La antropología filosófica ha visto en la
educación una exclusiva del hombre, un
propio o propiedad derivada de su esencia (que es la razón), por la que el
hombre mismo puede incluso definirse como: el ser, el animal educado. En efecto,
el hombre es un “ser que hacerse”, o el animal que se educa y que es educado.
Descuidar tal esencia del hombre, tal exclusiva de la especie, sólo puede
redundar en el peligro de degradarlo a criatura de ser dado, como son los
animales, regidos básicamente por sus instintos. Pero el hombre, por razón de
su libre albedrío, por ser criatura espiritual, sobrenatural (aunque no
sobrehumana), tiene que educarse en medio de una cultura que le precede, de
acuerdo a una tradición.
El hombre nace en la naturaleza, por ser
animal, pero no nace hombre; se hace hombre en el mundo de la cultura y el
mundo de los símbolos: tiene que nacer al lenguaje y tiene simultáneamente que
despertar su espíritu, es decir, tiene que humanizarse.
Visto desde un plano metafísico, el hombre
al venir al mundo trae consigo una ruptura de nivel ontológico, que tiene que
armonizar, que estabilizar, por medio de la educación. Tiene así que entrar en
el mundo de lingüístico de las significaciones y de las designaciones, que la
letra tiende a matar, para vivir su espíritu. Restituir, pues, la solidaridad
originaria del hombre con la naturaleza mediante un conjunto complejo de
símbolos culturales solidarios del cosmos, llegando a restablecer la unidad, la
divina unidad, entre los valores del hombre y los ritmos del universo: es
decir, tiene que recuperar lo sagrado en la naturaleza y en el hombre mismo
para evitar las arritmias y las catástrofes cósmicas (sequías, inundaciones,
huracanes, etc.), pues la letra está todo el tiempo amenazada o por la
petrificación (la letra muerta) o por la inversión de los valores -el caso más
notable: la profanación de los sagrado consistente en considerar lo sagrado
como profano (naturalismo) o, a la inversa, la secularización desviada de
nuestro tiempo, consistente en considerar lo profano como si fuera sagrado (las
herejías).
Puede añadirse que en la cultura toda y por
tanto en la misma educación, los símbolos más potentes de todos son o los
míticos o los religiosos, debido a que en ellos se encuentra una referencia,
directa o indirecta, a la totalidad –por lo que también entrañan una teoría del
mundo, una filosofía, una metafísica. Lo símbolos, repetidos por la liturgia,
por los ritos, en la oración (poderoso símbolo de comunicación con lo divino),
el honrar a los antepasados, a los padres,
a las figuras dignas de veneración, no constituyen así sino un
reservorio de la memoria para dirigir la actividad humana en el sentido de sus
fines últimos y más elevados –donde se puede ver un cordón de dependencia entre
el símbolo y la moral. De hecho no hay, no puede haber, una moralidad social
sin símbolos -pero se puede también adorar a un tirano, sacrificar a la nada u
ofrendar a los ídolos.
Uno de los fenómenos más dolorosos de la
humanidad es la tendencia a revolcarse en el propio error: es destruir una
religión, una simbología, una cultura superior para inmediatamente erigir
otra -notablemente inferior. La falta de compresión del mito, de los
símbolos, de la religión comenten entonces una grosera confusión, consistente
en abandonar una mística superior (de la luz) para arrojarse instantáneamente
en brazos de otra, confusa, parcial, débil, notoriamente inferior (las
metafísicas de las tinieblas), que lejos de divinizar al hombre lo vuelven cada
vez más mediocre, más pusilánime, más confuso, más vulgar y… más rebelde a las
cosas del espíritu y aún de la cultura.
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