23.0.1.- La confusión
de los valores, de los órdenes entraña el problema, fundamental, de a quien se
es más digno de obedecer –cosa que vuelve sobre el problema de las jerarquías,
pero también sobre el de la legitmidad de su autoridad, porque ¿puede o no
haber una rebeldía legítima? -se ocurre preguntar, por ejemplo cuando hay una
falsa autoridad, o cuando un mandato se pasa de tueste, cuando alguien ordena a
otro de manera autoritaria o llanamente ilegítima, o bien cuando hay dos
órdenes, dos mandatos, dos autoridades en conflicto?
Para no dejar en el aire el problema
específico de las órdenes, de a quien se es más digno de obedecer, baste
indicar por ahora que se trata de un problema específico de la consciencia
moral –la cual exhibe en la modernidad una notable falta de desarrollo en el
grueso de los mortales, tentados, cínica, descaradamente, por el cebo bien
hinchado de la rebeldía, para con embarrarles a placer los bigotes y hacerlos
morder el cedazo de la anarquía, de la revuelta, de la guerra al prójimo y
cercano, ya sea so pretexto de la lucha de clases, o más concretamente de la
ambición de poder e, incluso, de consagración espiritual.
23.1.- El sentimiento
de respeto puede asimilarse al sentimiento de la vergüenza, que añade un
interesante matiz o campo semántico. Veamos.
La voz “vergüenza” (verecundia) tiene una significación dual, por un lado indica, pudor,
reserva, respeto; palabra a su vez que se deriva la expresión a su vez de la
voz “vereri”, en el sentido de ser
modesto, o de tener respeto –pero también “reverenciar” (“reverérí”), “reverencia” (“reverentia”); en el
sentido de ser reverente, de honrar, a alguien digno de reverencia (el reverendo,
o quien encarna la figura de una autoridad, de un maestro), ante el cual, por
el sentimiento propiamente moral de deber, de vergüenza o de respeto, hay que mostrar
consideración, modestamente guardar distancia y conservar los límites.[1]
Sin embargo, el sentimiento de respeto en
que consiste la vergüenza está específicamente dirigido a la propia persona, a
la propia dignidad de la persona humana. Así, si al sentimiento de respeto
corresponde la reverencia, la consideración hacia alguien de mayor altura o
jerarquía, y por tanto la modestia, el abajamiento, al sentimiento propio de la
vergüenza, en su sentido positivo, corresponde la entrega, e incluso el del coraje. Tener vergüenza en
una palabra es actuar guiado por el sentimiento del honor, de la honra, de
dignidad y respecto respeto a la propia persona. Quiere entonces decir: ser
digno –no empeñarse, no rebajarse ante uno mismo, no dejarse usar como una
mercancía. Pero también tener pudor, reserva –por lo que su contrario, el
sentimiento de la desvergüenza, consiste en rebajarse, en perder la dignidad, o
dicho con una llana expresión: en
“enseñar las nalgas”. Se puede así sentir vergüenza en un sentido
negativo: como falta, como pérdida, como una carencia axiología, que hiere la
propia ontología, el propio ser moral de la persona, por lo que se siente
dolor, pena, agravio, rebajamiento o empequeñecimiento ante los propios ojos.
Se trata entonces de un peculiar sentimiento
reflexivo, el de avergonzarse, de quien se siente apenado por haber caído,
reconociendo de tal forma una falla moral, una limitación, una carencia, un no
ser –que roe, al ser, que erosiona al apersona, que corrompe al alma finalmente
comprometiendo finalmente su misma suerte metafísica. Tal sentimiento es el más
moral de todos, pues hace sentir en carne viva un malestar, correlato de haber
asumido una responsabilidad, producto de un estado de conciencia propiamente
moral.
Su expresión fisiológica es interesantísima:
el rubor, el sonrojamiento de la cara, la subida de la sangre en densa marea
hasta los carrillos, que sube hasta las mejillas, para encenderlas, en
reconocimiento de una culpa. El sonrrojo, tiene así una fase de zozobra, de ir
de lo más alto en que se tiene a sí misma considerada la persona a lo más bajo,
reconociendo la bajeza en la que ha caído, cuya sentimiento propio de turbación
comienza con un estado afectado del animo, con una desarmonización en la
respiración pero sobre todo en los fluidos de la corriente sanguínea, que suben
con densa presión hacia la cara para primero ponerla "de todos colores”, hasta
finalmente estabilizarse en una emoción tensa que enciende las mejillas, en
seña de que la persona está profundamente apenada, quebrantada, atravesada, por
decirlo así, por un súbito sentimiento de nihilismo y abatimiento que le
impulsa como a borrarse, como a querer que se la “trague la tierra” –todo lo
cual indica un connato, pues, de conciencia, y por tanto de… de…. si… de arrepentimiento, de reconocimiento público
y notorio de una desviación respecto de la ley moral, que afecta por tanto el
sentimiento de respeto, de deber moral de la persona, el cual sólo puede ser
completado con la enmienda del comportamiento fallido y, sobre todo, con la
reconciliación, con la readopción del valor perdido.
También sentimiento de exhibición de una
falta, en el sentido de haber cometido una impudicia -como reconocimiento de
haber trasgredido un límite, de haber sobrepasado una frontera, con merma o
daño moral, de donde deriva el consecuente dolor, la pena, el sonrojarse.
23.2.- Avergonzarse,
por algo o por alguien, por otra parte, indica sólo una expansión del sentimiento de indignidad, de
pequeñez o de pérdida de la dignidad, de la honra personal (que puede extenderse
en un sentido familiar, racial, étnico o religiosa, etc.), que por tanto va
acompañado de abatimiento, de pena o de agudo
dolor.
Su contrario excluyente sería el sentimiento
propio de la soberbia: elación de ánimo por la elevación intelectual, por la
superioridad epistémica de la persona en el sentido de comprensión, pero
también de la dominación, donde la sangre sube en densa marea hasta la cabeza
causando en el sujeto una sensación de potencia, de grandeza, de
invencibilidad.
En el
sentido negativo, que es el de la vergüenza como reserva, como pudor, como
contención, tocamos una fibra sentimental que al estrujarnos angustiosamente contra nosotros mismos, nos obliga a confesar, también ante nosotros mimos o ante una instancia trascdente, nuestras vergüenzas –invitándonos de esta suerte a reconocer nuestra personal debilidad, a no evadir la debida
conciencia y responsabilidad personal que tenemos como agentes morales, así como a la instancia a que nos debemos, o a quien debemos.
La
humildad de la persona, que ligada a la consideración del propio tamaño y a la
prohibición por tanto de no desbordar los propios límites, ya sea por motivos
de la hybris, de la desmesura, ya por los de la asevia, de la ignorancia
consciente de la ley moral. La vergüenza es así el verdadero criterio regulador
de la conducta moral, pues atiende directamente a la autenticidad de la
persona, que es la conciencia de sus límites, de su limitación, como a su posible universalidad, que es el acuerdo con la norma
eterna, universal y trascendente. Así, en el hombre de vergüenza sobresalen las
actitudes del recato, del pudor, del decoro, las cuales por ese segunda
naturaleza a la que llamamos educación rehuyen lo vulgar, lo pedestre, poniéndose a cubierto, a buen resguardo, cubriéndose, pues, o alejándose, para no ver aquello que representa, conlleva o implica el mal.
23.3.- Así, el contrario directo del sentimiento de
respeto es el sentimiento, por decirlo así vacío y ya completamente negativo,
de la desvergüenza, encarnado propiamente por el caradura, por el sinvergüenza.
El sinvergüenza no es otro que el hombre sin sentimiento de culpa –si es que no
constituye esto una contradicción en los términos. Se trata del caradura, del
hombre que por su dureza de sentimientos, por su terquedad, ha quemado su
rostro resistente hasta volverlo como de bronce, que no tiene temor
por tanto de exhibirse y que incluso utiliza su desvergüenza contra el mundo en
torno, a la manera del cínico, enseñando los dientes, por razón de su mal
entendido naturalismo. Por un lado, se trata del hombre (o de la mujer) que con
sus afirmaciones va, por decirlo así, “enseñando las nalgas”, exhibiendo los
harapos mal cocidos de su pobre educación; por el otro, se trata también del
hombre cuya dureza sentimental lo vuelve un ídolo de si mismo, una piedra
condensada por sus dogmas o por sus procedimientos, y ante el cual toda persona
se estrella, quedando desestimada, desconocida, desautorizada, ignorada,
despreciada –es decir, reducida a vil cascajo.
Se trata entonces del fenómeno de la falta
de distinción, de un mundo donde no hay jerarquía y por tanto personas
distinguidas o que distinguir, y que alcanza la indiferencia en lo numérico en
un rasgo que es carácter de la edad contemporánea: el codeo y el tuteo público,
cuyo intento final es el de unificar el todo de lo social en un misma magma
amorfo y subpersonal (la masa).
No es infrecuente que el hombre de la vergüenza,
que el hombre desvergonzado o que el llano sinvergüenza, se hinche con la fácil
levadura de la vanidad; que se eleve ante sus propios ojos por el sentimiento
personal, caprichoso, capcioso, del orgullo. Es la soberbia, pecado capital por
excelencia del que se derivan todos los demás, el que paralelamente tiene su
propia expresión fisonómica en el elevar la nariz y el mentón, desviando la
mirada de todo lo demás y mirando por sobre el hombro en clara actitud de “perdona-vidas”,
con una clara elación del ánimo al subir la sangre den densa marea a la cabeza,
por el sentimiento de la superioridad intelectual, por el descubrimiento de un
principio de la razón que, al referirse al todo, da la sensación de poder, de
fuerza, de dominio sobre la realidad universal. Así, puede decirse que si el
sentimiento de vergüenza es el sentimiento del pecado, de lo particular, de la
propia e intransferible culpa, que nos achica, que nos hace arder el rostro por
el doloroso sentimiento de la propia pena personal, que nos apena; el
sentimiento de la soberbia se coloca en el otro extremo de una gama
peculiarísima de sentimientos, al ser un sentimiento propiamente de la
universalidad de la razón, pero que sin abrir al sujeto a otras
sentimentalidades, a otros sujetos, más bien lo confine en el interior de ese
soberbio sentimiento de grandeza, de potencia, de… de…. si, finalmente de auto-divinización.
23.4.- Sin embargo, el
reconocimiento del propio error puede aun alcanzarse mediante la reflexión, ciertamente
dolorosa, de nuestras faltas, de nuestras culpas, de nuestras caídas, de
nuestros límites, de nuestra….. si, de nuestra nada –engendrando con ello un
estado, si no de paz, al menos si de responsabilidad, producto no de una gaya
ciencia, sino de un melífico saber, el saber de la vergüenza (la felix culpa).
22.5.- Como quiera que
sea, la vergüenza y el respeto son sentimientos matizados comunes que pone de
manifiesto la sobrenaturaleza del ser humano (no la sobrehumanidad); el hecho
de ser el hombre, pues, un animal metafísico. Porque el sentimiento de la vergüenza,
con ser aparentemente nimio, revela otra definición posible del hombre: como
animal que por sentir vergüenza es el animal metafísico que es: el ser que
tiene su alma en el centro de su propio ser –la cual a su vez está ligada al
espíritu, a la realidad absoluta, a lo sagrado. Así, la capacidad que tiene el
hombre de reconocer su propia alma, está indefectiblemente ligada a su
capacidad de recordar la verdad. De hecho, el camino de la sabiduría y el
camino de la libertad son el mismo, pues ambos llevan al centro del propio ser.
Todos los esfuerzos de la metafísica, en efecto, están consagrados a que el
hombre descubra su propio centro y que al acercarse a él descubra también esa
realidad otra que nos trasciende y que nos salva y justifica.
En efecto, el hombre, separado y afligido,
sufre en este mundo por una ignorancia fundamental: porque ignora el valor y la
situación de su alma, porque ignora su propio centro. La catástrofe de la
condición humana se deriva así de una absurda amnesia: cifrada en el hecho de
no recordar las normas, la verdad eterna, ni de reconocer el valor y la altura
de la que ha caído su alma –del alma entendida como una entidad ontológica,
diferenciada por tanto de la psique o de la vida psico-mental, la cual has sido
reiteradamente concebida por los modernos apenas como una sutil manifestación
de la materia, a su vez reducible a las sensaciones (sens-data o datos
sensoriales).
Sin embargo, en el centro mismo del hombre,
en su alma, entendida como una entidad real, autónoma, reside la posibilidad de ese recuerdo y de ese reconocimiento, tanto
de la ley, de las normas, como de uno mismo, también de la necesidad de
purificarse, de quemar la escoria que nos mantiene prisioneros del mundo, de
las ilusiones, de los deseos, de la materia, de la mentira, para así poder recuperar
la libertad perdida y, por decirlo de alguna manera, dejar que el alma emplume,
eche alas, que sea realmente autónoma en el sentido de la libertad ascendente, y continúe por el rudo camino de la montaña que
va hacia arriba, hacia la realidad trascendente que nos espera al final de
nuestra personal batalla con la vida.
[1]
Recuérdese el argumento ad verecundiam,
o master dixit, que puede usarse
falas, dependiendo de la situación,, consistente en afirmar que algo es verdad
por el hecho de que lo dijo un maestro; o alguien que tiene autoridad en la
materia. Argumento que fue muy .usado con frecuencia por los Pitagóricos.
Ejemplo de falacia: La raíz cuadrada de 2 da como resultado un número
irracional, con infinitas decimales –porque lo dijo Euclides. (quien realizó la demostración matemática que lo prueba, etc. . .
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