domingo, 30 de marzo de 2014

A 100 Años de Octavio Paz: De la Vanguardia Revolucionaria a la Recuperación del Sentido Por Alberto Espinosa

A 100 Años de Octavio Paz:
De la Vanguardia Revolucionaria a la Recuperación del Sentido
Por Alberto Espinosa



I
    A 100 años del natalicio de Octavio Paz vale la pena asomarse a uno de sus libros más vertiginosos, a la vez que reflexivos, donde el eximio poeta y pensador delinea claramente los contornos de lo que se ha estratificado en nuestros días bajo la forma de la “ideología globalizada”–también llamada “pensamiento único”, por ser el único posible. Idea total del mundo que devalora todas las demás ideas y que no es sino la expresión de la tecnocracia postmoderna y su imperio, a la vez de la abundancia y de la mediocridad.  Su característica más notable es la del hombre sin legitimidad y sin origen, concebido como hijo de sus obras, de la técnica, de la fortuna y de sí mismo, que lo mismo lleva a cabo el asesinato ritual del padre que se entrega a la aventura histórica sin nostalgias y sin pasado, echado para adelante en pos de la conquista del futuro como mercenario del cosmos.
   Sus expresiones más visibles se encuentran en el territorio del arte, en donde se ha desarrollado una “estética de la indiferencia”, debajo de la cual late un indisimulable nihilismo. Los artistas, en efecto, no realizan así ni arte ni anti-arte, sino no arte: desechando el valor artesanal de la maestría y la moral del oficio, de lo bien hecho y a conciencia, han preferido las manipulaciones técnicas de los aparatos modernos, las imágenes del erotismo estéril, cifras de la promiscuidad o de la impotencia, el gesto gratuito o el acto exhibicionista del performance, ese género híbrido que se permite tocar cualquier sector de la cultura sin ninguna competencia o profesionalismo, y en cuyo irracionalismo puede verse una retrogradación del ser humano a las formas más primitivas de pensamiento, que se dirigen hacia la magia, o a la negación de la realidad, hacia la irrealidad subterránea del surrealismo que frisan igual el circo que el teatro o las creencias fantasiosas –en una muy clara tendencia doble: por una parte, de reducir el arte o a meros ejercicios de la egolatría o a mera banalidad de la inconsciencia, y; por la otra, de completar el cuadro al negar el estatuto de artista a quien lo merece, para lo cual se vale de la publicidad e incluso de las instituciones en una estrategia a la vez de ocultación y de prestidigitación.
   Obras que evidencian así carencia de rigor y de trabajo, vació de creación y nula inteligencia, cuyos valores son así los de la ocurrencia huera y arbitraria o los de la mansa sumisión al dogma estético vanguardista, que no es otro así que el manierismo de la frivolidad ahincado en el materialismo del consumo o del culto al instante –y cuya función no es otra, como ha señalado actualmente Avelina Lesper, que vaciar a la sociedad de inteligencia para hacer rebaños manipulables, llevándola de tal manera a la estructuración de un mundo dominado por una burocracia de hombres grises que, a la manera de la casta atea de los mandarines, nos conduzca mansamente a un tipo de barbarie cuya única norma es la angustiosa necesidad de la exclusión. Y todo ello ante un público sumiso, por no decir colaboracionista y dogmático, que haya en tal despliegue escénico la oportunidad para satisfacer fácilmente su vanidad y su arrogancia. Arte efectivamente endogámico y elitista, aunque simultáneamente segregacionista, hecho para entretener, para distraer y adormecer a una estructura burocrática complaciente, atenazado a la vez por patrocinadores e instituciones cultuales, todo lo cual crea una especie de dictadura en la contemplación.
   El artista postmoderno se ha presentado, sin embargo, como un rebelde, pero actualmente su rebeldía no es sólo contra la tradición; también marcha en contra de la utopía y aún del respeto generacional. Rebeldía sin guía ni horizonte, pues, donde lo único que destaca es el oscuro presentimiento del fin de la historia, del fin del tiempo –sin que de ello se derive ni una mitología coherente, ni una vuelta a las comunidades de fe trascendente. El apogeo del artista rebelde se consume así en una tensión irresuelta entre la inconformidad y el convencionalismo: tensión de contrarios que se resquebraja al producir su opuesto: la indiferencia, la parálisis del sentido y el confinamiento de la conciencia. Sus signos, sus síntomas sería mejor decir, son los de una ausencia, los de una carencia: los de un hueco en la conciencia.
   Hijo de su tiempo y de la sociedad industrial, lo mismo capitalista que socialista, el artista moderno-contemporáneo se caracteriza por buscar un eje en el particularismo y la excepción: en la novedad, trasmutada a su vez en originalidad uniforme. Su excentricismo y extremismo se explica porque al igual que la sociedad que lo aplaude, ha perdido el centro: el símbolo de origen, el fundamento mítico que como principio anterior da fundamento y horizonte a una comunidad. Hijo también de las vanguardias, cuya misión fue cortar el cordón umbilical con el pasado y lanzarse hacia el futuro –el cual, sin embargo, resulta inasible, resolviéndose en cambio el vivir meramente al día, dejando a la vez pasar el tiempo a la manera de un mero espectador o, que mejor, de acaparador, de un acumulador o de un consumista, que es dueño de los superfluo pero carece de lo esencial. Retrogradación del hombre, pues, hacia las formas más llanas de la animalidad por carente tanto de vida interior como de normas universales de comportamiento, donde lo que reina no es la reflexión y la calma de la vida consciente, sino el vacío succionador del mundo, resuelto a su vez en el movimiento de la distracción, de ser traído y llevado de aquí para allá sin dirección, en una especie de inmovilidad frenética. Vértigo postmoderno, pues, que al intentar hacer de la ausencia de norma y de regla un centro, es devorado por la moda, por el tiempo, que luego de uniformar el particularismo y la excepción… a la vez lo seca y lo desecha, lanzándose, como Sísifo, en la búsqueda del nuevo particularismo, sin poder alcanzar nunca al estabilidad.
   La nueva rebeldía del artista postmoderno desemboca de tal manera en un nihilismo ambiguo; domesticado y aceptado por el poder y las instituciones, rasurado de uñas y garras, se encuentra a la vez aceptado por la sociedad y neutralizado en su disidencia, a la vez premiado, pero al precio de ser despojado de conciencia. Curioso rebelde, pues, que está a la vez satisfecho por el hartazgo de los bienes materiales a que le da acceso la sociedad industrial y la tecnocracia administrativa, pero que en su fondo sin embargo permanece en la zozobra de la angustia, íntimamente insatisfecho por su abyección en el hartazgo y por la incontenible evaporación de las ideas –caído en un mundo en el que no puede sino asirse de lo inmediato. La rebeldía del artista contemporáneo se resuelve así en la indistinción y en la indiferencia, en una especie de muerte de los valores, de las ideas, de los ideales e incluso de las formas eternas, siendo sus expresiones más perfectas la del silencio o la del grito. Ambas expresiones de un indisimulable temor y temblor psíquico, de una inconstancia y falta de perseverancia dubitativa también, en donde se manifiesta una profunda falta de desarrollo. En efecto, las construcciones artísticas de nuestro tiempo se revelan como estructuras incompletas, hechas a partir de fragmentos, que se mueven por oposiciones complementarias y donde se enfrentan los espíritus de la creación y de la destrucción unidos desgarrando y escindiendo la conciencia en el hombre, dando por resultado un muy inestable compuesto de amor y simultáneo odio a la creación y a sí mismo.
   Fuga hacia el futuro, es verdad, que se resuelve en la angustia del acto instantáneo –más movido por las tendencias, impulsos y apetitos, así como por los ilusiones del deseo y sus instintos, que por la razón o por la fe. Rebeldía sin utopía y futuro sin seducción, pues, desde cuya atalaya sólo puede atisbarse la última revolución: la de la vuelta originaria y la del fin de la historia, la de la retorno del tiempo a su punto de partida y de los astros a sus orígenes. Aunque… tal vez no todavía; porque antes de ello la estética de la indiferencia se ha transformado en la estética totalitaria de la muerte de lo sagrado y de la profanación, donde lo único que alcanza la novedad es la reprobación de la herejía, la vuelta a la disolución de los deseos en el río los cuerpos o en el caos sensualista de la disipación -abandonada la fe en el colectivismo, convertido el socialismo en un dogma carente de vida, amputado por el autoritarismo y el culto a la personalidad, esterilizado por la cátedra, sellado por sus sociedades cerradas y sus desviaciones policiacas.
   Intentona que de ser una flagrante contradicción bien podría llamarse "religión inmanentista", en cuyo o instantaneismo o presentismo destaca como nota sobresaliente el ir exacerbando el valor de la existencia en detrimento de la esencia, de las esencias, renegando de la misma naturaleza humana (dando como su resultado su maleamiento social o su enfermedad), negando también  la esencia del verdadero arte, en una muy clara invocación a la magia, amañada y desfondada en el abismo de la apariencia o en la mística inferior  de la pseudo-tranza, y que sólo pueden prefigurar las sombras tenebristas del caos. Estética, pues, donde se vuelve sólita la arbitrariedad de las obras y la sumisión al dogma postmoderno, tan patente en el arte actual, cuya rebeldía termina plegada a una convención social -convencionalismo que, al ser filtrado en todas las capas de la institución, se presenta como un sorbete succionador, profundamente perturbador del buen criterio y del buen gusto. Como una simple convención, decía, cuyo ancho sendero es también la peor de todas las locuras.
   La filosofía de tales conformaciones no es otra que el vitalismo existencialista o la razón histórica del historicismo –ambos modelos de la razón que nos hablan de una época carente de fundamentos. Porque la razón de la histórica no puede ser sino la dialéctica, que en sus concatenación de negaciones sólo puede afirmar el cambio, la novedad, pues sólo vive a fuerza de dividirse al negarse a sí misma, no pudiendo hallar el ella la razón humana reposo al ser siempre una y … cambiante. Razón contradictoria, pues, que sobre todo no puede proporcionar una idea coherente del hombre –el cual no es reductible a las determinaciones de la historia o de sus clases, al poseer una naturaleza, una esencia, de la cual se derivan una serie de exclusivas, de propios o propiedades, una de las cuales es la posibilidad de ser verdaderamente libre, por la elección de una libertad ascendente, emplumadora, bajo cuyo orden pueda captarse clara y sencillamente la estabilidad de la norma, la raíz de la esencia y de la ley eterna –en la que por lo tanto se contiene la hybris fáustica de nuestro tiempo, cerrándole el paso al subjetivismo de la inmoderada expansión del “yo”, y se limita tanto el deseo de placer como el ansia de poder, de acuerdo a una libertad tan tradicional como perfectamente autónoma, despojada de los grilletes de la esclavitud que por dicha desmesura mantienen al hombre atado a las falsas ilusiones del mundo o a los deseos irrefrenados, y perfectamente universal al no estar fundada ni en la particularidad ni en la mala fe o en los riesgosos avatares de la excepción.
   Para el socialismo no queda sino el examen individual de la conciencia, la revisión y la autocrítica; la resurrección del espíritu crítico y la lucha por un socialismo democrático y abierto. Para la contemplación y para el arte no hay más que volver a la reflexión de la razón y del hombre para recuperar el sentido, pues el sentido de lo humano es siempre rescate de la tradición y de los símbolos, en los que a la vez se cifra el origen y el destino de nuestra pertenencia a un orden supraindividual y a una comunidad de fe trascendente.



miércoles, 19 de marzo de 2014

Un Nuevo Argumento en Pro de la Metafísica Por Alberto Espinosa

Un Nuevo Argumento en Pro de la Metafísica
Por Alberto Espinosa




   En su Crítica de la Razón Emanuel Kant nos muestra la imposibilidad de la Metafísica de entrar por el camino seguro de la ciencia. La razón, en efecto, resulta impotente para probar la existencia  del alma inmortal o la existencia de Dios –aunque de hecho tradicionalmente la razón filosófica ha aportado históricamente pruebas en tal sentido, como el argumento ontológico de San Anselmo, o la prueba climacológica. Para la razón moderna, en cambio, no hay un fundamento racional, por lo que igual se puede afirmar que somos una invención de Dios o que Dios es una invención nuestra, por más que tal neutralidad de la razón contraríe al buen juicio.
   Sin embargo, quedan dos argumentos más por explorar, en una Nueva Crítica de la Razón, para entrar con renovadas armas otra vez en el combate. El primero de ellos es que al igual que la razón pura, y con ella la ciencia, tiene que partir de ciertos postulados básicos para poder constituirse (el principio de identidad, de no contradicción, el tercio excluso, etc.), la razón práctica hace lo propio con sus postulados, que serían así los principios axiológicos constitutivos, los cuales serían los valores, distantes, como galaxias lejanas, a ser realizados, encarnados por la persona. Entre esos valores se encontraría la justicia, la bondad, la belleza, acaso la riqueza, la humanidad misma, en el sentido de humanismo; pero todos ellos penderían como el candelabro de una esfera central: Dios, la categoría del Ideal, del que emana la inmortalidad del alma humana que participa de la eternidad divina, de la inmortalidad. No se trataría así de un argumento de petición de principio, sino de la develación de un principio, de un postulado de la razón práctica, de una fuente cuyo manantial no se puede demostrar por medio del razonamiento, sino sólo mostrar por medio de la analogia, que por su hondura sólo se puede mostrar mediante un lenguaje analógico, por señas reiteradas e indicaciones de proporción o semejanza -¿pues quien puede atrapar con una red el aire o cortar el viento con un cuchillo?
   El segundo argumento, menos especioso, partiría de tales postulados axiológicos de la razón práctica pura, pero da un pazo antropológico más: porque la razón en su camino va topando con antinomias, ante las cuales no puede decidir propiamente por razones de la razón pura, sino propiamente por motivos irracionales del ánimo, por el querer o el deseo del sujeto filosofante, del filósofo mismo, específicamente por el amor o el odio a los existentes, particularmente por el amor u odio al propio, a sí mismo, es decir, por razones impuras de la razón práctica o por motivos; que así juzga positiva la existencia del alma y su inmortalidad, por el deseo de inmortalidad del alma propia concebida como bienaventurada, por el amor a otras almas concebidas de la misma suerte y con las cuales se quisiera convivir eternamente; o que cree en la existencia de Dios, por el querer que existe un ser de bondad infinita e infinita misericordioso como Dios, de que exista Dios; o, por las razones, por los motivos mejor sería decir, contrarios, que repudia la inmortalidad del alma por temor, por estar motivado el querer del sujeto por su temor a que exista el alma inmortal y sea sujeta a juicio y a condenación eterna en el infierno, por las culpas cometidas en esta vida, haciéndolo concebir el alma mejor como inexistente o por odio a sí mismo; o paralelamente por no querer que exista un ser como Dios, que no exista en cifra un más allá donde exista un Dios que le pida cuentas por acciones en este mundo y lo condene, sin remisión a las llamas inextinguibles del infierno en sentencia perpetua, prefiriendo en tal caso mejor la nada, el no ser, la inexistencia tanto de su alma inmortal como de Dios. Cosa discutible es que si en el aniquilamiento del propio ser, en su hundimiento en la nada, pudiera haber cierto consuelo reparador -ante la terrible desesperación de perdurar en el mal, ante lo cual parecería no muy grave el dejar de existir (posición ya extrema).   
   Problemas, como se pude a las claras ver, que ya no corresponden a la Metafísica, impotente teológicamente como ciencia, sino a la Antropología Filosófica, en trance de consolidación como disciplina filosófica, científica, principal. 




domingo, 16 de marzo de 2014

II.- Pretexto: del Tao o del Viejo Sendero Por Alberto Espinosa

II.- Pretexto: del Tao o del Viejo Sendero 
Por Alberto Espinosa

“La verdad es el fondo
del tiempo sin historia.”
Octavio Paz
I
   Hay una espléndida impresión a color de un grabado al aguafuerte   (Impulsos y Arcanos Serie A) Oscar Mendoza toma como modelo el paisaje regional a la hora del atardecer donde destacan las huellas del camino –siendo un pretexto ideal para reflexionar sobre el Tao.
   La luz del sol pareciera impregnar la tierra y esparcirse como el grano y tostando la arena o las espigas cuando el sol mismo ha emprendido ya su viaje melancólico y el celaje se viste con el manto de las sombras nocturnas. Paisaje en cierto modo vangoghiano  que en el mero registro de las partículas sensibles va conformando una especie de segundo plano, dando cuenta así también en su composición de lo que late más allá de las apariencias. Desarrollo que empieza como una meditación abstraccionista, pero que inmediatamente revela, por medio de una temperada armonización de las cromatizaciones, la alquimia de la luz, logrando con ello la viva germinación de sus semillas.  
   El astro dominante reverbera sobre la tierra siguiendo la senda repetida, mientras allá a lo lejos el espejo de la luna como un centavo diminuto de blanca plata espera su llegada. La noche mientras tanto deja asomar un rostro burlón en el que hay algo de simiesco y de labios sellados –semejando a uno de los Veladores en su arrogante sonrisa socarrona declarara que si Dios hizo el Cielo y la Luz, el Príncipe de las Tinieblas tocó crear las Tinieblas y el Abismo, jactándose de que la Oscuridad existió antes de la Creación, no como mera ausencia de luz sino como una entidad real.
  Es pues la tierra todavía iluminada que entra en la en oscura, creando por el contraste de las fuerzas enfrentadas una serie de reverberaciones y sugerencias a la mirada del espectador. Así, bajo la solfa de un estilo que podría llamarse minimalista, despojado de todo lo excesivo en su frugalidad y purismo de trazo decidido, en el artista durangueño pareciera haber un tono sonriente de profunda humildad, como quien danza ante la evidencia de algo sagrado, como quien celebra ante un altar el choque ardiente del día con la noche. La calidad de la expresión, la calidad formal o terminal de la obra se relaciona así dialécticamente con la calidad de la relación de vida establecida por el artista al iniciar la obra como un doble juego polar, en el que se da un profundo realismo entendido como una relación de intimidad con la vida.
   Relación de humildad, incluso de autosacrificio, que brinda una especie de gracia que permite al grabador reconocerse en todo y reconciliarse plenamente con la vida. También volver a las raíces de lo humano y del ser donde la autenticidad de la persona coincide puntualmente con la trasparencia del arte –porque la verdadera obra de arte, al igual que la persona, tiene el poder de la mirada real, que a la vez que nos despetrifica nos obliga a convertirnos a nuestra vez en vida.
   Es la verdad del arte, que nos invita a recorrer el camino, a caminar en la vida para naturalizarse hombre y hacer de esta tierra una patria transparente. El arte, en efecto, es el proceso de naturalización del hombre, de hacerse hombre natural mediante el combate interno con elementos hostiles. Porque la humanidad no es algo que se tenga como una posesión, sino un lugar al que se entra por medio de un proceso de autoeducación, el cual implica despertar a una memoria donde reina la vida del espíritu. Mundo que en parte se descubre y que en parte se inventa construyendo así el recinto de la intimidad y dando espacio imaginario al desarrollo de una condición: la condición humana –la cual tiene como tarea negativa de desenajenarnos de las apariencias del mundo y de la escoria sensible de uno mismo.
   Movimiento en el que hay también que recuperar la casa invisible, restaurar la casa interna, restableciendo las relaciones de intimidad con la vida. Condición a su vez de este mundo una patria –y que es transparente porque no oculta la tierra. Establecimiento, pues, por medio del arte de la condición humana, que es lo que le permite a la obra artística iluminarnos, ser un órgano, un pulmón de la luz.   
   La obra de arte se presenta así, no como un metalenguaje que requiere de un código para su desciframiento, sino como un prelenguaje, un protlenguaje, que aparece como un polo del sentido, que es casi un sinsentido porque no es transparente, como no es transparente una evidencia que nos desarma o una fuente de luz -lo que es transparente en cambio es lo que ese lenguaje traspasa y el lugar que él habita. Arte, pues, que es el modo de aceptar vivir abiertamente y decidirse a aceptar la vida con alegría. Porque la obra de arte es también la revelación radical de la persona.
II
   El hombre, ser expuesto a los elementos y que nace en medio de las fuerzas de la Naturaleza, nace simultáneamente por la acción fecunda de Eros en la Humanidad, en la cultura humana –siempre bajo la forma de una lengua, de un legado y de una historia.  Mundo de valores, mundo simbólico y espiritual que rodea al hombre por todas partes y al que pertenece, y de donde es realmente, que se despliega como una casa habitable, como un espacio que ha existido antes y sobrevivirá al individuo particular: como una memoria. Porque la humanidad no es una propiedad, sino una tarea que empuja al hombre a descubrir y a la vez a construir una interioridad, un recinto para que habite su espíritu  y se comunique con el espíritu de la raza, de la lengua o de la especie -y esto no de una vez por todas sino en un esfuerzo sostenido en todo momento y cada instante de su vida.
   El hombre, en efecto, va recorriendo y haciéndose familiar de ese mundo humano paralelamente al encuentro y construcción de su intimidad.  Pero ambos mundos pueden perderse, pueden dejar de existir en algún momento de su travesía, de su camino de encuentro y edificación. La pérdida parcial de ese doble mundo conjugado, sus choques desarmónicos o hirsutos desequilibrios, sus valles de penuria o su temblor anémico, nos instan así a la búsqueda del espíritu, lanzándonos a la aventura de su recuperación en las alas del recuerdo o del pensamiento, de la imagen o de la poesía, donde es más claro el horizonte final de esa añorada patria perdida. Su primer nombre genérico, nadie lo ignora,  se llama “arte”, porque tal es el nombre humano de nuestra tierra natal, que ha existido siempre aunque hayas nacido lejos de ella.
   Es por ello que el artista es por antonomasia el extranjero, del viajero que desde su puesto de vigía explora los territorios visibles que despuntan en el horizonte, buscando insaciable entre cavernas y montañas las fuentes que indican el centro de la tierra prometida, la tierra firme de la otra orilla. Es así también por definición el “habitante”: el familiar del mundo. El artista, en efecto, poniendo manos a la obra realiza su intimidad al través de un diálogo con el mundo: de una hechura que simultáneamente habla de los orígenes y de lo que pasa, pero que al filtrar, al moler o trillar sus materiales e incorporar el sentido disperso pendiente en el torbellino de lo social, da a la vez constancia también de lo que queda. .
   La búsqueda de la tierra natal hace así del artista no sólo un extranjero, sino también un exiliado; lo hace también un aprendiz de mago que hace, ante los elementos del despojo, de la intemperie y de la orfandad, su casa de nómada en medio del destierro. Que hace, pues, su tierra en el aire, recogiendo los granos de las espigas luminosas, atrapando en el aire sus burbujas de luz, para así preservar la chispa o detener la perla –en cuya pálida pátina queda el reflejo de un rostro olvidado, o el calor de tierra nativa, del fiel paraíso, de la patria perdida.
   La altura de nuestra edad histórica añade a la búsqueda de esa tierra humana un elemento de inestabilidad y de peligro: el del extravío de los puntos cardinales, sólidos y fijos, que serían orientadores y salvadores para el perdido. El buscador de maravillas se encuentra entonces, como en mar abierto,  en la zozobra de la búsqueda, al moverse él mismo sobre de un elemento el mismo fluctuante. Su imagen es igual el de las aguas succionantes del tropel arenisco de resaca que la cuerda de los flujos arrastrados por la lejana catarata. Fuerzas abismales de las aguas que nos mueven a capricho con sus particulares obstáculos y escollos, imponiéndose de tal manera el extremo peligro ante nuestro paso no sólo el de la confusión de los caminos, sino el de su ausencia, el del extravío de las orientaciones mismas –antes dadas tradicionalmente por el legado del saber y la cultura.
   La búsqueda de ese solar nativo equivale así a una peregrinación –que sólo puede hacerse por fuera si simultáneamente corresponde a un peregrinaje interior. Porque la búsqueda exterior es también la de un centro interior más estable y esencial donde la persona pueda concentrarse para luego expandirse
   La verdadera tarea del artista en su camino es tomar la vía que conduce al centro, encontrando por ello el valor absoluto del alma como libre y autónoma al estar en concordancia con el libere mandato del espíritu. Porque el alma humana tiene por su naturaleza propia la capacidad de reconocer la verdad, que está en el hombre mismo formando el mismo centro de su ser y en relación con el espíritu. El alma como entidad ontológica (no como realidad psicomental) tiene así que ser reconocida por la vía de la libertad -camino que lleva al centro del propio ser.
   Por lo contrario, ignorar el propio centro, no reconocer la propia alma por una especie de absurda amnesia en la que las distracciones del mundo y el falso arte colaboran activamente, constituye el peor desastre de la humanidad al alejar sin remedio de la condición humana misma.
   Es por ello que tenemos que salvarnos de lo profano, del devenir y de la historia, que equivalen a no-ser, y entrar a una zona sagrada, que es siempre un templo, un centro el mundo, para entrar en contacto con el ser. La obra gráfica más reciente del maestro durangueño ha incursionado así en el descubrimiento y mostración estética de ese principio ontológico que precede al hombre y lo trasciende. Para ello ha incursionado en una actitud cuyos resultados estéticos dan cuenta de la exploración de la búsqueda más prístina del centro de la persona (metafísica), dejándose imantar también por lo sagrado que está fuera del hombre (religión).
III
   Todo arte verdadero aspira al realismo profundo, que es el rendirse ante la realidad para cumplirla. El arte rompe el sagrado silencio de la realidad al expresarla, pero sólo la expresa o la dice si ante la virginidad que se ofrece logra tocarla y romperla traduciendo su abrupta mostración al ser fiel a su evidencia. Entonces lo que el arte dice de la vida lo traduce, diciendo así fielmente lo que también dice la vida.  A diferencia del arte falso, irreal, palabrero o tecnicista, que sólo rompe el silencio de la realidad para sacar provecho de esa violación, que codicia la virginidad sólo para al romperla manchar su dignidad o que copia la realidad para dejarla intacta –por ejemplo, cuando el arte sólo mira los resortes y mecanismos de la imagen, dando por resultado algo menor a la realidad o con que exhalarse de ella.  Sólo el arte real toma la virginidad de la realidad que se le ofrece rompiendo su silencio sagrado justamente para devolverle su dignidad sin mancha. Es el arte entonces acto: evidencia donde se confunde lo que el arte dice de la vida con lo que la vida misma es –enredando entonces el sentido del arte con el sentido de la vida. Es entonces cuando el arte es un lenguaje vivo y germinal, que es original por ser originario y fundamental por ser fundador, llegando a ser una tierra fértil y firme como el suelo.
   La realidad es apreciada por el arte entonces como una virginidad, porque tiene que romperse el silencio sagrado de la realidad, pero sólo es arte real, a diferencia del arte falso, palabrero o colorista, cuando toma la virginidad de la realidad que se le ofrece justamente para devolverle su dignidad sin mancha. Es el arte entonces acto, evidencia, donde se confunde lo que el arte dice de la vida con lo que la vida misma es.

pezneo@hotmail.com




I.- Pretexto: la Imagen Arquetípica del Madero Por Alberto Espinosa

I.- Pretexto: la Imagen Arquetípica del Madero
Por Alberto Espinosa

“El alma corresponde a la divino
como el ojo corresponde al Sol.”
Karl G. Jung
  
   En el encuentro con lo que del tiempo queda está la cruz y la rosa cárdena de la carne escarnecida que vuelta espíritu a diario resucita.  La función religiosa, como experiencia de la propia alma, encuentra en la formación natural de la conciencia que está impresa en ella el arquetipo de la imagen de Dios, quien actúa participando entonces en la vida e influyendo en ella como parte del desarrollo natural de la conciencia. Visión y descubrimiento del Misterium Magnum, pues, fundado particularmente en el alma humana, en donde la figura divina aparece como la propiedad más íntima de cada uno de nosotros –pues es en el acercamiento a la figura de Cristo que el alma logra su acabamiento y cristalización cabal. Porque el alma, lejos de ser un pobre humo, tiene, en su propia naturaleza la génesis los fenómenos religiosos. 
   Así, el tema de una obra actual de Mendoza, grabada en acero, es el de una cosa recóndita, arcana, de secreto muy importante: de un misterio, de una cosa oculta, que se manifiesta como la visión del rostro sagrado. Porque el alma, en efecto, tiene una relación de correspondencia con la esencia de lo divino. Es el descubrimiento de la fuente de agua viva que ilumina vivificando el alma y que permite entrar al jardín interior y tener en él un templo. Porque ser fieles a Cristo, vivir en Cristo, es hacer de él un lugar –lugar sagrado, no subordinado o central que establece los puntos cardinales, salvadores, para orientarse en el camino. Así, el mediador divino permite penetrar en el desfiladero misterioso, en las profundidades del alma humana por la abertura central, donde el corazón no está más puesto en lo que le pertenece, sino en aquello a lo que pertenecemos –permitiendo así ser hermanos: ser hermanos en Cristo, despertando la torre de la conciencia a una más profunda responsabilidad.
   Ser fieles a Cristo no es, en efecto, vivir su vida o copiarla, sino hacer de él un lugar, vivir la vida en una especie de paralelismo orientador que, a diferencia de los infieles e impíos, permite la representación de nuestra acción en el mundo. No implica transformarnos exteriormente en esa figura, sino más bien ser fieles a nuestra alma. El verdadero cristianismo exige, en efecto, esa autenticidad: exige transformarnos en quienes teníamos que ser para coincidir con nuestra alma. No se trata de construirse una personalidad para coincidir con una imagen entrevista en los sueños de la infancia, sino ser fieles a esa imagen descubierta haciéndole un recinto en la intimidad. Para ello hay que hacer un lugar en la interioridad, hay que poner corazón y abrirlo para que el alma encarne en la vida. Porque la iluminación del alma solo viene cuando ponemos el corazón con el acento en otro lado –no en aquello que nos pertenece (el corazón), sino en aquello a lo cual pertenecemos y de donde realmente somos. Porque el alma es ese lugar prometido que permite llegar a nosotros mismos y tocar la otra orilla del ser, pero que a la vez no nos pertenece –puesto que el alma es un lugar sagrado. Lugar sagrado, en efecto, al que más bien nosotros pertenecemos. Lugar cuya luz es el mediador divino y en cuya iluminación se da la facultad del habla, pues esa luz es comunicación y diálogo con nuestro ser más profundo –luz que permite entrar en ella como un lugar, bastando sólo una chispa de su luz para sacarnos totalmente de la oscuridad y las tinieblas. Ese lugar es sagrado, es un templo siempre abierto al que en todo tiempo podemos entrar y el cual permite disolver el malentendido del mundo y reconciliarnos con el origen de nuestra verdadera patria olvidada: con nuestro Padre que está en el Cielo y es al fin reconocido (porque el Padre está en Cristo y Cristo está en el Padre).
   El arquetipo divino tiende, en efecto, al desarrollo y diferenciación infinita en la individualidad creadora. Porque cuando Dios está dentro del alma consciente y desarrollada, cuando ha penetrado profundamente en el alma humana, es guía de los impulsos influyentes y de los motivos decisivos de la persona, elevando y desarrollando el alma del hombre interior. La indeterminación del arquetipo se debe a que es una figura no traducible a la literalidad de la explicación; es más bien la mostración de la individualidad más desarrollada del tipo más logrado del alma humana –teniendo por ello el carácter de lo único y extraordinario, de lo no condicionado y de lo absoluto, trazando con ello la diferencia con lo profano, con lo subordinado, con lo secular e incluso con lo ordinario. Así, el alma ordinaria y vacía, el alma insignificante, de valor nulo y despersonalizada, deja de participar de la vida del ser humano por carecer de las nociones de lo más alto (el valor máximo = Cristo) y de lo más bajo (la indignidad máxima, lo más grave y reprochable = el pecado), encuentra mediante la impresión del arquetipo el lugar de la apertura donde adquirir cuerpo y volumen, altura y profundidad, mediante una visión –pues el ojo corresponde al Sol como el alma corresponde a Dios.
   Lo sagrado aparece entones como el fundamento, como el punto cardinal de las orientaciones, como algo que siempre hay, como una reserva o fondo firme donde poner pie y salvarse. Así, la salvación para el yo no es destruirlo, sino salvarlo. La salvación del yo está entonces en hacer vivir algo y  habitarlo. Su vía de acción es la creación: es hacer vivir el lenguaje, es habitar en las imágenes al poner el alma en ello. Es entones que la creación es un lugar donde se puede entrar y es por tanto sagrada. Es por ello que la figura del mediador divino apunta siempre a la intimidad: al alma de la individualidad creadora.
   Descubrimiento, desarrollo y elevación, pues, del hombre total oculto (del hombre nuevo) a través de la realización del modelo en la esfera de la vida individual y con los propios medios -pues el Ars totum requirit hominem. Es así que en la personalidad creadora existen los valores más elevados, por lo que aquellos a los que es dado ver la luz requieren de una extensión inconmensurable y de una profundidad insondable –naturaleza fascinante y terrible de quien enfrenta a la totalidad en una experiencia no carente de temor, incluso de espanto.
   Conciencia de las profundas raíces del ser humano que encuentra la misteriosa relación con el hombre interior, penetrando la profundidad del alma humana guiado por el mediador divino. Encuentro, pues, con el sendero a la interioridad espiritual, que no es sino una larguísima vía de sinuosidades laberínticas que une posturas antagónicas entre sí -pues al exigir ver la totalidad, al verlo todo, tiene necesariamente que pasar por los extremos. Camino oculto y misterioso, es verdad, pues nuestro ser consciente no puede abarcar la vida del alma –a través de la cual actúa Dios desde dentro y desde fuera siguiendo secretos senderos.  Inspección, pues, que toca la naturaleza del alma, que tiene entre sus dignidades la conciencia de una relación con la divinidad: el de su inmortalidad, que la eleva que la eleva por arriba del cuerpo perecedero por poseer una cualidad sobrenatural.
   La alta misión educadora del arte de ver tiene así como contenido psicológico una visión interior, un acto de ver, tener una experiencia interior de un tipo existente en el alma donde se da la experiencia de la totalidad como comprensión de lo contradictorio: es la antinomia moral que nos enfrente a los hermanos gemelos enemigos del bien y del mal en choque dentro de la misma individualidad. Visión también que desgarra el velo del abismo de la contrariedad del mundo por la manifestación de la realidad del mal, que quisiera crucificar todo lo viviente, y de su incompatibilidad con el bien, suspendida en el padecimiento y el sufrimiento moral.

Imagen: Grabado en Acero 
de Oscar Mendoza Mancillas 






martes, 11 de marzo de 2014

Nosotros, el Tiempo y Dios Por Alberto Espinosa



   El tiempo finito es lo que permite a las almas manifestar su esencia, gravada con un destino histórico; el tiempo infinito es lo que permite a Dios manifestarse, en todo tiempo, dando cuenta de su esencia: el primer atributo de Dios su eternidad; del hombre su finitud.
   El tiempo es una estructura (una categoría, un concepto dominante del pensamiento humano) que refleja el orden de la sucesión; de lo que precede a algo y de lo que lo sucede; el espacio es una estructura acoplada a aquella que refleja el orden de la contigüidad; de lo que está junto o cerca a algo; todo está así precedido y sucedido por algo y en contigüidad con otras cosas; lo eterno es el orden de la simultaneidad y por tanto lo que totaliza.


viernes, 7 de marzo de 2014

La Educación Enajenada: una Vieja Polémica Por Alberto Espinosa






“El templo de Dios es santo y limpio,
Y Dios destruirá al que profane o corrompa a su templo,
Y ustedes son templo de Dios.”
Corintios I, 3,17

   En años de los 30´s se debatía en México con pasión y no sin intriga la idea de la “educación socialista”, a propósito de la reforma del artículo 3º Constitucional. Respecto del “laicismo” en la educación la confusión creada por la muchedumbre de opiniones, interesadas por la buena y la mala fe, fue pronto despejada por la claridad del concepto. Porque si Fermín Revueltas y los otros grandes artistas de su edad la iban afirmado dándole un contenido iconográfico sustantivo, los refinados escritores del momento no quedaron a la zaga. Tocó al lucido poeta y crítico Jorge Cuesta, cabeza intelectual del prestigiado grupo Contemporáneos, recordar lo que la tradición de revolucionaria independencia había torneado para esa voz, dándole a la expresión verbal su carácter propio de autonomía social –diríamos hoy “democrático”-, y despejando las densas turbiedades con que se quiso confundir el concepto.
   Porque el laicismo de la educación se llegó a interpretar irresponsablemente como un monolito oscurantista de antireligiosidad -deformante por tanto ya no digamos de lo que hay de homo religiosus en el hombre, sino llanamente de sujeto moral, de esa exclusiva humana consistente en poder discernir el bien del mal, y que se presenta esencialmente como el a-priori de mismo de nuestra especie o de la naturaleza humana, dividida de raíz entre las posibilidades del bien y el mal. Y ello de manera ideológica y nada gratuita, pues encubría grupos de poder “burgueses” cuyos intereses económicos y políticos eran los de relegar a la “Revolución Mexicana” en las catacumbas de las utopías irrealizables o de postergarla para un vagaroso e indeterminable Día del Juicio Final.
   En realidad, a lo que se temía era a una enseñanza diseñada para abrir el espíritu y aportar un horizonte nuevo, moderno, a la nación –siendo así el ideal de la educación socialista o confundido o considerado como una depravación por parte aquellos que quisieran ocultar los hechos o que huyen de la correspondencia de las definiciones con la realidad, movidos  por la intención de torcer los caminos de la nación. La corrección de Jorge Cuesta fue tan rigurosa como elemental: sin desplazar ni el concepto ni su historia, la expresión  “laico” se opone a clerical, no a lo religioso –pues es un concepto sobre la naturaleza de la sociedad, no sobre cuestiones de conciencia individual. Porque lo que afirma en el fondo el laicismo es que la “escuela laica” es aquella que pertenece a la sociedad -no a una clase social, sea esta burguesa, proletaria, clerical o política. Su deber es así el de impartir la cultura de la sociedad laica, con su contenido positivo de historia, ciencia, arte, técnicas, lenguas e instrumentos de producción, que por su parte tampoco pueden pertenecer a la clase burocrática o proletaria, o a la ignara en materia de cultura, sino a la correspondencia vocacional con los estudios y a las necesidades profesionales de la sociedad. Yendo más lejos, la sociedad laica es aquella fundada radicalmente en sí misma o con capacidad de autonomía radical, capaz de dictarse a sí misma su destino y de cumplir los fines intrínsecos a la cultura y a la educación mismas. Es decir, es la sociedad fundada en la idea de autonomía nacional, derivada de la historia de México como nación independiente –corona histórica, intocable, de la soberanía nacional.
   Sin embargo, también se propuso que tal educación fuera “socialista”, demanda que se sumaba al reparto de tierras y a la libertad sindical. La interpretación de esa idea nos aqueja hasta la fecha. La educación “socialista” se presentaba así al lado de la cultura fundada en la “verdad científica”, contra los dogmatismos y prejuicios, enderezada en el sentido de formadora  del espíritu de verdadera solidaridad humana y de socialización progresiva de los medios de producción económica (estatismo). Empero, la ciencia es sólo una parte de la cultura, impotente por tanto de gobernarla o dirigirla en su totalidad, pudiendo tal “verdad científica” no más  que una doctrina entre otras (positivismo) que al no respetar sus fronteras (ciencismo) tiende a convertir al hombre en parásito de la ciencia y al público en pasivo zombi de los explicadores.
   Hay atavismos y prejuicios religiosos y capitalistas, pero también los hay debido a la incultura, al positivismo, al socialismo mismo. Con la idea de la “educación socialista” se intentaba detener a la reacción, empero la verdad es que fue desde la Secretaria de Educación que un grupo embozado en un “comunismo” de ambiciones abiertamente sediciosas se consolidaba conformándose como un “nuevo porfirismo”, antiliberal y perfectamente reaccionario. El “socialismo” en la escuela funcionó así como una palabra fetiche en cuyo charlatanismo de circo de tres pistas podía mezclarse el racionalismo de la iglesia y de la burguesía, el socialismo fascista, el socialismo sindicalista, el socialismo proletario, el socialismo antirreligioso, hasta englobar incluso al nacional-socialismo. La verdad es que el proyecto de la educación socialista no hizo sino combatir el “fanatismo religioso” con las armas de los jacobinos, cuyo contenido no es otro que le de la vieja escuela del porfiriato: el positivismo, rebautizado simplemente con el nombre de socialista. Porque la base ideológica fundamental de tal escuela no era otra que dar a los estudiantes “una concepción racional y exacta del universo”. Lo que equivale a una expresión de puerilidad, inconciencia e inmadurez de espíritu, pues donde por ley se pedía a la escuela mexicana lo que nadie se atrevería nunca a pedir: que enseñe la verdad absoluta, intentando con una frase cambiar la faz del mundo y reformar el universo. Porque si tal verdad absoluta se busca en el “materialismo dialéctico” lo que se encuentra no es una verdad científica, sino una interpretación filosófica asentada en el barro de supuestos sumamente discutibles y abocardada por sus sangrientos fracasos históricos totalitarios. Acaso la materia posea un principio racional, pero ello es un problema para ser resuelto por cosmólogos, no por maestros de primaria. Lo cierto es que si la “escuela socialista” tiene el deber de enseñar una concepción científica del universo  no se le puede distinguir en nada de la escuela positivista, volviendo indistinguible tanto el “profirismo” del “juarismo” cuanto el “positivismo” del dogmatismo.
   Así, lo que se perfilaba era una escuela que se adelanta… pero hacia atrás, y que por ello resulta perfectamente reaccionaria -o bien sovietizante, pues establece una dictadura educativa proletarizante y sindicalista, que mantiene en la ignorancia a la juventud de todos aquellos conocimientos y figuras censurados como herejías por el Partido. Modelo nada nuevo, por otra parte, inventado desde la Edad Media por la Iglesia Católica y revivido por las dictaduras de Hitler en Alemania, de Mussolini en Italia, de Franco en España.  Curioso triunfo de la oposición revolucionaria también, consistente en censurar y perseguir desde su rebeldía entronizada a cualquier otro tipo de educación calificándola de “ideologías utópicas”.
   Así, la consecuencia de tal modelo educativo no fue otra que el de la supresión completa de la educción a favor de una propaganda política de superlativo extremismo. La confusión de la educación con la propaganda política no fue sino el corolario de un desquiciamiento en las capas más bajas de la mentalidad magisterial, ayunas de toda técnica y cultura, donde se fraguó la confusión entre la figura del maestro y la del líder sindical –así como se fraguaba desde la misma SEP la confusión del artista con la del charlatán. La consecuencia de tal fantasma, de tamaña expresión vacía de contenido, que tan bien sonaba a los oídos políticos para sus discursos demagógicos, no fue otra que la del mimetismo y la simulación, que es lo peor que puede pasarle a una escuela, pues al ser detectada por los alumnos la insinceridad en los maestros se pierde toda autoridad -quedando expuestos a la vergüenza pública como el más vivo ejemplo de inmoralidad.
   La conclusión de Cuesta fue la de que, en definitiva, no puede haber una “educación socialista”, sino a lo sumo una política socialista de la educación, que defienda como primer principio motor la soberanía de la conciencia y la libertad de pensamiento, llevando hasta las clases populares la conquista histórica de la libertad de conciencia como inarrebatable libertad ganada por las luchas del pueblo de México.
   Lo que en medio de la trifulca argumental se desdibujo es el punto central: que lo reaccionario no es una cuestión de prejuicios, sino de intereses -más de clases de intereses que de intereses de clase. Asunto que el muralismo trabajó a su manera, porque no deja de haber también en el movimiento muralista una denuncia de los excesos de las concepciones “socialistas” totalitarias, las cuales en términos de maquinización y propaganda han llegado a “socializar” a los hombres hasta el extremo de dejar impedirle ser libremente individuos.
   Aunque por esos años se multiplicaron las escuelas en número, la deficiencia interior en cuanto a calidad educativa pronto las convirtió en obras utilizadas por los intereses reaccionarios. Porque no es el socialismo el padre de la ciencia y la cultura, sino el que para realizarse necesita de una ciencia y una cultura  objetivas y universalmente válidas. Nadie ignora que los ideales de la Revolución quedaron postergados en esta asignatura. Los verdaderos artistas, es claro, caminaron por otras veredas. Pretendían dar a la escuela una finalidad que estaba ya en la vida nacional, que había asimilado la doctrina viviente de la Revolución en términos de poderosas imágenes y de textos sustantivos.
   Si bien es cierto que el proyecto educativo de José Vasconcelos en que se arraiga la obra de Fermín Revueltas (escuelas rurales, misiones culturales, universidad popular, arte-propaganda, función civilizadora del arte, redención del indio) es la expresión de aspiraciones religiosas cuyo sentimiento místico expresó el pintor mejor que nadie, no lo es menos que tal sentimiento de “política revolucionaria” pronto se convirtió  en los imitadores serviles y sin personalidad en un “nuevo clericalismo”, quienes parapetados tras el dogma de la “educación socialista” no hicieron sino vigorizar a los espíritus del resentimiento. Por un lado, el desplazamiento del sentimiento místico pronto transformó el menosprecio pesimista de la realidad (el mundo en el sentido de la “mundanidad” como la totalidad del mal) a una inconformidad con la realidad mexicana misma, cuyo objeto ya no era la realidad mexicana sujeta a transformarse por acciones concretas, sino la inconformidad misma del resentido, avalada fantasmalmente por un estado de cosas “utópicas” que simplemente no existen. Inconformidad infundada, pues, que a la vez que despoja al “comunismo” de toda significación esencial tomaba la utopía como vehículo o pretexto para expresar el disgusto de la propia persona, sirviendo como caldo de cultivo a la inconformidad por parte de mentes vagas y enquistadas desprendidas de la correspondencia con la realidad.
   Socialismo de orientación fascista también, consistente en no querer algo diferente a lo que se rechaza, sino en una pura oposición sin objeto. Posición perfectamente reaccionaria y vacía, que en su “querría ser” pretendió erigir la escuela en Iglesia del Estado –poniendo así en rivalidad a dos políticas en su interior. Realidad peligrosa si las hubo, pues para tal tendencia “comunista” el sentido indudable correspondiente a la escuela no era otro que la dirección del Estado. Así, la interpretación de la escuela y la cultura no podía sino desembocar en una especie de función eclesiástica respecto de la política, cuya tarea primordial era la de hacer “militantes” ciegos y obedientes, servidores de la “ideología revolucionaria” encarnada en una figura vacía a manera de un santo padre, un sacerdote, un líder, un jefe supremo y providencial sobre quien descargar el peso de la responsabilidad individual. Socialismo mistificador, infecundo y reaccionario, en cuyo autoritarismo dogmático y ansia de exclusión se delata la pretensión no de compartir con nuestros hermanos, sino de mandar como nuestros padres. Socialismo meramente adjetival o de cartón de roca cuyos bagazos filosóficos, faltos de toda sustancia, no pueden dirigir ni mover a la acción y que falto la reflexión y de fundamento tan sólo pudo servir de máscara a otra cosa: al narcisismo, al burocratismo o a la voluntad de poderío.
   Así, se cambiaron las perlas de agua de la creación y la libertad por el plomizo dogma amorfo, negador del altruismo y del espíritu de solidaridad liberal, dando lugar a una mayor dominación, al “control” de la propaganda urdido por la insidia o a la violencia. Concepciones vulgares de la filosofía utópica fácilmente transformables en sectarismo de covacha, cuya desorientada mística inferior no difiere de la cartomancia o del espiritismo. Porque el reemplazo de creencias religiosas por creencias sociales tiende a hacer del socialismo sin objeto real  un objeto sobrenatural y astral. Socialismo tenebroso de estrelleros, pues, solapador de una burocracia supersticiosa y arrogante, que a la vez que abominaba del liberalismo en realidad se aliaba a la depravada política del universal imperio, reclutando para sus filas a confusos espíritus juveniles tan ambiciosos como incultos, para sumergirlos en una fantasía infantil cuyo carácter evefrénico se reveló en la identificación de la “revolución” con lo que niega la realidad de la nación y los esfuerzos más caros de sus mejores hombres.
   Doble juego de prestidigitación y ocultación, que en su impotencia y comedia revelaba una concepción degradante de la cultura, interpretándola vulgarmente como instrumento para satisfacer los apetitos incultos. La práctica de la educación y la cultura quedó así viciada por una especie híbrida de platonismo, consistente en una actitud caprichosa que tenía  el carácter permisivo, libérrimo e irresponsable de los sueños: creer que la realidad no compromete y que las consecuencias de los actos no crean obligación alguna. Actitud que inevitablemente llevó a la educación a la esterilidad y en la dilapidación del exiguo presupuesto en vacilaciones costosas y en experiencias sin éxito, que figura las aventuras de un frustráneo Dante buscando a una Beatriz inencontrable. No.   



   Por lo contrario, educación y cultura adquieren su valor justamente por la superioridad respecto de todos los demás apetitos. La cultura es una apetencia que ha de satisfacer a la sociedad –puesto que sus valores y bienes tienen a su vez como fin satisfacer un apetito social. La cultura no puede ser instrumento de los apetitos incultos o de aquellos que quieren servirse de ella personalmente, disputándose su prestigio y usufructo, escudados tras exigencias políticas y/o económicas, desvirtuando, desnaturalizando y corrompiendo sus estudios, su responsabilidad y sus esfuerzos. Porque el objeto de la escuela no es el de la distribución de la riqueza (problema específico de las esferas económica y política), sino el de la trasmisión del conocimiento, siendo por su parte el deber más alto de la cultura manutener viva una tradición intelectual. Porque si la educción estriba en el desarrollo y orientación de las facultades del hombre, la cultura es el territorio del estudio y la comprensión más alta y profunda del espíritu, por lo que toca a la especie humana como tal signada con un destino histórico -siendo su valor también social, al poner en comunicación por medio de la tradición  con los antepasados y los ancestros inabordables.
   Aunque la obra de la cultura significa para el individuo  deberes, desvelos y trabajos,  privaciones y sufrimiento, también exigencias de rigor, destreza, talento y gracia, para poder aspirar a la belleza, socialmente es la imagen de la belleza misma: satisfacción, gozo, que es el usufructo de  sus realizaciones, de valores convertidos en bienes concretos. La cultura por sí misma muestra su valor de superioridad por sus ingredientes armónicos de convivencia y formación social, por abrir en el seno del trabajo una forma de viada a ejecutantes e intérpretes en celebración de ella misma como valor superior. Así, hay que buscar el sentido social absoluto de la cultura, su sentido filosófico, en sus fines sociales propios –a menos que se quiera cambiar los fines de la sociedad o el sentido de la filosofía.
   Porque la verdadera reforma educativa no puede sino partir del conocimiento profundo del  espíritu del mexicano para tratar de corregir sus vicios y desarrollar sus virtudes, tratando de crear modelos de hombre con una formación integral, conocedores no menos de la técnica y de la civilización que del espíritu y de la cultura.
   Beneficiar a los hombres como sociedad, no en lo personal, no en lo económico o en lo político, sino en otra instancia de lo político, entendido como lo social mismo: aquella que funda al hombre -o como instancia de la República, como la luz pública donde aparece el sentido que la sociedad se ha dado a sí misma en su despliegue, ya bajo la especie ejemplar de lo conmemorable, ya de lo dado a la admiración como acto de reconocimiento, pues, de pertenencia a un sentido: a un mismo corpus de valores. Valor político, es cierto, pero en lo que tiene de valor antropológico: de fundamentación del hombre en su propia naturaleza, más que en la ambición de construirle un futuro o de gobernar sobre él, de fundamentarlo. Porque la vida superior de la cultura, su superior valor, se encuentra en el estudio y comprensión del puesto del hombre en el mundo –siendo por ello donde más importa el orden y la jerarquía y de donde se desprende su autonomía moral.





La Educación Enajenada: una Vieja Polémica Por Alberto Espinosa



La Educación Enajenada: una Vieja Polémica
Por Alberto Espinosa

“El templo de Dios es santo y limpio,
Y Dios destruirá al que profane o corrompa a su templo,
Y ustedes son templo de Dios.”
Corintios I, 3,17

   En años de los 30´s se debatía en México con pasión y no sin intriga la idea de la “educación socialista”, a propósito de la reforma del artículo 3º Constitucional. Respecto del “laicismo” en la educación la confusión creada por la muchedumbre de opiniones, interesadas por la buena y la mala fe, fue pronto despejada por la claridad del concepto. Porque si Fermín Revueltas y los otros grandes artistas de su edad la iban afirmado dándole un contenido iconográfico sustantivo, los refinados escritores del momento no quedaron a la zaga. Tocó al lucido poeta y crítico Jorge Cuesta, cabeza intelectual del prestigiado grupo Contemporáneos, recordar lo que la tradición de revolucionaria independencia había torneado para esa voz, dándole a la expresión verbal su carácter propio de autonomía social –diríamos hoy “democrático”-, y despejando las densas turbiedades con que se quiso confundir el concepto.
   Porque el laicismo de la educación se llegó a interpretar irresponsablemente como un monolito oscurantista de antireligiosidad -deformante por tanto ya no digamos de lo que hay de homo religiosus en el hombre, sino llanamente de sujeto moral, de esa exclusiva humana consistente en poder discernir el bien del mal, y que se presenta esencialmente como el a-priori de mismo de nuestra especie o de la naturaleza humana, dividida de raíz entre las posibilidades del bien y el mal. Y ello de manera ideológica y nada gratuita, pues encubría grupos de poder “burgueses” cuyos intereses económicos y políticos eran los de relegar a la “Revolución Mexicana” en las catacumbas de las utopías irrealizables o de postergarla para un vagaroso e indeterminable Día del Juicio Final.
   En realidad, a lo que se temía era a una enseñanza diseñada para abrir el espíritu y aportar un horizonte nuevo, moderno, a la nación –siendo así el ideal de la educación socialista o confundido o considerado como una depravación por parte aquellos que quisieran ocultar los hechos o que huyen de la correspondencia de las definiciones con la realidad, movidos  por la intención de torcer los caminos de la nación. La corrección de Jorge Cuesta fue tan rigurosa como elemental: sin desplazar ni el concepto ni su historia, la expresión  “laico” se opone a clerical, no a lo religioso –pues es un concepto sobre la naturaleza de la sociedad, no sobre cuestiones de conciencia individual. Porque lo que afirma en el fondo el laicismo es que la “escuela laica” es aquella que pertenece a la sociedad -no a una clase social, sea esta burguesa, proletaria, clerical o política. Su deber es así el de impartir la cultura de la sociedad laica, con su contenido positivo de historia, ciencia, arte, técnicas, lenguas e instrumentos de producción, que por su parte tampoco pueden pertenecer a la clase burocrática o proletaria, o a la ignara en materia de cultura, sino a la correspondencia vocacional con los estudios y a las necesidades profesionales de la sociedad. Yendo más lejos, la sociedad laica es aquella fundada radicalmente en sí misma o con capacidad de autonomía radical, capaz de dictarse a sí misma su destino y de cumplir los fines intrínsecos a la cultura y a la educación mismas. Es decir, es la sociedad fundada en la idea de autonomía nacional, derivada de la historia de México como nación independiente –corona histórica, intocable, de la soberanía nacional.
   Sin embargo, también se propuso que tal educación fuera “socialista”, demanda que se sumaba al reparto de tierras y a la libertad sindical. La interpretación de esa idea nos aqueja hasta la fecha. La educación “socialista” se presentaba así al lado de la cultura fundada en la “verdad científica”, contra los dogmatismos y prejuicios, enderezada en el sentido de formadora  del espíritu de verdadera solidaridad humana y de socialización progresiva de los medios de producción económica (estatismo). Empero, la ciencia es sólo una parte de la cultura, impotente por tanto de gobernarla o dirigirla en su totalidad, pudiendo tal “verdad científica” no más  que una doctrina entre otras (positivismo) que al no respetar sus fronteras (ciencismo) tiende a convertir al hombre en parásito de la ciencia y al público en pasivo zombi de los explicadores.
   Hay atavismos y prejuicios religiosos y capitalistas, pero también los hay debido a la incultura, al positivismo, al socialismo mismo. Con la idea de la “educación socialista” se intentaba detener a la reacción, empero la verdad es que fue desde la Secretaria de Educación que un grupo embozado en un “comunismo” de ambiciones abiertamente sediciosas se consolidaba conformándose como un “nuevo porfirismo”, antiliberal y perfectamente reaccionario. El “socialismo” en la escuela funcionó así como una palabra fetiche en cuyo charlatanismo de circo de tres pistas podía mezclarse el racionalismo de la iglesia y de la burguesía, el socialismo fascista, el socialismo sindicalista, el socialismo proletario, el socialismo antirreligioso, hasta englobar incluso al nacional-socialismo. La verdad es que el proyecto de la educación socialista no hizo sino combatir el “fanatismo religioso” con las armas de los jacobinos, cuyo contenido no es otro que le de la vieja escuela del porfiriato: el positivismo, rebautizado simplemente con el nombre de socialista. Porque la base ideológica fundamental de tal escuela no era otra que dar a los estudiantes “una concepción racional y exacta del universo”. Lo que equivale a una expresión de puerilidad, inconciencia e inmadurez de espíritu, pues donde por ley se pedía a la escuela mexicana lo que nadie se atrevería nunca a pedir: que enseñe la verdad absoluta, intentando con una frase cambiar la faz del mundo y reformar el universo. Porque si tal verdad absoluta se busca en el “materialismo dialéctico” lo que se encuentra no es una verdad científica, sino una interpretación filosófica asentada en el barro de supuestos sumamente discutibles y abocardada por sus sangrientos fracasos históricos totalitarios. Acaso la materia posea un principio racional, pero ello es un problema para ser resuelto por cosmólogos, no por maestros de primaria. Lo cierto es que si la “escuela socialista” tiene el deber de enseñar una concepción científica del universo  no se le puede distinguir en nada de la escuela positivista, volviendo indistinguible tanto el “profirismo” del “juarismo” cuanto el “positivismo” del dogmatismo.
   Así, lo que se perfilaba era una escuela que se adelanta… pero hacia atrás, y que por ello resulta perfectamente reaccionaria -o bien sovietizante, pues establece una dictadura educativa proletarizante y sindicalista, que mantiene en la ignorancia a la juventud de todos aquellos conocimientos y figuras censurados como herejías por el Partido. Modelo nada nuevo, por otra parte, inventado desde la Edad Media por la Iglesia Católica y revivido por las dictaduras de Hitler en Alemania, de Mussolini en Italia, de Franco en España.  Curioso triunfo de la oposición revolucionaria también, consistente en censurar y perseguir desde su rebeldía entronizada a cualquier otro tipo de educación calificándola de “ideologías utópicas”.
   Así, la consecuencia de tal modelo educativo no fue otra que el de la supresión completa de la educción a favor de una propaganda política de superlativo extremismo. La confusión de la educación con la propaganda política no fue sino el corolario de un desquiciamiento en las capas más bajas de la mentalidad magisterial, ayunas de toda técnica y cultura, donde se fraguó la confusión entre la figura del maestro y la del líder sindical –así como se fraguaba desde la misma SEP la confusión del artista con la del charlatán. La consecuencia de tal fantasma, de tamaña expresión vacía de contenido, que tan bien sonaba a los oídos políticos para sus discursos demagógicos, no fue otra que la del mimetismo y la simulación, que es lo peor que puede pasarle a una escuela, pues al ser detectada por los alumnos la insinceridad en los maestros se pierde toda autoridad -quedando expuestos a la vergüenza pública como el más vivo ejemplo de inmoralidad.
   La conclusión de Cuesta fue la de que, en definitiva, no puede haber una “educación socialista”, sino a lo sumo una política socialista de la educación, que defienda como primer principio motor la soberanía de la conciencia y la libertad de pensamiento, llevando hasta las clases populares la conquista histórica de la libertad de conciencia como inarrebatable libertad ganada por las luchas del pueblo de México.
   Lo que en medio de la trifulca argumental se desdibujo es el punto central: que lo reaccionario no es una cuestión de prejuicios, sino de intereses -más de clases de intereses que de intereses de clase. Asunto que el muralismo trabajó a su manera, porque no deja de haber también en el movimiento muralista una denuncia de los excesos de las concepciones “socialistas” totalitarias, las cuales en términos de maquinización y propaganda han llegado a “socializar” a los hombres hasta el extremo de dejar impedirle ser libremente individuos.
   Aunque por esos años se multiplicaron las escuelas en número, la deficiencia interior en cuanto a calidad educativa pronto las convirtió en obras utilizadas por los intereses reaccionarios. Porque no es el socialismo el padre de la ciencia y la cultura, sino el que para realizarse necesita de una ciencia y una cultura  objetivas y universalmente válidas. Nadie ignora que los ideales de la Revolución quedaron postergados en esta asignatura. Los verdaderos artistas, es claro, caminaron por otras veredas. Pretendían dar a la escuela una finalidad que estaba ya en la vida nacional, que había asimilado la doctrina viviente de la Revolución en términos de poderosas imágenes y de textos sustantivos.
   Si bien es cierto que el proyecto educativo de José Vasconcelos en que se arraiga la obra de Fermín Revueltas (escuelas rurales, misiones culturales, universidad popular, arte-propaganda, función civilizadora del arte, redención del indio) es la expresión de aspiraciones religiosas cuyo sentimiento místico expresó el pintor mejor que nadie, no lo es menos que tal sentimiento de “política revolucionaria” pronto se convirtió  en los imitadores serviles y sin personalidad en un “nuevo clericalismo”, quienes parapetados tras el dogma de la “educación socialista” no hicieron sino vigorizar a los espíritus del resentimiento. Por un lado, el desplazamiento del sentimiento místico pronto transformó el menosprecio pesimista de la realidad (el mundo en el sentido de la “mundanidad” como la totalidad del mal) a una inconformidad con la realidad mexicana misma, cuyo objeto ya no era la realidad mexicana sujeta a transformarse por acciones concretas, sino la inconformidad misma del resentido, avalada fantasmalmente por un estado de cosas “utópicas” que simplemente no existen. Inconformidad infundada, pues, que a la vez que despoja al “comunismo” de toda significación esencial tomaba la utopía como vehículo o pretexto para expresar el disgusto de la propia persona, sirviendo como caldo de cultivo a la inconformidad por parte de mentes vagas y enquistadas desprendidas de la correspondencia con la realidad.
   Socialismo de orientación fascista también, consistente en no querer algo diferente a lo que se rechaza, sino en una pura oposición sin objeto. Posición perfectamente reaccionaria y vacía, que en su “querría ser” pretendió erigir la escuela en Iglesia del Estado –poniendo así en rivalidad a dos políticas en su interior. Realidad peligrosa si las hubo, pues para tal tendencia “comunista” el sentido indudable correspondiente a la escuela no era otro que la dirección del Estado. Así, la interpretación de la escuela y la cultura no podía sino desembocar en una especie de función eclesiástica respecto de la política, cuya tarea primordial era la de hacer “militantes” ciegos y obedientes, servidores de la “ideología revolucionaria” encarnada en una figura vacía a manera de un santo padre, un sacerdote, un líder, un jefe supremo y providencial sobre quien descargar el peso de la responsabilidad individual. Socialismo mistificador, infecundo y reaccionario, en cuyo autoritarismo dogmático y ansia de exclusión se delata la pretensión no de compartir con nuestros hermanos, sino de mandar como nuestros padres. Socialismo meramente adjetival o de cartón de roca cuyos bagazos filosóficos, faltos de toda sustancia, no pueden dirigir ni mover a la acción y que falto la reflexión y de fundamento tan sólo pudo servir de máscara a otra cosa: al narcisismo, al burocratismo o a la voluntad de poderío.
   Así, se cambiaron las perlas de agua de la creación y la libertad por el plomizo dogma amorfo, negador del altruismo y del espíritu de solidaridad liberal, dando lugar a una mayor dominación, al “control” de la propaganda urdido por la insidia o a la violencia. Concepciones vulgares de la filosofía utópica fácilmente transformables en sectarismo de covacha, cuya desorientada mística inferior no difiere de la cartomancia o del espiritismo. Porque el reemplazo de creencias religiosas por creencias sociales tiende a hacer del socialismo sin objeto real  un objeto sobrenatural y astral. Socialismo tenebroso de estrelleros, pues, solapador de una burocracia supersticiosa y arrogante, que a la vez que abominaba del liberalismo en realidad se aliaba a la depravada política del universal imperio, reclutando para sus filas a confusos espíritus juveniles tan ambiciosos como incultos, para sumergirlos en una fantasía infantil cuyo carácter evefrénico se reveló en la identificación de la “revolución” con lo que niega la realidad de la nación y los esfuerzos más caros de sus mejores hombres.
   Doble juego de prestidigitación y ocultación, que en su impotencia y comedia revelaba una concepción degradante de la cultura, interpretándola vulgarmente como instrumento para satisfacer los apetitos incultos. La práctica de la educación y la cultura quedó así viciada por una especie híbrida de platonismo, consistente en una actitud caprichosa que tenía  el carácter permisivo, libérrimo e irresponsable de los sueños: creer que la realidad no compromete y que las consecuencias de los actos no crean obligación alguna. Actitud que inevitablemente llevó a la educación a la esterilidad y en la dilapidación del exiguo presupuesto en vacilaciones costosas y en experiencias sin éxito, que figura las aventuras de un frustráneo Dante buscando a una Beatriz inencontrable. No.   
   Por lo contrario, educación y cultura adquieren su valor justamente por la superioridad respecto de todos los demás apetitos. La cultura es una apetencia que ha de satisfacer a la sociedad –puesto que sus valores y bienes tienen a su vez como fin satisfacer un apetito social. La cultura no puede ser instrumento de los apetitos incultos o de aquellos que quieren servirse de ella personalmente, disputándose su prestigio y usufructo, escudados tras exigencias políticas y/o económicas, desvirtuando, desnaturalizando y corrompiendo sus estudios, su responsabilidad y sus esfuerzos. Porque el objeto de la escuela no es el de la distribución de la riqueza (problema específico de las esferas económica y política), sino el de la trasmisión del conocimiento, siendo por su parte el deber más alto de la cultura manutener viva una tradición intelectual. Porque si la educción estriba en el desarrollo y orientación de las facultades del hombre, la cultura es el territorio del estudio y la comprensión más alta y profunda del espíritu, por lo que toca a la especie humana como tal signada con un destino histórico -siendo su valor también social, al poner en comunicación por medio de la tradición  con los antepasados y los ancestros inabordables.
   Aunque la obra de la cultura significa para el individuo  deberes, desvelos y trabajos,  privaciones y sufrimiento, también exigencias de rigor, destreza, talento y gracia, para poder aspirar a la belleza, socialmente es la imagen de la belleza misma: satisfacción, gozo, que es el usufructo de  sus realizaciones, de valores convertidos en bienes concretos. La cultura por sí misma muestra su valor de superioridad por sus ingredientes armónicos de convivencia y formación social, por abrir en el seno del trabajo una forma de viada a ejecutantes e intérpretes en celebración de ella misma como valor superior. Así, hay que buscar el sentido social absoluto de la cultura, su sentido filosófico, en sus fines sociales propios –a menos que se quiera cambiar los fines de la sociedad o el sentido de la filosofía.
   Porque la verdadera reforma educativa no puede sino partir del conocimiento profundo del  espíritu del mexicano para tratar de corregir sus vicios y desarrollar sus virtudes, tratando de crear modelos de hombre con una formación integral, conocedores no menos de la técnica y de la civilización que del espíritu y de la cultura.
   Beneficiar a los hombres como sociedad, no en lo personal, no en lo económico o en lo político, sino en otra instancia de lo político, entendido como lo social mismo: aquella que funda al hombre -o como instancia de la República, como la luz pública donde aparece el sentido que la sociedad se ha dado a sí misma en su despliegue, ya bajo la especie ejemplar de lo conmemorable, ya de lo dado a la admiración como acto de reconocimiento, pues, de pertenencia a un sentido: a un mismo corpus de valores. Valor político, es cierto, pero en lo que tiene de valor antropológico: de fundamentación del hombre en su propia naturaleza, más que en la ambición de construirle un futuro o de gobernar sobre él, de fundamentarlo. Porque la vida superior de la cultura, su superior valor, se encuentra en el estudio y comprensión del puesto del hombre en el mundo –siendo por ello donde más importa el orden y la jerarquía y de donde se desprende su autonomía moral.