“El templo de Dios es santo y
limpio,
Y Dios destruirá al que profane o
corrompa a su templo,
Y ustedes son templo de Dios.”
Corintios I, 3,17
En años de los 30´s se debatía en México con pasión y no sin intriga la
idea de la “educación socialista”, a propósito de la reforma del artículo 3º
Constitucional. Respecto del “laicismo” en la educación la confusión creada por
la muchedumbre de opiniones, interesadas por la buena y la mala fe, fue pronto
despejada por la claridad del concepto. Porque si Fermín Revueltas y los otros
grandes artistas de su edad la iban afirmado dándole un contenido iconográfico
sustantivo, los refinados escritores del momento no quedaron a la zaga. Tocó al
lucido poeta y crítico Jorge Cuesta, cabeza intelectual del prestigiado grupo
Contemporáneos, recordar lo que la tradición de revolucionaria independencia
había torneado para esa voz, dándole a la expresión verbal su carácter propio
de autonomía social –diríamos hoy “democrático”-, y despejando las densas
turbiedades con que se quiso confundir el concepto.
Porque el laicismo de la educación se llegó a interpretar
irresponsablemente como un monolito oscurantista de antireligiosidad
-deformante por tanto ya no digamos de lo que hay de homo religiosus en el
hombre, sino llanamente de sujeto moral, de esa exclusiva humana consistente en
poder discernir el bien del mal, y que se presenta esencialmente como el
a-priori de mismo de nuestra especie o de la naturaleza humana, dividida de
raíz entre las posibilidades del bien y el mal. Y ello de manera ideológica y
nada gratuita, pues encubría grupos de poder “burgueses” cuyos intereses
económicos y políticos eran los de relegar a la “Revolución Mexicana” en las
catacumbas de las utopías irrealizables o de postergarla para un vagaroso e
indeterminable Día del Juicio Final.
En realidad, a lo que se temía era a una enseñanza diseñada para abrir
el espíritu y aportar un horizonte nuevo, moderno, a la nación –siendo así el
ideal de la educación socialista o confundido o considerado como una
depravación por parte aquellos que quisieran ocultar los hechos o que huyen de
la correspondencia de las definiciones con la realidad, movidos por la intención de torcer los caminos de la
nación. La corrección de Jorge Cuesta fue tan rigurosa como elemental: sin
desplazar ni el concepto ni su historia, la expresión “laico” se opone a clerical, no a lo
religioso –pues es un concepto sobre la naturaleza de la sociedad, no sobre
cuestiones de conciencia individual. Porque lo que afirma en el fondo el
laicismo es que la “escuela laica” es aquella que pertenece a la sociedad -no a
una clase social, sea esta burguesa, proletaria, clerical o política. Su deber
es así el de impartir la cultura de la sociedad laica, con su contenido
positivo de historia, ciencia, arte, técnicas, lenguas e instrumentos de
producción, que por su parte tampoco pueden pertenecer a la clase burocrática o
proletaria, o a la ignara en materia de cultura, sino a la correspondencia
vocacional con los estudios y a las necesidades profesionales de la sociedad.
Yendo más lejos, la sociedad laica es aquella fundada radicalmente en sí misma
o con capacidad de autonomía radical, capaz de dictarse a sí misma su destino y
de cumplir los fines intrínsecos a la cultura y a la educación mismas. Es
decir, es la sociedad fundada en la idea de autonomía nacional, derivada de la
historia de México como nación independiente –corona histórica, intocable, de
la soberanía nacional.
Sin embargo, también se propuso que tal educación fuera “socialista”,
demanda que se sumaba al reparto de tierras y a la libertad sindical. La
interpretación de esa idea nos aqueja hasta la fecha. La educación “socialista”
se presentaba así al lado de la cultura fundada en la “verdad científica”,
contra los dogmatismos y prejuicios, enderezada en el sentido de formadora del espíritu de verdadera solidaridad humana
y de socialización progresiva de los medios de producción económica
(estatismo). Empero, la ciencia es sólo una parte de la cultura, impotente por
tanto de gobernarla o dirigirla en su totalidad, pudiendo tal “verdad
científica” no más que una doctrina
entre otras (positivismo) que al no respetar sus fronteras (ciencismo) tiende a
convertir al hombre en parásito de la ciencia y al público en pasivo zombi de
los explicadores.
Hay atavismos y prejuicios religiosos y capitalistas, pero también los
hay debido a la incultura, al positivismo, al socialismo mismo. Con la idea de
la “educación socialista” se intentaba detener a la reacción, empero la verdad
es que fue desde la Secretaria de Educación que un grupo embozado en un
“comunismo” de ambiciones abiertamente sediciosas se consolidaba conformándose
como un “nuevo porfirismo”, antiliberal y perfectamente reaccionario. El
“socialismo” en la escuela funcionó así como una palabra fetiche en cuyo
charlatanismo de circo de tres pistas podía mezclarse el racionalismo de la
iglesia y de la burguesía, el socialismo fascista, el socialismo sindicalista,
el socialismo proletario, el socialismo antirreligioso, hasta englobar incluso
al nacional-socialismo. La verdad es que el proyecto de la educación socialista
no hizo sino combatir el “fanatismo religioso” con las armas de los jacobinos,
cuyo contenido no es otro que le de la vieja escuela del porfiriato: el
positivismo, rebautizado simplemente con el nombre de socialista. Porque la
base ideológica fundamental de tal escuela no era otra que dar a los
estudiantes “una concepción racional y exacta del universo”. Lo que equivale a
una expresión de puerilidad, inconciencia e inmadurez de espíritu, pues donde
por ley se pedía a la escuela mexicana lo que nadie se atrevería nunca a pedir:
que enseñe la verdad absoluta, intentando con una frase cambiar la faz del
mundo y reformar el universo. Porque si tal verdad absoluta se busca en el
“materialismo dialéctico” lo que se encuentra no es una verdad científica, sino
una interpretación filosófica asentada en el barro de supuestos sumamente
discutibles y abocardada por sus sangrientos fracasos históricos totalitarios.
Acaso la materia posea un principio racional, pero ello es un problema para ser
resuelto por cosmólogos, no por maestros de primaria. Lo cierto es que si la
“escuela socialista” tiene el deber de enseñar una concepción científica del
universo no se le puede distinguir en
nada de la escuela positivista, volviendo indistinguible tanto el “profirismo”
del “juarismo” cuanto el “positivismo” del dogmatismo.
Así, lo que se perfilaba era una escuela que se adelanta… pero hacia
atrás, y que por ello resulta perfectamente reaccionaria -o bien sovietizante,
pues establece una dictadura educativa proletarizante y sindicalista, que
mantiene en la ignorancia a la juventud de todos aquellos conocimientos y
figuras censurados como herejías por el Partido. Modelo nada nuevo, por otra
parte, inventado desde la Edad Media por la Iglesia Católica y revivido por las
dictaduras de Hitler en Alemania, de Mussolini en Italia, de Franco en España. Curioso triunfo de la oposición
revolucionaria también, consistente en censurar y perseguir desde su rebeldía
entronizada a cualquier otro tipo de educación calificándola de “ideologías
utópicas”.
Así, la consecuencia de tal modelo educativo no fue otra que el de la
supresión completa de la educción a favor de una propaganda política de
superlativo extremismo. La confusión de la educación con la propaganda política
no fue sino el corolario de un desquiciamiento en las capas más bajas de la
mentalidad magisterial, ayunas de toda técnica y cultura, donde se fraguó la
confusión entre la figura del maestro y la del líder sindical –así como se
fraguaba desde la misma SEP la confusión del artista con la del charlatán. La
consecuencia de tal fantasma, de tamaña expresión vacía de contenido, que tan
bien sonaba a los oídos políticos para sus discursos demagógicos, no fue otra
que la del mimetismo y la simulación, que es lo peor que puede pasarle a una
escuela, pues al ser detectada por los alumnos la insinceridad en los maestros
se pierde toda autoridad -quedando expuestos a la vergüenza pública como el más
vivo ejemplo de inmoralidad.
La conclusión de Cuesta fue la de que, en definitiva, no puede haber una
“educación socialista”, sino a lo sumo una política socialista de la educación,
que defienda como primer principio motor la soberanía de la conciencia y la
libertad de pensamiento, llevando hasta las clases populares la conquista
histórica de la libertad de conciencia como inarrebatable libertad ganada por las
luchas del pueblo de México.
Lo que en medio de la trifulca argumental se desdibujo es el punto
central: que lo reaccionario no es una cuestión de prejuicios, sino de
intereses -más de clases de intereses que de intereses de clase. Asunto que el
muralismo trabajó a su manera, porque no deja de haber también en el movimiento
muralista una denuncia de los excesos de las concepciones “socialistas”
totalitarias, las cuales en términos de maquinización y propaganda han llegado
a “socializar” a los hombres hasta el extremo de dejar impedirle ser libremente
individuos.
Aunque por esos años se multiplicaron las escuelas en número, la
deficiencia interior en cuanto a calidad educativa pronto las convirtió en
obras utilizadas por los intereses reaccionarios. Porque no es el socialismo el
padre de la ciencia y la cultura, sino el que para realizarse necesita de una
ciencia y una cultura objetivas y
universalmente válidas. Nadie ignora que los ideales de la Revolución quedaron
postergados en esta asignatura. Los verdaderos artistas, es claro, caminaron
por otras veredas. Pretendían dar a la escuela una finalidad que estaba ya en
la vida nacional, que había asimilado la doctrina viviente de la Revolución en
términos de poderosas imágenes y de textos sustantivos.
Si bien es cierto que el proyecto educativo de José Vasconcelos en que
se arraiga la obra de Fermín Revueltas (escuelas rurales, misiones culturales,
universidad popular, arte-propaganda, función civilizadora del arte, redención
del indio) es la expresión de aspiraciones religiosas cuyo sentimiento místico
expresó el pintor mejor que nadie, no lo es menos que tal sentimiento de
“política revolucionaria” pronto se convirtió
en los imitadores serviles y sin personalidad en un “nuevo
clericalismo”, quienes parapetados tras el dogma de la “educación socialista”
no hicieron sino vigorizar a los espíritus del resentimiento. Por un lado, el
desplazamiento del sentimiento místico pronto transformó el menosprecio
pesimista de la realidad (el mundo en el sentido de la “mundanidad” como la
totalidad del mal) a una inconformidad con la realidad mexicana misma, cuyo
objeto ya no era la realidad mexicana sujeta a transformarse por acciones
concretas, sino la inconformidad misma del resentido, avalada fantasmalmente
por un estado de cosas “utópicas” que simplemente no existen. Inconformidad
infundada, pues, que a la vez que despoja al “comunismo” de toda significación
esencial tomaba la utopía como vehículo o pretexto para expresar el disgusto de
la propia persona, sirviendo como caldo de cultivo a la inconformidad por parte
de mentes vagas y enquistadas desprendidas de la correspondencia con la
realidad.
Socialismo de orientación fascista también, consistente en no querer
algo diferente a lo que se rechaza, sino en una pura oposición sin objeto.
Posición perfectamente reaccionaria y vacía, que en su “querría ser” pretendió
erigir la escuela en Iglesia del Estado –poniendo así en rivalidad a dos
políticas en su interior. Realidad peligrosa si las hubo, pues para tal
tendencia “comunista” el sentido indudable correspondiente a la escuela no era
otro que la dirección del Estado. Así, la interpretación de la escuela y la
cultura no podía sino desembocar en una especie de función eclesiástica
respecto de la política, cuya tarea primordial era la de hacer “militantes”
ciegos y obedientes, servidores de la “ideología revolucionaria” encarnada en
una figura vacía a manera de un santo padre, un sacerdote, un líder, un jefe
supremo y providencial sobre quien descargar el peso de la responsabilidad
individual. Socialismo mistificador, infecundo y reaccionario, en cuyo
autoritarismo dogmático y ansia de exclusión se delata la pretensión no de
compartir con nuestros hermanos, sino de mandar como nuestros padres.
Socialismo meramente adjetival o de cartón de roca cuyos bagazos filosóficos,
faltos de toda sustancia, no pueden dirigir ni mover a la acción y que falto la
reflexión y de fundamento tan sólo pudo servir de máscara a otra cosa: al
narcisismo, al burocratismo o a la voluntad de poderío.
Así, se cambiaron las perlas de agua de la creación y la libertad por el
plomizo dogma amorfo, negador del altruismo y del espíritu de solidaridad
liberal, dando lugar a una mayor dominación, al “control” de la propaganda
urdido por la insidia o a la violencia. Concepciones vulgares de la filosofía
utópica fácilmente transformables en sectarismo de covacha, cuya desorientada
mística inferior no difiere de la cartomancia o del espiritismo. Porque el
reemplazo de creencias religiosas por creencias sociales tiende a hacer del
socialismo sin objeto real un objeto
sobrenatural y astral. Socialismo tenebroso de estrelleros, pues, solapador de
una burocracia supersticiosa y arrogante, que a la vez que abominaba del
liberalismo en realidad se aliaba a la depravada política del universal
imperio, reclutando para sus filas a confusos espíritus juveniles tan
ambiciosos como incultos, para sumergirlos en una fantasía infantil cuyo
carácter evefrénico se reveló en la identificación de la “revolución” con lo
que niega la realidad de la nación y los esfuerzos más caros de sus mejores
hombres.
Doble juego de prestidigitación y ocultación, que en su impotencia y
comedia revelaba una concepción degradante de la cultura, interpretándola
vulgarmente como instrumento para satisfacer los apetitos incultos. La práctica
de la educación y la cultura quedó así viciada por una especie híbrida de
platonismo, consistente en una actitud caprichosa que tenía el carácter permisivo, libérrimo e
irresponsable de los sueños: creer que la realidad no compromete y que las
consecuencias de los actos no crean obligación alguna. Actitud que
inevitablemente llevó a la educación a la esterilidad y en la dilapidación del
exiguo presupuesto en vacilaciones costosas y en experiencias sin éxito, que
figura las aventuras de un frustráneo Dante buscando a una Beatriz
inencontrable. No.
Por lo contrario, educación y cultura adquieren su valor justamente por
la superioridad respecto de todos los demás apetitos. La cultura es una
apetencia que ha de satisfacer a la sociedad –puesto que sus valores y bienes
tienen a su vez como fin satisfacer un apetito social. La cultura no puede ser
instrumento de los apetitos incultos o de aquellos que quieren servirse de ella
personalmente, disputándose su prestigio y usufructo, escudados tras exigencias
políticas y/o económicas, desvirtuando, desnaturalizando y corrompiendo sus
estudios, su responsabilidad y sus esfuerzos. Porque el objeto de la escuela no
es el de la distribución de la riqueza (problema específico de las esferas
económica y política), sino el de la trasmisión del conocimiento, siendo por su
parte el deber más alto de la cultura manutener viva una tradición intelectual.
Porque si la educción estriba en el desarrollo y orientación de las facultades
del hombre, la cultura es el territorio del estudio y la comprensión más alta y
profunda del espíritu, por lo que toca a la especie humana como tal signada con
un destino histórico -siendo su valor también social, al poner en comunicación
por medio de la tradición con los
antepasados y los ancestros inabordables.
Aunque la obra de la cultura significa para el individuo deberes, desvelos y trabajos, privaciones y sufrimiento, también exigencias
de rigor, destreza, talento y gracia, para poder aspirar a la belleza,
socialmente es la imagen de la belleza misma: satisfacción, gozo, que es el
usufructo de sus realizaciones, de
valores convertidos en bienes concretos. La cultura por sí misma muestra su
valor de superioridad por sus ingredientes armónicos de convivencia y formación
social, por abrir en el seno del trabajo una forma de viada a ejecutantes e
intérpretes en celebración de ella misma como valor superior. Así, hay que
buscar el sentido social absoluto de la cultura, su sentido filosófico, en sus
fines sociales propios –a menos que se quiera cambiar los fines de la sociedad
o el sentido de la filosofía.
Porque la verdadera reforma educativa no puede sino partir del
conocimiento profundo del espíritu del
mexicano para tratar de corregir sus vicios y desarrollar sus virtudes,
tratando de crear modelos de hombre con una formación integral, conocedores no
menos de la técnica y de la civilización que del espíritu y de la cultura.
Beneficiar a los hombres como sociedad, no en lo personal, no en lo
económico o en lo político, sino en otra instancia de lo político, entendido
como lo social mismo: aquella que funda al hombre -o como instancia de la
República, como la luz pública donde aparece el sentido que la sociedad se ha
dado a sí misma en su despliegue, ya bajo la especie ejemplar de lo
conmemorable, ya de lo dado a la admiración como acto de reconocimiento, pues,
de pertenencia a un sentido: a un mismo corpus de valores. Valor político, es
cierto, pero en lo que tiene de valor antropológico: de fundamentación del
hombre en su propia naturaleza, más que en la ambición de construirle un futuro
o de gobernar sobre él, de fundamentarlo. Porque la vida superior de la
cultura, su superior valor, se encuentra en el estudio y comprensión del puesto
del hombre en el mundo –siendo por ello donde más importa el orden y la
jerarquía y de donde se desprende su autonomía moral.
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