Carácter de la edad contemporánea nuestra ha
sido y es la proletarización espiritual de la burguesía, de la academia e incluso de clero, por no hablar de la
burocracia -en justa sanción histórica por no haberse querido educar ni haber
querido educar espiritualmente y elevar a la plebe -lo que ha sido causa
también de su rampante subjetivismo, de su confinamiento existencial y de su
enclaustramiento en academias, iglesias y oficinas gubernamentales, siendo su
síntoma más acusado el de la esterilidad, en última ratio de su cerrazón moral,
que peregrinamente se resuelve con una frase de digna de una lonchería,
"Sin Culpa, o la más sólita: "No hay pecado", que es la fórmula
adoptada por ese tan repelente inmanentismo0 de provincia, tan llano que, de no
ser una expresión de cínicos ególatras redomados, lindaría en su extremo con lo conmovedor.
Su resultado final: el de la gente, la masa,
indistinta, sin clase; la lucha de los educadores, mal educados, sin clases, y,
por último; la indistinción en las clases por la desnaturalización creciente de
las disciplinas: el arte de la pintura convertido en plástico y de ahí circo,
comedia, herejía performancera; la filosofía degradada a el análisis de una minúscula
porcíncula del universo o confundida con el manifiesto proselitista a voz en
cuello; la poesía, el arte del verso, revuelto con el cuento, sin vuelta, ni
mucho rima, sin prosodia, todo en una suerte de rastrojera donde se confunde
alegremente el horror con la belleza, la verdad rebajada con los sublimes
pensamientos portentosos, la bondad con el nirvana narcotizado en una especie
de vida irresponsable todo ello, que pudiera solucionar un problema, pero que
no lo soluciona, encadenados en la prisión de un querer mucho pero que al cabo
más bien no quiere.
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