sábado, 26 de octubre de 2013

De Desdicha y la Desgracia Por Alberto Espinosa



   Hay que empezar por distinguir la desgracia de la desdicha. La desdicha es sólo la tristeza expresada por el sujeto en expresiones mímicas de desaliento, de decaimiento, de depresión, que tienden hacia abajo. Como el gesto de pena, de tristeza, que se marca en el rostro singularmente en las comisuras de los labios con líneas descendentes o que tiran en dirección descendente; o en la mirada vagarosa que ve hacia abajo; o que también se expresa en la posición encorvada de la figura total del cuerpo humano, que da la impresión de una cierta contracción, o que se manifiesta así en posturas refractarias, cerradas, que tienden hacia dentro, como la expresión interna del recogimiento interno o del mero ensimismamiento. Expresiones todas de pena, de tristeza, de dolor; es decir, expresivas de experimentar el sujeto algún tipo de contrariedad (ya sea por lo propio o por lo ajeno), que lo turba, que lo perturba, que expresa también una desarmonía interna (ya sea consigo mismo, ya con los otros). Expresiones inequívocas, pues, de sufrir el sujeto un mal, de experimentar éste alguna notoria insatisfacción.
   La desdicha es así la expresión contraria a la dicha, a la alegría, a la satisfacción, a la felicidad -cuyas expresiones mímicas se caracterizan por sus movimientos de apertura, de dilatación de la animación y por su elevación, estando marcadas por  líneas que tiran hacia arriba, ascendentes, como son la sonrisa, la mirada hacia lo alto, los brazos abiertos y la figura erguida; también por un sentimiento positivo y espumoso de expansión del voluntad, del querer, que puede llegar incluso al entusiasmo y al contagio afectivo, en una especie de optimismo generalizado, de sentimiento de expansión y elevación colectivo o de alegría compartida, intersubjetiva. Expresiones, pues, de satisfacción, que serían las expresiones propias del fin (telos) del hombre; expresiones púes de armonización de la naturaleza humana consigo misma y con los otros (pues es el hombre también y esencialmente un ser social). Expresiones que serían por tanto también el fin (telos) de la educación y de la ética misma, es decir, la corona misma de la moralidad –tomando en cuenta, sin embargo, la gradación o calificación de las satisfacciones humanas, que irían de los placeres sensibles más groseros o burdos (relativamente menos valiosos) a las satisfacciones espirituales más refinadas y altas, no sólo egoístas, sino esencialmente también altruistas (relativamente más valiosos, que sólo dan en los niveles afectivos más altos de la educación, que serían también los de la plena realización de la moralidad, los cuales conciernen, pues, al desarrollo pleno de los sentimientos sociales, más delicados y difíciles de adquirir, que van de la simple ayuda mutua y la solidaridad, al respeto mutuo entre las personas y a su reconocimiento –llegando incluso a la celebración y participación colectiva de sus valores).
   La simple desdicha, con no ser la desgracia, tienta sin embargo al hombre que se deja arrastrar por ella, de confinarlo así en la prisión de la insatisfacción, de desbarrancarlo y sumirlo o en la depresión o en el potro de tortura de la postración, esclavizándolo de tal modo al encadenarlo o a la amargura o a la frustración, llevándolo finalmente al pozo pesimista de la lamentación, del resentimiento o la desgracia donde o no hay felicidad, satisfacción posible, o donde todas las acciones resultan insatisfactorias y todos los deseos insatisfactibles.
   Porque no salir de la depresión, de la tristeza, del sufrimiento, por más que se asuma ante ello una actitud solitaria, heroica y viril, para alejarse del lacrimoso lamento y de la pataleta, no dejará nunca de ser una tóxica lamentación por uno mismo que incorpora el sentimiento de víctima al propio ser, el cual no podría menos que exclamar: “pobre de mí” –sumiendo así en una soledad que, lejos de ser el recogimiento de lo dispersado, aparece como una enfermedad del yo: como esterilidad y, por tanto, como frustración.
      La salida del conflicto interno, y de la petrificación a la que conlleva, estriba en reconocer que somos pecadores –pero también que el pecado es una realidad doble; porque por una parte está premiado, pero por la otra nos hace esclavos, lo que quiere decir también que es castigo, en mucho consistente en perder la gracia, que es la caída (porque a fin de cuentas el pecado es siempre profanar una cosa sagrada). La opción religiosa, la necesidad de Dios, radica fundamentalmente de que necesitamos de la liberación interior por medio del perdón del Señor –lo que además de limpiarnos interiormente de la herrumbre del pecado, nos da una fuerza, como por añadidura, es decir, gratuitamente: una gracia. Pero tal perdón de Dios no se obtiene si no pasamos por el reconocimiento del mal que hemos hecho, a otros o a nosotros mismos –o, para decirlo en términos religiosos, si no reconocemos la transgresión de la ley, de la norma, de la palabra santa, es decir, si no reconocemos la profanación de algo sagrado como una ofensa a la santidad misma de Dios (si no reconocemos a la vez que pecamos delante de Dios y que el pecado no es igual que el delito; pues posible pecar sin delinquir –pero entonces el demonio se frota las manos).
   Por lo contrario, el desgraciado sería en principio así el hombre que no da nada de gratis –incluso de sí mismo, que se mantiene torvo, a distancia, refractario o que no se brinda-, no dejando por ello de ser, esencialmente, por tanto, también el ingrato. Hay así en el hombre desagradecido, en el ingrato, en el hombre mal agradecido, un gesto de desagrado, de resentimiento, de negación de la vida –que lo lleva a ser desagradable a él mismo ante los otros, cosa que frecuentemente lo lleva a disimular su ser desagradable y a ocultar su desagrado o frustración ante la vida, mediante una máscara, cuyo gesto, como sobrepuesto, es el de la queja constante o el de la indignación por otra cosa, desplazada a algún otro motivo que, por decirlo así, a la vez detona y enmascara su resentimiento.
   La desgracia es lo contrario de la gracia; porque se es desgraciado, porque cada uno se labra su propia desgracia, decimos, y es verdad, volviéndose parte de nuestro ser; pero en cambio entramos en la gracia, se está en la gracia, se entra en ella como se entra en un lugar sagrado, en un templo –que es a la vez haber dejado entrar a nuestra vida el espíritu mismo de la vida, el espíritu de acción de gracias, de agradecimiento -motivo también de congratulación colectiva, porque ese lugar al que se entra es también un el lugar al que pertenecemos y que nos da identidad, que nos vuelve parte de una familia de la cual formamos parte, que es también una dignidad, de una distinción y de una reconciliación,  ya que así volvemos a ser parte de los suyos. Lugar al que se entra, pues, por medio de la humildad (el arrepentimiento) y del amor, del agradecimiento por los bienes recibidos, de la acción de gracias.
  En cambio, desgraciado es el hombre inicuo, el desigual, el disparejo, el injusto, el desvergonzado, pero también el apóstata, el impío y el desagradecido (formas todas ellas del hombre rebelde). Esencialmente se trata, en efecto, del desagradecido, del hombre que ha perdido la gracia, en el doble sentido de ser agradable y agradecido (notas constitutivas del encanto o de lo encantador), y que se ha vuelto por tanto ingrato e incluso proclive a desgraciar por hallar su gusto en desgraciar las cosas, su satisfacción, ya enteramente subjetiva, particular y perversa, en causar desgracia, que es lo que propiamente se entiende por un desgraciado.
   El análisis los motivos de la ingratitud debe comenzar con el hecho de que el hombre desgraciado ha perdido, por decirlo así, la gracia. Porque la gracia es algo en verdad gratuito en sus constitución misma -algo que mana y llega de arriba y que nos alza, por ser un don concedido por Dios.  Así, el hombre arrojado de la gracia de Dios aparece como un ser caído, hasta el grado de tener las narices bien pegadas al suelo (evolucionismo, materialismo), reusándose a mirar hacia lo alto, incapaz de reconocer sus pecados, sordo a los imperativos de la moralidad, incapaz de reflexionar sobre sus propias faltas, de confesarlas y por tanto incapaz ya no digamos de enmendarlas sino incluso de arrepentirse en el sentido de expiar sus culpas o del pedir perdón.
   El ingrato, así, aparece también como un ser degradado, en razón de no tener propiamente intimidad, o que aun teniéndola resulta sordo al mundo interior de su conciencia moral –incurriendo por tanto en la negligencia, donde se da una pérdida constante y progresiva de energía positiva. Perdida que puede llegar al grado de retrogradarlo en criatura de “ser dado”, pues el hombre sin la energía positiva de la conciencia y la animación de su mundo interior en poco se diferencia de los animales.



XXIX.- Curso de Antropología Filosófica De la Desgracia: la Vergüenza y la Gracia Por Alberto Espinosa

XXIX.- Curso de Antropología Filosófica

De la Desgracia: la Vergüenza y la Gracia

 “La culpa que no se sabe culpa fue nuestra culpa mayor.”
Octavio Paz
29.1.- Hay que empezar por distinguir la desgracia de la desdicha. La desdicha es sólo la tristeza expresada por el sujeto en expresiones mímicas de desaliento, de decaimiento, de depresión, que tienden hacia abajo. Como el gesto de pena, de tristeza, que se marca en el rostro singularmente en las comisuras de los labios con líneas descendentes o que tiran en dirección descendente; o en la mirada vagarosa que ve hacia abajo; o que también se expresa en la posición encorvada de la figura total del cuerpo humano, que da la impresión de una cierta contracción, o que se manifiesta así en posturas refractarias, cerradas, que tienden hacia dentro, como la expresión interna del recogimiento interno o del mero ensimismamiento. Expresiones todas de pena, de tristeza, de dolor; es decir, expresivas de experimentar el sujeto algún tipo de contrariedad (ya sea por lo propio o por lo ajeno), que lo turba, que lo perturba, que expresa también una desarmonía interna (ya sea consigo mismo, ya con los otros). Expresiones inequívocas, pues, de sufrir el sujeto un mal, de experimentar éste alguna notoria insatisfacción.
   La desdicha es así la expresión contraria a la dicha, a la alegría, a la satisfacción, a la felicidad -cuyas expresiones mímicas se caracterizan por sus movimientos de apertura, de dilatación de la animación y por su elevación, estando marcadas por  líneas que tiran hacia arriba, ascendentes, como son la sonrisa, la mirada hacia lo alto, los brazos abiertos y la figura erguida; también por un sentimiento positivo y espumoso de expansión del voluntad, del querer, que puede llegar incluso al entusiasmo y al contagio afectivo, en una especie de optimismo generalizado, de sentimiento de expansión y elevación colectivo o de alegría compartida, intersubjetiva. Expresiones, pues, de satisfacción, que serían las expresiones propias del fin (telos) del hombre; expresiones púes de armonización de la naturaleza humana consigo misma y con los otros (pues es el hombre también y esencialmente un ser social). Expresiones que serían por tanto también el fin (telos) de la educación y de la ética misma, es decir, la corona misma de la moralidad –tomando en cuenta, sin embargo, la gradación o calificación de las satisfacciones humanas, que irían de los placeres sensibles más groseros o burdos (relativamente menos valiosos) a las satisfacciones espirituales más refinadas y altas, no sólo egoístas, sino esencialmente también altruistas (relativamente más valiosos, que sólo dan en los niveles afectivos más altos de la educación, que serían también los de la plena realización de la moralidad, los cuales conciernen, pues, al desarrollo pleno de los sentimientos sociales, más delicados y difíciles de adquirir, que van de la simple ayuda mutua y la solidaridad, al respeto mutuo entre las personas y a su reconocimiento –llegando incluso a la celebración y participación colectiva de sus valores).
29.2.- La simple desdicha, con no ser la desgracia, tienta sin embargo al hombre que se deja arrastrar por ella, de confinarlo así en la prisión de la insatisfacción, de desbarrancarlo y sumirlo o en la depresión o en el potro de tortura de la postración, esclavizándolo de tal modo al encadenarlo o a la amargura o a la frustración, llevándolo finalmente al pozo pesimista de la lamentación, del resentimiento o la desgracia donde o no hay felicidad, satisfacción posible, o donde todas las acciones resultan insatisfactorias y todos los deseos insatisfactibles.
   Porque no salir de la depresión, de la tristeza, del sufrimiento, por más que se asuma ante ello una actitud solitaria, heroica y viril, para alejarse del lacrimoso lamento y de la pataleta, no dejará nunca de ser una tóxica lamentación por uno mismo que incorpora el sentimiento de víctima al propio ser, el cual no podría menos que exclamar: “pobre de mí” –sumiendo así en una soledad que, lejos de ser el recogimiento de lo dispersado, aparece como una enfermedad del yo: como esterilidad y, por tanto, como frustración.
     Por lo contrario: la salida del conflicto interno, y de la petrificación a la que conlleva, estriba en reconocer que somos pecadores –pero también que el pecado es una realidad doble; porque por una parte está premiado, pero por la otra nos hace esclavos, lo que quiere decir también que es castigo, en mucho consistente en perder la gracia, que es la caída (porque a fin de cuentas el pecado es siempre profanar una cosa sagrada). La opción religiosa, la necesidad de Dios, radica fundamentalmente de que necesitamos de la liberación interior por medio del perdón del Señor –lo que además de limpiarnos interiormente de la herrumbre del pecado, nos da una fuerza, como por añadidura, es decir, gratuitamente: una gracia. Pero tal perdón de Dios no se obtiene si no pasamos por el reconocimiento del mal que hemos hecho, a otros o a nosotros mismos –o, para decirlo en términos religiosos, si no reconocemos la transgresión de la ley, de la norma, de la palabra santa, es decir, si no reconocemos la profanación de algo sagrado como una ofensa a la santidad misma de Dios (si no reconocemos a la vez que pecamos delante de Dios y que el pecado no es igual que el delito; pues posible pecar sin delinquir –pero entonces el demonio se frota las manos).
29.3.- Arrepentirse ante Dios, en efecto, es el camino para la recuperación de la gracia. Pero tal arrepentimiento tiene como instancia el confesar ante los hermanos, ante la comunidad, el pecado, con toda la sencillez de la verdad, para alcanzar otra vez la transparencia propia de la gracia. Instancia doblemente necesaria,  que evita la evasión (puesto que se puede tener un Dios abstracto, ante el cual en realidad no nos confesaríamos) y nos afianza dentro de una comunidad de fe trascendente. No esconder, pues, la realidad de nuestras miserias, nuestra tendencia al pecado que es parte de la naturaleza humana (del animal y el demonio que nos pueblan), que a la vez que confiesa la propia debilidad ante los hermanos, pide perdón ante Dios por nuestra falta –salvándonos con ello de los lenguajes cerrados, que  llevan a de los dobleces, pliegues y repliegues que complican y ponen en conflicto el interior de la naturaleza humana o que lo extravían en el mundo de los deseos y de las apariencias; pero también de las comunidades cerradas, refractarias y amuralladas, que desorientan la voluntad del individuo o que lo inducen a las satisfacciones contradictorias, en el fondo males e incluso satánicas.  
   La vergüenza puede verse así como una gracia, puesto que nos libera de la herrumbre y de la esclavitud del pecado. Inútil ocultar que se trata también de un paso por la muerte, por una momentánea insatisfacción –pues el sentimiento d vergüenza equivale a un pasmo donde el mundo de la vida pareciera quedar de pronto suspendido en la mortificación, en la aflicción, en el dolor del arrepentimiento, de ver que tan bajo fue que caímos.    
   Pero a la vez no es posible quedarse en la mortificación, en la aflicción de la contrición sobrevenida como correlato ante el sentimiento de vergüenza –pues no quedarse en medio de la culpa como si no existiera, ni expiarla indefinidamente por medio del dolor sirve para nada que no sea sufrir como un animal y volver ahincar las narices sobre suelo. Por lo contrario, hay que  dar entonces el salto, hacia la regradación, hacia la reconciliación con nosotros mismos, con nuestros hermanos y con Dios, volviendo a estar agradecidos con la vida.
   Porque la desgracia es lo contrario de la gracia; porque se es desgraciado, porque cada uno se labra su propia desgracia, decimos, y es verdad, volviéndola parte de nuestro ser; pero en cambio entramos en la gracia, se está en la gracia, se entra en ella como se entra en un lugar sagrado, en un templo –que es a la vez haber dejado entrar a nuestra vida el espíritu mismo de la vida, el espíritu de acción de gracias, de agradecimiento -motivo también de congratulación colectiva, porque ese lugar al que se entra es también un el lugar al que pertenecemos y que nos da identidad, que nos vuelve parte de una familia de la cual formamos parte, que es también una dignidad, de una distinción y de una reconciliación,  ya que así volvemos a ser parte de los suyos. Lugar al que se entra, pues, por medio de la humildad (el arrepentimiento) y del amor, del agradecimiento por los bienes recibidos, de la acción de gracias.
29.4.- En cambio, desgraciado es el hombre inicuo, el desigual, el disparejo, el injusto, el desvergonzado, pero también el apóstata, el impío y el desagradecido (formas todas ellas del hombre rebelde). Esencialmente se trata, en efecto, del desagradecido, del hombre que ha perdido la gracia, en el doble sentido de ser agradable y agradecido (notas constitutivas del encanto o de lo encantador), y que se ha vuelto por tanto ingrato e incluso proclive a desgraciar por hallar su gusto en desgraciar las cosas, su satisfacción, ya enteramente subjetiva, particular y perversa, en causar desgracia, que es lo que propiamente se entiende por un desgraciado.   
   La gracia tiene así, por principio el sello de lo gratuito (o de lo que no tiene precio, ni medida económica, por ser incuantificable, por ser cualidad pura), siendo por tanto lo que se hace por gusto, de buen grado o talante, por mera buena voluntad –con el afán de ser agradable o de agradar, de ser generoso con los otros y de gratificarlos, ya sea en la solidaridad, de brindarles ánimo, ya afirmándolos o reafirmándolos, e incluso en prodigar sobre ellos el dadivoso sentimiento del entusiasmo. Conversamente, la gracia tiene también el sentido inverso, de ser agradecido con los otros, de reconocer sus buenas acciones para con uno –supremamente con el Hacedor, al reconocer ante Él sus bendiciones, sus bienes derramados sobre nosotros. Así, el hombre agradecido mueve a la congratulación, al reconocimiento de su persona en el sentido de felicitarlo: de compartir con él la satisfacción dada por su promoción de la gracia, por su desarrollo de un sentimiento social unificador: por su solidaridad, por su ayuda o, en último término, por su servicio, por ser en su grata actitud socialmente un hombre de provecho, congraciando con ello a un grupo o a toda una comunidad.
   Por lo contrario, el desgraciado sería en principio así el hombre que no da nada de gratis –incluso de sí mismo, que se mantiene torvo, a distancia, refractario o que no se brinda-, no dejando por ello de ser, esencialmente, por tanto, también el ingrato. Hay así en el hombre desagradecido, en el ingrato, en el hombre mal agradecido, un gesto de desagrado, de resentimiento, de negación de la vida –que lo lleva a ser desagradable a él mismo ante los otros, cosa que frecuentemente lo lleva a disimular su ser desagradable y a ocultar su desagrado o frustración ante la vida, mediante una máscara, cuyo gesto, como sobrepuesto, es el de la queja constante o el de la indignación por otra cosa, desplazada a algún otro motivo que, por decirlo así, a la vez detona y enmascara su resentimiento.
29.5.- El análisis los motivos de la ingratitud debe comenzar con el hecho de que el hombre desgraciado ha perdido, por decirlo así, la gracia. Porque la gracia es algo en verdad gratuito en sus constitución misma -algo que mana y llega de arriba y que nos alza, por ser un don concedido por Dios.  Así, el hombre arrojado de la gracia de Dios aparece como un ser caído, hasta el grado de tener las narices bien pegadas al suelo (evolucionismo, materialismo), reusándose a mirar hacia lo alto, incapaz de reconocer sus pecados, sordo a los imperativos de la moralidad, incapaz de reflexionar sobre sus propias faltas, de confesarlas y por tanto incapaz ya no digamos de enmendarlas sino incluso de arrepentirse en el sentido de expiar sus culpas o del pedir perdón. El ingrato, así, aparece también como un ser degradado, en razón de no tener propiamente intimidad, o que aun teniéndola resulta sordo al mundo interior de su conciencia moral –incurriendo por tanto en la negligencia, donde se da una pérdida constante y progresiva de energía positiva y de conciencia. Perdida que puede llegar al grado de retrogradarlo en criatura de “ser dado”, pues el hombre sin la energía positiva de la conciencia y la animación de su mundo interior en poco se diferencia de los animales.





jueves, 24 de octubre de 2013

Los Dos Sentidos de la Modernidad Por Alberto Espinosa

   Lo post-moderno mejor se debería llamar lo re-moderno... porque no es sino una insistencia exacerbada en los rasgos más cuestionables de la modernidad. Su rasgo distintivo es el temible fenómeno de la aceleración de la historia, puesto que si algo define lo moderno es la invención de máquinas, artefactos y procedimientos (técnicos-administrativos, etc.), los cuales permiten una mayor eficiencia y aceleración de las acciones humanas, siendo por ello el moderno mundo el de los aparatos que nos rodena por todas partes... con un sentido de hacer más cosas en el menor tiempo posible -médula a su vez del inmanentismo contemporáneo, del hombre para el que al no haber ni Dios ni trascendencia posible en el otro mundo, ni espectativa alguna de poblar la dichosa Isla de Bienaventurados, se precipita así a realizar sus caprichos y deseos en este mundo, apresuradamente, angustiosamente, sin tiempo que perder de por medio, puesto que ve que le queda poco tiempo de vida..., pues, como repito, para ese tipo humano, materialista, ciencista, o llanamente existencialista, no hay otro mundo. 
   Así, lo más característico del inmanentismo contemporáneo es su angustia estructural, básica, constitutiva, debida a la falta de tiempo, a sentir el hombre que el tiempo no le alcanzará para hacer todas las cosas a que le impulsan sus pasiones, sus tendencias, sus instintos... su irracionalidad. Ligada a esa angustia está también la aceleración en la producción, propia del mundo fabril, que impulsa a hacer las cosas en serie, multiplicadas mágicamente por la técnica, por la automatización mecánica de las labores, y por el engranaje de la fuerza del aparato productivo, que pueblan, que inundan el mundo de maravillas obsoletas aptas para el consumo y el desecho; lo que a su vez conlleva el abierto desdén de las cosas hechas a mano, a conciencia, despacio, con el alma, es decir, bien hechas, artesanalmente, y que por lo tanto no están hechas sólo o únicamente ofrecidas para el consumo, sino para ser miradas, porque tienen ellas misma una mirada, y para amarlas. 
   Es por ello otro rasgo de lo moderno, de lo reteque-recontra-super-archi-moderno, la llamada tradición de la ruptura... es decir, la ruptura con la memoria colectiva, con la tradición de fe trascendente, en lo esencial, pero también con la artesanía, el arte y la literatura que buscan la identidad del ser humano, su pertenencia quiero decir, en los niveles espirituales de la conciencia, o en el alma superior, en la participación con el Nous del espíritu... que nos purifica y nos lava de las culpas, de la hybris fáustica, de las herrumbres del pecado y de las pasiones... y así nos redime y nos reconcilia con un mundo espiritual, que a su vez resulta a la postre el más bello, justo, verdadero y el más humano de todos. Mundo cuyas recreaciones pueden llamarse también modernas en su primitivo sentido, por estar vivas, por su relativa novedad, pero que habla de principios, mitos, misterios y tradiciones perennes... pues, después de todo, en materia de espíritu, no hay nada nuevo bajo el sol.



martes, 22 de octubre de 2013

Libertad o Mutismo Por Alberto Espinosa



La verdadera libertad se caracteriza no sólo por el claro sentimiento de expansión, de esponjamiento, incluso de entusiasmo, que la acompaña; también por su apertura, que es todo el tiempo comunicación -de la que dimana, no sólo la humilde dignidad de la condición humana, también la solidaridad activa con todos los niveles del ser. La libertad contractual del hombre contemporáneo, por el contrario, la libertad de conciencia, de los derechos individuales, el libre tránsito que permite hacer o decir lo que nos venga en gana, ha dado lugar, por el contrario, a transitar un camino que aún ajeno a los obstáculos y fincado en el concepto del confort, de la comodidad, ni expande el espíritu, ni resulta esencialmente comunicativa, sino una serie de estratagemas, convencionalmente asumidas, para rehuir el contacto efectivo con el otro, entreteniéndose en los dobleces de los planos, en los pliegues y repliegues, de la compleja psicología humana. Libertad irresponsable, pues, que tras bambalinas deja asomar las narices solo de vez en vez, para perderse luego tras el telón de fondo, que apenas asoma una máscara o una terca mueca repetida para cerrar su escena en la palestra al dejar caer inmediatamente sobre sus pies el ondulante cortinaje ajado y púrpura, cerrando así cuanto antes el breve circo de su acto para encerrarse de nuevo en la cómoda cripta del pertinaz mutismo cotidiano.


jueves, 17 de octubre de 2013

La Religión Laica: el Culto a la Desgracia Por Alberto Espinosa


  “La culpa que no se sabe culpa fue nuestra culpa mayor.”
Octavio Paz


   La maldita desgracia de nuestro tiempo, de un tiempo trágico, estriba, en el fondo del fondo de la crisis contemporánea, en que los viejos valores no han logrado renovarse, volviéndose imposible recrearlos por los órganos correspondientes de la cultura; mientras que los llamados a tomarles el relevo real en el tiempo carecen de la una gravedad espiritual efectiva y de toda trascendencia –surgiendo por todas partes una serie de creaciones y de productos de la cultura mutilados, o que alteran o adulteran las notas constitutivas de los sectores de la cultura, alterando de tal manera su misma esencia (la filosofía existencial; el verso libre; la libertad irresponsable; la religión laica del socialismo, etc., etc., etc.), revelando con ello una pérdida decidida de conciencia y de energía positiva (principio entropía), volviendo nuestro tiempo exageradamente confuso e incluso extremadamente degenerado.
   Degeneración de la utopía también (entropía de la utopía), que ya sin horizontes efectivos se refugia en la razón dogmatica, intentando avalar con ella el totalitarismo del estado internacional donde, so pretexto de una moral más atrevida, se reúnen el libertino con el vividor, el anarquista y la burócrata, trabando alegremente relaciones literalmente delictuosas, y todo ello bajo la consigna contestataria según la cual: “El rebelde no puede mentir” –ocultando con ello no sólo los hechos, sino el mismo sentido de la realidad, porque el rebelde, a fin de cuentas, también es el esclavo (agasajado, aplaudido y todo, pero esclavo). Justicia fingida, evidentemente, que en su simulacro plagado de incoherencias y en su iniquidad pagada de sí misma hace de la supuesta solución el peor de todos los problemas.
   Consecuencia: caer de la gracia de Dios, perder su visto bueno, por el terrible peso de los yerros del hombre. Ser mal visto por los ojos de Dios y, por tanto, estar maldito por Dios, alejados de Dios, caer de su Gracia, es algo que los rebeldes, que los malhechores, se niegan por completo a entender, prefiriendo en cambio rechazar la idea de Dios, aunque con ello se nieguen paralelamente a aceptar el verdadero camino de la vida. Porque  el rechazo, por principio dogmático, estructural, de sus caminos no es en el fondo sino la expresión de un oculto temor –el oculto temor del desesperado, de quien ha perdido ya toda esperanza y así, pues, se infecta de odio a la vida, a la justicia y a la verdad, y por tanto se vuelve también un desgraciado y con ello se condena.
    Lo que entonces queda entre las manos es sólo un residuo, un sustrato, apenas una pose de los antiguos valores que no logran ser vivificados, convirtiéndose muchas veces, ya no digamos en meros hábitos o en costumbres muertas, sino en sus contrarios, introduciendo con ello en el sistema del saber (la enciclopedia) una nueva jerarquía axiológica, muy fechada, muy vanguardista y novedosa, muy atada a una cultura histórica e inmanentista carente en absoluto de universalidad, que soterradamente pacta también con la magia y las místicas inferiores (negadoras de los valores eternos y del ideal), dando con ello foro temporal y escenografía concreta a la terrible trasmutación de todos los valores de la que hablaba Nietzsche. Trasmutación, por otra parte, que bien puede ser vista como la ruptura con la tradición, pero ¿no es precisamente la carencia de una tradición lo que define la barbarie, lo que hace que el bárbaro no pueda entender la "verdadera lengua", lo que lo hace un incircunciso del corazón y del espíritu?








El Deseo de Apropiación Por Alberto Espinosa



   Vale la pena detenerse por ahora en uno de los móviles que frenan el desarrollo no sólo de los sentimientos sociales (el activo, efectivo interés en el otro, tales como la solidaridad o el amor al prójimo), sino que por ende mutilan o agostan severamente la educación y a la cultura misma, siendo por ello a la vez causas de la exclusión, cultural, educativa y social.  
   Se trata de la parte posesiva de la voluntad del yo, de la parte inferior y apetitiva del alma humana que desea las cosas con deseo de apropiación. Rasgo de carácter que se manifiesta en reiteradas expresiones de orgullo, de arrogancia, de jactanciosidad, que hincha la letra del sujeto para hacerse valer, para darse a sí mismo relieve e importancia, a la vez que lo hace elevar las narices mirando ampulosamente por arriba del hombro, por una especie de desmayo concesivo ante sus propias prendas, posesiones o dotes –llegando a su colmo en esa elación de ánimo distintiva de la soberbia, a la vez viril y cobarde, tan reiteradamente presente en la filosofía, una de cuyas notas sobresalientes es la necesidad de socios… para negarles luego la sociedad.
   El colmo del deseo de apropiación toca su ápice en el deseo incontenido de apropiarse de la razón: la razón se vuelve así no tanto un instrumento de búsqueda, sino en lo buscado, con un deseo de apropiación y de dominación. A la razón entonces no hay que amarla y ejercerla: hay que tenerla, y tenerla para negársela al otro, para excluirlo de la razón, y para dominarlo –no importando que para ello se validen ideologías irracionales que apelan abiertamente a la violencia, pues su deseo final es el de acaparar todos los privilegios posibles, de apropiarse y acumular  de ser posible todo, deseando así incontinentemente algo que es más que aquello que los colma.  
   ¿Y cual privilegio  puede ser más grande, más alto, que el de la razón humana misma, por la que tradicionalmente se ha definido al hombre? Acaparar para sí toda la razón, sin embargo, es una ilusión; empero se ha intentado esa quimera, encerrándola en un lenguaje a su vez cerrado, articulado coherentemente e inexpugnable, al grado que todo lo demás ante él deje de tener sentido –que es la argucia de las certezas doctrinarias (como veremos en su momento). Ambición ligada al ideal robotizante de tener, bien escondido debajo del sobaco, las reglas codificadas de una  ideología totalizadora, que a partir de un solo dogma conduzca a un solo camino, a una sola vía a partir de la cual, adaptándose a todas sus prohibiciones (y permisiones), poder ponerle a cualquier “disidente” la bota en el cogote o sacarlo a empellones de la ruta, valiéndose de cualquier trapacería o contumacia, para así poder llegar  coronar en su esplendor la hinchada ambición de su empecinado yo –rasgo en común de las ideologías dominantes de nuestro mundo y tiempo. Pero enajenar de tan mala manera a la razón por mor de la existencia (cogito ergo sum), lejos de ser una prueba de la existencia por medio de la razón, es una prueba de la idolatría del yo cerrado, autorreferencial, historicista, relativista por tanto en materia de cultura y escéptico en materia de moralidad –simplemente, porque la prueba existencial se da por sí misma, en el acto del habla misma, que esencialmente postula a un destinatario.
   Por su parte, los lenguajes cerrados coadyuvan a la formación de las sociedades cerradas en las culturas históricas -permitiendo así admitir en la manda, a la vez, a cuanto lobo con piel de oveja, como el ir volviendo a todas las ovejas negras –abriéndole de tal manera la puerta del corral para meter al zorro  junto con las gallinas. Los lenguajes cerrados (estenolenguajes) codifican y promueven así las formas socialmente admitidas de agresión y exclusión del prójimo. La expansión de la rebeldía en la llamada postmodernidad a llevado al estancamiento del conflicto, el cual incluso se ha institucionalizado, causando así un apego a sus fantasmas, adorando de tal suerte la negación de la cooperación y aún por sistema a rechazar las jerarquías mismas –como hacen groseramente los revolucionarios de salón, que veneran sobre todas las cosas la negación, para quedarse estancados en la dialéctica, mutilada e inmóvil, del conflicto. Lo que equivale no sólo a forzar las cosas sino la misma dialéctica, cuyo auténtico contenido estriba en pasar por arriba de la contradicción, en superar `precisamente el conflicto en una síntesis superior para poder hacerlo fecundo, creador… muriendo naturalmente. Derrota, pues, de la tentativa romántica, que no logró por tal estancamiento elevar a la conciencias los sentimientos superiores del respeto, de la atención y del reconocimiento, teniendo en cambio por resultado la institución del desprecio, imperceptible hoy en día por automática, de lo que es puro o angélico, de la luz, de la paz, de la sencillez, de la serenidad.   
   Tales ideologías de la predación y de la eficacia competitiva, de la exclusión por mor del éxito y de la guerra están unificadas (idealmente), en un fabuloso complejo, por su común afán de dominio, teniendo como notas distintivas: su inclinación al materialismo (economicismo), al tecnicismo (ligado al consumismo y al dominio de la maquina, a la tecnocracia), al cientificismo y a la especialización (por definición ciegos para los valores), al viejo vanguardismo de la excentricidad y el extremismo, al publicismo y a las nuevas técnicas de comunicación de masas, reforzando todo ello las veleidades del inmanentismo contemporáneo, que acaba por totalizase, de alguna u otra manera, en las turbiedades y tinieblas del sinsentido –el que ya sin horizonte en el tiempo limita al hombre al condenarlo a vivir en el confinamiento del presente instantáneo del “ahora”, plegado a “los instrumentos a la mano” (económicos, procedimientos administrativos, consumismo) o a existir desaforadamente, sin legitimidad y sin futuro, como un mercenario del cosmos, en una especie de presente suspendido, cada vez más vacío, o cada vez más denso y delirante. Modelos existenciales del confinamiento, pues, presentados por la publicidad y propaganda como valores deseables por realizar de una supuesta “cultura planetaria”, meramente histórica, sin universalidad alguna, y que en realidad van empujando al hombre, paso a paso, a la sordomudez, a la desesperación y a la desgracia.



XXVIII.- Curso de Antropología Filosófica Sobre la Orfandad Por Alberto Espinosa



Sobre la Orfandad: los Desgraciados

28.1.- Característica de la naturaleza humana es la de un entrañable peligro: el peligro de dejar de ser lo que es. Peligro constitutivo de deshacerse, de despegarse, de alienarse en otras potencias que también lo constituyen, pero que a la vez tienden a deshumanizarlo, a enajenarlo, a exorbitarlo y alejarlo de sí mismo. Los seres infrahumanos siempre son lo que son: una piedra no pude dejar de ser piedra (pues por más que si se le trituré, a diferencia de lo orgánico que tiene interioridad, seguiría siendo la misma piedra fragmentada, mostrándonos su fragmentos impenetrables, aunque se vuelva arena); el tigre es todo el tiempo el tigre, y su interioridad, su alma, la de un tigre –de la misma forma que un gato es siempre un gato. El hombre en cambio puede equivocar el sentido, cambiar las orientaciones de la verdad, articular situaciones ocultadoras o deformantes de lo humano, tender, acosado por el demonio o tentado la bestia que forman parte de su naturaleza, a dejar de ser hombre, enfrentando partes constitutivas de su naturaleza para, en definitiva, dejar de ser y volverse su contrario, su reverso, cayendo bajo el preso de las potencias enajenantes, negadoras de naturaleza y aun de la misma vida humana.
28.2.- Los peligros innúmeros: la ambiciosa abstracción del espíritu desencarnado en la soberbia del hombre, de querer ser como los dioses, de desbordarse de sí mismo para engullir y abarcar a la realidad en su totalidad, que es la hybris, el pecado de la desmesura; o, la de caer en tendencia entrópica que hay en todo lo organizado, dejándose absorber por las aguas amorfas del devenir, de caer en la masificación o en las aguas estancas y putrefactas de la pereza, para irse a pique, a fondo, a morir; el peligro de la regresión a la diversas formas de la animalidad simbólica que hay en el hombre (destacadamente el cinismo), que van de la dominación ciega del congénere a la humillación de sí, de la desvergüenza al gregarismo que se solidariza con los niveles más bajos de la creación; o la vuelta a formas vegetativas de la vida, donde la pérdida de conciencia y de energía positiva alcanza al vegetal dormido.
28.3.-  Antes de pasar a la segunda parte del curso (La Fenomenología de la Razón), vale la pena detenerse por ahora en uno de los móviles que frenean el desarrollo de no sólo de los sentimientos sociales (el activo, efectivo interés en el otro, tales como la solidaridad o el amor al prójimo), sino que por ende mutilan o agostan severamente la educación y a la cultura misma, siendo por ello a la vez causas de la exclusión, cultural, educativa y social.  
   Se trata de la parte posesiva de la voluntad del yo, de la parte inferior y apetitiva del alma humana que desea las cosas con deseo de apropiación. Rasgo de carácter que se manifiesta en reiteradas expresiones de orgullo, de arrogancia, de jactanciosidad, que hincha la letra del sujeto para hacerse valer, para darse a sí mismo relieve e importancia, a la vez que lo hace elevar las narices mirando ampulosamente por arriba del hombro, por una especie de desmayo concesivo ante sus propias prendas, posesiones o dotes –llegando a su colmo en esa elación de ánimo distintiva de la soberbia, a la vez viril y cobarde, tan reiteradamente presente en la filosofía, una de cuyas notas sobresalientes es la necesidad de socios… para negarles luego la sociedad.
   El colmo del deseo de apropiación toca su ápice en el deseo incontenido de apropiarse de la razón: la razón se vuelve así no tanto un instrumento de búsqueda, sino en lo buscado, con un deseo de apropiación y de dominación. A la razón entonces no hay que amarla y ejercerla: hay que tenerla, y tenerla para negársela al otro, para excluirlo de la razón, y para dominarlo –no importando que para ello se validen ideologías irracionales que apelan abiertamente a la violencia, pues su deseo final irracional es el de acaparar todos los privilegios posibles, de apropiarse y acumular  de ser posible todo, deseando así incontinentemente algo que es más que aquello que nos colma.  
   ¿Y cual privilegio  puede ser más grande, más alto, que el de la razón humana misma, por la que tradicionalmente se ha definido al hombre? Acaparar para sí toda la razón, sin embargo, es una ilusión; empero se ha intentado esa quimera, encerrándola en un lenguaje a su vez cerrado, articulado coherentemente e inexpugnable, al grado que todo lo demás ante él deje de tener sentido –que es la argucia de las certezas doctrinarias (como veremos en su momento). Ambición ligada al ideal robotizante de tener, bien escondido debajo del sobaco, las reglas codificadas de una  ideología totalizadora, que a partir de un solo dogma conduzca a un solo camino, a una sola vía a partir de la cual, adaptándose a todas sus prohibiciones (y permisiones), poder ponerle a cualquier “disidente” la bota en el cogote o sacarlo a empellones de la ruta, valiéndose de cualquier trapacería o contumacia, para así poder llegar  coronar en su esplendor la hinchada ambición de su empecinado yo –rasgo en común de las ideologías dominantes de nuestro mundo y tiempo. Pero enajenar de tan mala manera a la razón por mor de la existencia (cogito ergo sum), lejos de ser una prueba de la existencia por medio de la razón, es una prueba de la idolatría del yo cerrado, autorreferencial, historicista, relativista por tanto en materia de cultura y escéptico en materia de moralidad –simplemente, porque la prueba existencial se da por sí misma, en el acto del habla misma, que esencialmente postula a un destinatario.
   Por su parte, los lenguajes cerrados coadyuvan a la formación de las sociedades cerradas en las culturas históricas -permitiendo así admitir en la manda, a la vez, a cuanto lobo con piel de oveja, como el ir volviendo a todas las ovejas negras –abriéndole de tal manera la puerta del corral para meter al zorro  junto con las gallinas. Los lenguajes cerrados (estenolenguajes) codifican y promueven así las formas socialmente admitidas de agresión y exclusión del prójimo. La expansión de la rebeldía en la llamada postmodernidad a llevado al estancamiento del conflicto, el cual incluso se ha institucionalizado, causando así un apego a sus fantasmas, adorando de tal suerte la negación de la cooperación y aún por sistema a rechazar las jerarquías mismas –como hacen groseramente los revolucionarios de salón, que veneran sobre todas las cosas la negación, para quedarse estancados en la dialéctica, mutilada e inmóvil, del conflicto. Lo que equivale no sólo a forzar las cosas sino la misma dialéctica, cuyo auténtico contenido estriba en pasar por arriba de la contradicción, en superar `precisamente el conflicto en una síntesis superior para poder hacerlo fecundo, creador… muriendo naturalmente. Derrota, pues, de la tentativa romántica, que no logró por tal estancamiento elevar a la conciencias los sentimientos superiores del respeto, de la atención y del reconocimiento, teniendo en cambio por resultado la institución del desprecio, imperceptible hoy en día por automática, de lo que es puro o angélico, de la luz, de la paz, de la sencillez, de la serenidad.   
   Tales ideologías de la predación y de la eficacia competitiva, de la exclusión por mor del éxito y de la guerra están unificadas (idealmente), en un fabuloso complejo, por su común afán de dominio, teniendo como notas distintivas: su inclinación al materialismo (economicismo), al tecnicismo (ligado al consumismo y al dominio de la maquina, a la tecnocracia), al cientificismo y a la especialización (por definición ciegos para los valores), al viejo vanguardismo de la excentricidad y el extremismo, al publicismo y a las nuevas técnicas de comunicación de masas, reforzando todo ello las veleidades del inmanentismo contemporáneo, que acaba por totalizase, de alguna u otra manera, en las turbiedades y tinieblas del sinsentido –el que ya sin horizonte en el tiempo limita al hombre al condenarlo a vivir en el confinamiento del presente instantáneo del “ahora”, plegado a “los instrumentos a la mano” (económicos, procedimientos administrativos, consumismo) o a existir desaforadamente, sin legitimidad y sin futuro, como un mercenario del cosmos, en una especie de presente suspendido, cada vez más vacío, o cada vez más denso y delirante. Modelos existenciales del confinamiento, pues, presentados por la publicidad y propaganda como valores deseables por realizar “cultura planetaria”, meramente histórica, sin universalidad alguna, y que en realidad van empujando al hombre, paso a paso, a la sordomudez, a la desesperación y a la desgracia.
28.4.- Se trata también de la expansión de los sentimientos primarios, básicos, que se refieren a la voluntad posesiva del individuo y a los sentimientos autorreferenciales. Se trata de los sentimientos posesivos del corazón o de la voluntad del yo que definen, precisamente, el carácter voluntarioso, crático, posesivo, dominador de la personalidad humana. La voluntad posesiva del yo puede verse como una decisión originaria de la persona, como la orientación de la persona hacia un polo de la sensibilidad -por más que las actitudes que de ello resultan sean en el fondo irracionales en un sentido práctico y no sean de provecho, ni individual ni colectivamente, apareciendo así como plenamente injustificadas (llenas de vacío).
   El carácter voluntarioso, en efecto, propio de los impacientes, de los ambiciosos y de los anarquistas, es una forma de la sensibilidad que tiende a la indiferencia y a la petrificación de los sentimientos que, por decirlo así, se queda fijo en el afán por gobernar a otros o tener éxito, por tener ya aquello que se desea, encarnando cada uno de ellos a su manera alguna d las múltiples formas de la orfandad –esa hada madrastra sin rostro y con mil máscaras de la que habla el poeta. Un rasgo en común es el de una especie de desobediencia consuetudinaria a la autoridad moral, dejándose así guiar más que nada por las contingencias y accidentes del tiempo ( a cuya cabeza a la vez obedecen y simultáneamente desdeñan), sin encontrar nunca a nadie único y a casi todos muy simpáticos, e indistintamente geniales o macanudos, siendo más bien influenciados por vagos grupos sociales y acontecimientos culturales muy generales –obteniendo generalmente aquello que desean para descubrir cuando lo obtienen que se vuelve humo o que no era nada.
28.5.- Puede decirse que hay dos relaciones con el mundo, esenciales y polares, del ser humano: la propiedad y el diálogo. La propiedad revela esa tendencia del ser humano a poseer cosas, al entrar en relación con el mundo –o a ser poseído por ellas (pues todo aquello que tenemos de alguna manera nos esclaviza o nos posee). Así, los propietarios aparecen ante nuestros ojos como dotados de una fuerza compacta e impenetrable que nos obliga insidiosamente a someternos, como seres duros, sin fisuras e inexplicables, que ni siquiera incurren en la debilidad de dar razones: semejantes a una piedra, sin interioridad alguna, como una resistencia pura o una opacidad impenetrable que así da prueba de su realidad. En el otro polo del espectro se encuentra otra relación del hombre con el mundo: el diálogo –que visto dialécticamente es lo contrario de poseer; porque lo contrario de poseer, un peldaño más arriba, no es ser poseído: es dialogar.
   Un polo de la voluntad del yo es efectivamente es se deseo de apropiación, esa tendencia a poseer. El deseo de posesión y de apropiación, sin embargo, puede devorar en cierto modo al yo, succionarlo, esclavizándolo y sometiéndolo a su arbitrio –por lo que tiene su razón de ser en cerrarse para no dialogar, en poner todo el acento sobre su propio corazón y así endurecerse –teniendo como efecto el no pertenecer a nada, el perder el alma, pues el alma puede definirse precisamente como aquello a lo cual pertenecemos. Se trata del alma que no se quiere sino a sí misma y que sólo mira las cosas que le dan o que toma, depositando en ello su felicidad. Alma perdida, presa de la desesperación, capaz de jurar en falso por si misma, porque en realidad no ama, no quiere sino los propios caprichos de su corazón, expulsando por tanto o asesinando todo aquello que le estorbe en su carrera.
   Su fuerza, su seguridad está en no hablar, en no justificarse, en no dar razones –fundándose así en la sordomudez y en el malentendido. Fundación también, pues, no sólo de la imposibilidad del reconocimiento de la persona, sino también del sinsentido –porque la vida sólo tiene sentido cuando hablamos, cuando dialogamos con los otros en el mundo, cuando hablamos para ser oídos y oímos para que la vida hable. Por lo contrario, la fortaleza y la fuerza dadas por el amurallamiento del silencio de quien se niega a hablar y a escuchar, del alma que tiene su centro en sí  misma gana la dureza e impenetrabilidad del yo –a cambio de perder la Gracia. La fortaleza, en efecto, es lo contrario de la gracia, o es sin gracia y por tanto sin añadidura, porque al perder su alma han perdido también aquello a lo cual pertenecer, en la orfandad. Porque quedarse en el propio yo, en aquello que nos pertenece (como los propios sentimientos) o en aquello que pertenece al yo (como una firma bancaria) es simultáneamente negar la propia alma, es negar aquello a lo cual pertenecemos, perdiendo así aquello de donde somos y adonde vamos, sin posibilidad de rima o verso o vuelta posible, presos en un alma monótona y monocorde, sin pertenecer propiamente a nada.
28.6.- Pero no pertenecer a nada, perder el alma, es condenarse. También es mentir, que es ocultar los hechos, y mentirse, ocultar el sentido –porque el alma, el corazón humano, está hecho para tener su acento depositado en otra parte, asistidos por la mano de Dios, que así nos permite entrar en el recinto del espíritu, participar con ello de la gracia. Porque la gracia es como un lugar en el que entramos, en el que estamos; mientras que la desgracia es algo que nos buscamos, el algo que se gana a pulso el hombre por sus fechorías, algo que el hombre es, que lo determina así íntima y ontológicamente –pues estamos en la gracia, pero en cambio somos desgraciados.
   El desgraciado, el condenado, son subformas de la rebeldía. Sus tipos humanos van del ser sin consuelo, del desconsolado, al desdichado y finalmente al desesperado, al hombre que ha perdido la esperanza. En todos los casos se trata de hombres frustrados que, por haber abandonado la vieja senda eterna, han caído en la desgracia, han perdió la gracia, la protección de la divinidad –por causa de sus rebeldías, por la tentación, por debilidad, por abandono, por rechazar la senda de la verdadera libertad ascendente. La orfandad puede verse así también como la más cruda encarnación  de un sólito fenómeno de nuestro tiempo: el rampante subjetivismo axiológico capaz de disolver toda jerarquía, romper con toda tradición y diluir incluso toda cultura.
28.7.- Tener el corazón abierto es, en cambio, tener el alma con el acento depositado en otra parte: en aquello a lo que pertenecemos, a lo que somos fieles, a lo que dirigimos la palabra y con lo que íntimamente comulgamos, a lo que nos debemos y que por tanto reversiblemente también guardamos, atesorándolo en nuestro corazón por ser simultáneamente lo mejor de nosotros mismos o donde nuestro espíritu puede verterse entero hallando sus señas de identidad –al identificarse con la verdad, con el bien, con la belleza como tres notas cantarinas de una misma fuente de luz y de sentido. Porque abrir el corazón es la tarea propicia para recuperar la gracia de inocencia perdida,  que es también recuperar la iluminación de un lugar donde poder volver a entrar para poder reconocernos.
   Porque dialogar con la realidad consiste en reconocer el equilibrio de nuestra naturaleza a la vez natural ye espiritual; en reconocer también la necesidad de pertenencia de nuestra alma, que sólo e da en el reconocimiento y el amor a otras personas –donde está depositada nuestra verdadera madre-patria. Tenemos así sobre todo la necesidad de reconciliarnos con nuestros hermanos –y sobre todo con nuestro verdadero Padre, que está en el cielo.
28.8.- La salvación, en efecto, está en la recuperación de nuestra propia alma, que tiene la facultad de dirigirse al otro, la facultad del habla, y donde está lo mejor de nosotros mismos, lo esencial de la persona donde toda ella se vuelca entera como un todo verdadero. Pero para llegar a la reconciliación del alma con el mundo y con Dios es preciso primero el arrepentimiento, que lleva no sólo en la enmienda al mejoramiento de la conducta, sino a sopesar la gravedad y el peso de nuestra alma, que es el pesar de la gravedad del espíritu. Experiencia de pasmo y de suspensión, de momentáneo paso por la muerte, que es la contrición -pero que no puede durar, porque quedarse en la contrición, en el dolor y la aflicción, también nos aparta de la gracia al hacernos creer en la fuerza y en la resistencia, al someternos a la desesperanza. La contrición está ahí, pero sólo como un paso, sólo como un momento dialéctico para ser superado, para superar el dolor y el sentimiento del pasmo por medio de la aceptación del amor, luego de haber reconocido en el arrepentimiento la gravedad del espíritu ante el quebramiento doloroso de la verdadera libertad caída. Porque la salida está en la palabra, en dirigir la palabra y en la escucha: en el habla –que es el polo de sentido que da sentido a las humanidades. Y sólo para aceptar la luz y su nombre verdadero, para volver al camino de la gracia; para cantar las bendiciones al calor de la alegría… y sólo para dar las gracias por la esperanza, por la chispa de luz que incesante día a día se renueva para disipar del todo las tinieblas  (aun dentro de la tribulación).  
 28.9.- Nos enfrentamos así, pues, una vez más, al gran problema del peligro del hombre, consistente en dejar de ser lo que es: peligro residente en el hombre de endurecer su corazón y de volverse contra si mismo, en una especie de desarmonía, escisión o desequilibrio doble (ontoaxiológico) de su naturaleza, que lo aliena, que lo enajena o separa de si, que le ocultas su propio sentido, y que lo enfrenta consigo mismo al volver contra sí partes enteras de su naturaleza, para enclaustrarlo o reducirlo al confinamiento psíquico, donde colapsan los valores sociales y personales del respeto y aun los educativos de la atención, de la concentración –dando por resultado el triste espectáculo de hombres tan vulgarizados cuan bestiales, ya por el espíritu de la discordia, ya por el de la disolución, ya por ambos, que atentan con furor contra la instancia social ay sobre todo espiritual  la cual nos debemos –atentando por tanto contra la parte social que integra a los individuos en una unidad superior que los enmarca: la comunidad de fe trascendente.
28.10.- En nuestros tiempos de neblina y de borrasca puede verse por contraste y con toda claridad que la tarea esencial de la educción es humanizar al hombre y aun a la sociedad entera en el sentido de la libertad ascendente y del respeto mutuo entre los individuos, fijando su atención especialmente en el desarrollo de los valores sociales de solidaridad y de activo interés por el otro, así como en el fortalecimiento de una cultura universal, superior, potente para amalgamar a toda una comunidad de fe trascendente (contra el inmanentismo contemporáneo). Esa tarea no puede llevarse a cabo sino con la ayuda del ejemplo vivo, y en la trasmisión de las grandes tradiciones culturales -cuyo sentido profundo no es otro que el de orientarnos hacia esa cultura universal superior por venir, común a todos, fortaleciendo día a día, aunque sólo sea con una débil chispa de luz, a la esperanza –que por pequeña que sea una luz es suficiente para sacarnos de las tinieblas por entero, porque la débil chispa no consuela de las tinieblas, sino que nos saca de las sombras cambiando todo de signo con especie de leve toque ingrávido (por intermedio de la gracia).



sábado, 12 de octubre de 2013

Sobre la Justificación Por Alberto Espinosa



   No es injustificado decir que una de las exclusivas humanas o de sus características más radicales es su necesidad de justificación –ya sin justificación, pues tal característica constituye el a-priori moral mismo del ser humana, que se presenta por tanto como un postulado, como un horizonte de sentido ya irrebasable. Límite radical del ser humano, al que precisamente por ello puede definírsele como el animal menesteroso de justificación –especialísimamente de dar razón de si mismo, ante sí mismo o ante otros, para mostrar la validez o cualidad de su verdadera efigie (que se puede mentir, pues se pueden mentir no sólo los hechos, sino también el sentido, por que el hombre puede así mentir-se a sí mismo).
   Ante el hombre pueden justificarse muchas cosas, pero de la justificación que más necesita es la de sí mismo, la de su propia existencia: ante otros (el padre, el hijo, el jefe, el subordinado, el hijo, ante la amante, ante el mismo enemigo); más radicalmente precisa justificarse ante sí mismo; in ordo súmmum requiere justificarse ante Dios (instancia transhistórica, fuera del tiempo, definitiva, eterna), que sería obra exclusiva del sentimiento religioso en el hombre o de lo que en él haya de homo religiuosus (en modo alguno ajeno al sentimiento de la justica y del respeto, sino parte esencial, sustantiva, de ellos).
   El hombre, en efecto, es el animal religioso que es, pues, por requerir con necesidad suma estar justificado ante Dios o de dar ante Él y su divina razón una satisfactoria razón práctica de si de ser. Para la razón humana, por razón del principio intelectualista, todo se presenta como menesteroso, como necesitado, carente, menesteroso de justificación. La razón de la necesidad de justificación se presenta entonces como una falta de razón –que postula y a la vez busca la razón que falta, para así poder “salvar” los fenómenos, las apariencias, explicándolas; mientras que lo no tiene justificación o se presenta como no teniéndola, no puede menos que presentarse como incomprensible, inexplicable, impenetrable, como infundado o eminentemente irracional, como amorfo o arbitrario o como puro hecho bruto y sin razón de ser… y, finalmente por ello, como perdido (sin razón teórica o efectiva), o como no teniendo derecho a la existencia (existencialismo).
   El hombre tiene que justificar algunos actos propios (e incluso ajenos) ante otros y ante él mismo. Pero ante quien tiene uno mismo esencialmente que justificarse es ante Dios –por más que la justificación ante Dios resulte una justificación ante uno mismo, que por la peculiar constitución de tal verbo reflexivo tampoco dejaría de ser, conversamente, la justificación ante uno mismo justificación ante Dios. De hecho ante Dios tiene que justificarse todo lo demás también: lo ajeno y lo propio; todo lo infrahumano y lo suprahumano; las acciones, omisiones y los pensamientos; los seres mismos en su integridad, toda su índole e incluso su misma existencia, es decir todos los seres (sustancias) tanto como las cosas de los seres (modos). Y de hecho ante Dios, el ser en sí y por sí, no sólo se necesita justificarlo todo, sino que de hecho se justifica: todo, hasta el mal, hasta la nada –justificándose ante Él mismo su creación entera por su gloria. En cambio si todo ha de justificarse ante Él, resulta tan imposible como innecesario que Él mismo se justifique, siendo entre todos los seres el único ni necesitado ni menesteroso de justificación, ni ante sí mismo, ni mucho menos ante ningún otro ser –por ser el sr perfectamente justificado, el ser santo, perfecto, que es. Diferencia radical, pues, entre el hombre y Dios; pues si el hombre ha menester justificarse ante otros seres, ante sí mismo y ante Dios; Dios en cambio no tiene necesidad de justificarse ante nadie –para la Teodicea, Dios se justifica por su propia naturaleza. La razón práctica de la Creación puede encontrarse en su utilidad, no para la gloria del hombre, sino de Dios.
   Por su parte el filósofo sería un tipo de hombre peculiarísimo que, en el intento de justificarse a sí mismo ante sí mismo, intenta la justificación teórica (fundamentación) de todo lo demás, de todo lo habido y por haber, o el hombre necesitado d una justificación teórica de todo –tarea tan basta y dilatada que extiende a todo lo largo y largo de la historia de la humanidad en lo que esta de especie filosófica o anhelante de saber, y de un saber teórico al menos, total (para asemejarse a Dios, que es motivo recurrente de la soberbia filosófica).  La filosofía, en efecto, no es otra cosa que el esfuerzo del hombre por justificar ante sí todo lo habido y por haber, todo de lo que se tiene noción o simplemente sospecha, desde la existencia de la naturaleza inanimada hasta la esencia y la existencia de Dios –pasando por el examen de su propia naturaleza, esencia y existencia, aunque este último esfuerzo le resulte frustráneo al no pode dar razón con los instrumentos que posee de que haya un ser como el suyo, que es el misterio del hombre en la naturaleza. Pero cuando la ciencia quiere ir más allá de este misterio afirmando que la naturaleza no tiene un fin, una utilidad, no sólo le niega todo servicio, sino que condena a la naturaleza misma a una facticidad sin explicación, sin justificación, ni siquiera teórica, a la vez condena al hombre a ser puramente de hecho y sin razón de ser, despojándolo entonces de ser el animal filosófico que es, es decir, condenándolo, arrojándolo sin piedad y sin misterio a la arena del crudo, del cínico existencialismo.
   Las razones de la justificación pueden ser teóricas o prácticas. Las razones teóricas propiamente fundamentan el saber; las razones de la razón práctica propiamente justifican un ente por su servicio, por su utilidad o por su finalidad (es decir, por su bondad, por su provecho, por su satisfacción). La razón práctica responde pues a la pregunta ¿para que sirve… lo que sea? Si para nada sirve se presenta por tanto como no teniendo derecho a la existencia –como todo aquello que es inútil, que acaba por estorbar. Por ello hay una razón práctica de todo: d la teoría, de la ciencia, de la filosofía, de todo lo real… a diferencia de lo ideal (que tiene una razón pura, teórica, o es en si y razón de sí).
   Cuando el filósofo es más modesto puede extender su afán de justificación personal a todas y cada una de las acciones específicamente humanas (en la ética o en la antropología filosófica) –pero también a toda su manera de ser, a su carácter, a su personalidad, a su existencia (o filosofía antropológica y filosofía de la filosofía). Pero más común y restringidamente, el hombre necesita justificar prácticamente (justificación) las causas y los efectos de sus acciones morales, digamos que por el dinamismo de su naturaleza (amores, odios, temores, ambiciones, ilusiones, etc.). Porque ser hombre es esencialmente sentir la necesidad de ser afirmado, confirmado en su ser, justipreciado por otros, de ser reconocido por los otros, que es propiamente la instancia social de la justificación, consistente en dar razones de ser y en recibirlas: en reconocer a los otros y ser a la vez reconocido por ellos –en un mundo desquiciado por el desconocimiento de la persona humana y hasta de la divina persona o severamente erosionado, enajenado y diezmado socialmente, como es el nuestro.
   La justificación en el sentido religioso se expresa en la necesidad de lo que en hombre hay de religioso de estar justificado pro Dios –prácticamente, por su utilidad, por su servicio, por ser de provecho; o condenado, por su inutilidad, por su maldad, por su oportunismo, etc.; y finalmente por su misericordia, porque aunque Dios no lo juzgue digno de salvación, aún así lo salve juzgándolo indigno (limitadamente), o no, o lo abandone y lo deje precipitarse al vacío, a la nada. La razón de ser de la justificación se presenta entonces como falta de merecimiento de la salvación, de la salud y finalmente de la bienaventuranza, en razón a su vez de la pecaminosidad humana –de la que Dios puede salvarnos por su perfecta misericordia o bondad, por su libérrima e incomprensible voluntad, o dejándonos caer a las cavernas de los castigos eternos, a su vez justificados por la fortaleza de Dios.
    Exclusiva del hombre, específicamente del hombre religioso, es la necesidad de ser justificado ante Dios. El hombre, en efecto, es el ser menesteroso de justificación, que pide, que busca y que da razón de ser de todas las cosas y, esencialmente, de sí mismo: que necesita, que precisa estar justificado ante los otros, pero también ante sus propios ojos. El hombre es pues el ser necesitado de ser afirmado por los demás y por si mismo. La justificación ante Dios se presenta como señera, como insuperable, por dos razones: porque ser justificado ante Dios equivale a ser salvado (pues aunque nos condenamos solos, necesitamos de una instancia sobrenatural para alcanzar la salvación); también porque tal justificación  define la posición y el lugar preciso que el hombre tiene con respecto de la totalidad, de la creación toda (su puesto y lugar en el Cosmos). De ahí la necesidad del juicio –pero también de la promesa.
    Como todo lo humano, puede haber engaño cuando se intenta convertir en deuda a la promesa, cuando se la ama en nombre de su cumplimiento y no de ella misma (no de que es promesa). En cambio, cuando se acepta la promesa no se puede exigir que se cumpla lo prometido, sino sólo esperar al decirle si y sin condiciones –e incluso amarla, aunque no se cumpliera, amarla por la libertad con que fue hecha. La confusión, el chantaje, estribaría en exigir su cumplimiento y transformarla en deuda, en tomar la palabra empeñada no como empeño, sino como venta. Por ello es siempre ilegítimo tomarle la palabra a la promesa para convertirla en obligación, y lo único legítimo es guardarla, atesorarla en nuestro corazón (Tomás Segovia).   
   Puede agregarse que la justificación de la existencia sólo se alcanza transitando por el camino de la justicia, de la equidad, del amor, por la senda del centro. Pero el camino del centro no está exento de sufrimiento, porque implica asumir la propia responsabilidad, con todo su peso, liberándonos así, sin embargo, del mal, del tan dañino subjetivismo, del reino de las apariencias del mundo y de los deseos, que equivale a un velo, a una ceguera, lo que a la vez permite adquirir una gravedad, una sobriedad también, que es lo propio de todo lo espiritual. Tal camino es el de la purificación por el fuego, pues en la aflicción e incluso en las tribulaciones es que se quema la escoria, los residuos del alma inferior, que embotan la mente y conducen a la distracción y finalmente a la negligencia. Eliminar la escoria, pues, para de tal forma lavar el alma superior y restituir nuestra relación con el espíritu. Ciertamente purificación por el fuego, por la aflicción, por el sufrimiento, que lleva a una clara conciencia del mundo y de nosotros mismos en nuestra relación individual con el misterio.





XXVII.- Curso de Antropología Filosófica La Responsabilidad Por Alberto Espinosa


La Responsabilidad: sobre la Justificación y la Afirmación

27.1.- Es tiempo ahora de recoger algunos hilos dejados sueltos por el camino. Hemos visto como el hombre rebelde es, en mucho, el hombre moderno, el cual alegremente ignora que se ha vuelto oveja negra –como todo el mundo, intentando muchas veces sacar de ello su originalidad, que se ha vuelto unánime, que se ha uniformado, o practicando el socialismo de hoy en día, dogmático, contradictorio, al grado de convertirse ya no digamos en el más feroz de los individualismos, sino en un sacerdocio sin Dios, apóstata, que incluso se regodea en la blasfemia, y que empujado por las presiones históricas y generacionales (la tradición de la ruptura) emprende como todo el mundo el infernal y tortuoso camino sembrando no más que promesas de buenas intenciones.
   Con ello el hombre moderno no sólo pierde la tradición, convirtiéndose por tanto al carecer de ese suelo en un salvaje postmoderno, sino también pierde el horizonte del sentido, que es valor del tiempo vivido, rechazando por ello también la justificación: el dar razón de sí –ante sí mismo, es decir volviéndose inmoral, factor de discordia o de disolución social. Por ello el concepto de justificación viene a ser el más importante dentro de toda la filosofía de la educación –si no es que dentro de la filosofía toda.
   La noción de justificación está así ligada al sentimiento de respeto –que no es otro en el fondo que el que mueve a ser responsable para con uno mismo; sentimiento en el que hay una peculiar reflexividad, por tanto, ligada a la noción de libertad: porque, dicho simplemente, estar justificado ante otros no es sino la instancia pública donde el hombre toma conciencia del justificarse a sí mismo frente a sí mismo: específicamente ante su razón práctica.      
   Por lo contrario, el desvergonzado, el cínico, es el hombre que exhibe sus faltas, que en cierto sentido ha perdido el pudor, o cuya impudicia lo muestra como un bárbaro, como un hombre carente de tradición, como un incircunciso del espíritu –jactándose incluso de ser “un cabrón bien hecho”, sin ya siquiera disimular sus faltas, esperando incluso en su ceguera que sean premiadas, por intuir oscuramente en su desgracia que aunque el pecado está premiado, es en si mismo castigo, que es escoger la desgracia y el castigo. O, dicho de otra manera, es el hombre que se ha desconectado por completo de su razón práctica, volviéndose de tal manera egoísta, inicuo, injusto, pues la injusticia es una práctica tanto como lo es la justicia. Tales prácticas constituyen con el tiempo costumbres y finalmente un carácter -e incluso sistemas enteros que aglutinan a sus agremiados por tales impulsos y tendencias del alma inferior que, por decirlo así, ha tomado ya todo el control, reinando por tanto si no la indiferencia o la indistinción, el estado de vacío mental o de vulgaridad profunda (viendo las cosas desde una perspectiva sórdida, empobrecida, rebajada, sodomita).
    Si la práctica de la injusticia puede ocasionalmente deberse a la distracción, a la conveniencia egoísta o grupal, gregaria, termina al hacerse costumbre por volver al hombre un cínico, un indolente en materia moral, incluso un indiferente frente al mal que procura, y culmina con la total negligencia en asuntos de humanidad. Un paso más allá se constituye en sistema del mundo, en filosofía, cínica naturalmente, pues estamos hablando del naturalismo de los perros, que eso quiere decir cínico, cuya estratagema básica es insistir con su afilado colmillo en el sólo punto de una falta formal menor y aun inexistente en su adversario: la irresponsabilidad del escritor, el desaliñó del esteta, la ortografía cuestionable del inspirado, la juventud del inocente etc., para así desplazar, proyectar y desviar la atención de una culpa mayor, de fondo , de contenido, en la propia conducta. El omitir faltas graves y regodearse en habladurías menores es su sino; su estigma, su estrategia; su castigo: estar rodeado por sus pares, que como él mismo se mueven por la divisa del non serviam (no seré siervo) y así o todos a una traicionan o todos a una se eximen de una culpa que acaba indistintamente por primero homologarlos para finalmente ingurgitarlos a todos, colectivamente, en el error.
27.2.- La tesis de Max Scheler, según la cual el instinto es lo menos valioso pero lo más potente, mientras el espíritu es lo más valioso pero lo más impotente, se sitúa, por su misma estructura lógica, del lado de la fuerza –no viendo por tanto que la fuerza del espíritu está por otro lado. Ese otro lado son los sentimientos altruistas, sociales –ciertamente más complejos, delicados y difíciles de desarrollar, puestos muchas en aprietos frente al temible egoísmo, impulsivo, instintivo, vulgar, de nuestros tremendos días.
27.3.- En una palabra: el hombre rebelde es aquel que al no querer hacer el bien, más bien quiere deshacerlo o hacer el mal. Visto desde una perspectiva religiosa es, por tanto, el hombre tentado, que ha caído en la gran tentación del pecado, que es amar el mal y odiar el bien –perdiendo con ello todo juicio moral, no sabiendo discriminar, y estando por tanto perdido el mismo. En cierto sentido se trata del hombre o la mujer que se han dado a la desvergüenza, a la prostitución, que van ramoneando por la vida, que se han vuelto como una ramera vendiendo sus favores. De ahí difundir el soborno como costumbre social no hay más que un paso, y contando un paso más, el difundir públicamente sin vergüenza algún sus pecados.
   A tal hombre se le puede entonces acusar rectamente de “no entender”, de no escuchar, la ley. Se le puede reprochar así mismo el ausentarse del sentimiento social de la ley, de haberles perdido el respeto de sus semejantes pero, sobre todo, lo que es más importante y trascedente, de haber dado la espalda a Dios, postulado desde un principio (por la fuerza misma de la tradición) como el creador y el garante de la ley. Se trata entonces propiamente del volteado, del apóstata, del hombre que se ha echado para atrás, negándose a esforzase por subir a la montaña, para rodar cuesta abajo, para caer en dirección contraria por haber abandonado los imperativos del Altísimo, por no haber actuado de buena fe, de buena voluntad, sino con mala leche.
   Así, cuando tales actitudes se generalizan no pueden sino redundar en una situación de desconcierto expandido, en la que todos roban o se hacen violencia unos a otros, creándose un estado de inseguridad, no sólo por ello, o de forma inmanente, sino a la vez provocando el castigo de las potencias de arriba o de la justicia trascendente, divina, para purificar la tierra y restituir el orden.  También un estado de malestar permanente por hacer lo malo, por el pecado de la iniquidad, que sólo puede dejar como saldo un corazón doliente. Tal sucede con los hijos rebeldes, desobedientes; también con los paganos que, al intentar introducir con potencia una cultura histórica en sustitución de una cultura universal, so pretexto de la vanguardia, de la moda, de un nuevo orden, del progreso, de la evolución, de la lucha por la vida, de la adaptación, de la ley del más fuerte, etc., etc., etc., corrompen tan tranquilamente y sin conciencia de sus hechos a todo el pueblo.[1]
27.4.- La solución dada por el formidable profeta Isaías no puede ser otra que el sincero arrepentimiento y la correctora enmienda: asumir la propia responsabilidad y mejorar la propia conducta, corregir el comportamiento, lavarse con agua y con espíritu, dejar de hacer lo malo y buscar el bien, quitar la injusticia de las obras personales, restituir al hombre agraviado, no alejar de sí la causa de la viuda, sino ampararla, hacer justicia al huérfano, quemando las escorias y las impurezas con el agua diáfana de los actos bienhechores  y el jabón de del Espíritu, para en la oración restituir la relación con él –pudiendo entonces el hombre no temer, librándose del pecado, y estar justificado ante a Dios.
27.5.- Porque quedarse en la falta es condenarse, porque es quedarse en el pecado, que si está premiado es sin embargo castigo. Elegir el pecado, decidirse por el pecado, es elegir así simultáneamente decidirse por el castigo. Es cierto que no es posible volverse hacia atrás para volver a empezar todo de nuevo; pero es posible quedarse como suspendido en el pasado sin salir del pecado, eligiendo reiteradamente el castigo. Por lo contrario, el arrepentimiento ofrece una salida: es la esperanza, es recuperar la gracia perdida y comprender, por parcialmente que sea, que las faltas no se borran, pero que pueden en cambio superar, pues al cambiar uno mismo se les puede cambiar de signo y de sentido –lo que equivale propiamente hablando a la conversión, en la cual hay una transformación, pues el hombre guiado por el espíritu de la rebeldía, que obedece a la injusticia y no a la verdad cambia a favor del espíritu del humanismo, consistente en aprobar lo mejor, en repudiar lo peor, siguiendo el camino de la justicia, en hacer el bien y poder por ello aspirar a la honra y a la gloria, también a dejar memoria entre los hombres e incluso a la inmortalidad de la vida eterna.
   En el plano teológico el don del libre albedrío se relaciona directamente con la gracia divina: Dios elige a los suyos, para darles la vida, la salvación y la eternidad, teniendo sobre los seres humanos poder de decisión desde toda la eternidad. Sin embargo, al don del libre albedrío en el hombre corresponde la gracia cuando se ha optado por el bien. Porque el hombre, en efecto, puede escoger libremente la suerte que desea para su alma, al decidir  entre dos opciones: la vida eterna o la muerte. Lo sorprendente, en efecto, no es tanto la voluntad divina de escoger a los suyos, ni la libertad del hombre, en los estrechos límites de la condición humana; lo sorprendente es que pudiendo escoger la vida eterna algunos escojan más bien la nada, la muerte, la condenación –ya sean los empecinados contumaces o los engañados por el mundo.
   Almas, pues, que son desgraciadas, poseídas por el vicio o por la enfermedad, pues la desgracia está  asociada a nuestras acciones, a nuestros pecados. Porque aunque el pecado está premiado y aún es prestigioso, el que peca profana una cosa sagrada y así al exilarse del todo y asociarse con la nada escoge el castigo –no porque el pecado sea penado, sino porque quien lo escoge está simultáneamente escogiendo el castigo, porque el pecado es esencialmente, en si mismo, castigo. Despreciar la luz, la serenidad, la paz, el amor, tiene como su fondo la adoración de ídolo: el amor irrefrenado al conflicto, al mal y al odio, lo que lleva inevitablemente a la desgracia, a ser desgraciado, a ser abandonados de la gracia, soltados de la mano de Dios.
   Así, por contraste, lo que se requiere para encontrar el centro de la persona y de la sociedad, es clamar todo el tiempo, de una forma a la vez serena y luminosa, sin desesperación, por la recuperación de la gracia, por la restauración de  un centro más estable que le devuelva la salud, el equilibrio. Porque a diferencia de la desgracia, que nos tiene como su presa, el hombre puede elegir libremente por la gracia, que no se posee ni nos posee, sino que es un lugar al que se entra, en el que se está: y que al entrar en él se revela como un lugar sagrado, que no puede pertenecernos, sino al que más bien sólo podemos pertenecer cuando nos abrimos y nos abandonamos, que es también un confiar y un depender, es decir una fe (con-fidnes). Porque el alma es también un lugar prometido y a la vez sagrado que nos insta a coincidir con ella, para recuperarnos a nosotros  mismos, para que así encarne en la vida, aunque  sin poder nunca identificarse o definirse por ella. Porque el alma es como un templum, algo sagrado a donde entramos para revelar en su firmeza lo mejor de nosotros mismos.
   Esperanza de ser elegido y de ser amado, pues, y decir que sí. Porque lo que funda y justifica al amor es su aceptación. La aceptación del amor es su raíz,  pues si bien es cierto tiene como condición de posibilidad que alguien nos ame, es a la vez necesario aceptarlo, decirle que si. Visto desde otro plano son cosas simultáneas; ser amado y aceptarlo serlo son sólo las dos mitades de un entero. Cuando no somos amados no se puede, en realidad, hacer nada –ya sea porque aparecemos como indiferentes o porque hay contra nosotros algún afán de obstrucción o de agresión. En cambio cuando somos amados se puede aceptar ese amor o negarlo y rechazarlo. Cuando en un pecho vive la esperanza de ser amado, de ser elegido, vive con toda la fuerza del deseo, pero sin la fuerza de la voluntad del yo, que es el deseo de posesión, por lo que sólo se puede aceptar su luz y su nombre.
   Esperanza que se alimenta cada día, a veces como una pequeña chispa limitada de luz, pero cuyo valor está justamente en esa limitación, que sin embargo nos saca enteramente de las tinieblas. Esa esperanza radica en decir que si;  pues por más que la afirmación, como la luz, ilumine sólo una zona limitada o sea sólo una fracción, es suficiente para luminar el camino, para ver, dada a nuestra medida, capaz por ello de colmarnos y de sacarnos totalmente de las tinieblas. Porque si el no puede ser de una vez y para siempre, de la misma manera que el sin sentido puede ser ilimitado (hybris), en cambio el si hay que alimentarlo cada día, corroborarlo de tal suerte a cada paso el sentido de la vida, para así volver a mirar y descubrir la luz todos los días.
   Por ello también no es posible evadirse del dolor pactando para ello con la mentira, por comodidad, para consolarse, ahorrándose así muchos sufrimientos –pero al precio de volverse uno mismo peor; sino que por lo contrario la única salida es aceptar la luz de la vida y todo lo que en ella nos pasa, aún el dolor, porque todo eso que nos pasa es verdad y tiene sentido.
27.6.- No es injustificado decir que una de las exclusivas humanas o de sus características más radicales es su necesidad de justificación –ya sin justificación, pues tal característica constituye el a-priori moral mismo del ser humana, que se presenta por tanto como un postulado, como un horizonte de sentido ya irrebasable. Límite radical del ser humano, al que precisamente por ello puede definírsele como el animal menesteroso de justificación –especialísimamente de dar razón de si mismo, ante sí mismo o ante otros, para mostrar la validez o cualidad de su verdadera efigie (que se puede mentir, pues se pueden mentir no sólo los hechos, sino también el sentido, por que el hombre puede así mentir-se a sí mismo).
   Ante el hombre pueden justificarse muchas cosas, pero de la justificación que más necesita es la de sí mismo, la de su propia existencia: ante otros (el padre, el hijo, el jefe, el subordinado, el hijo, ante la amante, ante el mismo enemigo); más radicalmente precisa justificarse ante sí mismo; in ordo súmmum requiere justificarse ante Dios (instancia transhistórica, fuera del tiempo, definitiva, eterna), que sería obra exclusiva del sentimiento religioso en el hombre o de lo que en él haya de homo religiuosus (en modo alguno ajeno al sentimiento de la justica y del respeto, sino parte esencial, sustantiva, de ellos).
   El hombre, en efecto, es el animal religioso que es, pues, por requerir con necesidad suma estar justificado ante Dios o de dar ante Él y su divina razón una satisfactoria razón práctica de si de ser. Para la razón humana, por razón del principio intelectualista, todo se presenta como menesteroso, como necesitado, carente, menesteroso de justificación. La razón de la necesidad de justificación se presenta entonces como una falta de razón –que postula y a la vez busca la razón que falta, para así poder “salvar” los fenómenos, las apariencias, explicándolas; mientras que lo no tiene justificación o se presenta como no teniéndola, no puede menos que presentarse como incomprensible, inexplicable, impenetrable, como infundado o eminentemente irracional, como amorfo o arbitrario o como puro hecho bruto sin razón de ser… y, finalmente por ello, como perdido (sin razón teórica o efectiva), o como no teniendo derecho a la existencia (existencialismo).
   El hombre tiene que justificar algunos actos propios (e incluso ajenos) ante otros y ante él mismo. Pero ante quien tiene uno mismo esencialmente que justificarse es ante Dios –por más que la justificación ante Dios resulte una justificación ante uno mismo, que por la peculiar constitución de tal verbo reflexivo tampoco dejaría de ser, conversamente, la justificación ante uno mismo justificación ante Dios. De hecho ante Dios tiene que justificarse todo lo demás también: lo ajeno y lo propio; todo lo infrahumano y lo suprahumano; las acciones, omisiones y los pensamientos; los seres mismos en su integridad, toda su índole e incluso su misma existencia, es decir todos los seres (sustancias) tanto como las cosas de los seres (modos). Y de hecho ante Dios, el ser en sí y por sí, no sólo se necesita justificarlo todo, sino que de hecho se justifica: todo, hasta el mal, hasta la nada –justificándose ante Él mismo su creación entera por su gloria. En cambio si todo ha de justificarse ante Él, resulta tan imposible como innecesario que Él mismo se justifique, siendo entre todos los seres el único ni necesitado ni menesteroso de justificación, ni ante sí mismo, ni mucho menos ante ningún otro ser –por ser el sr perfectamente justificado, el ser santo, que es. Diferencia radical, pues, entre el hombre y Dios; pues si el hombre ha menester justificarse ante otros seres, ante sí mismo y ante Dios; Dios en cambio no tiene necesidad de justificarse ante nadie –para la Teodicea, Dios se justifica por su propia naturaleza. La razón práctica de la Creación puede encontrarse en su utilidad, no para la gloria del hombre, sino de Dios.
   Por su parte el filósofo sería un tipo de hombre peculiarísimo que, en el intento de justificarse a sí mismo ante sí mismo, intenta la justificación teórica (fundamentación) de todo lo demás, de todo lo habido y por haber, o el hombre necesitado d una justificación teórica de todo –tarea tan basta y dilatada que extiende a todo lo largo y largo de la historia de la humanidad en lo que esta de especie filosófica o anhelante de saber, y de un saber teórico al menos, total (para asemejarse a Dios, que es motivo recurrente de la soberbia filosófica).  La filosofía, en efecto, no es otra cosa que el esfuerzo del hombre por justificar ante sí todo lo habido y por haber, todo de lo que se tiene noción o simplemente sospecha, desde la existencia de la naturaleza inanimada hasta la esencia y la existencia de Dios –pasando por el examen de su propia naturaleza, esencia y existencia, aunque este último esfuerzo le resulte frustráneo al no pode dar razón con los instrumentos que posee de que haya un ser como el suyo, que es el misterio del hombre en la naturaleza. Pero cuando la ciencia quiere ir más allá de este misterio afirmando que la naturaleza no tiene un fin, una utilidad, no sólo le niega todo servicio, sino que condena a la naturaleza misma a una facticidad sin explicación, sin justificación, ni siquiera teórica, a la vez condena al hombre a ser puramente de hecho y sin razón de ser, despojándolo entonces de ser el animal filosófico que es, es decir, condenándolo, arrojándolo sin piedad y sin misterio a la arena del crudo, del cínico existencialismo.
   Las razones de la justificación pueden ser teóricas o prácticas. Las razones teóricas propiamente fundamentan el saber; las razones de la razón práctica propiamente justifican un ente por su servicio, por su utilidad o por su finalidad (es decir, por su bondad, por su provecho, por su satisfacción). La razón práctica responde pues a la pregunta ¿para que sirve… lo que sea? Si para nada sirve se presenta por tanto como no teniendo derecho a la existencia –como todo aquello que es inútil, que acaba por estorbar. Por ello hay una razón práctica de todo: d la teoría, de la ciencia, de la filosofía, de todo lo real… a diferencia de lo ideal (que tiene una razón pura, teórica, o es en si y razón de sí).
   Cuando el filósofo es más modesto puede extender su afán de justificación personal a todas y cada una de las acciones específicamente humanas (en la ética o en la antropología filosófica) –pero también a toda su manera de ser, a su carácter, a su personalidad, a su existencia (o filosofía antropológica y filosofía de la filosofía). Pero más común y restringidamente, el hombre necesita justificar prácticamente (justificación) las causas y los efectos de sus acciones morales, digamos que por el dinamismo de su naturaleza (amores, odios, temores, ambiciones, ilusiones, etc.). Porque ser hombre es esencialmente sentir la necesidad de ser afirmado, confirmado en su ser, justipreciado por otros, de ser reconocido por los otros, que es propiamente la instancia social de la justificación, consistente en dar razones de ser y en recibirlas: en reconocer a los otros y ser a la vez reconocido por ellos –en un mundo desquiciado por el desconocimiento de la persona humana y hasta de la divina persona o severamente erosionado, enajenado y diezmado socialmente, como es el nuestro.
   La justificación en el sentido religioso se expresa en la necesidad de lo que en hombre hay de religioso de estar justificado pro Dios –prácticamente, por su utilidad, por su servicio, por ser de provecho; o condenado, por su inutilidad, por su maldad, por su oportunismo, etc.; y finalmente por su misericordia, porque aunque Dios no lo juzgue digno de salvación, aún así lo salve juzgándolo indigno (limitadamente), o no, o lo abandone y lo deje precipitarse al vacío, a la nada. La razón de ser de la justificación se presenta entonces como falta de merecimiento de la salvación, de la salud y finalmente de la bienaventuranza, en razón a su vez de la pecaminosidad humana –de la que Dios puede salvarnos por su perfecta misericordia o bondad, por su libérrima e incomprensible voluntad, o dejándonos caer a las cavernas de los castigos eternos, a su vez justificados por la fortaleza de Dios.[2]
27.7.- Exclusiva del hombre, específicamente del hombre religioso, es la necesidad de ser justificado ante Dios. El hombre, en efecto, es el ser menesteroso de justificación, que pide, que busca y que da razón de ser de todas las cosas y, esencialmente, de sí mismo: que necesita, que precisa estar justificado ante los otros, pero también ante sus propios ojos. El hombre es pues el ser necesitado de ser afirmado por los demás y por si mismo. La justificación ante Dios se presenta como señera, como insuperable, por dos razones: porque ser justificado ante Dios equivale a ser salvado (pues aunque nos condenamos solos, necesitamos de una instancia sobrenatural para alcanzar la salvación); también porque tal justificación  define la posición y el lugar preciso que el hombre tiene con respecto de la totalidad, de la creación toda (su puesto y lugar en el Cosmos). De ahí la necesidad del juicio –pero también de la promesa.
    Como todo lo humano, puede haber engaño cuando se intenta convertir en deuda a la promesa, cuando se la ama en nombre de su cumplimiento y no de ella misma (no de que es promesa). En cambio, cuando se acepta la promesa no se puede exigir que se cumpla lo prometido, sino sólo esperar al decirle si y sin condiciones –e incluso amarla, aunque no se cumpliera, amarla por la libertad con que fue hecha. La confusión, el chantaje, estribaría en exigir su cumplimiento y transformarla en deuda, en tomar la palabra empeñada no como empeño, sino como venta. Por ello es siempre ilegítimo tomarle la palabra a la promesa para convertirla en obligación, y lo único legítimo es guardarla, atesorarla en nuestro corazón (Tomás Segovia).    
27.8.- Puede agregarse que la justificación de la existencia sólo se alcanza transitando por el camino de la justicia, por la senda del centro. Pero el camino del centro no está exento de sufrimiento, porque implica asumir la propia responsabilidad, con todo su peso, liberándonos así, sin embargo, del mal, del tan dañino subjetivismo, del reino de las apariencias del mundo y de los deseos, que equivale a un velo, a una ceguera, lo que a la vez permite adquirir una gravedad, una sobriedad también, que es lo propio de todo lo espiritual. Tal camino es el de la purificación por el fuego, pues en la aflicción e incluso en las tribulaciones es que se quema la escoria, los residuos del alma inferior, que embotan la mente y conducen a la distracción y finalmente a la negligencia. Eliminar la escoria, pues, para de tal forma lavar el alma superior y restituir nuestra relación con el espíritu. Ciertamente purificación por el fuego, por la aflicción, por el sufrimiento, que lleva a una clara conciencia del mundo y de nosotros mismos en nuestra relación individual con el misterio.






[1] Es mentira decir que los orgullosos sean siempre felices y que a los malvados les salgan siempre bien las cosas, pues Dios es justo y no le agradan los hombres que hacen lo malo. Porque el Señor maldice a quienes practican la magia, a los adúlteros, fornicarios y homosexuales, a los embusteros y perjuros del espíritu que comercian con la materia y la barbarie, a los homicidas y parricidas, a los esclavistas y negreros que maltratan a sus trabajadores o a los extranjeros, a las viudas o a los huérfanos. Porque su ley se hizo así no para los justos, sino para los injustos y profanos, para los pecadores y criminales, para los impíos e impuros. Hombres rebeldes que no adoran a Dios y que lo defraudan al no obedecer sus preceptos -y que en el día ardiente serán reducidos a barro y no quedará nada de ellos. Después de ese día oscuro el país de su pueblo volverá a ser un país encantador, porque Dios abrirá una ventana en el cielo para derramar sobre él su bendición. (Cf. I Timoteo; Malaquías). Por otra parte no se odia al pecador, sino al pecado, como se sabe bien. El caso del pecado de la desviación sexual, y de los pecados sexuales contranatura, constituyen desde esta perspectiva no digamos de neurosis, sino llanamente de demonismo: de imitar vulgarmente la creación, con los estimas anejos al luciferismo: ser mera simulación y fachada (enajenación y apariencia vana) No sólo implican, así, la disolución de las costumbres, sino lo que es más grave: su degeneración, lo cual atenta contra la naturaleza de cada persona y avala, por indirectamente que sea, otras trasgresiones morales. Puede decirse también que los homosexuales deshonran su cuerpo y el simbolismo que radica en las partes pudendas, pervirtiendo y depravando incluso el deseo, perturbando profundamente el conocimiento que pueden tener de si mismos y de los demás. Los afeminados mutan, se vuelven chismosos, vanidosos, sin virilidad alguna por las adherencias propias del alma inferior, al caer en la dejadez del desmayo femenino y así desorientados no pueden amar a lo más alto sino que caen de bruces en místicas inferiores o en formas cada vez más lamentables de idolatría, de magia negra, acumulando como el un alud las faltas, hasta que por fin se fincan en la desvergüenza,  dejando como consecuencia la humillación de sus personas, la enfermedad de sus cuerpos, la perturbación mental y finalmente la mala memoria y el consecuente olvido de sus nombres.
[2] Señala José Gaos que. “La caída de los ángeles se justifica, por su rebeldía, ante Dios, eventualmente para el creyente. La limosna se justifica por la caridad ante el caritativo que la da para el que comprende la acción de éste. El fumar se justifica por el placer ante el fumador para el que comprende a éste aunque él no lo sea. La comprensión supone cierta comunidad. La creación se justifica por la gloria de Dios ante Dios para el hombre. La existencia y la esencia de Dios se justifican ante el hombre. ¿La existencia y la esencia de Dios se justifican ante Dios? El hombre justifica ante sí el Sér que ni puede ni necesita justificarse ante sí.” Ver en la CARPETA 31. folio: 4657 (7 Hojas) depositadas en el Archivo José Gaos del IIF (UNAM) el texto Dar razón”.