La
Responsabilidad: sobre la Justificación y la Afirmación
27.1.- Es tiempo ahora
de recoger algunos hilos dejados sueltos por el camino. Hemos visto como el
hombre rebelde es, en mucho, el hombre moderno, el cual alegremente ignora que
se ha vuelto oveja negra –como todo el mundo, intentando muchas veces sacar de
ello su originalidad, que se ha vuelto unánime, que se ha uniformado, o
practicando el socialismo de hoy en día, dogmático, contradictorio, al grado de
convertirse ya no digamos en el más feroz de los individualismos, sino en un
sacerdocio sin Dios, apóstata, que incluso se regodea en la blasfemia, y que
empujado por las presiones históricas y generacionales (la tradición de la
ruptura) emprende como todo el mundo el infernal y tortuoso camino sembrando no
más que promesas de buenas intenciones.
Con ello el hombre moderno no sólo pierde la
tradición, convirtiéndose por tanto al carecer de ese suelo en un salvaje
postmoderno, sino también pierde el horizonte del sentido, que es valor del tiempo
vivido, rechazando por ello también la justificación: el dar razón de sí –ante
sí mismo, es decir volviéndose inmoral, factor de discordia o de disolución
social. Por ello el concepto de justificación viene a ser el más importante
dentro de toda la filosofía de la educación –si no es que dentro de la
filosofía toda.
La noción de justificación está así ligada
al sentimiento de respeto –que no es otro en el fondo que el que mueve a ser
responsable para con uno mismo; sentimiento en el que hay una peculiar
reflexividad, por tanto, ligada a la noción de libertad: porque, dicho
simplemente, estar justificado ante otros no es sino la instancia pública donde
el hombre toma conciencia del justificarse a sí mismo frente a sí mismo:
específicamente ante su razón práctica.
Por lo contrario, el desvergonzado, el
cínico, es el hombre que exhibe sus faltas, que en cierto sentido ha perdido el
pudor, o cuya impudicia lo muestra como un bárbaro, como un hombre carente de tradición,
como un incircunciso del espíritu –jactándose incluso de ser “un cabrón bien
hecho”, sin ya siquiera disimular sus faltas, esperando incluso en su ceguera
que sean premiadas, por intuir oscuramente en su desgracia que aunque el pecado
está premiado, es en si mismo castigo, que es escoger la desgracia y el
castigo. O, dicho de otra manera, es el hombre que se ha desconectado por
completo de su razón práctica, volviéndose de tal manera egoísta, inicuo,
injusto, pues la injusticia es una práctica tanto como lo es la justicia. Tales
prácticas constituyen con el tiempo costumbres y finalmente un carácter -e
incluso sistemas enteros que aglutinan a sus agremiados por tales impulsos y
tendencias del alma inferior que, por decirlo así, ha tomado ya todo el control,
reinando por tanto si no la indiferencia o la indistinción, el estado de vacío
mental o de vulgaridad profunda (viendo las cosas desde una perspectiva
sórdida, empobrecida, rebajada, sodomita).
Si la
práctica de la injusticia puede ocasionalmente deberse a la distracción, a la
conveniencia egoísta o grupal, gregaria, termina al hacerse costumbre por
volver al hombre un cínico, un indolente en materia moral, incluso un indiferente
frente al mal que procura, y culmina con la total negligencia en asuntos de
humanidad. Un paso más allá se constituye en sistema del mundo, en filosofía,
cínica naturalmente, pues estamos hablando del naturalismo de los perros, que
eso quiere decir cínico, cuya estratagema básica es insistir con su afilado colmillo
en el sólo punto de una falta formal menor y aun inexistente en su adversario:
la irresponsabilidad del escritor, el desaliñó del esteta, la ortografía
cuestionable del inspirado, la juventud del inocente etc., para así desplazar,
proyectar y desviar la atención de una culpa mayor, de fondo , de contenido, en
la propia conducta. El omitir faltas graves y regodearse en habladurías menores
es su sino; su estigma, su estrategia; su castigo: estar rodeado por sus pares,
que como él mismo se mueven por la divisa del non serviam (no seré siervo) y así o todos a una traicionan o todos
a una se eximen de una culpa que acaba indistintamente por primero homologarlos
para finalmente ingurgitarlos a todos, colectivamente, en el error.
27.2.- La tesis de Max
Scheler, según la cual el instinto es lo menos valioso pero lo más potente,
mientras el espíritu es lo más valioso pero lo más impotente, se sitúa, por su
misma estructura lógica, del lado de la fuerza –no viendo por tanto que la
fuerza del espíritu está por otro lado. Ese otro lado son los sentimientos
altruistas, sociales –ciertamente más complejos, delicados y difíciles de
desarrollar, puestos muchas en aprietos frente al temible egoísmo, impulsivo, instintivo,
vulgar, de nuestros tremendos días.
27.3.- En una palabra:
el hombre rebelde es aquel que al no querer hacer el bien, más bien quiere deshacerlo
o hacer el mal. Visto desde una perspectiva religiosa es, por tanto, el hombre
tentado, que ha caído en la gran tentación del pecado, que es amar el mal y
odiar el bien –perdiendo con ello todo juicio moral, no sabiendo discriminar, y
estando por tanto perdido el mismo. En cierto sentido se trata del hombre o la
mujer que se han dado a la desvergüenza, a la prostitución, que van ramoneando
por la vida, que se han vuelto como una ramera vendiendo sus favores. De ahí
difundir el soborno como costumbre social no hay más que un paso, y contando un
paso más, el difundir públicamente sin vergüenza algún sus pecados.
A tal hombre se le puede entonces acusar
rectamente de “no entender”, de no escuchar, la ley. Se le puede reprochar así
mismo el ausentarse del sentimiento social de la ley, de haberles perdido el
respeto de sus semejantes pero, sobre todo, lo que es más importante y
trascedente, de haber dado la espalda a Dios, postulado desde un principio (por
la fuerza misma de la tradición) como el creador y el garante de la ley. Se
trata entonces propiamente del volteado, del apóstata, del hombre que se ha echado
para atrás, negándose a esforzase por subir a la montaña, para rodar cuesta
abajo, para caer en dirección contraria por haber abandonado los imperativos del
Altísimo, por no haber actuado de buena fe, de buena voluntad, sino con mala
leche.
Así, cuando tales actitudes se generalizan
no pueden sino redundar en una situación de desconcierto expandido, en la que
todos roban o se hacen violencia unos a otros, creándose un estado de
inseguridad, no sólo por ello, o de forma inmanente, sino a la vez provocando
el castigo de las potencias de arriba o de la justicia trascendente, divina,
para purificar la tierra y restituir el orden. También un estado de malestar permanente por
hacer lo malo, por el pecado de la iniquidad, que sólo puede dejar como saldo
un corazón doliente. Tal sucede con los hijos rebeldes, desobedientes; también
con los paganos que, al intentar introducir con potencia una cultura histórica
en sustitución de una cultura universal, so pretexto de la vanguardia, de la
moda, de un nuevo orden, del progreso, de la evolución, de la lucha por la
vida, de la adaptación, de la ley del más fuerte, etc., etc., etc., corrompen tan
tranquilamente y sin conciencia de sus hechos a todo el pueblo.[1]
27.4.- La solución dada
por el formidable profeta Isaías no puede ser otra que el sincero
arrepentimiento y la correctora enmienda: asumir la propia responsabilidad y mejorar
la propia conducta, corregir el comportamiento, lavarse con agua y con
espíritu, dejar de hacer lo malo y buscar el bien, quitar la injusticia de las
obras personales, restituir al hombre agraviado, no alejar de sí la causa de la
viuda, sino ampararla, hacer justicia al huérfano, quemando las escorias y las
impurezas con el agua diáfana de los actos bienhechores y el jabón de del Espíritu, para en la
oración restituir la relación con él –pudiendo entonces el hombre no temer,
librándose del pecado, y estar justificado ante a Dios.
27.5.- Porque quedarse en
la falta es condenarse, porque es quedarse en el pecado, que si está premiado
es sin embargo castigo. Elegir el pecado, decidirse por el pecado, es elegir
así simultáneamente decidirse por el castigo. Es cierto que no es posible
volverse hacia atrás para volver a empezar todo de nuevo; pero es posible
quedarse como suspendido en el pasado sin salir del pecado, eligiendo
reiteradamente el castigo. Por lo contrario, el arrepentimiento ofrece una
salida: es la esperanza, es recuperar la gracia perdida y comprender, por
parcialmente que sea, que las faltas no se borran, pero que pueden en cambio
superar, pues al cambiar uno mismo se les puede cambiar de signo y de sentido
–lo que equivale propiamente hablando a la conversión, en la cual hay una
transformación, pues el hombre guiado por el espíritu de la rebeldía, que
obedece a la injusticia y no a la verdad cambia a favor del espíritu del humanismo,
consistente en aprobar lo mejor, en repudiar lo peor, siguiendo el camino de la
justicia, en hacer el bien y poder por ello aspirar a la honra y a la gloria,
también a dejar memoria entre los hombres e incluso a la inmortalidad de la
vida eterna.
En el plano teológico el don del libre
albedrío se relaciona directamente con la gracia divina: Dios elige a los suyos,
para darles la vida, la salvación y la eternidad, teniendo sobre los seres
humanos poder de decisión desde toda la eternidad. Sin embargo, al don del
libre albedrío en el hombre corresponde la gracia cuando se ha optado por el
bien. Porque el hombre, en efecto, puede escoger libremente la suerte que desea
para su alma, al decidir entre dos
opciones: la vida eterna o la muerte. Lo sorprendente, en efecto, no es tanto
la voluntad divina de escoger a los suyos, ni la libertad del hombre, en los
estrechos límites de la condición humana; lo sorprendente es que pudiendo
escoger la vida eterna algunos escojan más bien la nada, la muerte, la
condenación –ya sean los empecinados contumaces o los engañados por el mundo.
Almas, pues, que son desgraciadas, poseídas
por el vicio o por la enfermedad, pues la desgracia está asociada a nuestras acciones, a nuestros
pecados. Porque aunque el pecado está premiado y aún es prestigioso, el que
peca profana una cosa sagrada y así al exilarse del todo y asociarse con la nada
escoge el castigo –no porque el pecado sea penado, sino porque quien lo escoge
está simultáneamente escogiendo el castigo, porque el pecado es esencialmente,
en si mismo, castigo. Despreciar la luz, la serenidad, la paz, el amor, tiene
como su fondo la adoración de ídolo: el amor irrefrenado al conflicto, al mal y
al odio, lo que lleva inevitablemente a la desgracia, a ser desgraciado, a ser
abandonados de la gracia, soltados de la mano de Dios.
Así, por contraste, lo que se requiere para
encontrar el centro de la persona y de la sociedad, es clamar todo el tiempo,
de una forma a la vez serena y luminosa, sin desesperación, por la recuperación
de la gracia, por la restauración de un
centro más estable que le devuelva la salud, el equilibrio. Porque a diferencia
de la desgracia, que nos tiene como su presa, el hombre puede elegir libremente
por la gracia, que no se posee ni nos posee, sino que es un lugar al que se
entra, en el que se está: y que al entrar en él se revela como un lugar
sagrado, que no puede pertenecernos, sino al que más bien sólo podemos
pertenecer cuando nos abrimos y nos abandonamos, que es también un confiar y un
depender, es decir una fe (con-fidnes).
Porque el alma es también un lugar prometido y a la vez sagrado que nos insta a
coincidir con ella, para recuperarnos a nosotros mismos, para que así encarne en la vida,
aunque sin poder nunca identificarse o
definirse por ella. Porque el alma es como un templum, algo sagrado a donde entramos para revelar en su firmeza
lo mejor de nosotros mismos.
Esperanza de ser elegido y de ser amado,
pues, y decir que sí. Porque lo que funda y justifica al amor es su aceptación.
La aceptación del amor es su raíz, pues
si bien es cierto tiene como condición de posibilidad que alguien nos ame, es a
la vez necesario aceptarlo, decirle que si. Visto desde otro plano son cosas
simultáneas; ser amado y aceptarlo serlo son sólo las dos mitades de un entero.
Cuando no somos amados no se puede, en realidad, hacer nada –ya sea porque
aparecemos como indiferentes o porque hay contra nosotros algún afán de
obstrucción o de agresión. En cambio cuando somos amados se puede aceptar ese
amor o negarlo y rechazarlo. Cuando en un pecho vive la esperanza de ser amado,
de ser elegido, vive con toda la fuerza del deseo, pero sin la fuerza de la
voluntad del yo, que es el deseo de posesión, por lo que sólo se puede aceptar
su luz y su nombre.
Esperanza que se alimenta cada día, a veces
como una pequeña chispa limitada de luz, pero cuyo valor está justamente en esa
limitación, que sin embargo nos saca enteramente de las tinieblas. Esa
esperanza radica en decir que si; pues
por más que la afirmación, como la luz, ilumine sólo una zona limitada o sea
sólo una fracción, es suficiente para luminar el camino, para ver, dada a
nuestra medida, capaz por ello de colmarnos y de sacarnos totalmente de las
tinieblas. Porque si el no puede ser de una vez y para siempre, de la misma
manera que el sin sentido puede ser ilimitado (hybris), en cambio el si hay que alimentarlo cada día, corroborarlo
de tal suerte a cada paso el sentido de la vida, para así volver a mirar y
descubrir la luz todos los días.
Por ello también no es posible evadirse del
dolor pactando para ello con la mentira, por comodidad, para consolarse, ahorrándose
así muchos sufrimientos –pero al precio de volverse uno mismo peor; sino que
por lo contrario la única salida es aceptar la luz de la vida y todo lo que en
ella nos pasa, aún el dolor, porque todo eso que nos pasa es verdad y tiene
sentido.
27.6.- No es
injustificado decir que una de las exclusivas humanas o de sus características
más radicales es su necesidad de justificación –ya sin justificación, pues tal
característica constituye el a-priori
moral mismo del ser humana, que se presenta por tanto como un postulado, como
un horizonte de sentido ya irrebasable. Límite radical del ser humano, al que
precisamente por ello puede definírsele como el animal menesteroso de justificación
–especialísimamente de dar razón de si mismo, ante sí mismo o ante otros, para
mostrar la validez o cualidad de su verdadera efigie (que se puede mentir, pues
se pueden mentir no sólo los hechos, sino también el sentido, por que el hombre
puede así mentir-se a sí mismo).
Ante el hombre pueden justificarse muchas
cosas, pero de la justificación que más necesita es la de sí mismo, la de su
propia existencia: ante otros (el padre, el hijo, el jefe, el subordinado, el
hijo, ante la amante, ante el mismo enemigo); más radicalmente precisa
justificarse ante sí mismo; in ordo súmmum
requiere justificarse ante Dios (instancia transhistórica, fuera del
tiempo, definitiva, eterna), que sería obra exclusiva del sentimiento religioso
en el hombre o de lo que en él haya de homo
religiuosus (en modo alguno ajeno al sentimiento de la justica y del
respeto, sino parte esencial, sustantiva, de ellos).
El hombre, en efecto, es el animal religioso
que es, pues, por requerir con necesidad suma estar justificado ante Dios o de
dar ante Él y su divina razón una satisfactoria razón práctica de si de ser.
Para la razón humana, por razón del principio intelectualista, todo se presenta
como menesteroso, como necesitado, carente, menesteroso de justificación. La
razón de la necesidad de justificación se presenta entonces como una falta de
razón –que postula y a la vez busca la razón que falta, para así poder “salvar”
los fenómenos, las apariencias, explicándolas; mientras que lo no tiene
justificación o se presenta como no teniéndola, no puede menos que presentarse
como incomprensible, inexplicable, impenetrable, como infundado o eminentemente
irracional, como amorfo o arbitrario o como puro hecho bruto sin razón de ser…
y, finalmente por ello, como perdido (sin razón teórica o efectiva), o como no
teniendo derecho a la existencia (existencialismo).
El hombre tiene que justificar algunos actos
propios (e incluso ajenos) ante otros y ante él mismo. Pero ante quien tiene
uno mismo esencialmente que justificarse es ante Dios –por más que la justificación
ante Dios resulte una justificación ante uno mismo, que por la peculiar
constitución de tal verbo reflexivo tampoco dejaría de ser, conversamente, la
justificación ante uno mismo justificación ante Dios. De hecho ante Dios tiene
que justificarse todo lo demás también: lo ajeno y lo propio; todo lo
infrahumano y lo suprahumano; las acciones, omisiones y los pensamientos; los
seres mismos en su integridad, toda su índole e incluso su misma existencia, es
decir todos los seres (sustancias) tanto como las cosas de los seres (modos). Y
de hecho ante Dios, el ser en sí y por sí, no sólo se necesita justificarlo
todo, sino que de hecho se justifica: todo, hasta el mal, hasta la nada
–justificándose ante Él mismo su creación entera por su gloria. En cambio si todo
ha de justificarse ante Él, resulta tan imposible como innecesario que Él mismo
se justifique, siendo entre todos los seres el único ni necesitado ni
menesteroso de justificación, ni ante sí mismo, ni mucho menos ante ningún otro
ser –por ser el sr perfectamente justificado, el ser santo, que es.
Diferencia radical, pues, entre el hombre y Dios; pues si el hombre ha menester
justificarse ante otros seres, ante sí mismo y ante Dios; Dios en cambio no
tiene necesidad de justificarse ante nadie –para la Teodicea, Dios se justifica
por su propia naturaleza. La razón práctica de la Creación puede encontrarse en
su utilidad, no para la gloria del hombre, sino de Dios.
Por su parte el filósofo sería un tipo de
hombre peculiarísimo que, en el intento de justificarse a sí mismo ante sí
mismo, intenta la justificación teórica (fundamentación) de todo lo demás, de
todo lo habido y por haber, o el hombre necesitado d una justificación teórica
de todo –tarea tan basta y dilatada que extiende a todo lo largo y largo de la
historia de la humanidad en lo que esta de especie filosófica o anhelante de
saber, y de un saber teórico al menos, total (para asemejarse a Dios, que es
motivo recurrente de la soberbia filosófica). La filosofía, en efecto, no es otra cosa que
el esfuerzo del hombre por justificar ante sí todo lo habido y por haber, todo
de lo que se tiene noción o simplemente sospecha, desde la existencia de la
naturaleza inanimada hasta la esencia y la existencia de Dios –pasando por el
examen de su propia naturaleza, esencia y existencia, aunque este último
esfuerzo le resulte frustráneo al no pode dar razón con los instrumentos que
posee de que haya un ser como el suyo, que es el misterio del hombre en la
naturaleza. Pero cuando la ciencia quiere ir más allá de este misterio
afirmando que la naturaleza no tiene un fin, una utilidad, no sólo le niega
todo servicio, sino que condena a la naturaleza misma a una facticidad sin
explicación, sin justificación, ni siquiera teórica, a la vez condena al hombre
a ser puramente de hecho y sin razón de ser, despojándolo entonces de ser el
animal filosófico que es, es decir, condenándolo, arrojándolo sin piedad y sin
misterio a la arena del crudo, del cínico existencialismo.
Las razones de la justificación pueden ser
teóricas o prácticas. Las razones teóricas propiamente fundamentan el saber;
las razones de la razón práctica propiamente justifican un ente por su
servicio, por su utilidad o por su finalidad (es decir, por su bondad, por su
provecho, por su satisfacción). La razón práctica responde pues a la pregunta
¿para que sirve… lo que sea? Si para nada sirve se presenta por tanto como no
teniendo derecho a la existencia –como todo aquello que es inútil, que acaba
por estorbar. Por ello hay una razón práctica de todo: d la teoría, de la
ciencia, de la filosofía, de todo lo real… a diferencia de lo ideal (que tiene
una razón pura, teórica, o es en si y razón de sí).
Cuando el filósofo es más modesto puede extender
su afán de justificación personal a todas y cada una de las acciones
específicamente humanas (en la ética o en la antropología filosófica) –pero
también a toda su manera de ser, a su carácter, a su personalidad, a su
existencia (o filosofía antropológica y filosofía de la filosofía). Pero más
común y restringidamente, el hombre necesita justificar prácticamente
(justificación) las causas y los efectos de sus acciones morales, digamos que
por el dinamismo de su naturaleza (amores, odios, temores, ambiciones, ilusiones,
etc.). Porque ser hombre es esencialmente sentir la necesidad de ser afirmado,
confirmado en su ser, justipreciado por otros, de ser reconocido por los otros,
que es propiamente la instancia social de la justificación, consistente en dar
razones de ser y en recibirlas: en reconocer a los otros y ser a la vez
reconocido por ellos –en un mundo desquiciado por el desconocimiento de la
persona humana y hasta de la divina persona o severamente erosionado, enajenado
y diezmado socialmente, como es el nuestro.
La justificación en el sentido religioso se
expresa en la necesidad de lo que en hombre hay de religioso de estar
justificado pro Dios –prácticamente, por su utilidad, por su servicio, por ser
de provecho; o condenado, por su inutilidad, por su maldad, por su oportunismo,
etc.; y finalmente por su misericordia, porque aunque Dios no lo juzgue digno
de salvación, aún así lo salve juzgándolo indigno (limitadamente), o no, o lo
abandone y lo deje precipitarse al vacío, a la nada. La razón de ser de la
justificación se presenta entonces como falta de merecimiento de la salvación,
de la salud y finalmente de la bienaventuranza, en razón a su vez de la
pecaminosidad humana –de la que Dios puede salvarnos por su perfecta
misericordia o bondad, por su libérrima e incomprensible voluntad, o dejándonos
caer a las cavernas de los castigos eternos, a su vez justificados por la
fortaleza de Dios.[2]
27.7.- Exclusiva del
hombre, específicamente del hombre religioso, es la necesidad de ser
justificado ante Dios. El hombre, en efecto, es el ser menesteroso de
justificación, que pide, que busca y que da razón de ser de todas las cosas y,
esencialmente, de sí mismo: que necesita, que precisa estar justificado ante
los otros, pero también ante sus propios ojos. El hombre es pues el ser
necesitado de ser afirmado por los demás y por si mismo. La justificación ante
Dios se presenta como señera, como insuperable, por dos razones: porque ser
justificado ante Dios equivale a ser salvado (pues aunque nos condenamos solos,
necesitamos de una instancia sobrenatural para alcanzar la salvación); también porque
tal justificación define la posición y
el lugar preciso que el hombre tiene con respecto de la totalidad, de la
creación toda (su puesto y lugar en el Cosmos). De ahí la necesidad del juicio
–pero también de la promesa.
Como
todo lo humano, puede haber engaño cuando se intenta convertir en deuda a la
promesa, cuando se la ama en nombre de su cumplimiento y no de ella misma (no
de que es promesa). En cambio, cuando se acepta la promesa no se puede exigir
que se cumpla lo prometido, sino sólo esperar al decirle si y sin condiciones
–e incluso amarla, aunque no se cumpliera, amarla por la libertad con que fue
hecha. La confusión, el chantaje, estribaría en exigir su cumplimiento y transformarla
en deuda, en tomar la palabra empeñada no como empeño, sino como venta. Por
ello es siempre ilegítimo tomarle la palabra a la promesa para convertirla en
obligación, y lo único legítimo es guardarla, atesorarla en nuestro corazón
(Tomás Segovia).
27.8.- Puede agregarse
que la justificación de la existencia sólo se alcanza transitando por el camino
de la justicia, por la senda del centro. Pero el camino del centro no está exento
de sufrimiento, porque implica asumir la propia responsabilidad, con todo su
peso, liberándonos así, sin embargo, del mal, del tan dañino subjetivismo, del
reino de las apariencias del mundo y de los deseos, que equivale a un velo, a
una ceguera, lo que a la vez permite adquirir una gravedad, una sobriedad también,
que es lo propio de todo lo espiritual. Tal camino es el de la purificación por
el fuego, pues en la aflicción e incluso en las tribulaciones es que se quema
la escoria, los residuos del alma inferior, que embotan la mente y conducen a
la distracción y finalmente a la negligencia. Eliminar la escoria, pues, para
de tal forma lavar el alma superior y restituir nuestra relación con el
espíritu. Ciertamente purificación por el fuego, por la aflicción, por el
sufrimiento, que lleva a una clara conciencia del mundo y de nosotros mismos en
nuestra relación individual con el misterio.
[1]
Es mentira
decir que los orgullosos sean siempre felices y que a los malvados les salgan
siempre bien las cosas, pues Dios es justo y no le agradan los hombres que
hacen lo malo. Porque el Señor maldice a quienes practican la magia, a los
adúlteros, fornicarios y homosexuales, a los embusteros y perjuros del espíritu
que comercian con la materia y la barbarie, a los homicidas y parricidas, a los
esclavistas y negreros que maltratan a sus trabajadores o a los extranjeros, a
las viudas o a los huérfanos. Porque su ley se hizo así no para los justos,
sino para los injustos y profanos, para los pecadores y criminales, para los
impíos e impuros. Hombres rebeldes que no adoran a Dios y que lo defraudan al
no obedecer sus preceptos -y que en el día ardiente serán reducidos a barro y
no quedará nada de ellos. Después de ese día oscuro el país de su pueblo
volverá a ser un país encantador, porque Dios abrirá una ventana en el cielo
para derramar sobre él su bendición. (Cf. I Timoteo; Malaquías). Por otra parte
no se odia al pecador, sino al pecado, como se sabe bien. El caso del pecado de
la desviación sexual, y de los pecados sexuales contranatura, constituyen desde
esta perspectiva no digamos de neurosis, sino llanamente de demonismo: de
imitar vulgarmente la creación, con los estimas anejos al luciferismo: ser mera
simulación y fachada (enajenación y apariencia vana) No sólo implican, así, la
disolución de las costumbres, sino lo que es más grave: su degeneración, lo
cual atenta contra la naturaleza de cada persona y avala, por indirectamente
que sea, otras trasgresiones morales. Puede decirse también que los homosexuales
deshonran su cuerpo y el simbolismo que radica en las partes pudendas, pervirtiendo
y depravando incluso el deseo, perturbando profundamente el conocimiento que
pueden tener de si mismos y de los demás. Los afeminados mutan, se vuelven
chismosos, vanidosos, sin virilidad alguna por las adherencias propias del alma
inferior, al caer en la dejadez del desmayo femenino y así desorientados no
pueden amar a lo más alto sino que caen de bruces en místicas inferiores o en
formas cada vez más lamentables de idolatría, de magia negra, acumulando como
el un alud las faltas, hasta que por fin se fincan en la desvergüenza, dejando como consecuencia la humillación de
sus personas, la enfermedad de sus cuerpos, la perturbación mental y finalmente
la mala memoria y el consecuente olvido de sus nombres.
[2]
Señala José Gaos que. “La caída de los ángeles se justifica, por su rebeldía,
ante Dios, eventualmente para el creyente. La limosna se justifica por la
caridad ante el caritativo que la da para el que comprende la acción de éste.
El fumar se justifica por el placer ante el fumador para el que comprende a
éste aunque él no lo sea. La comprensión supone cierta comunidad. La creación
se justifica por la gloria de Dios ante Dios para el hombre. La existencia y la
esencia de Dios se justifican ante el hombre. ¿La existencia y la esencia de
Dios se justifican ante Dios? El hombre justifica ante sí el Sér que ni puede ni
necesita justificarse ante sí.” Ver en la CARPETA 31. folio: 4657 (7 Hojas) depositadas
en el Archivo José Gaos del IIF (UNAM) el texto ”Dar razón”.
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