sábado, 26 de octubre de 2013

XXIX.- Curso de Antropología Filosófica De la Desgracia: la Vergüenza y la Gracia Por Alberto Espinosa

XXIX.- Curso de Antropología Filosófica

De la Desgracia: la Vergüenza y la Gracia

 “La culpa que no se sabe culpa fue nuestra culpa mayor.”
Octavio Paz
29.1.- Hay que empezar por distinguir la desgracia de la desdicha. La desdicha es sólo la tristeza expresada por el sujeto en expresiones mímicas de desaliento, de decaimiento, de depresión, que tienden hacia abajo. Como el gesto de pena, de tristeza, que se marca en el rostro singularmente en las comisuras de los labios con líneas descendentes o que tiran en dirección descendente; o en la mirada vagarosa que ve hacia abajo; o que también se expresa en la posición encorvada de la figura total del cuerpo humano, que da la impresión de una cierta contracción, o que se manifiesta así en posturas refractarias, cerradas, que tienden hacia dentro, como la expresión interna del recogimiento interno o del mero ensimismamiento. Expresiones todas de pena, de tristeza, de dolor; es decir, expresivas de experimentar el sujeto algún tipo de contrariedad (ya sea por lo propio o por lo ajeno), que lo turba, que lo perturba, que expresa también una desarmonía interna (ya sea consigo mismo, ya con los otros). Expresiones inequívocas, pues, de sufrir el sujeto un mal, de experimentar éste alguna notoria insatisfacción.
   La desdicha es así la expresión contraria a la dicha, a la alegría, a la satisfacción, a la felicidad -cuyas expresiones mímicas se caracterizan por sus movimientos de apertura, de dilatación de la animación y por su elevación, estando marcadas por  líneas que tiran hacia arriba, ascendentes, como son la sonrisa, la mirada hacia lo alto, los brazos abiertos y la figura erguida; también por un sentimiento positivo y espumoso de expansión del voluntad, del querer, que puede llegar incluso al entusiasmo y al contagio afectivo, en una especie de optimismo generalizado, de sentimiento de expansión y elevación colectivo o de alegría compartida, intersubjetiva. Expresiones, pues, de satisfacción, que serían las expresiones propias del fin (telos) del hombre; expresiones púes de armonización de la naturaleza humana consigo misma y con los otros (pues es el hombre también y esencialmente un ser social). Expresiones que serían por tanto también el fin (telos) de la educación y de la ética misma, es decir, la corona misma de la moralidad –tomando en cuenta, sin embargo, la gradación o calificación de las satisfacciones humanas, que irían de los placeres sensibles más groseros o burdos (relativamente menos valiosos) a las satisfacciones espirituales más refinadas y altas, no sólo egoístas, sino esencialmente también altruistas (relativamente más valiosos, que sólo dan en los niveles afectivos más altos de la educación, que serían también los de la plena realización de la moralidad, los cuales conciernen, pues, al desarrollo pleno de los sentimientos sociales, más delicados y difíciles de adquirir, que van de la simple ayuda mutua y la solidaridad, al respeto mutuo entre las personas y a su reconocimiento –llegando incluso a la celebración y participación colectiva de sus valores).
29.2.- La simple desdicha, con no ser la desgracia, tienta sin embargo al hombre que se deja arrastrar por ella, de confinarlo así en la prisión de la insatisfacción, de desbarrancarlo y sumirlo o en la depresión o en el potro de tortura de la postración, esclavizándolo de tal modo al encadenarlo o a la amargura o a la frustración, llevándolo finalmente al pozo pesimista de la lamentación, del resentimiento o la desgracia donde o no hay felicidad, satisfacción posible, o donde todas las acciones resultan insatisfactorias y todos los deseos insatisfactibles.
   Porque no salir de la depresión, de la tristeza, del sufrimiento, por más que se asuma ante ello una actitud solitaria, heroica y viril, para alejarse del lacrimoso lamento y de la pataleta, no dejará nunca de ser una tóxica lamentación por uno mismo que incorpora el sentimiento de víctima al propio ser, el cual no podría menos que exclamar: “pobre de mí” –sumiendo así en una soledad que, lejos de ser el recogimiento de lo dispersado, aparece como una enfermedad del yo: como esterilidad y, por tanto, como frustración.
     Por lo contrario: la salida del conflicto interno, y de la petrificación a la que conlleva, estriba en reconocer que somos pecadores –pero también que el pecado es una realidad doble; porque por una parte está premiado, pero por la otra nos hace esclavos, lo que quiere decir también que es castigo, en mucho consistente en perder la gracia, que es la caída (porque a fin de cuentas el pecado es siempre profanar una cosa sagrada). La opción religiosa, la necesidad de Dios, radica fundamentalmente de que necesitamos de la liberación interior por medio del perdón del Señor –lo que además de limpiarnos interiormente de la herrumbre del pecado, nos da una fuerza, como por añadidura, es decir, gratuitamente: una gracia. Pero tal perdón de Dios no se obtiene si no pasamos por el reconocimiento del mal que hemos hecho, a otros o a nosotros mismos –o, para decirlo en términos religiosos, si no reconocemos la transgresión de la ley, de la norma, de la palabra santa, es decir, si no reconocemos la profanación de algo sagrado como una ofensa a la santidad misma de Dios (si no reconocemos a la vez que pecamos delante de Dios y que el pecado no es igual que el delito; pues posible pecar sin delinquir –pero entonces el demonio se frota las manos).
29.3.- Arrepentirse ante Dios, en efecto, es el camino para la recuperación de la gracia. Pero tal arrepentimiento tiene como instancia el confesar ante los hermanos, ante la comunidad, el pecado, con toda la sencillez de la verdad, para alcanzar otra vez la transparencia propia de la gracia. Instancia doblemente necesaria,  que evita la evasión (puesto que se puede tener un Dios abstracto, ante el cual en realidad no nos confesaríamos) y nos afianza dentro de una comunidad de fe trascendente. No esconder, pues, la realidad de nuestras miserias, nuestra tendencia al pecado que es parte de la naturaleza humana (del animal y el demonio que nos pueblan), que a la vez que confiesa la propia debilidad ante los hermanos, pide perdón ante Dios por nuestra falta –salvándonos con ello de los lenguajes cerrados, que  llevan a de los dobleces, pliegues y repliegues que complican y ponen en conflicto el interior de la naturaleza humana o que lo extravían en el mundo de los deseos y de las apariencias; pero también de las comunidades cerradas, refractarias y amuralladas, que desorientan la voluntad del individuo o que lo inducen a las satisfacciones contradictorias, en el fondo males e incluso satánicas.  
   La vergüenza puede verse así como una gracia, puesto que nos libera de la herrumbre y de la esclavitud del pecado. Inútil ocultar que se trata también de un paso por la muerte, por una momentánea insatisfacción –pues el sentimiento d vergüenza equivale a un pasmo donde el mundo de la vida pareciera quedar de pronto suspendido en la mortificación, en la aflicción, en el dolor del arrepentimiento, de ver que tan bajo fue que caímos.    
   Pero a la vez no es posible quedarse en la mortificación, en la aflicción de la contrición sobrevenida como correlato ante el sentimiento de vergüenza –pues no quedarse en medio de la culpa como si no existiera, ni expiarla indefinidamente por medio del dolor sirve para nada que no sea sufrir como un animal y volver ahincar las narices sobre suelo. Por lo contrario, hay que  dar entonces el salto, hacia la regradación, hacia la reconciliación con nosotros mismos, con nuestros hermanos y con Dios, volviendo a estar agradecidos con la vida.
   Porque la desgracia es lo contrario de la gracia; porque se es desgraciado, porque cada uno se labra su propia desgracia, decimos, y es verdad, volviéndola parte de nuestro ser; pero en cambio entramos en la gracia, se está en la gracia, se entra en ella como se entra en un lugar sagrado, en un templo –que es a la vez haber dejado entrar a nuestra vida el espíritu mismo de la vida, el espíritu de acción de gracias, de agradecimiento -motivo también de congratulación colectiva, porque ese lugar al que se entra es también un el lugar al que pertenecemos y que nos da identidad, que nos vuelve parte de una familia de la cual formamos parte, que es también una dignidad, de una distinción y de una reconciliación,  ya que así volvemos a ser parte de los suyos. Lugar al que se entra, pues, por medio de la humildad (el arrepentimiento) y del amor, del agradecimiento por los bienes recibidos, de la acción de gracias.
29.4.- En cambio, desgraciado es el hombre inicuo, el desigual, el disparejo, el injusto, el desvergonzado, pero también el apóstata, el impío y el desagradecido (formas todas ellas del hombre rebelde). Esencialmente se trata, en efecto, del desagradecido, del hombre que ha perdido la gracia, en el doble sentido de ser agradable y agradecido (notas constitutivas del encanto o de lo encantador), y que se ha vuelto por tanto ingrato e incluso proclive a desgraciar por hallar su gusto en desgraciar las cosas, su satisfacción, ya enteramente subjetiva, particular y perversa, en causar desgracia, que es lo que propiamente se entiende por un desgraciado.   
   La gracia tiene así, por principio el sello de lo gratuito (o de lo que no tiene precio, ni medida económica, por ser incuantificable, por ser cualidad pura), siendo por tanto lo que se hace por gusto, de buen grado o talante, por mera buena voluntad –con el afán de ser agradable o de agradar, de ser generoso con los otros y de gratificarlos, ya sea en la solidaridad, de brindarles ánimo, ya afirmándolos o reafirmándolos, e incluso en prodigar sobre ellos el dadivoso sentimiento del entusiasmo. Conversamente, la gracia tiene también el sentido inverso, de ser agradecido con los otros, de reconocer sus buenas acciones para con uno –supremamente con el Hacedor, al reconocer ante Él sus bendiciones, sus bienes derramados sobre nosotros. Así, el hombre agradecido mueve a la congratulación, al reconocimiento de su persona en el sentido de felicitarlo: de compartir con él la satisfacción dada por su promoción de la gracia, por su desarrollo de un sentimiento social unificador: por su solidaridad, por su ayuda o, en último término, por su servicio, por ser en su grata actitud socialmente un hombre de provecho, congraciando con ello a un grupo o a toda una comunidad.
   Por lo contrario, el desgraciado sería en principio así el hombre que no da nada de gratis –incluso de sí mismo, que se mantiene torvo, a distancia, refractario o que no se brinda-, no dejando por ello de ser, esencialmente, por tanto, también el ingrato. Hay así en el hombre desagradecido, en el ingrato, en el hombre mal agradecido, un gesto de desagrado, de resentimiento, de negación de la vida –que lo lleva a ser desagradable a él mismo ante los otros, cosa que frecuentemente lo lleva a disimular su ser desagradable y a ocultar su desagrado o frustración ante la vida, mediante una máscara, cuyo gesto, como sobrepuesto, es el de la queja constante o el de la indignación por otra cosa, desplazada a algún otro motivo que, por decirlo así, a la vez detona y enmascara su resentimiento.
29.5.- El análisis los motivos de la ingratitud debe comenzar con el hecho de que el hombre desgraciado ha perdido, por decirlo así, la gracia. Porque la gracia es algo en verdad gratuito en sus constitución misma -algo que mana y llega de arriba y que nos alza, por ser un don concedido por Dios.  Así, el hombre arrojado de la gracia de Dios aparece como un ser caído, hasta el grado de tener las narices bien pegadas al suelo (evolucionismo, materialismo), reusándose a mirar hacia lo alto, incapaz de reconocer sus pecados, sordo a los imperativos de la moralidad, incapaz de reflexionar sobre sus propias faltas, de confesarlas y por tanto incapaz ya no digamos de enmendarlas sino incluso de arrepentirse en el sentido de expiar sus culpas o del pedir perdón. El ingrato, así, aparece también como un ser degradado, en razón de no tener propiamente intimidad, o que aun teniéndola resulta sordo al mundo interior de su conciencia moral –incurriendo por tanto en la negligencia, donde se da una pérdida constante y progresiva de energía positiva y de conciencia. Perdida que puede llegar al grado de retrogradarlo en criatura de “ser dado”, pues el hombre sin la energía positiva de la conciencia y la animación de su mundo interior en poco se diferencia de los animales.





No hay comentarios:

Publicar un comentario