Nos hallamos ahora ante otra figura de la rebeldía: la del descarado, la del hombre que se ha
vuelto a tal grado inconsistente, incoherente, por exclusivamente obediente a
sus pobres, a sus mezquinos intereses, que ha perdido sus rasgos fisonómicos
propios, hasta borrarse del todo en una careta que a su vez resulta muda,
vacía. El descarado se distingue del carota, del cara dura, porque antes de
volverse un ídolo de piedra se ha vuelto por decirlo así una nada, vaporizando
complemente lo que se podría denominar una personalidad. Hombre de coyunturas,
que va por la vida como una veleta, robaleando de aquí para allá. Porque la
característica predomínate del descarado es que, al carecer de principios, bien a bien no guarda, no defiende ninguna
posición, ninguna postura, resultando por ello psicológicamente amorfo, cuya memoria
resulta también porosa para el olvido al tratase todo en él de una impostura.
En cierto sentido se trata no sólo del
impostor, sino también del pusilánime, cuya pobreza espiritual le vine de tomar
sólo en cuenta las cosas que tiene, pero no los lugares a los que entra; no
perteneciendo realmente a nada, al no tener un espacio espiritual al cual poder
entrar, del cual poder formar parte y al cual pertenecer: al no tener un alma
(pérdida pneumática de la libertad).
Así, el descarado, tras sus innobles modos
disueltos y acomodaticios, esconde en realidad una hinchada imagen de sí mismo,
resultando por ello su actitud, si bien se mira, sobre arrastrada: jactanciosa,
ampulosa, arrogante, hinchada –cartesiana, pues detrás de la delgada película
aerostática que infla su conciencia, no se encuentra, realmente, sino una nada.
Es por ello que es también característica del descarado usar impunemente los
´símbolos de una tradición como si e tratara de cheques, o de cartas en blanco;
ya sea embadurándose la cara con jerga socialista a la vez que minando el suelo
de lo social en su raíz misma; ya sea doblándose en la jerigonza de los gestos
gemuflexos ante cualquier forma de poder por la esperanza de algún favor, de
allegarse una influencia o de lograr un mero convite. Su falta es la de la más
triste de todas las manías: la locura social del convencionalismo, que sólo
está interesada en su continuo acto de trsanformismo, de ponerse y sobreponerse
disfraces, al estar movida tan solo por la vanidad de los valore efímeros.
Un rasgo más: el descarado se caracteriza no
sólo por no tener cara, sino por no darla, siendo en este sentido en que se
sume, el que no quiere enfrentarse a la vergüenza pública que suscita su
fechoría privada, que en este sentido no aparece, que se esconde, para no dar
la cara –distinguiéndose así del carota por una especie de medroso refinamiento
de la sensibilidad, de extrema susceptibilidad ante la vergüenza pública, todo
ello debido a que queriendo que el mal se premie, que es realidad el desplazamiento
invertido de las jerarquías para las que trabaja, espera de la instancia
publica sobre todo honores. El descarado es entonces también un mago, de la
especie del prestidigitador, pues nos está dando la espalda mientras nos
muestra la cara –una cara, hay que decirlo, sin rostro, sin personalidad, como
esas manos de palo que al estrecharlas nos dicen en secreto, pero a las claras,
que no son manos con rostro, manos de amigo.
Otro rasgo más que hay que apuntar
sobre el descarado es su fingida indignación, pues al intentar escamotear la
responsabilidad del yo proyecta la culpa sobre otros, por lo que es también el
acusador, el hombre de la denuncia, de la delación. Así, echa en cara a otros
sus propias faltas, desplazándolas –aprovechando para ella la falsa jerarquía
de valores o de contravalores sería mejor decir, que quisiera imponer.
En una palabra, se trata de un curioso modo
del desvergonzado: del hombre sin escrúpulos. En efecto, el descarado es
propiamente el hombre sin escrúpulos morales, cuya falta de valores ya no le
aqueja, pues ha perdido del todo la energía positiva del sentimiento de vergüenza,
aletargando por tanto la conciencia. Así, comete un curioso pecado de omisión,
pues no toma en cuenta el sentido moral de sus propias acciones, lo cual
equivale a una ceguera para consigo mismo, por lo que no es infrecuente que
exalte lo que considera hiperbólicamente las faltas de otros.
Así, cuando el descarado no puede evadirse
de la responsabilidad por una falla moral, cuando tiene que enfrentar un
conflicto, o se cierra sobre si mismo para volver al ídolo, al caradura, o bien
se revuelve, se agita, alza la voz, vocifera, niega, difama, calumnia, advierte, “echa aguas”,
en parte para subir el tono vital deprimido que lo convertiría en un
blandengue, para mejor borrarse como el pulpo aventando sobre su honor puesto en
duda un chisquete una densa tinta negra, tras la cual pueda borrar las huellas
de pasos, ocultar sus fechorías y volverse perfectamente inapresable. Doble
estrategia de la fuga, pues, cuya misión es la de si no deshacerse de todas sus
culpas, por lo menos disimularlas, mediante el bajo subterfugio de culpar a
oros, ya sea detectando la viga en el ojo ajeno, ya sea señalando indignado el
acné que late en los poros del vecino, al cual escudriña de manera tan inquisitiva
como morbosa.
Se trata, así, de una peculiar condena, de
una sui generis esclavitud del pecado
que lo tiene sujeto, pues se vuelve el descarado así abiertamente injusto,
inicuo, ignorando llanamente el mismo núcleo del deber, añadiendo a su mal otro
mal más grave, y cayendo así cada vez más bajo.
Así, el descarado
es también el hombre de la impudicia, que exhibe la nihilidad de la propia alma,
ya presa o esclava de sus fuerzas inferiores. Así, si el recato consiste en un
ocultar las cosas que no quieren que se vean, el descarado exhibe las faltas
ajenas, deleitándose en cierto modo en lo indecoroso de las personas ajenas, en
una peculiar lucha contra lo concreto, contra las normas -aunque conservando
para sí una especie de máscara en blanco que le cubre el rostro, por lo que puede adquirir la inestabilidad del
payaso que se pinta una cara, o incluso de del psicótico polimorfo que faceta la
pisque en personalidades disímbolas y encontradas.
Por último, el descarado encarna una forma
de la deshonestidad que a su vez puede degradarse, puede degenerar en
personalidades cada vez nimias, cada vez más tristes, cada vez más vergonzosas:
son las del atrevido, las del fresco, las del roto, las del descosido y las del
descocado -que se regodean exhibiéndose indecorosamente al poner de manifiesto
sus vergüenzas, hasta llegar al grado de la procacidad. Caterva de cínicos, en
una palabra, cuyo irrespeto e insolencia cae del lado del hombre inescrupuloso,
como del indiscreto u ostensible, no sabiendo por ello guardar la compostura ni
la discreción.
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