sábado, 12 de octubre de 2013

XXVII.- Curso de Antropología Filosófica La Responsabilidad Por Alberto Espinosa


La Responsabilidad: sobre la Justificación y la Afirmación

27.1.- Es tiempo ahora de recoger algunos hilos dejados sueltos por el camino. Hemos visto como el hombre rebelde es, en mucho, el hombre moderno, el cual alegremente ignora que se ha vuelto oveja negra –como todo el mundo, intentando muchas veces sacar de ello su originalidad, que se ha vuelto unánime, que se ha uniformado, o practicando el socialismo de hoy en día, dogmático, contradictorio, al grado de convertirse ya no digamos en el más feroz de los individualismos, sino en un sacerdocio sin Dios, apóstata, que incluso se regodea en la blasfemia, y que empujado por las presiones históricas y generacionales (la tradición de la ruptura) emprende como todo el mundo el infernal y tortuoso camino sembrando no más que promesas de buenas intenciones.
   Con ello el hombre moderno no sólo pierde la tradición, convirtiéndose por tanto al carecer de ese suelo en un salvaje postmoderno, sino también pierde el horizonte del sentido, que es valor del tiempo vivido, rechazando por ello también la justificación: el dar razón de sí –ante sí mismo, es decir volviéndose inmoral, factor de discordia o de disolución social. Por ello el concepto de justificación viene a ser el más importante dentro de toda la filosofía de la educación –si no es que dentro de la filosofía toda.
   La noción de justificación está así ligada al sentimiento de respeto –que no es otro en el fondo que el que mueve a ser responsable para con uno mismo; sentimiento en el que hay una peculiar reflexividad, por tanto, ligada a la noción de libertad: porque, dicho simplemente, estar justificado ante otros no es sino la instancia pública donde el hombre toma conciencia del justificarse a sí mismo frente a sí mismo: específicamente ante su razón práctica.      
   Por lo contrario, el desvergonzado, el cínico, es el hombre que exhibe sus faltas, que en cierto sentido ha perdido el pudor, o cuya impudicia lo muestra como un bárbaro, como un hombre carente de tradición, como un incircunciso del espíritu –jactándose incluso de ser “un cabrón bien hecho”, sin ya siquiera disimular sus faltas, esperando incluso en su ceguera que sean premiadas, por intuir oscuramente en su desgracia que aunque el pecado está premiado, es en si mismo castigo, que es escoger la desgracia y el castigo. O, dicho de otra manera, es el hombre que se ha desconectado por completo de su razón práctica, volviéndose de tal manera egoísta, inicuo, injusto, pues la injusticia es una práctica tanto como lo es la justicia. Tales prácticas constituyen con el tiempo costumbres y finalmente un carácter -e incluso sistemas enteros que aglutinan a sus agremiados por tales impulsos y tendencias del alma inferior que, por decirlo así, ha tomado ya todo el control, reinando por tanto si no la indiferencia o la indistinción, el estado de vacío mental o de vulgaridad profunda (viendo las cosas desde una perspectiva sórdida, empobrecida, rebajada, sodomita).
    Si la práctica de la injusticia puede ocasionalmente deberse a la distracción, a la conveniencia egoísta o grupal, gregaria, termina al hacerse costumbre por volver al hombre un cínico, un indolente en materia moral, incluso un indiferente frente al mal que procura, y culmina con la total negligencia en asuntos de humanidad. Un paso más allá se constituye en sistema del mundo, en filosofía, cínica naturalmente, pues estamos hablando del naturalismo de los perros, que eso quiere decir cínico, cuya estratagema básica es insistir con su afilado colmillo en el sólo punto de una falta formal menor y aun inexistente en su adversario: la irresponsabilidad del escritor, el desaliñó del esteta, la ortografía cuestionable del inspirado, la juventud del inocente etc., para así desplazar, proyectar y desviar la atención de una culpa mayor, de fondo , de contenido, en la propia conducta. El omitir faltas graves y regodearse en habladurías menores es su sino; su estigma, su estrategia; su castigo: estar rodeado por sus pares, que como él mismo se mueven por la divisa del non serviam (no seré siervo) y así o todos a una traicionan o todos a una se eximen de una culpa que acaba indistintamente por primero homologarlos para finalmente ingurgitarlos a todos, colectivamente, en el error.
27.2.- La tesis de Max Scheler, según la cual el instinto es lo menos valioso pero lo más potente, mientras el espíritu es lo más valioso pero lo más impotente, se sitúa, por su misma estructura lógica, del lado de la fuerza –no viendo por tanto que la fuerza del espíritu está por otro lado. Ese otro lado son los sentimientos altruistas, sociales –ciertamente más complejos, delicados y difíciles de desarrollar, puestos muchas en aprietos frente al temible egoísmo, impulsivo, instintivo, vulgar, de nuestros tremendos días.
27.3.- En una palabra: el hombre rebelde es aquel que al no querer hacer el bien, más bien quiere deshacerlo o hacer el mal. Visto desde una perspectiva religiosa es, por tanto, el hombre tentado, que ha caído en la gran tentación del pecado, que es amar el mal y odiar el bien –perdiendo con ello todo juicio moral, no sabiendo discriminar, y estando por tanto perdido el mismo. En cierto sentido se trata del hombre o la mujer que se han dado a la desvergüenza, a la prostitución, que van ramoneando por la vida, que se han vuelto como una ramera vendiendo sus favores. De ahí difundir el soborno como costumbre social no hay más que un paso, y contando un paso más, el difundir públicamente sin vergüenza algún sus pecados.
   A tal hombre se le puede entonces acusar rectamente de “no entender”, de no escuchar, la ley. Se le puede reprochar así mismo el ausentarse del sentimiento social de la ley, de haberles perdido el respeto de sus semejantes pero, sobre todo, lo que es más importante y trascedente, de haber dado la espalda a Dios, postulado desde un principio (por la fuerza misma de la tradición) como el creador y el garante de la ley. Se trata entonces propiamente del volteado, del apóstata, del hombre que se ha echado para atrás, negándose a esforzase por subir a la montaña, para rodar cuesta abajo, para caer en dirección contraria por haber abandonado los imperativos del Altísimo, por no haber actuado de buena fe, de buena voluntad, sino con mala leche.
   Así, cuando tales actitudes se generalizan no pueden sino redundar en una situación de desconcierto expandido, en la que todos roban o se hacen violencia unos a otros, creándose un estado de inseguridad, no sólo por ello, o de forma inmanente, sino a la vez provocando el castigo de las potencias de arriba o de la justicia trascendente, divina, para purificar la tierra y restituir el orden.  También un estado de malestar permanente por hacer lo malo, por el pecado de la iniquidad, que sólo puede dejar como saldo un corazón doliente. Tal sucede con los hijos rebeldes, desobedientes; también con los paganos que, al intentar introducir con potencia una cultura histórica en sustitución de una cultura universal, so pretexto de la vanguardia, de la moda, de un nuevo orden, del progreso, de la evolución, de la lucha por la vida, de la adaptación, de la ley del más fuerte, etc., etc., etc., corrompen tan tranquilamente y sin conciencia de sus hechos a todo el pueblo.[1]
27.4.- La solución dada por el formidable profeta Isaías no puede ser otra que el sincero arrepentimiento y la correctora enmienda: asumir la propia responsabilidad y mejorar la propia conducta, corregir el comportamiento, lavarse con agua y con espíritu, dejar de hacer lo malo y buscar el bien, quitar la injusticia de las obras personales, restituir al hombre agraviado, no alejar de sí la causa de la viuda, sino ampararla, hacer justicia al huérfano, quemando las escorias y las impurezas con el agua diáfana de los actos bienhechores  y el jabón de del Espíritu, para en la oración restituir la relación con él –pudiendo entonces el hombre no temer, librándose del pecado, y estar justificado ante a Dios.
27.5.- Porque quedarse en la falta es condenarse, porque es quedarse en el pecado, que si está premiado es sin embargo castigo. Elegir el pecado, decidirse por el pecado, es elegir así simultáneamente decidirse por el castigo. Es cierto que no es posible volverse hacia atrás para volver a empezar todo de nuevo; pero es posible quedarse como suspendido en el pasado sin salir del pecado, eligiendo reiteradamente el castigo. Por lo contrario, el arrepentimiento ofrece una salida: es la esperanza, es recuperar la gracia perdida y comprender, por parcialmente que sea, que las faltas no se borran, pero que pueden en cambio superar, pues al cambiar uno mismo se les puede cambiar de signo y de sentido –lo que equivale propiamente hablando a la conversión, en la cual hay una transformación, pues el hombre guiado por el espíritu de la rebeldía, que obedece a la injusticia y no a la verdad cambia a favor del espíritu del humanismo, consistente en aprobar lo mejor, en repudiar lo peor, siguiendo el camino de la justicia, en hacer el bien y poder por ello aspirar a la honra y a la gloria, también a dejar memoria entre los hombres e incluso a la inmortalidad de la vida eterna.
   En el plano teológico el don del libre albedrío se relaciona directamente con la gracia divina: Dios elige a los suyos, para darles la vida, la salvación y la eternidad, teniendo sobre los seres humanos poder de decisión desde toda la eternidad. Sin embargo, al don del libre albedrío en el hombre corresponde la gracia cuando se ha optado por el bien. Porque el hombre, en efecto, puede escoger libremente la suerte que desea para su alma, al decidir  entre dos opciones: la vida eterna o la muerte. Lo sorprendente, en efecto, no es tanto la voluntad divina de escoger a los suyos, ni la libertad del hombre, en los estrechos límites de la condición humana; lo sorprendente es que pudiendo escoger la vida eterna algunos escojan más bien la nada, la muerte, la condenación –ya sean los empecinados contumaces o los engañados por el mundo.
   Almas, pues, que son desgraciadas, poseídas por el vicio o por la enfermedad, pues la desgracia está  asociada a nuestras acciones, a nuestros pecados. Porque aunque el pecado está premiado y aún es prestigioso, el que peca profana una cosa sagrada y así al exilarse del todo y asociarse con la nada escoge el castigo –no porque el pecado sea penado, sino porque quien lo escoge está simultáneamente escogiendo el castigo, porque el pecado es esencialmente, en si mismo, castigo. Despreciar la luz, la serenidad, la paz, el amor, tiene como su fondo la adoración de ídolo: el amor irrefrenado al conflicto, al mal y al odio, lo que lleva inevitablemente a la desgracia, a ser desgraciado, a ser abandonados de la gracia, soltados de la mano de Dios.
   Así, por contraste, lo que se requiere para encontrar el centro de la persona y de la sociedad, es clamar todo el tiempo, de una forma a la vez serena y luminosa, sin desesperación, por la recuperación de la gracia, por la restauración de  un centro más estable que le devuelva la salud, el equilibrio. Porque a diferencia de la desgracia, que nos tiene como su presa, el hombre puede elegir libremente por la gracia, que no se posee ni nos posee, sino que es un lugar al que se entra, en el que se está: y que al entrar en él se revela como un lugar sagrado, que no puede pertenecernos, sino al que más bien sólo podemos pertenecer cuando nos abrimos y nos abandonamos, que es también un confiar y un depender, es decir una fe (con-fidnes). Porque el alma es también un lugar prometido y a la vez sagrado que nos insta a coincidir con ella, para recuperarnos a nosotros  mismos, para que así encarne en la vida, aunque  sin poder nunca identificarse o definirse por ella. Porque el alma es como un templum, algo sagrado a donde entramos para revelar en su firmeza lo mejor de nosotros mismos.
   Esperanza de ser elegido y de ser amado, pues, y decir que sí. Porque lo que funda y justifica al amor es su aceptación. La aceptación del amor es su raíz,  pues si bien es cierto tiene como condición de posibilidad que alguien nos ame, es a la vez necesario aceptarlo, decirle que si. Visto desde otro plano son cosas simultáneas; ser amado y aceptarlo serlo son sólo las dos mitades de un entero. Cuando no somos amados no se puede, en realidad, hacer nada –ya sea porque aparecemos como indiferentes o porque hay contra nosotros algún afán de obstrucción o de agresión. En cambio cuando somos amados se puede aceptar ese amor o negarlo y rechazarlo. Cuando en un pecho vive la esperanza de ser amado, de ser elegido, vive con toda la fuerza del deseo, pero sin la fuerza de la voluntad del yo, que es el deseo de posesión, por lo que sólo se puede aceptar su luz y su nombre.
   Esperanza que se alimenta cada día, a veces como una pequeña chispa limitada de luz, pero cuyo valor está justamente en esa limitación, que sin embargo nos saca enteramente de las tinieblas. Esa esperanza radica en decir que si;  pues por más que la afirmación, como la luz, ilumine sólo una zona limitada o sea sólo una fracción, es suficiente para luminar el camino, para ver, dada a nuestra medida, capaz por ello de colmarnos y de sacarnos totalmente de las tinieblas. Porque si el no puede ser de una vez y para siempre, de la misma manera que el sin sentido puede ser ilimitado (hybris), en cambio el si hay que alimentarlo cada día, corroborarlo de tal suerte a cada paso el sentido de la vida, para así volver a mirar y descubrir la luz todos los días.
   Por ello también no es posible evadirse del dolor pactando para ello con la mentira, por comodidad, para consolarse, ahorrándose así muchos sufrimientos –pero al precio de volverse uno mismo peor; sino que por lo contrario la única salida es aceptar la luz de la vida y todo lo que en ella nos pasa, aún el dolor, porque todo eso que nos pasa es verdad y tiene sentido.
27.6.- No es injustificado decir que una de las exclusivas humanas o de sus características más radicales es su necesidad de justificación –ya sin justificación, pues tal característica constituye el a-priori moral mismo del ser humana, que se presenta por tanto como un postulado, como un horizonte de sentido ya irrebasable. Límite radical del ser humano, al que precisamente por ello puede definírsele como el animal menesteroso de justificación –especialísimamente de dar razón de si mismo, ante sí mismo o ante otros, para mostrar la validez o cualidad de su verdadera efigie (que se puede mentir, pues se pueden mentir no sólo los hechos, sino también el sentido, por que el hombre puede así mentir-se a sí mismo).
   Ante el hombre pueden justificarse muchas cosas, pero de la justificación que más necesita es la de sí mismo, la de su propia existencia: ante otros (el padre, el hijo, el jefe, el subordinado, el hijo, ante la amante, ante el mismo enemigo); más radicalmente precisa justificarse ante sí mismo; in ordo súmmum requiere justificarse ante Dios (instancia transhistórica, fuera del tiempo, definitiva, eterna), que sería obra exclusiva del sentimiento religioso en el hombre o de lo que en él haya de homo religiuosus (en modo alguno ajeno al sentimiento de la justica y del respeto, sino parte esencial, sustantiva, de ellos).
   El hombre, en efecto, es el animal religioso que es, pues, por requerir con necesidad suma estar justificado ante Dios o de dar ante Él y su divina razón una satisfactoria razón práctica de si de ser. Para la razón humana, por razón del principio intelectualista, todo se presenta como menesteroso, como necesitado, carente, menesteroso de justificación. La razón de la necesidad de justificación se presenta entonces como una falta de razón –que postula y a la vez busca la razón que falta, para así poder “salvar” los fenómenos, las apariencias, explicándolas; mientras que lo no tiene justificación o se presenta como no teniéndola, no puede menos que presentarse como incomprensible, inexplicable, impenetrable, como infundado o eminentemente irracional, como amorfo o arbitrario o como puro hecho bruto sin razón de ser… y, finalmente por ello, como perdido (sin razón teórica o efectiva), o como no teniendo derecho a la existencia (existencialismo).
   El hombre tiene que justificar algunos actos propios (e incluso ajenos) ante otros y ante él mismo. Pero ante quien tiene uno mismo esencialmente que justificarse es ante Dios –por más que la justificación ante Dios resulte una justificación ante uno mismo, que por la peculiar constitución de tal verbo reflexivo tampoco dejaría de ser, conversamente, la justificación ante uno mismo justificación ante Dios. De hecho ante Dios tiene que justificarse todo lo demás también: lo ajeno y lo propio; todo lo infrahumano y lo suprahumano; las acciones, omisiones y los pensamientos; los seres mismos en su integridad, toda su índole e incluso su misma existencia, es decir todos los seres (sustancias) tanto como las cosas de los seres (modos). Y de hecho ante Dios, el ser en sí y por sí, no sólo se necesita justificarlo todo, sino que de hecho se justifica: todo, hasta el mal, hasta la nada –justificándose ante Él mismo su creación entera por su gloria. En cambio si todo ha de justificarse ante Él, resulta tan imposible como innecesario que Él mismo se justifique, siendo entre todos los seres el único ni necesitado ni menesteroso de justificación, ni ante sí mismo, ni mucho menos ante ningún otro ser –por ser el sr perfectamente justificado, el ser santo, que es. Diferencia radical, pues, entre el hombre y Dios; pues si el hombre ha menester justificarse ante otros seres, ante sí mismo y ante Dios; Dios en cambio no tiene necesidad de justificarse ante nadie –para la Teodicea, Dios se justifica por su propia naturaleza. La razón práctica de la Creación puede encontrarse en su utilidad, no para la gloria del hombre, sino de Dios.
   Por su parte el filósofo sería un tipo de hombre peculiarísimo que, en el intento de justificarse a sí mismo ante sí mismo, intenta la justificación teórica (fundamentación) de todo lo demás, de todo lo habido y por haber, o el hombre necesitado d una justificación teórica de todo –tarea tan basta y dilatada que extiende a todo lo largo y largo de la historia de la humanidad en lo que esta de especie filosófica o anhelante de saber, y de un saber teórico al menos, total (para asemejarse a Dios, que es motivo recurrente de la soberbia filosófica).  La filosofía, en efecto, no es otra cosa que el esfuerzo del hombre por justificar ante sí todo lo habido y por haber, todo de lo que se tiene noción o simplemente sospecha, desde la existencia de la naturaleza inanimada hasta la esencia y la existencia de Dios –pasando por el examen de su propia naturaleza, esencia y existencia, aunque este último esfuerzo le resulte frustráneo al no pode dar razón con los instrumentos que posee de que haya un ser como el suyo, que es el misterio del hombre en la naturaleza. Pero cuando la ciencia quiere ir más allá de este misterio afirmando que la naturaleza no tiene un fin, una utilidad, no sólo le niega todo servicio, sino que condena a la naturaleza misma a una facticidad sin explicación, sin justificación, ni siquiera teórica, a la vez condena al hombre a ser puramente de hecho y sin razón de ser, despojándolo entonces de ser el animal filosófico que es, es decir, condenándolo, arrojándolo sin piedad y sin misterio a la arena del crudo, del cínico existencialismo.
   Las razones de la justificación pueden ser teóricas o prácticas. Las razones teóricas propiamente fundamentan el saber; las razones de la razón práctica propiamente justifican un ente por su servicio, por su utilidad o por su finalidad (es decir, por su bondad, por su provecho, por su satisfacción). La razón práctica responde pues a la pregunta ¿para que sirve… lo que sea? Si para nada sirve se presenta por tanto como no teniendo derecho a la existencia –como todo aquello que es inútil, que acaba por estorbar. Por ello hay una razón práctica de todo: d la teoría, de la ciencia, de la filosofía, de todo lo real… a diferencia de lo ideal (que tiene una razón pura, teórica, o es en si y razón de sí).
   Cuando el filósofo es más modesto puede extender su afán de justificación personal a todas y cada una de las acciones específicamente humanas (en la ética o en la antropología filosófica) –pero también a toda su manera de ser, a su carácter, a su personalidad, a su existencia (o filosofía antropológica y filosofía de la filosofía). Pero más común y restringidamente, el hombre necesita justificar prácticamente (justificación) las causas y los efectos de sus acciones morales, digamos que por el dinamismo de su naturaleza (amores, odios, temores, ambiciones, ilusiones, etc.). Porque ser hombre es esencialmente sentir la necesidad de ser afirmado, confirmado en su ser, justipreciado por otros, de ser reconocido por los otros, que es propiamente la instancia social de la justificación, consistente en dar razones de ser y en recibirlas: en reconocer a los otros y ser a la vez reconocido por ellos –en un mundo desquiciado por el desconocimiento de la persona humana y hasta de la divina persona o severamente erosionado, enajenado y diezmado socialmente, como es el nuestro.
   La justificación en el sentido religioso se expresa en la necesidad de lo que en hombre hay de religioso de estar justificado pro Dios –prácticamente, por su utilidad, por su servicio, por ser de provecho; o condenado, por su inutilidad, por su maldad, por su oportunismo, etc.; y finalmente por su misericordia, porque aunque Dios no lo juzgue digno de salvación, aún así lo salve juzgándolo indigno (limitadamente), o no, o lo abandone y lo deje precipitarse al vacío, a la nada. La razón de ser de la justificación se presenta entonces como falta de merecimiento de la salvación, de la salud y finalmente de la bienaventuranza, en razón a su vez de la pecaminosidad humana –de la que Dios puede salvarnos por su perfecta misericordia o bondad, por su libérrima e incomprensible voluntad, o dejándonos caer a las cavernas de los castigos eternos, a su vez justificados por la fortaleza de Dios.[2]
27.7.- Exclusiva del hombre, específicamente del hombre religioso, es la necesidad de ser justificado ante Dios. El hombre, en efecto, es el ser menesteroso de justificación, que pide, que busca y que da razón de ser de todas las cosas y, esencialmente, de sí mismo: que necesita, que precisa estar justificado ante los otros, pero también ante sus propios ojos. El hombre es pues el ser necesitado de ser afirmado por los demás y por si mismo. La justificación ante Dios se presenta como señera, como insuperable, por dos razones: porque ser justificado ante Dios equivale a ser salvado (pues aunque nos condenamos solos, necesitamos de una instancia sobrenatural para alcanzar la salvación); también porque tal justificación  define la posición y el lugar preciso que el hombre tiene con respecto de la totalidad, de la creación toda (su puesto y lugar en el Cosmos). De ahí la necesidad del juicio –pero también de la promesa.
    Como todo lo humano, puede haber engaño cuando se intenta convertir en deuda a la promesa, cuando se la ama en nombre de su cumplimiento y no de ella misma (no de que es promesa). En cambio, cuando se acepta la promesa no se puede exigir que se cumpla lo prometido, sino sólo esperar al decirle si y sin condiciones –e incluso amarla, aunque no se cumpliera, amarla por la libertad con que fue hecha. La confusión, el chantaje, estribaría en exigir su cumplimiento y transformarla en deuda, en tomar la palabra empeñada no como empeño, sino como venta. Por ello es siempre ilegítimo tomarle la palabra a la promesa para convertirla en obligación, y lo único legítimo es guardarla, atesorarla en nuestro corazón (Tomás Segovia).    
27.8.- Puede agregarse que la justificación de la existencia sólo se alcanza transitando por el camino de la justicia, por la senda del centro. Pero el camino del centro no está exento de sufrimiento, porque implica asumir la propia responsabilidad, con todo su peso, liberándonos así, sin embargo, del mal, del tan dañino subjetivismo, del reino de las apariencias del mundo y de los deseos, que equivale a un velo, a una ceguera, lo que a la vez permite adquirir una gravedad, una sobriedad también, que es lo propio de todo lo espiritual. Tal camino es el de la purificación por el fuego, pues en la aflicción e incluso en las tribulaciones es que se quema la escoria, los residuos del alma inferior, que embotan la mente y conducen a la distracción y finalmente a la negligencia. Eliminar la escoria, pues, para de tal forma lavar el alma superior y restituir nuestra relación con el espíritu. Ciertamente purificación por el fuego, por la aflicción, por el sufrimiento, que lleva a una clara conciencia del mundo y de nosotros mismos en nuestra relación individual con el misterio.






[1] Es mentira decir que los orgullosos sean siempre felices y que a los malvados les salgan siempre bien las cosas, pues Dios es justo y no le agradan los hombres que hacen lo malo. Porque el Señor maldice a quienes practican la magia, a los adúlteros, fornicarios y homosexuales, a los embusteros y perjuros del espíritu que comercian con la materia y la barbarie, a los homicidas y parricidas, a los esclavistas y negreros que maltratan a sus trabajadores o a los extranjeros, a las viudas o a los huérfanos. Porque su ley se hizo así no para los justos, sino para los injustos y profanos, para los pecadores y criminales, para los impíos e impuros. Hombres rebeldes que no adoran a Dios y que lo defraudan al no obedecer sus preceptos -y que en el día ardiente serán reducidos a barro y no quedará nada de ellos. Después de ese día oscuro el país de su pueblo volverá a ser un país encantador, porque Dios abrirá una ventana en el cielo para derramar sobre él su bendición. (Cf. I Timoteo; Malaquías). Por otra parte no se odia al pecador, sino al pecado, como se sabe bien. El caso del pecado de la desviación sexual, y de los pecados sexuales contranatura, constituyen desde esta perspectiva no digamos de neurosis, sino llanamente de demonismo: de imitar vulgarmente la creación, con los estimas anejos al luciferismo: ser mera simulación y fachada (enajenación y apariencia vana) No sólo implican, así, la disolución de las costumbres, sino lo que es más grave: su degeneración, lo cual atenta contra la naturaleza de cada persona y avala, por indirectamente que sea, otras trasgresiones morales. Puede decirse también que los homosexuales deshonran su cuerpo y el simbolismo que radica en las partes pudendas, pervirtiendo y depravando incluso el deseo, perturbando profundamente el conocimiento que pueden tener de si mismos y de los demás. Los afeminados mutan, se vuelven chismosos, vanidosos, sin virilidad alguna por las adherencias propias del alma inferior, al caer en la dejadez del desmayo femenino y así desorientados no pueden amar a lo más alto sino que caen de bruces en místicas inferiores o en formas cada vez más lamentables de idolatría, de magia negra, acumulando como el un alud las faltas, hasta que por fin se fincan en la desvergüenza,  dejando como consecuencia la humillación de sus personas, la enfermedad de sus cuerpos, la perturbación mental y finalmente la mala memoria y el consecuente olvido de sus nombres.
[2] Señala José Gaos que. “La caída de los ángeles se justifica, por su rebeldía, ante Dios, eventualmente para el creyente. La limosna se justifica por la caridad ante el caritativo que la da para el que comprende la acción de éste. El fumar se justifica por el placer ante el fumador para el que comprende a éste aunque él no lo sea. La comprensión supone cierta comunidad. La creación se justifica por la gloria de Dios ante Dios para el hombre. La existencia y la esencia de Dios se justifican ante el hombre. ¿La existencia y la esencia de Dios se justifican ante Dios? El hombre justifica ante sí el Sér que ni puede ni necesita justificarse ante sí.” Ver en la CARPETA 31. folio: 4657 (7 Hojas) depositadas en el Archivo José Gaos del IIF (UNAM) el texto Dar razón”.






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