lunes, 2 de septiembre de 2013

De Mis Lecturas: La Historia Por Don Héctor Palencia Alonso



   El gran Marco Tulio Cicerón llegó a definir la historia como "testigo de los tiempos, luz de la verdad, vi­da de la memoria, maestra de la vida y mensajera de la antigüedad". Es fácil observar que esta definición tiene mucho de oratoria, como tenía que corresponder al famoso orador y abogado latino que fue Cicerón.    
   A propósito de Cicerón, bueno es recomendar a mis lectores, la lectura de "La Columna de Hierro" de la inglesa Taylor Cadwell, que trata de la vida del muy célebre tribuno.
   Uno de los mejores historiadores mexicanos, Carlos Pereyra, recuerda el momento en que Cicerón llegó a su definición de la historia. Cicerón busca en Túsculo un plátano frondoso, como el que daba sombra a la sabiduría de Sócrates en la Academia, y cuando lo ha encon­trado, pide cojines para sentarse cómodamente con sus alumnos.
   Muchos pensadores se han preguntado si la historia tiene un fin determinado. Son muchos los que creen ver en ella un orden, una explicación que permite entender el porqué del paso del hombre. Del afán de hallar un hilo conductor de la historia ha nacido la filosofía de la historia.
   Los antiguos historiadores, como el griego Hesiodo y el latino Ovidio, están persuadidos de que todo el tiempo pasado fue mejor. Ellos explican la existencia de varias edades que pasaron de la cumbre a la decadencia. Tu­vieron que cambiarse estos conceptos para que los historiadores llegaran a la conclusión de que era posible esperar mayor grandeza en el porvenir.
     La idea puesta hacia el futuro fue propiamente de ori
gen hebreo y se relaciona con el sentido mesiánico del pueblo judío, especialmente en las profecías de Isaías. Esta visión futurista y mesiánica encuentra en el Cristia­nismo su expresión más depurada y noble, como marcha del hombre hacia Dios. Recordemos estas palabras de Isaías que se hallan en el Antiguo Testamento:
   “El pueblo que andaba en tinieblas, vio una luz gran­de. Sobre los que habitan en la tierra de sombras de muerte resplandeció una brillante luz. Porque nos ha na­cido un niño, nos ha sido dado un hijo que tiene sobre los hombros la soberanía, que se llamará Maravilloso Con­sejero, Dios Fuerte, Padre Sempiterno, Príncipe de la Paz. Para dilatar el imperio y para una paz ilimitada sobre el trono de David y de su reino, para afirmarlo y con­solidarlo en el derecho y en la justicia desde ahora para siempre jamás. El celo de Yahvé de los ejércitos hará es­to".
   Agustín de Tagaste, el sabio obispo africano de Hipona es el fundador de la filosofía de la historia como dis­ciplina. De este santo que tanto batalló con su propia conciencia, dice el gran escritor italiano, hoy injustamen­te casi olvidado, Giovanni Papini, en célebre biografía: "Precisamente en haber logrado salir del estiércol para elevarse a las estrellas consiste toda su gloria y se ma­nifiesta la potencia de la Gracia. Cuanta más honda fue la basura, tanto más grande es la luz de la altura".
   Como se sabe, San Agustín es autor de libro "Confe­siones" en el que relata su lucha mundana, el largo ca­mino pleno de excesos que tuvo que recorrer antes de entregar su inmensa dádiva de amor.
   Escribe Papini, citando a Goethe que las poesías líri­cas más bellas son las del azar. Añade: "También los veintidós libros de la "Ciudad de Dios", que constituyen la más prestigiosa epopeya en prosa que yo conozca na­cieron por un azar y quizás no habrían sido escritas sin la mala gesta de Alarico. El saqueo de Roma no fue más que el brote: de aquel hecho nada extraordinario —milla­res de ciudades han sido saqueadas en todos los tiem­pos— el genio de Agustín supo ascender a una síntesis de la historia humana y divina, en la cual nuestro géne­ro, dividido en dos ejércitos, está en combate bajo el ojo de Dios, visión que ha iluminado y moldeado a la Cris­tiandad durante mil años".
   La "Ciudad de Dios", obra fundamental en las creacio­nes culturales de Occidente, es el libro que hizo trascen­der particularmente a San Agustín. Habla en sus páginas de una lucha entre el hombre y Satán, entre el hombre y Dios. La idea central es la contraposición de estas dos ciudades: la Ciudad de Dios y la Ciudad del Diablo. "Los amores hicieron las dos ciudades, esto es, a la terrena, el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios; a la ce­leste, el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo. Y comenta Papini que la "Ciudad de Dios" es la de los buenos y al mismo tiempo la comunidad de los elegidos, de los que alcanzaron a Cristo y se unieron a Él; la segunda, la del Diablo, es la de los malvados y al mismo tiempo la sociedad de los injustos. La Ciudad de Dios esta  fundada sobre el amor, la Ciudad del Diablo sobre el odio, porque no sabe siquiera elevarse a la perfecta justicia humana.
   La mente agustiniana es radicalmente dualista. De una parte, la vida que se proyecta hacia Dios, de otra, la vida puramente temporal, carente de valores espiritua­les. La llegada de Jesús, es, sin embargo, el punto cen­tral, porque gracias a la Redención la Ciudad de Dios se levanta sobre la Ciudad Terrena o del Diablo, y el objeti­vo final en la historia del mundo será el triunfo de los bie­naventurados. La historia en suma, como una labor de la Providencia y del hombre.
   Giovanni Papini, gran biógrafo de San Agustín, dice que éste nació el trece de noviembre del 354. Antes re­cuerda que Julio Pablo Ritcher afirma que los nacidos en día domingo están destinados a cosas grandes, y San Agustín confirma esta dudosa ley, porque "cuando fue parido por Mónica, esposa de Patricio, era domingo".
   La "Ciudad de Dios" la empezó a escribir San Agustín en 412 o 413, y la concluyo catorce años después. Ahí está la primera filosofía de la historia. Termina el libro con la resurrección de los cuerpos bajo los nuevos cielos. De la oposición eterna entre el bien y el mal, San Agustín supo sacar una de las obras maestras de la ortodoxia católica. Los malos serán indestructibles hasta el fin de los siglos, pero también serán vencidos y castigados eternamente. La historia es la lucha entre los buenos y malos, pero esta división no fue creada por Dios, sino que es consecuencia del don de la libertad, divino y peligroso, que Dios concedió a sus criaturas.






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