XXI.-
Naturaleza Madrastra: Figuras de la Rebeldía
21.1.- La filosofía es: lo más saber posible y el
saber de lo más posible. Por un lado tiene así la filosofía una vertiente
enciclopédica, pues es el intento de saber lo más posible de todo, en un esfuerzo
de la razón propiamente teórico, sistemático; por el otro es saber de lo más
posible: de la razón, que ordena en sus categorías el sistema del mundo, siendo
en este sentido lo más, porque… quién más que la razón, que la filosofía, capaz
de ordenar la totalidad en un conjunto de saberes ordenados por sus principios
y sus categorías? Quien más que la filosofía, que la razón, que los principios,
que las categorías, que el sistema ontológico del mundo que espeja la realidad
en su totalidad? Pues sólo es más… y
sólo… el mismo Dios, por lo que la
ontología no puede sino concluir en saber de Dios y de las realidades, de las
entidades espirituales, , en el saber de lo más posible que sea a la vez lo más
saber, es decir, concluye en teología.
21.2.- La antropología filosófica ha visto en la educación una
exclusiva del hombre, un propio o propiedad derivada de su esencia (que es
la razón), por la que el hombre mismo puede incluso definirse como: el ser, el
animal educado En efecto, el hombre es un “ser que hacerse”, o el animal que se
educa y que es educado. Descuidar tal esencia del hombre, tal exclusiva de la
especie, sólo puede redundar en el peligro de degradarlo a criatura de ser
dado, como son los animales, regidos básicamente por sus instintos. Pero el
hombre, por razón de su libre albedrío, por ser criatura espiritual, sobrenatural
(aunque no sobrehumana), tiene que educarse en medio de una cultura que le
precede, de acuerdo a una tradición.
El hombre nace en la naturaleza, por ser
animal, pero no nace hombre; se hace hombre en el mundo de la cultura y el
mundo de los símbolos: tiene que nacer al lenguaje y tiene simultáneamente que
despertar su espíritu, es decir, tiene que humanizarse.
Visto desde un plano metafísico, el hombre
al venir al mundo trae consigo una ruptura de nivel ontológico, que tiene que
armonizar, que estabilizar, por medio de la educación. Tiene así que entrar en
el mundo de lingüístico de las significaciones y de las designaciones, que la
letra tiende a matar, para vivir su espíritu. Restituir, pues, la solidaridad
originaria del hombre con la naturaleza mediante un conjunto complejo de símbolos
culturales solidarios del cosmos, llegando a restablecer la unidad, la divina
unidad, entre los valores del hombre y los ritmos del universo: es decir, tiene
que recuperar lo sagrado en la naturaleza y en el hombre mismo para evitar las
arritmias y las catástrofes cósmicas (sequías, inundaciones, huracanes, etc.),
pues la letra está todo el tiempo amenazada o por la petrificación (la letra
muerta) o por la inversión de los valores -el caso más notable: la profanación
de los sagrado consistente en considerar lo sagrado como profano (naturalismo)
o, a la inversa, la secularización desviada de nuestro tiempo, consistente en considerar
lo profano como si fuera sagrado (las herejías).
Puede añadirse que en la cultura toda y por
tanto en la misma educación, los símbolos más potentes de todos son o los
míticos o los religiosos, debido a que en ellos se encuentra una referencia,
directa o indirecta, a la totalidad –por lo que también entrañan una teoría del
mundo, una filosofía, una metafísica. Lo símbolos, repetidos por la liturgia,
por los ritos, en la oración (poderoso símbolo de comunicación con lo divino),
el honrar a los antepasados, a los padres, a las figuras dignas de veneración, no constituyen así sino un
reservorio de la memoria para dirigir la actividad humana en el sentido de sus
fines últimos y más elevados –donde se puede ver un cordón de dependencia entre
el símbolo y la moral. De hecho no hay, no puede haber, una moralidad social
sin símbolos -pero se puede también adorar a un tirano, sacrificar a la nada u
ofrendar a los ídolos.
Uno de los fenómenos más dolorosos de la
humanidad es la tendencia a revolcarse en el propio error: es destruir una
religión, una simbología, una cultura superior para inmediatamente erigir
otra... notablemente inferior. La falta de compresión del mito, de los
símbolos, de la religión comenten entonces una grosera confusión, consistente
en abandonar una mística superior (de la luz) para arrojarse instantáneamente en
brazos de otra, confusa, parcial, débil, notoriamente inferior (las metafísicas
de las tinieblas), que lejos de divinizar al hombre lo vuelven cada vez más
mediocre, más pusilánime, más confuso, más vulgar y… más rebelde a las cosas
del espíritu y aún de la cultura.
21.3.- El hombre nace en la naturaleza, pero no nace
hombre, sino a la humano, en medio de una cultura que lo rodea por todas
partes, que lo precede y lo sucederá. Si se educa, entonces es que ha entrado
en contacto con ese mundo del sentido, con ese mundo humano. Así, lo primero que tiene que que aprender es a hacerse hablante, pues, dando acceso así a la compresión y a la
participación de los símbolos y significados de esa humanidad, y así al
familiarizarse, absorber y asilar y finalmente recrear los contenidos la dela
cultura poder plenamente humanizarse.
Porque el hombre no se hace hombre per se, sino que nos hacemos hombres, por delegación
e incluso por investidura, porque el
hombre no se hace ni se maquila como si se tratara de un autómata, tampoco se
hace a sí mismo, en abstracto, como si fuese hijo de la fortuna o de sí mismo, o como si fuese hijo de la técnica o de las
propias obras, sino que tiene a la educación y a la cultura como una madre, en
el sentido de una instancia social, pues se educa y se co-educa con los otros en
un mundo social, cuyo humus primordial no puede olvidarse del origen, del
fundamento que le da sentido -imagen de la madre otra vez, o de la Iglesia,
donde se simboliza a la memoria,
particularmente a la memoria de la unidad primigenia del hombre, que es la
familia, que implica la reconciliación con nuestros padres, con nuestros
ancestros y antepasados y finalmente don Dios. Por ello mismo la educación en
tanto asamblea de los comunes, de los pares, no puede sino participar de la
educación también como un símbolo: el de madre, que nos da un sentido de
identidad, pero también de pertenencia, es decir, un alma, de una madre
reconocible, pues, pero también reconocedora, pues tiene que ser la educación el foro de la asamblea
que abrace, donde se reconozcan claramente sus hijos.
12.4.- Pasemos ahora revista a las contrafiguras: las
de los rebeldes, los hombres que guiados por una naturaleza madrastra pueden en
general calificarse también como desvergonzados: los hombres que hacen lo que
no deben quedando a deber lo que no hacen.
Mundo abigarrado, donde desfila la tribu de
lobos de los desvergonzados, de los sinvergüenzas de toda laya y condición, que
van desde la nutrida jauría de los cínicos al burlón, y del pendenciero al anarquista.
En el centro se encuentra la caterva de los irrespetuosos, de los insultantes, de
los antisolemnes, de los irreverentes, donde se da un olvido real de las normas
morales provocado por la negligencia –que es difícil de curar, concluyendo en
dolorosos procesos degenerativos de la mente, como el Alzhaimer o demencia
senil, donde hay un profundo deterioro cognitivo, trastornos de la conducta,
pérdida de la memoria inmediata, hasta llegar a la franca involución del sujeto
a los estados embrionarios y prenatales por la pérdida total de la conciencia.
En general manifiestan todos esos casos figuras
tan desdichadas como desequilibradas de la conciencia moral en las que “el
servidor se ha vuelto el amo”, convirtiéndose el desconocimiento, la ignorancia,
la evasión, la mudez o el instinto en los verdaderos rectores de la voluntad. Conductas
que así, por más que se consideren como libres de ataduras, se encuentran en
realidad encadenadas a las bajas potencias, siendo entonces el hombre esclavo
de las pasiones, de los caprichos de la subjetividad, de la turbiedad del
entendimiento, de la parálisis de la emoción o de la dogmática rigidez e
inercia en sus comportamientos, y creando en su torno un estado de egoísmo generalizado,
que no puede sino redundar en una conjunta miseria común.
21.5.- El cúmulo de
personas sin respeto, ni de sí mismos ni de los otros, es hoy en día innumerable.
Sin embargo, todos ellos parten de actitudes comunes que pueden cristalizarse
por medio de sus figuras.
Así, el rebelde es inmódicamente el
insidioso, el bellaco que hace la guerra desde lejos, preparándose desde su
sitio, desde su sillar, desde su cátedra, a tender una emboscada, a poner
trampas, a engañar, siendo su principal arma la de la desorientación (la ocultación
de un valor por medio de rodearlo por un muro de mentiras, el rumor, la
calumnia, cuyo objeto es crear la confusión del “malentendido”). A diferencia del
francotirador, el insidioso se encuentra si no en sitio al menos si sentado,
instalado en algún lugar, en un sitio (sedere),
desde el cual otea el panorama a corromper o a conquistar.
La insidia se deriva de la perfidia. Porque
el pérfido es quien no tiene fe, o quien al perder la fe y no poder creer actúa
de mala entraña, con mala fe, de mala leche, siguiendo así en su comportamiento
aquello que no es provechoso. Su estigma es la sordera; sordera del rebelde
quien termina por ello siendo o un caradura o un vil zopenco donde el instinto
toma todo el control, usurpando por ello también la autoridad, deviniendo el
ser humano en ser de naturaleza dada al esclavizar al hombre a la mera lógica
de sus pasiones (de riqueza, de poder, de placer).
Las manifestaciones de la perfidia son
pluriformes, sus insolencias sin cuento. Su fe ciega, su fe sin sentido lo
lleva a delinquir llevando a delinquir a otros, a quienes arrastra en su caída.
Su arma principal es así “la solidaridad en el error”, pues basta ser víctima
de un solo error, pero fundamental, para solidarizarse con una serie de gente
con quienes daría vergüenza andar, pero que también practican el mismo error
pero a niveles cada vez más bajos. La mala fe del hombre pérfido cuela la idea
de que Jesús, por ejemplo, no es divino –error radical, que no sólo niega una
creencia, mística y teológica, sino la realidad misma del Rabbi, del Mesías, y de
su autonomía, volviéndolo por decirlo así un evento meramente mental. Una
víctima de su perfidia afirma entonces que si no divino si fue al menos el
hombre más sabio (B. Russell); el siguiente adelgaza concediendo que fue tan
sólo un gran sabio más; el que viene afirma que no, que fue esencialmente un
utopista, un profeta social, un revolucionario; el activista sostiene que ni
siquiera, que fue no otra cosa que un simulador, un loco, hasta que por fin el
último concluye que es un cuento, que no existió en la absoluto.
Otro error de los comunistas de salón late en esa
misma esfera, al afirmar en bloque que no es el adulterio un pecado –pues empiezan
por ser ateos, por no tener religión, y así, como nada se caracteriza por su no
tener, sustituyen entonces la ley moral por un vago sueño de solidaridad con el
prójimo, sobre el que, por otra parte, no dudan en realizar todo tipo de trapacerías, actuando incluso de
mala fe, reduciendo al hombre a un número, a una estadística, a una
abstracción, animados por el oscuro sentimiento de la perfidia. Otro más: le fe
tecnológica en los códigos de la teoría lingüística, que permiten alegremente
montar un metanivel sobre nivel, un segundo piso sobre el piso, sobreponiendo y
presionando al poner sobre las espaldas de la esencia a la existencia, sobre el orden y la
necesidad a la fortuna equilibrista y sobre la moral… un más allá del bien y
del mal –que no son sino expresiones de un absurdo y mismo nihilismo activo,
pues más allá del bien del mal no hay propiamente nada, o al menos nada que
pueda considerarse humano (ya que justa y fundamentalmente el hombre se define
por su a priori moral, por estar
divida su naturaleza desde la raíz por las posibilidades del bien y el mal), tendiendo
así un aparatoso puente aéreo que no cruza ningún río, que no salva ningún
abismo y que, finalmente, resulta inútil, pues no sirve para nada.
Así, la larga lucha de la humanidad por
liberarse de sus cadenas, colectivamente por alcanzar el reconocimiento de los derechos
humanos y de la justicia, por medio de un social interés activo en la persona,
cede su puesto a las reivindicaciones, solidarizándose los más en el costoso
error de reivindicar el escorzo más cuestionable de la modernidad: su tendencia
al inmanentismo, inventándose así a la vez una utopía que los justifica,
idealista por necesidad, por más que sea inmanente, decidiéndose a bajar la
razón a la tierra bajo la forma de la rabia o de negligencia (la razón histórica), cubriendo la tierra
de bostezo o baba en su miserable intento de querer justificar a la historia
por sí misma, cosa imposible, de manera tan inmanente como vacía, pues en realidad no estarán fundando sino en algo que propiamente hablando no existe: el futuro, y de un futuro utópico por lo demás, eviscerando así las acciones humanas de todo sentimiento de respeto, de todo símbolo transhistórico, de toda espiritualidad, de todo horizonte y finalmente de toda trascendencia.
(Continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario