El oximoron de la libertad irresponsable sólo puede salvarse
si se habla de la oscura claridad, de la
luz negra, producida por una libertad entendida en términos de los máximos
derechos conquistados (de pensamiento, de los instintos individuales), es decir
de la libertad contractual, de esa especie de derecho de paso que en nada
compromete, que en nada responsabiliza, teniendo por tanto muy poco que ver con
el problema de la libertad en sí -que es básicamente el ser responsable para
con uno mimo. El derecho a la libertad, conquistado por la Revolución Francesa,
no es sino aquella libertad exterior, automática, que funciona como un mero
permiso de circulación, como algo otorgado por otro, que por tanto no
compromete a la persona; mientras que la verdadera libertad significa poder
responder a cada acto que uno realiza en la vida, en el sentido positivo de
volverla fértil, creativa. En cambio una libertad descendente, fracasada, es la
de la vida que al no aceptar cambio alguno, ni diálogo, ni verdadera
pluralidad, mutila, moviéndose por exclusiones viscerales, o por
inapelables automatismos, lo que viene más bien a ser la definición misma de la
esclavitud. precisamente por ignorar el sentido propio de la libertad
responsable, ascendente. Ignorancia que es el fondo que se intenta justificar
cuando los demagogos, cuando los ideólogos, hablan de libertad: es decir, de
renunciar a la libertad en beneficio de los derechos; pero del derecho de ser
libre no puede sacarse provecho alguno si por ello se entiende cumplir con
actos que no pueden ser sancionados -lo que se parece más al derecho a actuar
impunemente, lo cual evidentemente no puede significar ser libre.
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