“Se conducen despiertos como gente dormida,
que mira cada uno su mundo personal,
mientras que la
gente despierta
sólo tiene un mundo, que les es común.”
Heráclito
I
“Todo lo que puede ser dicho, pude ser dicho
claramente; y lo que no puede ser dicho con claridad mas vale callarlo” -decía,
pocas palabras o más o menos, el gran pensador austriaco del siglo pasado... y no me refiero a Segismundo Freud, ni a su joven
vecino Karl R. Popper, mucho menos, ¡perdón por la obviedad!, al
nacionalsocialista Adolfo Hitler, sino al excéntrico
millonario, ingeniero y filósofo Ludovico Wittgenstein. En el fondo se trata de
la reformulación de la gran enseñanza del clasicismo,
del corolario de la gran lección clásica e intemporal: cumplir con la norma, con
la obligación de entender y dar a entender al otro la forma de vida y de pensamiento que uno procura, que uno cultiva.
Sóren Kierkegaard, el maestro sutilísimo, agregaba el requisito moderno de no sólo entender conscientemente lo que
uno dice al decirlo, sino también
entenderse a uno mismo en lo decible. En efecto, el misterio de la serenidad clásica difícilmente podría entenderse
sin ese afán de transparencia, sin el valor de la claridad -único atmósfera en
que puede acoger una comunidad los contenidos de la cultura sin superchería o
puritanismo, único ámbito en el que pueden florecer o retoñar en el alma o en
el espíritu, pues sólo en tal aire oxigenante pueden fundirse los espíritus en
la tibia temperatura de la conversación concorde, para así animarse,
acogerse y comprenderse mutuamente.
De acuerdo con tal tradición todo lo que no
puede ser formulado prístinamente queda excluido
de escena, ya por pedestre o por perderse en el sin-sentido, ya por ajeno a la vida
y su desarrollo -demeritado por ser un juego ocioso de
trogloditas o por ser un interdicto, quedando excluido
al caer fuera de la norma básica del arte de la conversación o de la sana
convivencia inter-vivos. La guía, empero, es rigurosa
y estricta: quien no entiende la formulación, quien de
plano no "comprende" de que se esta hablando, quedando ajeno a su
espíritu, cae irremediablemente fuera de la civilización,
de la cultura del ciudadano que comparte una constelación o un corpus orgánico de valores, siendo por ello considerado
como un bárbaro: como un hombre que
tartamudea, que balbucea, que mascusa pobremente las palabras pero que
propiamente no habla “la misma lengua”, como si fuera un extranjero, un arribista recién llegado
a la cena de la tradición. Es el hombre cuya pauperización cultural o
ideológica o por falta de espíritu no
entiende ni coma de lo que se dice, o que cegado por el soberbio imperio de la noche abstracta es, lastimado por
la acción y la luz del espíritu.
Bárbaro es así no sólo el hombre telegráfico
o el que traspantoja el lenguaje hablando
incorrectamente; sobre todo es el que es incapaz de hablar la “verdadera
lengua", el que no pude seguir la cadena de oro, el que
no sabe como navegar en el ancho río de la tradición
y de la razón. El bárbaro habla una lengua -que duda cabe, siendo animal de razón, de
palabra. Pero su lengua es vehículo tan solo de su minúscula vida ya no digamos
habitual o sentimental, sino meramente
instintiva: expresión de sus necesidades más apremiantes y demandantes, de sus rudimentarias emociones
elementales. El bárbaro naufraga en conversaciones
meramente relaciónales e inútiles o insustanciales, perdiéndose en diatribas y
mitotes de lavanderas, en proyectiles
verduleros, o en su extremo más ancho en el refinado arte del encaje, consistente en tejer la telaraña a vuelta y
vuelta, ya para atrapar a la atolondrada mosca, ya para hacer que se fije la
verdad de la mentira o de la calumnia, como quien remacha maniáticamente un clavo
ya clavado, emparejando de pasadita con certero mazazo en la cabeza aquel otro
que sobresaliendo rompe la homogeneidad legionaria del conjunto.
El lenguaje bárbaro, bajo sus innumerables
manifestaciones tartamudas o pedestres, ha sido catalogado por algún erudito en el casillero de la cultura vernácula,
debido a ser depositario de las emociones y de la
circunstancia inmediata y más apremiante del hablante. Otros, en cambio, prefieren inventariarlo en el cajón de la cultura
histórica por ser su contenido meramente
situacional, o relacional, en cualquier caso inmediato. Quizás sería mejor
subsumirlo, como hace Mircea Eliade, en el viejo baúl de la cultura
onírica, aquel arcón preferido por la gente
adormilada de la caverna platónica (República, Libro VII) -a
estas alturas de la marea histórica, saturada por los
clientes de la materia consumista, vividores regordetes autoerigidos en
parmenideo criterio de medida universal.
II
Así, resulta imprescindible la defensa de
las culturas de tipo geométrico contra las culturas de tipo histórico,
la cultura de la gente despierta que tiene un solo mundo que les es común.
Contra las culturas de la gente adormecida por sus deseos o aletargada por el
consumo, las cuales resultan tan variopintas como los gethos rurales y tan
angustiosas e impenetrables como las posibilidades de la angustia .
A la cultura onírica
(coloreada más que de tonos locales o de historia regional de meros fragmentos
biográficos) se opone por naturaleza la verdadera
cultura: a la cultura universal y a la cultura animi.
El rasgo definitorio de la verdadera cultura
no es sólo ser una cultura de verdad (formadora del hombre) sino ser una
cultura de la verdad: una cultura objetiva que participa
de una misma realidad, de una misma orientación y jerarquía
de valores, ecuménica, única, universal. A su lado irremediablemente brota,
como la mala hierva, la pluralidad de las culturas históricas con sus leyendas
de café e infamias de alcoba.
La cultura onírica da como resultado
creaciones amorfas de seres oscuros e introvertidos, retorcidos o macilentos, cerrados y roídos por el diente del tedio, del
aburrimiento o del adoctrinamiento, pero que en el fondo no hacen sino mirar
dentro de sí mismos, ensimismados cada uno con el juguete de su mundo personal
–como seres en el fondo aislados, dominados por su fuerte vida impulsiva y
orgánica, pero que perciben y juzgan la realidad según criterios oníricos, que
son los suyos y únicamente los suyos.
Característica de toda cultura
histórica es el sueño como símbolo de aislamiento, de coincidencia de
los gruesos procesos orgánicos de trasformación y fermentación, también de
regresión al estado prenatal y embrionario. El poder del sueño estriba, en
efecto, en el retorno a la unidad biológica primordial, al estado paradisíaco
de la creación sin conciencia, o al estado en que la vida no estaba separada de
la conciencia, siendo por ello el símbolo máximo del recogimiento interior, de
la autonomía y de la creación. Es cierto asimismo que en el sueño no existen
propiamente ni libertad, ni drama, ni pecado –donde se es inocente bestia
angélica o ser sin bautismo, como quería Rimbaud. También lo es que la
hibernación y el sueño son experiencias estáticas o “en circuito cerrado” en
que hay máxima economía o donde la vida ni se desperdicia, ni se desborda, ni
se proyecta hacia fuera –siendo por ello para Occidente símbolo de pereza, de
tontería o de esterilidad espiritual. Dormir entonces significa privación,
pretender una vida regalada y hablar de oídas siguiendo el dictado de las
voces: de las convenciones históricas. Es entonces estar en el error y lejos de
la verdad , preso en el mundo rígido de
los ritos o de los juguetes de cuerda –mientras que la vita nuova
significa salir del sueño y de la muerte que implica por la virtud del
amor. Porque el dormido desea, que duda cabe, pero propiamente no quiere al
quedar anulado el poder actuante de la voluntad, y lo que desea no es amar,
sino imperar –todo ello, por supuesto, en un mundo de fantasmas.
La cultura de la vida es por lo contrario otra cosa: es el orbe de los “grandes despiertos”, de
aquellos hombres que no reptan por
extraños y abigarrados pasadizos ni se aferran a su piedra con la angustia del
molusco, sino que confiados conducen por entre la selva oscura de las
apariencias hacia la luz del sol, donde existe un solo mundo, único y universal
que le es común. Es por ello cultura universal o formadora de
seres abiertos y extrovertidos, de mirada clara y siempre dispuesta a observar
la misma luz y que por ello comparten los mismos valores, las mismas costumbres,
que viven las mismas cosas y obedecen la
misma ley, por lo que son siempre de la
misma manera, sustantes y consistentes.
El hombre de la cultura geométrica dirige por ello su mirada
hacia fuera dando sentido a sus actos en algo más que la expresión auténtica de
su psiquismo aletargado, sino referido a los otros. Tal mirada significa la
ruptura con la muelle unidad embrionaria y demandante, también la pérdida de la
inconciencia paradisíaca -siendo por ello la única capaz de predecir los grandes
eventos históricos.
III
En el espectro de la
totalidad de la cultura, tanto la alta cultura como la cultura
artesanal, representan los puntos medios estabilizadores del conjunto,
que le dan vida y consistencia al todo orgánico, tensando polarmente el huevo
de la totalidad -geométricamente
hablando- en una doble campana de Gauss imaginaria, siendo
ellas las constituyentes de las comunidades sapienciales por excelencia. La
prueba de su continuidad está dada por la comunicación
profunda y personal que se da entre los dos focos de la elipse, entre los
representantes individuales de los dos gremios: en el
poeta que se delecta oyendo la voz del pueblo; en el artesano que se recoge
contemplando las eternas catedrales de roca y tiempo o
leyendo los cantos de las nubes.
En los extremos
absolutos del tal huevo geométrico representante de la especie humana se
encuentran las masas indiferenciadas de los hombres dormidos o aletargados por
el consumo, la estupidez, la ignorancia o la falsía, llevados a la huerta por
coyotes y zorras, por sicofantes y mistagogos de toda laya que se hacen pasar
por la “voz del pueblo”. Sin embargo la “voz del sueño”
interesa al pueblo tanto como la “Familia Peluche” o “Los Sánchez” que los
caricaturizan, el cual en realidad empero va pugnando por ingresar en el
proceso educativo y despertar del sopor de la materia.
Cuando no, estallan oscuramente dentro las sombras resentidas, intentando
imponer por la traición o la fuerza ya su abigarrado e
ininteligible mundo personal, ya los grupos que consienten o fomentan sus
mezquinos intereses o sus dudosas tendencias
particulares. No el sueño plácido de la nube aventurera,
sino el de la caída hacia atrás del evefrénico en que se proyecta la tendencia
regresiva de la vida a la abyección o la quietud de lo larvario a lo momificado
o a la arena -cuando no el pesado empacho de la roca fuerte que, sin embargo,
esta en su precipitación rodando muerta. No el recogimiento de sí que pide la
autonomía para la creación de la gente despierta
y de la edificación de la persona, sino la dispersión de quien ajeno al
amor por la verdad a la vez desea con ligereza y teme con pesar descollar –pues
no desea sólo el poder, sino ser su imagen, y simultáneamente tiembla en la
escena, despojado de la armadura invisible de Marte en la que inconsciente
soñaba sólo un mundo de espectros, de
fantasmas o de muertos.
Porque el olvido de la tradición es también
la desatención del peso de la realidad y de la
gravedad del que se entrega a los valores o del hombre de espíritu. La cultura
onírica quisiera así borrar el hilo de oro del alma y del espíritu que sutura
la contingencia de la Historia -para inventar otra
historia: su historia onírica. Pero esa historia estaría inevitablemente
roída de olvido, cual el queso gruyer roído por los roedores o carcomido de
gusanos en sus horas inconfesas.
Más allá de lo típico o del color local, el
peligro de la cultura onírica atenta hoy contra la estabilidad de la cultura
occidental misma, pues se trata del proyecto en curso y forma de la
“Aldea Global”, en el que cada uno es rey en su rincón, aspirante a millonario,
genio de cachucha no con que adornar la cabeza sino con que sostener el
sombrero, futuro premio novel ignoto en su mísero rincón
del cafetín rascuache -a costa de no contrastar su pobre embeleco náufrago con
una imagen fiel del mundo, con la realidad ecuménica,
con la cultura universal.
IV
La humanidad a atravesado en otras horas
periodos de oscuridad y de tiniebla por ese
fenómeno de relativismo cultural, propiamente filisteo donde las cosas empiezan
a dejar de valer por su valor objetivo y empiezan a
valer por ser "mías". Principio de conveniencia que tras la máscara
del nacionalismo, incluso de lo universal, exalta lo característico y lo
particular, lo que tiene que ver con su estrecha persona, con sus intereses,
con su fatuidad –con lo que se opone a
la tradición. Universalidad de lo inferior, humanidad de lo más bajo, donde
empieza a valer lo que todos tienen, lo que no vale, incluso donde se valora lo execrable o lo puramente existencial, lo que no
dura, lo que no será tradición -pues eso es lo que vale parra los incapaces,
pretendiendo para lo temporal la categoría de lo eterno. Cultura onírica, donde no hay grandeza posible, ni
majestad o magnitud espiritual que valga, ni centro de poder espiritual a que
acogerse, ni verdad ecuménica a que atenerse. –pues todo se resuelve en cuento
biográfico, en novela onírica o en componenda.. Donde vale menos la dorada
memoria del león muerto que el baboso hocico rabioso del perro vivo. Cultura de desmemoriados que quisieran creer que el mundo empezó y
terminará con ellos, grandioso Génesis personalizado, año cero, Big-Bang que
empezó a explotar en la hora de su nacimiento.
Movimiento que es sólo inercia de
aceleración, caracterizable por su tendencia hacia los esquemas abstractos y
los automatismos psicológicos -saturados de insidias de la mezquindad o de
puyas de coprofílcos. Técnica de lo irreal, instrumentadora del aspecto más
oscuro del idealismo, de su tendencia mágica: de la creencia que el hombre hace
al mundo al hacer su pensamiento o su deseo, aunada a la ceerncia de que nada
está dado del exterior o que carece de significado. Se trata del “hacerse
ilusiones”, del mexicanismio “hacerse pato”, del voltear con desden hacia otro
lado, del que en el fondo expresa la degradación de la conciencia mágica, la
cual sugiere que el hombre puede hacer y ser cualquier cosa que desee mientras
diimuladamente va por el mundo haciendose pendejo. Actividad popular y vulgar
del idealismo que ante el fracaso concreto de la conciencia mágica (no
apropiarse el mundo ni hacerlo en su deseo o en su pensamiento), se atrinchera
en una pequeña parte del directorio del mundo en donde poder imperar, en donde
ser auténtico y hacer mil cosas por la fuerza de su alma y de su mundo: es
vivir, pues, en la “aldea global”.
La cultura onírica está
condenada a ser regional: a no trascender, a ser conformista. Amenazada de
parkinsonismo y de alshaimer ese tipo de cultura, tan presta para olvidar lo que no le
conviene, es en el fondo la cultura de la convivencia- -tan inconveniente generalmente a la sana convivencia. Es la cultura
de Spreenfield, sobreambundante en el topismo de Norteamerica, saturado por los
masivos Simples son, de Macondo donde no psa nada despues del hielo de
Melquiades y de “Cien años de soledad”, de Comala, donde todo ha pasado ya o
trascurre más en un impreciso Jalisco situado en el imperio del Mitlán el
panteón Nahua. Es también la enrtraña de Durangehto, desde cuyo singular
lomerío se ve chaparra a toda la gente, divisada de soslayo por debajo del hombro, con la típica
arrogancia de los dueños del viejo Rancho Chico. Cultura, pues, que no produce
obras, sino sombras de hombres. Donde no hay hombres, sino restos fragmentarios
de un mundo onírico en ruinas o sus sobras sin sentido. Más que cultura
histórica, cultura biográfica, cultura onírica.
El problema radical estriba en que sus
convenientes convenciones tienden a deformar los símbolos,
a enfermarlos y pervertirlos para que encajen en su ficción, para que se
amolden a sus deseos. El bárbaro, en efecto, es el
hombre que no entiende religión, es el incapacitado para
entender la ley, el que no puede comprender la tradición, impotente para
armonizarse con la naturaleza o el cosmos y que reclama o se abroga para si el
derecho de estar fuera de norma –seres de excepción que cual modernos poetas se
dan a la licencia de la ligereza del ser, a la pura existencia bruta del
libertinaje o al no-ser.
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