I.- Pretexto: la Imagen
Arquetípica del Madero
Por Alberto Espinosa
“El
alma corresponde a la divino
como
el ojo corresponde al Sol.”
Karl G. Jung
En el encuentro con lo que del tiempo queda
está la cruz y la rosa cárdena de la carne escarnecida que vuelta espíritu a
diario resucita. La función religiosa,
como experiencia de la propia alma, encuentra en la formación natural de la
conciencia que está impresa en ella el arquetipo de la imagen de Dios, quien
actúa participando entonces en la vida e influyendo en ella como parte del
desarrollo natural de la conciencia. Visión y descubrimiento del Misterium Magnum, pues, fundado
particularmente en el alma humana, en donde la figura divina aparece como la
propiedad más íntima de cada uno de nosotros –pues es en el acercamiento a la
figura de Cristo que el alma logra su acabamiento y cristalización cabal.
Porque el alma, lejos de ser un pobre humo, tiene, en su propia naturaleza la
génesis los fenómenos religiosos.
Así, el tema de una obra actual de Mendoza, grabada en acero, es
el de una cosa recóndita, arcana, de secreto muy importante: de un misterio, de
una cosa oculta, que se manifiesta como la visión del rostro sagrado. Porque el alma, en efecto, tiene una relación de
correspondencia con la esencia de lo divino. Es el descubrimiento de la fuente
de agua viva que ilumina vivificando el alma y que permite entrar al jardín
interior y tener en él un templo. Porque ser fieles a Cristo, vivir en
Cristo, es hacer de él un lugar –lugar sagrado, no subordinado o central que
establece los puntos cardinales, salvadores, para orientarse en el camino. Así,
el mediador divino permite penetrar en el desfiladero misterioso, en las
profundidades del alma humana por la abertura central, donde el corazón no está
más puesto en lo que le pertenece, sino en aquello a lo que pertenecemos
–permitiendo así ser hermanos: ser hermanos en Cristo, despertando la
torre de la conciencia a una más profunda responsabilidad.
Ser fieles a Cristo no es, en efecto, vivir
su vida o copiarla, sino hacer de él un lugar, vivir la vida en una especie de
paralelismo orientador que, a diferencia de los infieles e impíos, permite la
representación de nuestra acción en el mundo. No implica transformarnos
exteriormente en esa figura, sino más bien ser fieles a nuestra alma. El
verdadero cristianismo exige, en efecto, esa autenticidad: exige transformarnos
en quienes teníamos que ser para coincidir
con nuestra alma. No se trata de construirse una personalidad para coincidir
con una imagen entrevista en los sueños de la infancia, sino ser fieles a esa
imagen descubierta haciéndole un recinto en la intimidad. Para ello hay que
hacer un lugar en la interioridad, hay que poner corazón y abrirlo para que el
alma encarne en la vida. Porque la iluminación del alma solo viene cuando
ponemos el corazón con el acento en otro lado –no en aquello que nos pertenece
(el corazón), sino en aquello a lo cual pertenecemos y de donde realmente
somos. Porque el alma es ese lugar prometido que permite llegar a nosotros
mismos y tocar la otra orilla del ser, pero que a la vez no nos pertenece
–puesto que el alma es un lugar sagrado. Lugar sagrado, en efecto, al que más
bien nosotros pertenecemos. Lugar cuya luz es el mediador divino y en cuya iluminación
se da la facultad del habla, pues esa luz es comunicación y diálogo con nuestro
ser más profundo –luz que permite entrar en ella como un lugar, bastando sólo
una chispa de su luz para sacarnos totalmente de la oscuridad y las tinieblas.
Ese lugar es sagrado, es un templo siempre abierto al que en todo tiempo
podemos entrar y el cual permite disolver el malentendido del mundo y
reconciliarnos con el origen de nuestra verdadera patria olvidada: con nuestro
Padre que está en el Cielo y es al fin reconocido (porque el Padre está en
Cristo y Cristo está en el Padre).
El arquetipo divino tiende, en efecto, al
desarrollo y diferenciación infinita en la individualidad creadora. Porque
cuando Dios está dentro del alma consciente y desarrollada, cuando ha penetrado
profundamente en el alma humana, es guía de los impulsos influyentes y de los
motivos decisivos de la persona, elevando y desarrollando el alma del hombre
interior. La indeterminación del arquetipo se debe a que es una figura no
traducible a la literalidad de la explicación; es más bien la mostración de la
individualidad más desarrollada del tipo más logrado del alma humana –teniendo
por ello el carácter de lo único y extraordinario, de lo no condicionado y de
lo absoluto, trazando con ello la diferencia con lo profano, con lo
subordinado, con lo secular e incluso con lo ordinario. Así, el alma ordinaria
y vacía, el alma insignificante, de valor nulo y despersonalizada, deja de
participar de la vida del ser humano por carecer de las nociones de lo más alto
(el valor máximo = Cristo) y de lo más bajo (la indignidad máxima, lo más grave
y reprochable = el pecado), encuentra mediante la impresión del arquetipo el
lugar de la apertura donde adquirir cuerpo y volumen, altura y profundidad,
mediante una visión –pues el ojo corresponde al Sol como el alma corresponde a
Dios.
Lo sagrado aparece entones como el
fundamento, como el punto cardinal de las orientaciones, como algo que siempre
hay, como una reserva o fondo firme donde poner pie y salvarse. Así, la
salvación para el yo no es destruirlo, sino salvarlo. La salvación del yo está
entonces en hacer vivir algo y
habitarlo. Su vía de acción es la creación: es hacer vivir el lenguaje,
es habitar en las imágenes al poner el alma en ello. Es entones que la creación
es un lugar donde se puede entrar y es por tanto sagrada. Es por ello que la
figura del mediador divino apunta siempre a la intimidad: al alma de la
individualidad creadora.
Descubrimiento, desarrollo y elevación,
pues, del hombre total oculto (del hombre nuevo) a través de la realización del
modelo en la esfera de la vida individual y con los propios medios -pues el Ars totum requirit hominem. Es así que
en la personalidad creadora existen los valores más elevados, por lo que
aquellos a los que es dado ver la luz requieren de una extensión
inconmensurable y de una profundidad insondable –naturaleza fascinante y
terrible de quien enfrenta a la totalidad en una experiencia no carente de
temor, incluso de espanto.
Conciencia de las profundas raíces del ser
humano que encuentra la misteriosa relación con el hombre interior, penetrando
la profundidad del alma humana guiado por el mediador divino. Encuentro, pues,
con el sendero a la interioridad espiritual, que no es sino una larguísima vía
de sinuosidades laberínticas que une posturas antagónicas entre sí -pues al
exigir ver la totalidad, al verlo todo, tiene necesariamente que pasar por los
extremos. Camino oculto y misterioso, es verdad, pues nuestro ser consciente no
puede abarcar la vida del alma –a través de la cual actúa Dios desde dentro y
desde fuera siguiendo secretos senderos.
Inspección, pues, que toca la naturaleza del alma, que tiene entre sus
dignidades la conciencia de una relación con la divinidad: el de su
inmortalidad, que la eleva que la eleva por arriba del cuerpo perecedero por
poseer una cualidad sobrenatural.
La alta misión educadora del arte de ver
tiene así como contenido psicológico una visión interior, un acto de ver, tener
una experiencia interior de un tipo existente en el alma donde se da la
experiencia de la totalidad como comprensión de lo contradictorio: es la
antinomia moral que nos enfrente a los hermanos gemelos enemigos del bien y del
mal en choque dentro de la misma individualidad. Visión también que desgarra el
velo del abismo de la contrariedad del mundo por la manifestación de la
realidad del mal, que quisiera crucificar todo lo viviente, y de su
incompatibilidad con el bien, suspendida en el padecimiento y el sufrimiento
moral.
Imagen: Grabado en Acero
de Oscar Mendoza Mancillas
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