lunes, 30 de diciembre de 2013

II.- El Secreto… a Voces. ¿Resentido Yo? Por Alberto Espinosa

La Caverna del Resentimiento

 I
   Son los nuestros tiempos de decadencia, extremadamente degenerados y extremadamente confusos. Tiempos finales, en los que se cierra todo un ciclo cultural, exhibiendo un vaciamiento en sus contenidos y una repetición cacofónica en sus formas: el arte, atrapado en la frivolidad de las vanguardias o en el vislumbre pesimista de un futuro incierto; la filosofía, exhibiendo un pensamiento estéril, ocupada en minucias analíticas que huyen de las grandes construcciones, enturbiada por los intereses políticos o roída, ya por la confusión de los ideologías, ya por el sarcasmo y la ironía de las posiciones inhumanas del cinismo contemporáneo; la religión, seguida por habito o sin fe viva, que rápidamente se degrada en su contrario al abrirse la puerta de las místicas inferiores.
   Así, el tipo humano que nuestra época produce es el del renegado de la tradición, de su religión, de su patria o de su raza y del pensamiento; es también el hombre moralmente resentido -pues los sentimientos finales que los mueven se refieren a un tipo particular de envidia, consistentes en una especie de impotencia para los valores y de inferioridad frente a los frutos del pensamiento, ya sea porque no los ve, ya sea porque no los alcanza, ya sea porque no los disfruta, considerando que todo aquello le agrede, que son locuras que contrarían el sentido convencional del mundo en torno, produciéndole de cualquier forma cuando aparecen una gran frustración de ánimo. Dicho en otros términos, se trata del hombre plegado y replegado en las potencias de su alma inferior, la cual por decirlo así ha tomado todo el control, convirtiendo al esclavo en amo, siendo impotente ante lo que vale y rehuyendo por tanto los valores por el camino de su inversión, de su trasmutación en otra cosa, desactivándolos pues, queriendo desesperadamente así hacer valer lo que no vale, lo que es particular, lo que no compromete, lo que es de todos por ser de cualquiera y que no indica ninguna jerarquía ni implica distinción alguna.
   Celebración de la indistinción en todas sus formas, de lo ambiguo, de lo vago, por una peculiar inversión de los valores, en donde se quisiera hacer valer lo que es de todos porque es de cualquiera, en una especie de igualitarismo a la baja donde se aplauden los modos más vulgares del alma inferior, en una especie de cruda recaída en la materia y al amparo de la ignorancia. Impotencia ante los valores, es claro, que no puede sino conducir al subjetivismo rampante o a la innoble red de desviaciones, intereses, convenciones y complicidades mutuas.
   Así, el resentido se desinteresa de las uvas de la cultura propia juzgándolas verdes, por demasiado altas, adoptando los modos de la imitación servil para enturbiar así el juicio que considera estimables las cosas, con la intención de rebajar su valor, para así poder ocultarlas o sumirlas en el olvido, por una especie sui generis de inferioridad emocional e intelectual –dejando, como repito, que el esclavo de las tendencias e impulsos inferiores se sobreponga al amo del sentimiento, de la buena voluntad y de la razón.
   Moral de la decadencia, en efecto, que se apoya entonces en la amarga envida, en la rabia y en la mentira para sobreponerse, en una falsificación completa de los bienes humanos y con una completa inversión de los valores morales, en una clara retrogradación del hombre hacia la animalidad, pues conlleva una degeneración caracterológica del tipo humano, el cual se siente ofendido ante una clase superior de hombre, dando por resultado ese odio peculiar destilado por el resentido. Odio, efectivamente, de una clase caracterológica de seres humanos inferior a su contraria, con menosprecio, hostilidad, desprecio y rebajamiento de sus valores, que repugna sobre todo de la libertad, que ella sólo supo utilizar para corromperla.
   Su origen o etiología se encuentra en el sentimiento de ser agredido u ofendido por aquello a lo que no puede acceder o que no le gusta, ya sea por incapacidad o por pereza, al grado de sentirse lastimado por la realidad, por la naturaleza misma de las cosas, desestimando de tal suerte la superioridad moral de algunas personas, así como la gracia o la virtud del desprendimiento. Su actitud, entonces, es el llevar las narices levantadas al aire –pero con la cabeza cada vez más pegada al suelo. Lo primero que degrada entonces es la idea el amor, visto sólo como un estado afectico-biológico pasajero, como un fenómeno fisiológico más, identificándolo a las vicisitudes de los bajos instintos de la vida. El amor se convierte entonces en las aventuras inconfesadas, ligado a las virtudes de conservación, pero también a la superficialidad y a una cierta hipocresía en las relaciones humanas –desprendiéndose de ello como corolario un rechazo instintivo a las cuestiones del espíritu y por tanto a la cultura misma, la cual a la vez quisiera degradar para poder así apropiársela para luego, ya desnaturalizada, adornarse con sus andrajos.  
   Así, ante la impotencia de adquirir el objeto, se origina en el resentido una dualidad de actitudes: por un lado la desestimación del objeto mismo; por el otro, una actitud digamos de revanchismo, por el que intenta poseer su objeto al bajo precio de degradarlo –apelando entonces a un recurso a lo numérico, con la intención de ganar adeptos para su causa disminuida, como si muchos pequeños hombres pudieran sustituir a un gran hombre, o el croar de ranas en la cloaca del estanque pútrido al canto del cenzontle.  
II
   La lógica de la moral del resentido intenta rebajar por todos los medios aquello que es motivo de su envidia, prefiriendo así siempre lo inferior a lo superior, la materia en desmedro del espíritu, lo que es más bajo por rencor contra lo alto. Moral de la ruindad, pues, ya que a fin de cuentas es el espíritu, la inteligencia, la nobleza aquello contra lo que su rencor se dirige. Lo que pide y quiere, por el contrario, es un mundo que le exija moralmente cada vez menos, que sea cada vez menos riguroso, más ancho, más laxo, más permisivo, huyendo con ello cada vez más de la responsabilidad individual y de compromiso personal.
   Su odio a la inteligencia se deriva de un no poder seguir, de un no poder acceder, de un no querer entender las razones más sutiles de la mente o apreciar los valores más altos de la cultura, preso en las capas más burdas, más gruesas y toscas de la sensibilidad inmediata. Todo lo cual no impide al resentido dar rienda suelta a sus sueños de grandeza, quedando preso en las redes de cristal del narcicismo, en una especie de ensanchamiento ilimitado del propio ego, que termina por vaciarse en el confort, en el consumo, en la inactividad de la pereza mental o en el letargo. Inclinación, pues, por lo liviano, por lo inmediato, cuya norma resentida es la de no verse obligo a actuar, la de no tener porqué comprometerse, alentado todo ello por el espíritu infausto de la mezquindad o de la rebeldía.
   Así, al intentar a toda costa hacer valer lo que no vale, el resentido quisiera que lo distinga su igualdad, haciendo de su particularismo, de su acento local, de su regionalismo falto de miras, de ser un cualquiera su diferencia; siendo por ello proclive al gusto por la indistinción de las cosas, por la licuefacción de las fronteras, por la ambigüedad y finalmente por la vulgaridad –pretendiendo hacerse valer así por su falta de valor, por su mediocridad, ya intentando su salvación a costa ajena, ya reclamando que el mundo no se haya hecho a su medida, es decir, queriendo chantajear a medio mundo al hacerse valer por su cobardía.
   Su divisa consiste en desear un mundo menos exigente, un mundo vanguardista, bizarro y desposeído de tradición, done las cosas valen no por el valor que encarnan, sino porque se posen, porque son “nuestras”; añagaza para hacer valer un mundo donde vale más la miseria propia que la maravilla ajena, donde las cosas valen por ser particulares, por ser locales, por ser regionales, porque son “mías”, no queriendo ver así en el hombre al ver humano, sino en el hombre al amigo, al paisano, al vecino, al compadre –seleccionando las cosas por un abstruso sistema de negaciones que les permita fortalecerse en su provinciano coto de caza, desconsiderado hacia todo aquello que ignora, que incluso siente como un mérito su estulticia, en medio de un localismo insano y excluyente que le da el aval para hacerse fuerte, queriendo que lo distinga igual su particularismo falto de miras que la fecha y hora de su nacimiento –haciendo entonces engordar a su gusano para revolcarse a sus anchas en el barro del estancamiento.
III
   Moral de las ideologías e ideología ella misma, las actitudes y sentimientos negativos del resentimiento se manifiestan como un círculo vicioso, como una fuente envenenada de la que no se puede salir, como los alacranes presos en su bote, acuñando entonces igual la metafísica de la pseudotranza que la mística inferior del individualismo ciego o de la histeria colectiva, de la falsa promesa o del cuento chino, dando siempre el valor a la existencia sobre la esencia o a la inmanencia de la satisfacción inmediata sobre los valores del espíritu –que igual cultiva una cultura falsificada que postula un socialismo estéril que se predica con la palabra pero que no realiza en la práctica. La ideología del resentimiento así cultiva una horrible confusión en las conciencias, atemperada por una fácil vanidad ampulosa y suficiente que se apega servilmente al imperativo sentimental de una conciencia, esclavizándose al deseo de que un solo pensamiento mande -con la ilusión de extraer de ello su mezquina tajada en el festín.
   El resentido, haya entonces su refugio en la mediocridad y en la incultura, deseando por instinto no querer saber, no querer entender –para sumirse en la masa de lo amorfo e indiferenciado, queriendo que todos sean igualmente respetados, en una especie de igualitarismo a la baja que rebaja notablemente la calidad de lo propio o personal, por nostalgia robotizante de un solo camino, de un solo pensamiento, de una sola verdad, de una sola voz. Así, el resentido cifra su superioridad en su ignorancia, en su incultura, en su desprecio y, finalmente, en su vanidad, igualando finalmente la realidad a las mezquinas pretensiones de su propia satisfacción y pequeñez, hundiéndose con ello en el precipicio del subjetivismo.
   La envidia, esa tristeza por el bien ajeno, esa rabiosa admiración por lo que no se alcanza, se desarrolla así como un hinchado apéndice que infecta todo el organismo, dando rienda suelta a las expresiones propias del resentimiento: la envidia infinita de la murmuración, el chantaje y la hipocresía. Amante de lo pequeño, de lo oscuro, de lo mediocre, el resentido se da también a la tarea de urdir malentendidos, de tejer enredos, de manipular las situaciones deseando desviar su curso, creando toda una red de reglas y protocolos motivados por el miedo y el deseo de control, a la vez que esclavizándose a los tornasolados caprichos del alma inferior. Su estrategia entonces es la de la simulación, fingiendo por un lado un espíritu que no se tiene y, a la vez, por otro, presentándose como enteramente carente de entendimiento, al que rechaza íntimamente, no queriendo por tanto atender, escuchar, aprender, acarreando con ello la permisión en las costumbres y degradando el gusto hacia lo meramente sensible e inmanente de las bajas pasiones –desolidarizándose así de todo aquello que tenga que ver con el espíritu, de toda metafísica y de toda mística superior, para fluctuar entonces entre los extremos del gregarismo urdido por los intereses mediáticos inmediatos (el noscentrismo) y la atomización del individuo egoísta que, con gesto torvo, se separa de la comunidad.
    El resentimiento suma así a las actitudes del rebelde las del retador, pues su ser inconsistente e inconstante se funda en una apariencia, en una simulación: en un querría ser más que en ser, derivándose de ello una molestia, una reacción, una resistencia, que se transforma en un no querer: en un desear que los demás no sean –que es un positivo querer negativo, un querer que no, por repudio y odio hacia aquello que paradójicamente admira. De ahí su acento hipostasiado al fingir desear lo que no quiere y ser lo que no es; de ahí también sus reproches, de que no sea el mundo algo hecho a su medida -gemidos que no son en el fondo sino la expresión de su impotencia.
   Una de sus más peculiares inversiones de valores se encuentra en la propia insatisfacción del propio yo, que de pronto se vuelca o se voltea en dirección del prójimo, que se vierte sobre los otros, con expresiones cortantes y lesivas impregnadas de amargura, para intentar imponer a la vez su desdén hacia el prójimo y su gusto por lo mediocre o lo inferior. El resentido así mira el colmillo del caballo regalado, criticando por algún costado aquello que lo supera, viendo la paja en el ojo ajeno para satisfacer fácilmente su vanidad o refugiarse en sueños guajiros o en las rancias fantasías de la infancia, prefiriendo siempre a la concentración la distracción, a las distinciones lo que es enredado o abstruso, y a lo recto el desmayo femenino del chantaje o de lo manirroto.
   Almas constitutivamente frustradas e insatisfactibles son las producidas por el resentimiento, por querer ser lo que no pueden, lo que no quieren, lo que envidian, lo que desdeñan, lo que no alcanzan... y que por tanto terminan por darse con frenesí y en vano a la iconoclastia, abominando de las “grandes metáforas”, derribando las imágenes prístinas para sustituirlas inmediatamente por otras cada vez más bajas, cada vez más oscuras, cada vez más vulgares, cada vez más secas, más estériles, más muertas -serruchando de tal modo la rama sobre la que alegremente se columpian.


Continuará… 




sábado, 21 de diciembre de 2013

El Secreto… a Voces: Callemos Nuestros Pecados Por Alberto Espinosa



I.- Entre la Ocultación de la Verdad y Ocultismo de la Mentira 

   Acaso la peor de todas las ignorancias sea la de la realidad del pecado –tanto en lo concierne a la metafísica como en sus consecuencias sociológicas inmediatas. En primer lugar, porque ignorar la categoría moral del pecado lleva en el mundo real a la conformación de sociedades no trasparentes, regidas por la secrecía, y de personalidades tortuosas, sumidas en la opacidad y en la simulación.
   Porque ocultar los pecados, no ser trasparente, ser opaco ante los demás, defenderse ampulosamente de las propias faltas ante los otros con la máscara de la vanidad, de la ampulosidad o del orgullo, es decir: volver el pecado particular un secreto, no puede conducir sino a una escisión de la personalidad, en cuyo juego de espejos se incuba el fenómeno, tan sólito en dentro tiempo, de la doblez: de  la alienación mental o de la enajenación, en una especie de transformismo y polivalencia de la persona cuyo resultado no puede ser otro que el espectáculo doloroso de personalidades “actorales”, que simulan un mundo y disimulando sus reales intenciones, siendo por tanto personalidades  excéntricas o sacadas de su centro, pero también ignorantes sobre la situación real, sobre el estado de su propia alma (entendida ésta no sólo como el fluido del acontecer psicomental, sino metafísicamente o esencialmente como entidad ontológica).
   Lo que es más, la comisión de un pecado es grave en lo personal, pero si socialmente se calla, si se oculta en el interior de la conciencia, se vuelve terrible –porque de tal suerte se dejan en libertad a las “fuerzas mágicas”, como las llama Mircea Eliade, o dicho en términos coloquiales, se da poder a los infiltrados, al enemigo oculto siempre acechante, para que urda sus redes cómplices, amenazando entonces a toda la comunidad al arruinar los esfuerzos de los hombres, trayendo la derrota en la guerra o la escases en la producción –e incluso contaminando el mismo entorno natural, causando igual la desaparición del venado que las inundaciones o las sequías (por la ruptura del pacto de armonía y de solidaridad entre la naturaleza y el hombre).
    Las sociedades arcaicas conjuraban tales peligros en su modo de vida cotidiano mediante una solución: la confesión oral de los pecados. Cuando una desgracia asalta a una comunidad es aún en día costumbre que las mujeres se confiesen entre si sus pecados, que los hombres se encuentran con sus hermanos y confiesen sus faltas, como sucedía antes, en la sociedades arcaicas transparentes. Cuando no hay secretos personales o particulares cada uno conoce lo que concierne a la vida privada de su vecino, tanto por su modo de vida cotidiano como por la confesión de los pecados, y así cuando un individuo a trasgredido alguna ley moral se apresura a confesarlo públicamente –y a confesarlo como lo que además es: un simple accidente en el océano del devenir universal, como algo inmanente que atañe al sujeto, el cual así implícitamente reconoce tal actividad como carente de todo valor metafísico.
   En tales sociedades, en cambio, lo que siempre ha sido secreto, materia de iniciación y de estudio, han sido las verdades trascendentes, o que versan sobre las realidades metafísicas, los mitos y los misterios religiosos –asequibles sólo a una minoría culta, larga y minuciosamente preparada para lograr acceder a su real significación. Los secretos no conciernen así a la vida profana de los individuos, no son secretos episódicos, sino propiamente dogmáticos, referentes a las realidades trascendentes y sagradas.
   Así, lo que esta dicotomía nos hace ver es que todo lo humano, demasiado humano, todo hecho profano quiero decir, al volverse secreto se transforma en cierto modo en un ídolo, en una Gorgona que petrifica el alma humana, siendo por tanto un centro de energías negativas, dañino tanto para el individuo como portador de desgracias para toda la comunidad, por lo que al volver pública la falta, se desactiva tal fuente, como al volver el secreto exclusivo de las materias metafísicas, trascendentes, o que no son de este mundo. Es decir; si el secreto conviene sólo a lo sagrado, volver secreto lo profano es darle un valor que no tiene, y por tanto un sacrilegio –porque tan es sacrílego tratar lo sagrado como algo profano cuanto trasmutar los valores al dar a lo profano un valor sagrado. La teoría tanto teológica como cosmológica de la sustancia metafísica no ha dejado siempre de ver en ello una ruptura de nivel, y una quiebra en la lógica de los sagrado, cuyo cambio de valores trae aparejado una perturbación en la armonía de la unidad cósmica, pues el universo se presenta para tales sistemas como solidario con el hombre.
   Pues bien, tal es lo que sucede en las sociedades modernas, donde las personalidades son generalmente opacas, no transparentes, cada una ellas un átomo, un individuo aislado, separado y sin interesarse realmente los unos de los otros. La civilización ha cambiado con lo moderno los valores mismos, viéndose como una cualidad la discreción e las personas, ocultándose tanto la vida interior como los eventos personales profanos, pues se callan, se silencian aventuras, pecado, aventuras y desventuras, es decir, todos aquellos hechos que no tiene una trascendencia metafísica, que se pierden en el río amorfo del devenir que va dar a la nada, todo lo que concierne a los niveles profanos de la condición humana, siendo vista la confesión de un adulterio como un sacrilegio. Como su contraparte, en las sociedades modernas se ha perdido por completo la idea del secreto relativo a las realidades religiosas  y metafísicas, pues sin necesidad de iniciación o juramento cualquiera puede cualquier texto sagrado o criticar cualquier religión.
   La sociedad mexicana, aunque occidental, no es de toda moderna, como muchos países de Latinoamérica; de ahí su singularidad sin par en el concierto de las naciones. Una de sus resistencias a la modernidad se cifra en un símbolo: la Virgen del Tepeyac. Pero no sólo, porque aún pervive entre nosotros el respeto secreto de las realidades trascendentes y el impulso por comunicar a nuestros hermanos los pecados, en una labor de expiación de las culpas y de purificación de las almas, pues no ha desaparecido de nuestra cultura ni la noción de pecado, ni mucho menos la idea de la redención individual y colectiva por acción de la confesión, del sincero arrepentimiento de nuestras faltas, de la enmienda, así como del don de la divina gracia trascendente.

Continuará