El hombre es, por el desequilibrio propio de
su doble naturaleza, animal y raciona, un ser que necesita recuperar su
verdadero ser, que necesita recuperarse para llegar a sí mismo, a lo mejor de
sí que guarda su propia alma como un tesoro; pues estando hecho como está, de
mala madera, tiende irracionalmente al vicio y al pecado, a dejarse fugar de su
centro verdadero y arrastrar por el egoísmo,
la envidia, o las presiones y convenciones del mundo en torno –muy en
particular a dejarse llevar por su alma inferior, cuya energía opaca y tensa suscita
las escorias asociadas a la experiencia de la energía negativa y de la pérdida
de conciencia, que en el fondo ambicionan la muerte, siendo reacia a la purificación
propia del alma superior -cuya energía positiva exige la abolición de la
voluntad de vivir egoísta (Shopenhauer) para llevarnos al plano de la
conciencia espiritual, donde se da la mezcla de la limitación del individuo,
que es su autenticidad, con la participación de los contenidos universales de
la vedad.
Así, el conocimiento se presenta entonces
como la fuente liberadora de la ignorancia esclavizante, pues rompe los
grilletes que oscurecen o disipan el entendimiento –ya sea por falsas creencias
acerca de uno mismo, de nuestra naturaleza propia o de Dios (paganismo e idolatría).
En particular el conocimiento de la
palabra santa: “Y así conocereís la verdad, y la verdad os hará libres”; “Porque
todo aquel que hace pecado es siervo del pecado”(Juan, 8-32 a 35). Lo que
equivale, pues a decir que el hombre debe buscar la libertad ascendente del
espíritu, la relación sin trabas, tanto internas como externas, con su propia,
con su verdadera naturaleza humana, para
alcanzar con ello la verdadera autonomía (frente a la culpa) y los verdaderos
fines de su naturaleza, el desarrollo de sus aptitudes o predisposiciones de
carácter, o los dones con que la naturaleza le regaló al venir al mundo
(autorrealización) –para lo cual se requiere, evidentemente, un concurso de los
factores sociales, es decir la armonización axiológica tanto de la esfera
privada como pública.
Así, para alcanzar tal armonía en el plano
individual como social se requiere un criterio para discernir la bondad o la
maldad de las satisfacciones humanas (puesto que hay insatisfacciones que
resultan benéficas tanto como placer o satisfacciones que resultan
perjudiciales, no siendo el puro criterio de lo satisfactorio confiable en lo
absoluto). El único criterio disponible es entonces el de la misma naturaleza,
divina o demoniaca, en el hombre; es decir, de su naturaleza volitiva, de su
querer, ya sea el mero deseo primario, ya el de la segunda naturaleza
del querer motivado por la reflexión intelectual, más pleno y lleno de matices.
O dicho de otra manera: el hombre es por naturaleza tanto susceptible como
menesteroso de satisfacciones, ya sean éstas superficiales o profundas) –que es
precisamente la naturaleza exclusiva, propia del hombre o la exclusiva suya más
radical y fundamental de todas. Pero el criterio de lo que es bueno o malo no
puede ser dado por la naturaleza divina o demoniaca de las satisfacciones
mismas, sino que, por el contrario, sólo puede ser dado por la naturaleza misma
de los sujetos, divinos o demoniacos, por lo que puede conceptuarse una
satisfacción de buena (amar el bien y odiar el mal) o mala (odiar el bien y
amar el mal) –que es donde plenamente se da la evidencia de las perfecciones y
las imperfecciones morales.
O dicho de otra forma: no hay otro criterio
para juzgar o discernir las satisfacciones buenas o malas en el hombre que la
naturaleza buena o mal del hombre mismo –sean las naturalezas divina o demoniaca
infinitizaciones de la naturaleza humana, de lo vivido por el hombre como bueno
o malo, o existen de hecho realmente. Estando así el imperativo moral respecto
de la bondad o maldad ya en relaciones positivas con la ley natural (o con la
ley natural de la sociedad humana generalizadora de máximas individuales, como
el imperativo categórico kantiano), ya con la ley de la teología eudemonista, o
en relaciones peculiares con la divinidad.
La explicación de la moralidad se daría así
por las relaciones ético-metafísicas con el ser (el amor infinito como deseo de
presencia, y de presencia infinita) y con el no-ser (el odio, no menos infinito
aunque de signo contrario, como deseo de inexistencia, y de ausencia radical de
la persona, como voluntad ya de encubrimiento, de olvido o de aniquilación). La
cacodemonología antiteológica postularía así un error, pero radical, entre las
satisfacciones, prefiriendo a las más altas espirituales y sociales o
altruistas las más bajas sensibles y egoístas, o las más bajas e impuras, la de
los placeres propiamente perversos y de los odios demoniacos, las
satisfacciones demoniacas de los malhechores o de los inicuos, que por más que
puedan resultar si no altas si al menos profundísimas, resultan también impuras
y en definitiva bajas.
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