El gran
Marco Tulio Cicerón llegó a definir la historia como
"testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la
memoria, maestra de la vida y mensajera de la antigüedad". Es fácil
observar que esta definición tiene mucho
de oratoria, como tenía que corresponder al famoso
orador y abogado latino que fue Cicerón.
A propósito de Cicerón, bueno es recomendar
a mis lectores, la lectura de "La Columna de Hierro" de la inglesa
Taylor Cadwell, que trata de la vida del muy célebre tribuno.
Uno de los mejores
historiadores mexicanos, Carlos Pereyra, recuerda el momento en que Cicerón
llegó a su definición de la historia. Cicerón busca en Túsculo un plátano frondoso, como el que daba sombra a la sabiduría de Sócrates en la Academia, y cuando lo ha encontrado, pide cojines para sentarse cómodamente con
sus alumnos.
Muchos pensadores se han preguntado si la
historia tiene un fin determinado. Son muchos los que creen ver en
ella un orden, una explicación que permite entender el porqué
del paso del hombre. Del afán de hallar un hilo
conductor de la historia ha nacido la filosofía de la historia.
Los antiguos historiadores, como el griego
Hesiodo y el latino Ovidio, están persuadidos de que todo el tiempo pasado
fue mejor. Ellos explican la existencia de varias edades que pasaron de la
cumbre a la decadencia. Tuvieron que cambiarse estos
conceptos para que los historiadores llegaran a la
conclusión de que era posible esperar mayor grandeza en el porvenir.
La idea puesta hacia el futuro fue propiamente de origen hebreo y se relaciona con el sentido mesiánico del pueblo judío, especialmente en las profecías de Isaías. Esta visión futurista y mesiánica encuentra en el Cristianismo su expresión más depurada y noble, como marcha del hombre hacia Dios. Recordemos estas palabras de Isaías que se hallan en el Antiguo Testamento:
La idea puesta hacia el futuro fue propiamente de origen hebreo y se relaciona con el sentido mesiánico del pueblo judío, especialmente en las profecías de Isaías. Esta visión futurista y mesiánica encuentra en el Cristianismo su expresión más depurada y noble, como marcha del hombre hacia Dios. Recordemos estas palabras de Isaías que se hallan en el Antiguo Testamento:
“El pueblo que andaba en tinieblas, vio una
luz grande. Sobre los que habitan en la
tierra de sombras de muerte resplandeció una brillante luz. Porque nos ha nacido
un niño, nos ha sido dado un hijo que tiene sobre los hombros la soberanía, que se llamará Maravilloso Consejero, Dios
Fuerte, Padre Sempiterno, Príncipe de la Paz. Para dilatar el imperio y para
una paz ilimitada sobre el trono de David y de su reino, para afirmarlo y consolidarlo
en el derecho y en la justicia desde ahora para siempre jamás. El celo de Yahvé
de los ejércitos hará esto".
Agustín de Tagaste, el sabio obispo africano de Hipona es el fundador de la filosofía de la historia como disciplina. De
este santo que tanto batalló con su propia conciencia, dice el gran escritor
italiano, hoy injustamente casi olvidado, Giovanni Papini, en célebre
biografía: "Precisamente en haber logrado salir del estiércol para
elevarse a las estrellas consiste toda su gloria y se manifiesta la potencia de la Gracia. Cuanta más honda fue la basura,
tanto más grande es la luz de la altura".
Como se sabe, San Agustín es autor de libro
"Confesiones" en el que relata su lucha mundana, el largo
camino pleno de excesos que tuvo que recorrer antes de entregar su inmensa
dádiva de amor.
Escribe Papini, citando a Goethe que las
poesías líricas más bellas son las del azar.
Añade: "También los veintidós libros de
la "Ciudad de Dios", que constituyen la más prestigiosa epopeya en prosa que yo conozca nacieron
por un azar y quizás no habrían sido escritas sin la mala gesta de Alarico. El
saqueo de Roma no fue más que el brote: de aquel hecho nada extraordinario
—millares de ciudades han sido saqueadas en todos los tiempos— el genio de
Agustín supo ascender a una síntesis de la historia humana y divina, en la cual
nuestro género, dividido en dos ejércitos, está en combate bajo el ojo de
Dios, visión que ha iluminado y moldeado a la Cristiandad
durante mil años".
La "Ciudad de
Dios", obra fundamental en las creaciones
culturales de Occidente, es el libro que hizo trascender particularmente a San
Agustín. Habla en sus páginas de una lucha entre el hombre y
Satán, entre el hombre y Dios. La idea central es la contraposición de estas
dos ciudades: la Ciudad de Dios y la
Ciudad del Diablo. "Los amores
hicieron las dos ciudades, esto es, a la terrena, el amor de sí mismo hasta el
desprecio de Dios; a la celeste, el amor de Dios hasta el desprecio de sí
mismo. Y comenta Papini que la "Ciudad de Dios" es
la de los buenos y al mismo tiempo la comunidad de los
elegidos, de los que alcanzaron a Cristo y se unieron a Él; la segunda, la del
Diablo, es la de los malvados y al mismo tiempo la
sociedad de los injustos. La Ciudad de Dios esta fundada sobre el amor, la Ciudad del Diablo
sobre el odio, porque no sabe siquiera elevarse a la perfecta justicia humana.
La mente agustiniana es radicalmente
dualista. De una parte, la vida que se proyecta hacia Dios, de otra, la vida
puramente temporal, carente de valores espirituales. La llegada de Jesús, es,
sin embargo, el punto central, porque gracias a la
Redención la Ciudad de Dios se levanta sobre la Ciudad Terrena o del Diablo, y
el objetivo final en la historia del mundo será el triunfo de los bienaventurados.
La historia en suma, como una labor de la Providencia
y del hombre.
Giovanni Papini, gran biógrafo de San
Agustín, dice que éste nació el trece de noviembre del 354.
Antes recuerda que Julio Pablo Ritcher afirma que los nacidos en día
domingo están destinados a cosas grandes, y San Agustín confirma esta dudosa
ley, porque "cuando fue parido por Mónica, esposa de Patricio, era
domingo".
La "Ciudad de Dios" la empezó a
escribir San Agustín en 412 o 413, y la concluyo catorce años después. Ahí está la primera filosofía de la historia. Termina
el libro con la resurrección de los cuerpos bajo los nuevos cielos. De la oposición eterna entre el bien y el mal, San
Agustín supo sacar una de las obras maestras de la
ortodoxia católica. Los malos serán indestructibles hasta el
fin de los siglos, pero también serán vencidos y castigados eternamente. La
historia es la lucha entre los buenos y malos, pero esta
división no fue creada por Dios, sino que es consecuencia del don de la libertad,
divino y peligroso, que Dios concedió a sus criaturas.
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