado -que se regodean exhibiéndose indecorosamente al poner de manifiesto sus vergüenzas, hasta llegar al grado de la procacidad. Caterva de cínicos, en una palabra, cuyo irrespeto e insolencia cae del lado del hombre inescrupuloso, como del indiscreto u ostensible, no sabiendo por ello guardar la compostura ni la discreción.  



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