XXIX.-
Curso de Antropología Filosófica
De
la Desgracia: la Vergüenza y la Gracia
“La culpa que no se sabe culpa fue nuestra
culpa mayor.”
Octavio
Paz
29.1.- Hay que
empezar por distinguir la desgracia de la desdicha. La desdicha es sólo la
tristeza expresada por el sujeto en expresiones mímicas de desaliento, de
decaimiento, de depresión, que tienden hacia abajo. Como el gesto de pena, de
tristeza, que se marca en el rostro singularmente en las comisuras de los
labios con líneas descendentes o que tiran en dirección descendente; o en la
mirada vagarosa que ve hacia abajo; o que también se expresa en la posición
encorvada de la figura total del cuerpo humano, que da la impresión de una
cierta contracción, o que se manifiesta así en posturas refractarias, cerradas,
que tienden hacia dentro, como la expresión interna del recogimiento interno o
del mero ensimismamiento. Expresiones todas de pena, de tristeza, de dolor; es
decir, expresivas de experimentar el sujeto algún tipo de contrariedad (ya sea por
lo propio o por lo ajeno), que lo turba, que lo perturba, que expresa también
una desarmonía interna (ya sea consigo mismo, ya con los otros). Expresiones
inequívocas, pues, de sufrir el sujeto un mal, de experimentar éste alguna
notoria insatisfacción.
La desdicha es así la expresión contraria a
la dicha, a la alegría, a la satisfacción, a la felicidad -cuyas expresiones
mímicas se caracterizan por sus movimientos de apertura, de dilatación de la
animación y por su elevación, estando marcadas por líneas que tiran hacia arriba, ascendentes,
como son la sonrisa, la mirada hacia lo alto, los brazos abiertos y la figura
erguida; también por un sentimiento positivo y espumoso de expansión del
voluntad, del querer, que puede llegar incluso al entusiasmo y al contagio
afectivo, en una especie de optimismo generalizado, de sentimiento de expansión
y elevación colectivo o de alegría compartida, intersubjetiva. Expresiones,
pues, de satisfacción, que serían las expresiones propias del fin (telos) del hombre; expresiones púes de
armonización de la naturaleza humana consigo misma y con los otros (pues es el
hombre también y esencialmente un ser social). Expresiones que serían por tanto
también el fin (telos) de la
educación y de la ética misma, es decir, la corona misma de la moralidad
–tomando en cuenta, sin embargo, la gradación o calificación de las
satisfacciones humanas, que irían de los placeres sensibles más groseros o
burdos (relativamente menos valiosos) a las satisfacciones espirituales más
refinadas y altas, no sólo egoístas, sino esencialmente también altruistas (relativamente
más valiosos, que sólo dan en los niveles afectivos más altos de la educación, que
serían también los de la plena realización de la moralidad, los cuales
conciernen, pues, al desarrollo pleno de los sentimientos sociales, más
delicados y difíciles de adquirir, que van de la simple ayuda mutua y la
solidaridad, al respeto mutuo entre las personas y a su reconocimiento
–llegando incluso a la celebración y participación colectiva de sus valores).
29.2.- La simple
desdicha, con no ser la desgracia, tienta sin embargo al hombre que se deja
arrastrar por ella, de confinarlo así en la prisión de la insatisfacción, de
desbarrancarlo y sumirlo o en la depresión o en el potro de tortura de la
postración, esclavizándolo de tal modo al encadenarlo o a la amargura o a la
frustración, llevándolo finalmente al pozo pesimista de la lamentación, del
resentimiento o la desgracia donde o no hay felicidad, satisfacción posible, o
donde todas las acciones resultan insatisfactorias y todos los deseos
insatisfactibles.
Porque no salir de la depresión, de la
tristeza, del sufrimiento, por más que se asuma ante ello una actitud
solitaria, heroica y viril, para alejarse del lacrimoso lamento y de la
pataleta, no dejará nunca de ser una tóxica lamentación por uno mismo que
incorpora el sentimiento de víctima al propio ser, el cual no podría menos que
exclamar: “pobre de mí” –sumiendo así en una soledad que, lejos de ser el
recogimiento de lo dispersado, aparece como una enfermedad del yo: como
esterilidad y, por tanto, como frustración.
Por lo
contrario: la salida del conflicto interno, y de la petrificación a la que
conlleva, estriba en reconocer que somos pecadores –pero también que el pecado
es una realidad doble; porque por una parte está premiado, pero por la otra nos
hace esclavos, lo que quiere decir también que es castigo, en mucho consistente
en perder la gracia, que es la caída (porque a fin de cuentas el pecado es
siempre profanar una cosa sagrada). La opción religiosa, la necesidad de Dios,
radica fundamentalmente de que necesitamos de la liberación interior por medio
del perdón del Señor –lo que además de limpiarnos interiormente de la herrumbre
del pecado, nos da una fuerza, como por añadidura, es decir, gratuitamente: una
gracia. Pero tal perdón de Dios no se obtiene si no pasamos por el reconocimiento
del mal que hemos hecho, a otros o a nosotros mismos –o, para decirlo en
términos religiosos, si no reconocemos la transgresión de la ley, de la norma,
de la palabra santa, es decir, si no reconocemos la profanación de algo sagrado
como una ofensa a la santidad misma de Dios (si no reconocemos a la vez que
pecamos delante de Dios y que el pecado no es igual que el delito; pues posible
pecar sin delinquir –pero entonces el demonio se frota las manos).
29.3.-
Arrepentirse ante Dios, en efecto, es el camino para la recuperación de la
gracia. Pero tal arrepentimiento tiene como instancia el confesar ante los
hermanos, ante la comunidad, el pecado, con toda la sencillez de la verdad,
para alcanzar otra vez la transparencia propia de la gracia. Instancia doblemente
necesaria, que evita la evasión (puesto que
se puede tener un Dios abstracto, ante el cual en realidad no nos confesaríamos)
y nos afianza dentro de una comunidad de fe trascendente. No esconder, pues, la
realidad de nuestras miserias, nuestra tendencia al pecado que es parte de la
naturaleza humana (del animal y el demonio que nos pueblan), que a la vez que
confiesa la propia debilidad ante los hermanos, pide perdón ante Dios por
nuestra falta –salvándonos con ello de los lenguajes cerrados, que llevan a de los dobleces, pliegues y
repliegues que complican y ponen en conflicto el interior de la naturaleza
humana o que lo extravían en el mundo de los deseos y de las apariencias; pero
también de las comunidades cerradas, refractarias y amuralladas, que
desorientan la voluntad del individuo o que lo inducen a las satisfacciones
contradictorias, en el fondo males e incluso satánicas.
La vergüenza puede verse así como una gracia,
puesto que nos libera de la herrumbre y de la esclavitud del pecado. Inútil
ocultar que se trata también de un paso por la muerte, por una momentánea insatisfacción
–pues el sentimiento d vergüenza equivale a un pasmo donde el mundo de la vida
pareciera quedar de pronto suspendido en la mortificación, en la aflicción, en
el dolor del arrepentimiento, de ver que tan bajo fue que caímos.
Pero a la vez no es posible quedarse en la
mortificación, en la aflicción de la contrición sobrevenida como correlato ante
el sentimiento de vergüenza –pues no quedarse en medio de la culpa como si no
existiera, ni expiarla indefinidamente por medio del dolor sirve para nada que no
sea sufrir como un animal y volver ahincar las narices sobre suelo. Por lo
contrario, hay que dar entonces el
salto, hacia la regradación, hacia la reconciliación con nosotros mismos, con
nuestros hermanos y con Dios, volviendo a estar agradecidos con la vida.
Porque la desgracia es lo contrario de la
gracia; porque se es desgraciado, porque cada uno se labra su propia desgracia,
decimos, y es verdad, volviéndola parte de nuestro ser; pero en cambio entramos
en la gracia, se está en la gracia, se entra en ella como se entra en un lugar
sagrado, en un templo –que es a la vez haber dejado entrar a nuestra vida el
espíritu mismo de la vida, el espíritu de acción de gracias, de agradecimiento
-motivo también de congratulación colectiva, porque ese lugar al que se entra
es también un el lugar al que pertenecemos y que nos da identidad, que nos
vuelve parte de una familia de la cual formamos parte, que es también una
dignidad, de una distinción y de una reconciliación, ya que así volvemos a ser parte de los suyos. Lugar
al que se entra, pues, por medio de la humildad (el arrepentimiento) y del
amor, del agradecimiento por los bienes recibidos, de la acción de gracias.
29.4.- En
cambio, desgraciado es el hombre inicuo, el desigual, el disparejo, el injusto,
el desvergonzado, pero también el apóstata, el impío y el desagradecido (formas
todas ellas del hombre rebelde). Esencialmente se trata, en efecto, del
desagradecido, del hombre que ha perdido la gracia, en el doble sentido de ser
agradable y agradecido (notas constitutivas del encanto o de lo encantador), y que
se ha vuelto por tanto ingrato e incluso proclive a desgraciar por hallar su
gusto en desgraciar las cosas, su satisfacción, ya enteramente subjetiva,
particular y perversa, en causar desgracia, que es lo que propiamente se
entiende por un desgraciado.
La gracia tiene así, por principio el sello
de lo gratuito (o de lo que no tiene precio, ni medida económica, por ser
incuantificable, por ser cualidad pura), siendo por tanto lo que se hace por
gusto, de buen grado o talante, por mera buena voluntad –con el afán de ser
agradable o de agradar, de ser generoso con los otros y de gratificarlos, ya
sea en la solidaridad, de brindarles ánimo, ya afirmándolos o reafirmándolos, e
incluso en prodigar sobre ellos el dadivoso sentimiento del entusiasmo.
Conversamente, la gracia tiene también el sentido inverso, de ser agradecido
con los otros, de reconocer sus buenas acciones para con uno –supremamente con
el Hacedor, al reconocer ante Él sus bendiciones, sus bienes derramados sobre
nosotros. Así, el hombre agradecido mueve a la congratulación, al
reconocimiento de su persona en el sentido de felicitarlo: de compartir con él
la satisfacción dada por su promoción de la gracia, por su desarrollo de un
sentimiento social unificador: por su solidaridad, por su ayuda o, en último
término, por su servicio, por ser en su grata actitud socialmente un hombre de
provecho, congraciando con ello a un grupo o a toda una comunidad.
Por lo contrario, el desgraciado sería en
principio así el hombre que no da nada de gratis –incluso de sí mismo, que se
mantiene torvo, a distancia, refractario o que no se brinda-, no dejando por
ello de ser, esencialmente, por tanto, también el ingrato. Hay así en el hombre
desagradecido, en el ingrato, en el hombre mal agradecido, un gesto de
desagrado, de resentimiento, de negación de la vida –que lo lleva a ser
desagradable a él mismo ante los otros, cosa que frecuentemente lo lleva a
disimular su ser desagradable y a ocultar su desagrado o frustración ante la
vida, mediante una máscara, cuyo gesto, como sobrepuesto, es el de la queja
constante o el de la indignación por otra cosa, desplazada a algún otro motivo
que, por decirlo así, a la vez detona y enmascara su resentimiento.
29.5.- El
análisis los motivos de la ingratitud debe comenzar con el hecho de que el
hombre desgraciado ha perdido, por decirlo así, la gracia. Porque la gracia es
algo en verdad gratuito en sus constitución misma -algo que mana y llega de
arriba y que nos alza, por ser un don concedido por Dios. Así, el hombre arrojado de la gracia de Dios
aparece como un ser caído, hasta el grado de tener las narices bien pegadas al
suelo (evolucionismo, materialismo), reusándose a mirar hacia lo alto, incapaz
de reconocer sus pecados, sordo a los imperativos de la moralidad, incapaz de
reflexionar sobre sus propias faltas, de confesarlas y por tanto incapaz ya no
digamos de enmendarlas sino incluso de arrepentirse en el sentido de expiar sus
culpas o del pedir perdón. El ingrato, así, aparece también como un ser
degradado, en razón de no tener propiamente intimidad, o que aun teniéndola
resulta sordo al mundo interior de su conciencia moral –incurriendo por tanto
en la negligencia, donde se da una pérdida constante y progresiva de energía
positiva y de conciencia. Perdida que puede llegar al grado de retrogradarlo en
criatura de “ser dado”, pues el hombre sin la energía
positiva de la conciencia y la animación de su mundo interior en poco se diferencia de los
animales.
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