La voz “vergüenza” (verecundia) tiene una significación dual, por un lado indica, pudor, reserva, respeto; palabra a su vez que se deriva la expresión a su vez de la voz “vereri”, en el sentido de ser modesto, o de tener respeto –pero también “reverenciar” (“reverérí”), “reverencia” (“reverentia”); en el sentido de ser reverente, de honrar, a alguien digno de reverencia (el reverendo, o quien encarna la figura de una autoridad, de un maestro), ante el cual, por el sentimiento propiamente moral de deber, de vergüenza o de respeto, hay que mostrar consideración, modestamente guardar distancia y conservar los límites.[1]
Sin embargo, el sentimiento de respeto en que consiste la vergüenza está específicamente dirigido a la propia persona, a la propia dignidad de la persona humana. Así, si al sentimiento de respeto corresponde la reverencia, la consideración hacia alguien de mayor altura o jerarquía, y por tanto la modestia, el abajamiento, al sentimiento propio de la vergüenza, en su sentido positivo, corresponde la entrega, e incluso el del coraje. Tener vergüenza en una palabra es actuar guiado por el sentimiento del honor, de la honra, de dignidad y respecto respeto a la propia persona. Quiere entonces decir: ser digno –no empeñarse, no rebajarse ante uno mismo, no dejarse usar como una mercancía. Pero también tener pudor, reserva –por lo que su contrario, el sentimiento de la desvergüenza, consiste en rebajarse, en perder la dignidad, o dicho con una llana expresión: en “enseñar las nalgas”. Se puede así sentir vergüenza en un sentido negativo: como falta, como pérdida, como una carencia axiología, que hiere la propia ontología, el propio ser moral de la persona, por lo que se siente dolor, pena, agravio, rebajamiento o empequeñecimiento ante los propios ojos.
Se trata entonces de un peculiar sentimiento reflexivo, el de avergonzarse, de quien se siente apenado por haber caído, reconociendo de tal forma una falla moral, una limitación, una carencia, un no ser –que roe, al ser, que erosiona al apersona, que corrompe al alma finalmente comprometiendo finalmente su misma suerte metafísica. Tal sentimiento es el más moral de todos, pues hace sentir en carne viva un malestar, correlato de haber asumido una responsabilidad, producto de un estado de conciencia propiamente moral.
Su expresión fisiológica es interesantísima: el rubor, el sonrojamiento de la cara, la subida de la sangre en densa marea hasta los carrillos, que sube hasta las mejillas, para encenderlas, en reconocimiento de una culpa. El sonrrojo, tiene así una fase de zozobra, de ir de lo más alto en que se tiene a sí misma considerada la persona a lo más bajo, reconociendo la bajeza en la que ha caído, cuya sentimiento propio de turbación comienza con un estado afectado del animo, con una desarmonización en la respiración pero sobre todo en los fluidos de la corriente sanguínea, que suben con densa presión hacia la cara para primero ponerla "de todos colores”, hasta finalmente estabilizarse en una emoción tensa que enciende las mejillas, en seña de que la persona está profundamente apenada, quebrantada, atravesada, por decirlo así, por un súbito sentimiento de nihilismo y abatimiento que le impulsa como a borrarse, como a querer que se la “trague la tierra” –todo lo cual indica un connato, pues, de conciencia, y por tanto de… de…. si… de arrepentimiento, de reconocimiento público y notorio de una desviación respecto de la ley moral, que afecta por tanto el sentimiento de respeto, de deber moral de la persona, el cual sólo puede ser completado con la enmienda del comportamiento fallido y, sobre todo, con la reconciliación, con la readopción del valor perdido.
También sentimiento de exhibición de una falta, en el sentido de haber cometido una impudicia -como reconocimiento de haber trasgredido un límite, de haber sobrepasado una frontera, con merma o daño moral, de donde deriva el consecuente dolor, la pena, el sonrojarse.
Avergonzarse, por algo o por alguien, por otra parte, indica sólo una expansión del sentimiento de indignidad, de pequeñez o de pérdida de la dignidad, de la honra personal (que puede extenderse en un sentido familiar, racial, étnico o religiosa, etc.), que por tanto va acompañado de abatimiento, de pena o de agudo dolor.
Su contrario excluyente sería el sentimiento propio de la soberbia: elación de ánimo por la elevación intelectual, por la superioridad epistémica de la persona en el sentido de comprensión, pero también de la dominación, donde la sangre sube en densa marea hasta la cabeza causando en el sujeto una sensación de potencia, de grandeza, de invencibilidad.
En el sentido negativo, que es el de la vergüenza como reserva, como pudor, como contención, tocamos una fibra sentimental que al estrujarnos angustiosamente contra nosotros mismos, nos obliga a confesar, también ante nosotros mimos o ante una instancia trascdente, nuestras vergüenzas –invitándonos de esta suerte a reconocer nuestra personal debilidad, a no evadir la debida conciencia y responsabilidad personal que tenemos como agentes morales, así como a la instancia a que nos debemos, o a quien debemos.
La humildad de la persona, que ligada a la consideración del propio tamaño y a la prohibición por tanto de no desbordar los propios límites, ya sea por motivos de la hybris, de la desmesura, ya por los de la asevia, de la ignorancia consciente de la ley moral. La vergüenza es así el verdadero criterio regulador de la conducta moral, pues atiende directamente a la autenticidad de la persona, que es la conciencia de sus límites, de su limitación, como a su posible universalidad, que es el acuerdo con la norma eterna, universal y trascendente. Así, en el hombre de vergüenza sobresalen las actitudes del recato, del pudor, del decoro, las cuales por ese segunda naturaleza a la que llamamos educación rehuyen lo vulgar, lo pedestre, poniéndose a cubierto, a buen resguardo, cubriéndose, pues, o alejándose, para no ver aquello que representa, conlleva o implica el mal.
O dicho de otra manera, si la culpa es es el reconocimiento interior de una falta, la vergüenza es el reconocimiento exterior; es el reconocimiento exterior de la culpa que, por decirlo así, reflexivamente se retrotrae y vuelve al interior, conmoviendo por tanto desde el exterior el interior del persona.
Así, el contrario directo del sentimiento de respeto es el sentimiento, por decirlo así vacío y ya completamente negativo, de la desvergüenza, encarnado propiamente por el caradura, por el sinvergüenza. El sinvergüenza no es otro que el hombre sin sentimiento de culpa –si es que no constituye esto una contradicción en los términos. Se trata del caradura, del hombre que por su dureza de sentimientos, por su terquedad, ha quemado su rostro resistente hasta volverlo como de bronce, que no tiene temor por tanto de exhibirse y que incluso utiliza su desvergüenza contra el mundo en torno, a la manera del cínico, enseñando los dientes, por razón de su mal entendido naturalismo. Por un lado, se trata del hombre (o de la mujer) que con sus afirmaciones va, por decirlo así, “enseñando las nalgas”, exhibiendo los harapos mal cocidos de su pobre educación; por el otro, se trata también del hombre cuya dureza sentimental lo vuelve un ídolo de si mismo, una piedra condensada por sus dogmas o por sus procedimientos, y ante el cual toda persona se estrella, quedando desestimada, desconocida, desautorizada, ignorada, despreciada –es decir, reducida a vil cascajo.
[1] Recuérdese el argumento ad verecundiam, o master dixit, que puede usarse falas, dependiendo de la situación,, consistente en afirmar que algo es verdad por el hecho de que lo dijo un maestro; o alguien que tiene autoridad en la materia. Argumento que fue muy .usado con frecuencia por los Pitagóricos. Ejemplo de falacia: La raíz cuadrada de 2 da como resultado un número irracional, con infinitas decimales –porque lo dijo Euclides, quien realizó la demostración matemática que lo prueba, etc.
O dicho de otra manera, si la culpa es es el reconocimiento interior de una falta, la vergüenza es el reconocimiento exterior; es el reconocimiento exterior de la culpa que, por decirlo así, reflexivamente se retrotrae y vuelve al interior, conmoviendo por tanto desde el exterior el interior del persona.
Así, el contrario directo del sentimiento de respeto es el sentimiento, por decirlo así vacío y ya completamente negativo, de la desvergüenza, encarnado propiamente por el caradura, por el sinvergüenza. El sinvergüenza no es otro que el hombre sin sentimiento de culpa –si es que no constituye esto una contradicción en los términos. Se trata del caradura, del hombre que por su dureza de sentimientos, por su terquedad, ha quemado su rostro resistente hasta volverlo como de bronce, que no tiene temor por tanto de exhibirse y que incluso utiliza su desvergüenza contra el mundo en torno, a la manera del cínico, enseñando los dientes, por razón de su mal entendido naturalismo. Por un lado, se trata del hombre (o de la mujer) que con sus afirmaciones va, por decirlo así, “enseñando las nalgas”, exhibiendo los harapos mal cocidos de su pobre educación; por el otro, se trata también del hombre cuya dureza sentimental lo vuelve un ídolo de si mismo, una piedra condensada por sus dogmas o por sus procedimientos, y ante el cual toda persona se estrella, quedando desestimada, desconocida, desautorizada, ignorada, despreciada –es decir, reducida a vil cascajo.
[1] Recuérdese el argumento ad verecundiam, o master dixit, que puede usarse falas, dependiendo de la situación,, consistente en afirmar que algo es verdad por el hecho de que lo dijo un maestro; o alguien que tiene autoridad en la materia. Argumento que fue muy .usado con frecuencia por los Pitagóricos. Ejemplo de falacia: La raíz cuadrada de 2 da como resultado un número irracional, con infinitas decimales –porque lo dijo Euclides, quien realizó la demostración matemática que lo prueba, etc.
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