viernes, 20 de septiembre de 2013

De la Buena y de la Mala Educación Por Alberto Espinosa



   La antropología filosófica ha visto en la educación una  exclusiva del hombre, un propio o propiedad derivada de su esencia (que es la razón), por la que el hombre mismo puede incluso definirse como: el ser, el animal educado. En efecto, el hombre es un “ser que hacerse”, o el animal que se educa y que es educado. Descuidar tal esencia del hombre, tal exclusiva de la especie, sólo puede redundar en el peligro de degradarlo a criatura de ser dado, como son los animales, regidos básicamente por sus instintos. Pero el hombre, por razón de su libre albedrío, por ser criatura espiritual, sobrenatural (aunque no sobrehumana), tiene que educarse en medio de una cultura que le precede, de acuerdo a una tradición. 
   El hombre nace en la naturaleza, por ser animal, pero no nace hombre; se hace hombre en el mundo de la cultura y el mundo de los símbolos: tiene que nacer al lenguaje y tiene simultáneamente que despertar su espíritu, es decir, tiene que humanizarse.
   Visto desde un plano metafísico, el hombre al venir al mundo trae consigo una ruptura de nivel ontológico, que tiene que armonizar, que estabilizar, por medio de la educación. Tiene así que entrar en el mundo de lingüístico de las significaciones y de las designaciones, que la letra tiende a matar, para vivir su espíritu. Restituir, pues, la solidaridad originaria del hombre con la naturaleza mediante un conjunto complejo de símbolos culturales solidarios del cosmos, llegando a restablecer la unidad, la divina unidad, entre los valores del hombre y los ritmos del universo: es decir, tiene que recuperar lo sagrado en la naturaleza y en el hombre mismo para evitar las arritmias y las catástrofes cósmicas (sequías, inundaciones, huracanes, etc.), pues la letra está todo el tiempo amenazada o por la petrificación (la letra muerta) o por la inversión de los valores -el caso más notable: la profanación de los sagrado consistente en considerar lo sagrado como profano (naturalismo) o, a la inversa, la secularización desviada de nuestro tiempo, consistente en considerar lo profano como si fuera sagrado (las herejías).
   Puede añadirse que en la cultura toda y por tanto en la misma educación, los símbolos más potentes de todos son o los míticos o los religiosos, debido a que en ellos se encuentra una referencia, directa o indirecta, a la totalidad –por lo que también entrañan una teoría del mundo, una filosofía, una metafísica. Lo símbolos, repetidos por la liturgia, por los ritos, en la oración (poderoso símbolo de comunicación con lo divino), el honrar a los antepasados, a los padres,  a las figuras dignas de veneración, no constituyen así sino un reservorio de la memoria para dirigir la actividad humana en el sentido de sus fines últimos y más elevados –donde se puede ver un cordón de dependencia entre el símbolo y la moral. De hecho no hay, no puede haber, una moralidad social sin símbolos -pero se puede también adorar a un tirano, sacrificar a la nada u ofrendar a los ídolos.
   Uno de los fenómenos más dolorosos de la humanidad es la tendencia a revolcarse en el propio error: es destruir una religión, una simbología, una cultura superior para inmediatamente erigir otra -notablemente inferior. La falta de compresión del mito, de los símbolos, de la religión comenten entonces una grosera confusión, consistente en abandonar una mística superior (de la luz) para arrojarse instantáneamente en brazos de otra, confusa, parcial, débil, notoriamente inferior (las metafísicas de las tinieblas), que lejos de divinizar al hombre lo vuelven cada vez más mediocre, más pusilánime, más confuso, más vulgar y… más rebelde a las cosas del espíritu y aún de la cultura.



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