II.- Pretexto: del Tao
o del Viejo Sendero
Por Alberto Espinosa
“La verdad es el fondo
del tiempo sin historia.”
Octavio Paz
I
Hay una espléndida impresión a color de un
grabado al aguafuerte (Impulsos y Arcanos Serie A) Oscar
Mendoza toma como modelo el paisaje regional a la hora del atardecer donde
destacan las huellas del camino –siendo un pretexto ideal para reflexionar
sobre el Tao.
La luz del sol pareciera impregnar la tierra
y esparcirse como el grano y tostando la arena o las espigas cuando el sol
mismo ha emprendido ya su viaje melancólico y el celaje se viste con el manto
de las sombras nocturnas. Paisaje en cierto modo vangoghiano que en el mero registro de las partículas
sensibles va conformando una especie de segundo plano, dando cuenta así también
en su composición de lo que late más allá de las apariencias. Desarrollo que
empieza como una meditación abstraccionista, pero que inmediatamente revela,
por medio de una temperada armonización de las cromatizaciones, la alquimia de
la luz, logrando con ello la viva germinación de sus semillas.
El astro dominante reverbera sobre la tierra
siguiendo la senda repetida, mientras allá a lo lejos el espejo de la luna como
un centavo diminuto de blanca plata espera su llegada. La noche mientras tanto
deja asomar un rostro burlón en el que hay algo de simiesco y de labios
sellados –semejando a uno de los Veladores en su arrogante sonrisa socarrona
declarara que si Dios hizo el Cielo y la Luz, el Príncipe de las Tinieblas tocó
crear las Tinieblas y el Abismo, jactándose de que la Oscuridad existió antes
de la Creación, no como mera ausencia de luz sino como una entidad real.
Es pues la tierra todavía iluminada que entra
en la en oscura, creando por el contraste de las fuerzas enfrentadas una serie
de reverberaciones y sugerencias a la mirada del espectador. Así, bajo la solfa
de un estilo que podría llamarse minimalista, despojado de todo lo excesivo en
su frugalidad y purismo de trazo decidido, en el artista durangueño pareciera
haber un tono sonriente de profunda humildad, como quien danza ante la
evidencia de algo sagrado, como quien celebra ante un altar el choque ardiente
del día con la noche. La calidad de la expresión, la calidad formal o terminal
de la obra se relaciona así dialécticamente con la calidad de la relación de
vida establecida por el artista al iniciar la obra como un doble juego polar,
en el que se da un profundo realismo entendido como una relación de intimidad
con la vida.
Relación de humildad, incluso de autosacrificio,
que brinda una especie de gracia que permite al grabador reconocerse en todo y
reconciliarse plenamente con la vida. También volver a las raíces de lo humano
y del ser donde la autenticidad de la persona coincide puntualmente con la
trasparencia del arte –porque la verdadera obra de arte, al igual que la
persona, tiene el poder de la mirada real, que a la vez que nos despetrifica
nos obliga a convertirnos a nuestra vez en vida.
Es la verdad del arte, que nos invita a
recorrer el camino, a caminar en la vida para naturalizarse hombre y hacer de
esta tierra una patria transparente. El arte, en efecto, es el proceso de
naturalización del hombre, de hacerse hombre natural mediante el combate
interno con elementos hostiles. Porque la humanidad no es algo que se tenga
como una posesión, sino un lugar al que se entra por medio de un proceso de
autoeducación, el cual implica despertar a una memoria donde reina la vida del
espíritu. Mundo que en parte se descubre y que en parte se inventa construyendo
así el recinto de la intimidad y dando espacio imaginario al desarrollo de una
condición: la condición humana –la cual tiene como tarea negativa de
desenajenarnos de las apariencias del mundo y de la escoria sensible de uno
mismo.
Movimiento en el que hay también que
recuperar la casa invisible, restaurar la casa interna, restableciendo las
relaciones de intimidad con la vida. Condición a su vez de este mundo una
patria –y que es transparente porque no oculta la tierra. Establecimiento,
pues, por medio del arte de la condición humana, que es lo que le permite a la
obra artística iluminarnos, ser un órgano, un pulmón de la luz.
La obra de arte se presenta así, no como un
metalenguaje que requiere de un código para su desciframiento, sino como un prelenguaje,
un protlenguaje, que aparece como un polo del sentido, que es casi un
sinsentido porque no es transparente, como no es transparente una evidencia que
nos desarma o una fuente de luz -lo que es transparente en cambio es lo que ese
lenguaje traspasa y el lugar que él habita. Arte, pues, que es el modo de
aceptar vivir abiertamente y decidirse a aceptar la vida con alegría. Porque la
obra de arte es también la revelación radical de la persona.
II
El hombre, ser expuesto a los elementos y
que nace en medio de las fuerzas de la Naturaleza, nace simultáneamente por la
acción fecunda de Eros en la Humanidad, en la cultura humana –siempre bajo la
forma de una lengua, de un legado y de una historia. Mundo de valores, mundo simbólico y
espiritual que rodea al hombre por todas partes y al que pertenece, y de donde
es realmente, que se despliega como una casa habitable, como un espacio que ha
existido antes y sobrevivirá al individuo particular: como una memoria. Porque
la humanidad no es una propiedad, sino una tarea que empuja al hombre a
descubrir y a la vez a construir una interioridad, un recinto para que habite
su espíritu y se comunique con el
espíritu de la raza, de la lengua o de la especie -y esto no de una vez por
todas sino en un esfuerzo sostenido en todo momento y cada instante de su vida.
El hombre, en efecto, va recorriendo y
haciéndose familiar de ese mundo humano paralelamente al encuentro y
construcción de su intimidad. Pero ambos
mundos pueden perderse, pueden dejar de existir en algún momento de su
travesía, de su camino de encuentro y edificación. La pérdida parcial de ese
doble mundo conjugado, sus choques desarmónicos o hirsutos desequilibrios, sus
valles de penuria o su temblor anémico, nos instan así a la búsqueda del espíritu,
lanzándonos a la aventura de su recuperación en las alas del recuerdo o del
pensamiento, de la imagen o de la poesía, donde es más claro el horizonte final
de esa añorada patria perdida. Su primer nombre genérico, nadie lo ignora, se llama “arte”, porque tal es el nombre
humano de nuestra tierra natal, que ha existido siempre aunque hayas nacido
lejos de ella.
Es por ello que el artista es por
antonomasia el extranjero, del viajero que desde su puesto de vigía explora los
territorios visibles que despuntan en el horizonte, buscando insaciable entre
cavernas y montañas las fuentes que indican el centro de la tierra prometida,
la tierra firme de la otra orilla. Es así también por definición el
“habitante”: el familiar del mundo. El artista, en efecto, poniendo manos a la
obra realiza su intimidad al través de un diálogo con el mundo: de una hechura
que simultáneamente habla de los orígenes y de lo que pasa, pero que al
filtrar, al moler o trillar sus materiales e incorporar el sentido disperso
pendiente en el torbellino de lo social, da a la vez constancia también de lo
que queda. .
La búsqueda de la tierra natal hace así del
artista no sólo un extranjero, sino también un exiliado; lo hace también un
aprendiz de mago que hace, ante los elementos del despojo, de la intemperie y
de la orfandad, su casa de nómada en medio del destierro. Que hace, pues, su
tierra en el aire, recogiendo los granos de las espigas luminosas, atrapando en
el aire sus burbujas de luz, para así preservar la chispa o detener la perla
–en cuya pálida pátina queda el reflejo de un rostro olvidado, o el calor de
tierra nativa, del fiel paraíso, de la patria perdida.
La altura de nuestra edad histórica añade a
la búsqueda de esa tierra humana un elemento de inestabilidad y de peligro: el
del extravío de los puntos cardinales, sólidos y fijos, que serían orientadores
y salvadores para el perdido. El buscador de maravillas se encuentra entonces,
como en mar abierto, en la zozobra de la
búsqueda, al moverse él mismo sobre de un elemento el mismo fluctuante. Su
imagen es igual el de las aguas succionantes del tropel arenisco de resaca que
la cuerda de los flujos arrastrados por la lejana catarata. Fuerzas abismales
de las aguas que nos mueven a capricho con sus particulares obstáculos y
escollos, imponiéndose de tal manera el extremo peligro ante nuestro paso no
sólo el de la confusión de los caminos, sino el de su ausencia, el del extravío
de las orientaciones mismas –antes dadas tradicionalmente por el legado del
saber y la cultura.
La búsqueda de ese solar nativo equivale así
a una peregrinación –que sólo puede hacerse por fuera si simultáneamente
corresponde a un peregrinaje interior. Porque la búsqueda exterior es también
la de un centro interior más estable y esencial donde la persona pueda
concentrarse para luego expandirse
La verdadera tarea del artista en su camino
es tomar la vía que conduce al centro, encontrando por ello el valor absoluto
del alma como libre y autónoma al estar en concordancia con el libere mandato
del espíritu. Porque el alma humana tiene por su naturaleza propia la capacidad
de reconocer la verdad, que está en el hombre mismo formando el mismo centro de
su ser y en relación con el espíritu. El alma como entidad ontológica (no como
realidad psicomental) tiene así que ser reconocida por la vía de la libertad
-camino que lleva al centro del propio ser.
Por lo contrario, ignorar el propio centro,
no reconocer la propia alma por una especie de absurda amnesia en la que las
distracciones del mundo y el falso arte colaboran activamente, constituye el
peor desastre de la humanidad al alejar sin remedio de la condición humana
misma.
Es por ello que tenemos que salvarnos de lo
profano, del devenir y de la historia, que equivalen a no-ser, y entrar a una
zona sagrada, que es siempre un templo, un centro el mundo, para entrar en
contacto con el ser. La obra gráfica más reciente del maestro durangueño ha
incursionado así en el descubrimiento y mostración estética de ese principio
ontológico que precede al hombre y lo trasciende. Para ello ha incursionado en
una actitud cuyos resultados estéticos dan cuenta de la exploración de la
búsqueda más prístina del centro de la persona (metafísica), dejándose imantar
también por lo sagrado que está fuera del hombre (religión).
III
Todo arte verdadero aspira al realismo
profundo, que es el rendirse ante la realidad para cumplirla. El arte rompe el
sagrado silencio de la realidad al expresarla, pero sólo la expresa o la dice
si ante la virginidad que se ofrece logra tocarla y romperla traduciendo su
abrupta mostración al ser fiel a su evidencia. Entonces lo que el arte dice de
la vida lo traduce, diciendo así fielmente lo que también dice la vida. A diferencia del arte falso, irreal,
palabrero o tecnicista, que sólo rompe el silencio de la realidad para sacar
provecho de esa violación, que codicia la virginidad sólo para al romperla
manchar su dignidad o que copia la realidad para dejarla intacta –por ejemplo,
cuando el arte sólo mira los resortes y mecanismos de la imagen, dando por
resultado algo menor a la realidad o con que exhalarse de ella. Sólo el arte real toma la virginidad de la
realidad que se le ofrece rompiendo su silencio sagrado justamente para
devolverle su dignidad sin mancha. Es el arte entonces acto: evidencia donde se
confunde lo que el arte dice de la vida con lo que la vida misma es –enredando
entonces el sentido del arte con el sentido de la vida. Es entonces cuando el
arte es un lenguaje vivo y germinal, que es original por ser originario y
fundamental por ser fundador, llegando a ser una tierra fértil y firme como el
suelo.
La realidad es apreciada por el arte
entonces como una virginidad, porque tiene que romperse el silencio sagrado de
la realidad, pero sólo es arte real, a diferencia del arte falso, palabrero o
colorista, cuando toma la virginidad de la realidad que se le ofrece justamente
para devolverle su dignidad sin mancha. Es el arte entonces acto, evidencia,
donde se confunde lo que el arte dice de la vida con lo que la vida misma es.
pezneo@hotmail.com
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