La Gran Idea
"Los glosadores son aquellos que no
hacen más que variaciones
sobre los temas ajenos,
no quienes hacen de la obra ajena
objeto de trabajo
radical, revolucionario."
José Gaos
I.
La Crisis
En la historia del espíritu hay
épocas en el hombre tiene un aposento sólido, un hogar. Más frecuentemente
acaso, hay épocas en las que se encuentra, a la manera del nómada o del
peregrino, viviendo fuera de su auténtica patria humana: en una intemperie que
ni se deja abrazar, pero que tampoco es la pertenencia. Hollados, derrumbados
los muros de su mansión, gastados y debilitados los cimientos de su comunidad y
de sí mismo, el mundo ya no puede sentirse como una casa acogedora, como un
orden esencialmente humano, sino como un lugar inseguro, inestable,
provisional. Situación que por extremosa e inhabitable resulta insufrible para
el hombre, pero que, como el mal que por bien no viene, da en cambio la urgente
motivación que hace actuar, que pone en movimiento la reflexión del
espíritu humano sobre sí mismo.
La vida o naturaleza humana
consiste básicamente en mociones radicales y por ello universales
que son el suelo sobre el que crecen sus especificaciones:
"Entre estas mociones
radicales y universales de la humanidad figurarían su oscilación en el
individuo y en la comunidad histórica, en la Humanidad, entre opuestos extremos
de un "crisis" de su existencia, crisis por ende constitutiva de la humanidad
misma, y una reflexión de ésta [de la humanidad sobre sí misma, principalmente
al encontrarse en tales extremos y en el sentido del "cualquier tiempo
pasado fue mejor", reflexión no menos constitutiva de ella." (José
Gaos, "El peligro del
Hombre" P.L.E. pág. 143)
En los extremos de la crisis,
la Humanidad empieza de nuevo y lentamente a edificarse. Y ¿no es acaso el
filósofo, justamente el primero y principal, el dueño y señor de los principios,
el príncipe "de lo principado por él", quien tiene como tarea
comenzar o principiar con esa reflexión? [1] Filosofando, afanándose por saber, dando razón de todo siquiera
"en principio", o mejor por "los principios", el tipo
psicológico que es el filósofo no puede menos que sintetizarse y encarnar en
individuos vanguardistas que rompen el dermatoesqueleto que ha cubierto y paralizando
antiguas construcciones vivas de la Humanidad, abriéndose paso por entre la
mala yerba de la jungla parásita, atravesando las aguas tóxicas y larvarias de
la filosofía ("filosofía de perdición"), guiados por la inspiración
promovida por otros hombres y por su entusiasmo, justamente para re-conocerse y
entrar en una nueva relación con el universo ("filosofía de
salvación").
Tal posibilidad se abre como
una pregunta rigurosamente antropológica-existencial que se deja oír en épocas
de exilio y de orfandad. Al encontrarse el hombre en el extremo de ser un extrajera
en su propia comunidad, un solitario entre los suyos, pero también un huérfano
del cosmos, llega a descubrir que el pacto primigenio entre el mundo y el
hombre se ha rescindido; que se ha disipado una imagen del mundo y la seguridad
que en ella encontraba.[2]
Una de las peculiaridades de la
crisis contemporánea es la tentación de vivir en un mundo inimaginable.
O, dicho con mayor concreción, se trata de un oscuro sentimiento de vivir una imago
mundi novisima: la imago nulla. O, acaso sería mejor decir, de vivir
en una imagen usurpada, secuestrada en algún oscuro calabozo lejos de la
miradas del pueblo, en un abismo carente de fundamento -pero promotor de formas
desviadas de relacionarse socialmente, de representaciones del cosmos
peligrosamente inconscientes o carentes de espíritu (pelagianismo).
Quizá el diagnóstico de la historia
del paradigma moderno no este completamente elaborado y acabado -porque
acaso falte aún cerrar su círculo al abrirse el nuevo que habrá de sustituirlo.
Indudablemente se trata de una historia una de cuyas raices ha llegado al
término de su razón: de su capacidad de comprender lo que ocurre con justicia y
de actuar de manera adecuada. Un brazo de su modelo de razón no consiste ya en
una unidad comprensiva de saber, elegir y comportarse
responsablemente. Estamos entrando en una forma nueva de ver el mundo y de
razonar sobre él que empezaría a dejar atrás el pensamiento llamado
"moderno" -ocaso de toda una "época histórica" que ha
durado lo que la primacía dominante de su figura del mundo.[3] Nos encontramos, en efecto, en el trecho final de su imaginación
creadora, cuyas fuentes se encuentran estancadas y pervertidas en los sótanos
de los facilismos existenciales, de los formalismos abstraccionistas o
tautológicos y de las usurpaciones personistas. Fuentes venenosas que han
enfermado a los símbolos, ahogados de abstracción y de mitificaciones,
atrapados en los rigorismos de las reglas, muy lejos de las aguas cambiantes y fluidas
de una vida que sería buena y digna de ser vivida. La exigencia de un cambio de
paradigma, de un cambio de la relación fundamental y fundadora
que las personas tienen con la totalidad (incluyéndose a sí mismas) equivale,
en efecto, a un cambio de proporción y de medida; ante la
medida-de-hecho-desmesurada se vuelve imperativo hallar la
medida-esencial-humana.[4]
En el núcleo del nuevo pánico
social y el nuevo temblor antropológico que late en el fondo mismo de la
modernidad, la cuestión sobre la esencia del hombre aparece en la cresta
de la ola como plateada espuma -justamente por tratarse de una ola de
proporciones espantables y nunca antes vistas, ya no según el ropaje
filosófico, sino en la nuda y ósea realidad de la existencia. Bañados por los
formidables efectos de esa tormenta, bien sabemos la verdad de la posibilidad
del derrumbe del hombre. Y ¿no es precisamente cuando el hombre se enfrenta a su
ser no-humano, a la realización inhumana de lo humano, en una palabra, al espectáculo
de una dilatada y vasta antropología negativa, no es en esos momentos de
profunda decadencia humanística cuando le resulta urgente conocer su ser
y preguntarse por su destino, recomenzando con ello a problematizar, a
tematizar al hombre? El hombre, en efecto, no es un ser claro y unívoco, sino
un ser equívoco, problemático. ¿Y no es esta condición antropológica la
condición de posibilidad, el abismo imposible (insufrible) que hace posible el
suelo de una Antropología Filosófica?
II.
La Gran Idea
Las Grandes Ideas llegan suave,
pausadamente. Primero reptan tímida, fantasmalmente, abismadas ante su falta de
fundamento o de justificación -como si tuvieran temor de ser, como si no
tuvieran derecho a la existencia. A la manera de vastas y nebulosas que
lentamente humean desde la cocina del caldo de cabezas de la tradición
filosófica, empiezan por aparecer teñidas de irrealidad, bucentauros
fantásticos de la imaginación creadora, constituyéndose figurativamente en la
mezcla de mansedumbre y astucia de la serpiente-cordero que avanza pisando
"con pies de paloma". Empero, las Granes Ideas tarde o temprano
cuajan: sus gases rarificados se condensan en agua bebible, en aire respirable.
Luego ahondan y con la memoria van hundiendo sus pisadas profundamente en el
suelo de una época, dejando su huella de memorioso cuadrúpedo, hasta constituir
la cifra, el emblema definitivo que buscará la sed de la rememoración. Y es
entonces, en el largo viaje hacia lo más profundo de una época, que la cascada
que arrastra el limo terrenal de la situación de convivencia, empieza a dar
sustancia concreta a las ideas eternas, alimentado desde el apacible paisaje
del lago un suelo firme y fértil como el suelo. Huellas en las que volvemos
insistentemente a caer, buscando su fuente para abrevar de su vida y en que las
generaciones futuras fecundaran la historia.
Como recuerda Ortega, la Gran
Idea es todo lo contrario de una feliz ocurrencia, de tal o cual combinación de
conceptos más o menos afortunada. Se trata, por lo contrario, de una idea
superlativa, mayúscula, irresistible, aneja a la evolución misma del
espíritu humano. No es, así, sino una Forma necesaria del destino
humano, de una concepción que no puede no ocurrírsele a los hombres al obrar
sobre ellos de una forma casi milagrosa y planetaria. Siguiendo la expresión de
Ortega, se trata de esas constelaciones, determinantes de una época, en que los
hombres entran a partir de una fecha para estar en ellas, como una
atmósfera espiritual que constituyen un suelo histórico, una firmeza: un lugar
habitable para el hombre.
En efecto, la Weltanschauung,
la imagen e idea del mundo de una época histórica, su "figura del
mundo", está constituida de una serie de creencias de las que una época
participa. La mayoría de las creencias que tenemos en un tiempo dado, son creencias
de las que podemos dar razones; justificarlas, pues, en la aceptación de otras
creencias (creencias por razones) o directamente en experiencias vividas
(creencias por motivos). Pero hay otras creencias que no tenemos nosotros, sino
que, por decirlo así, nos tienen, estando más nosotros en ellas que ellas en
nosotros. Se trata de creencias heredadas de nuestra sociedad, compartidas por
sus miembros y supuestas en las demás. Creemos en ellas sin que se nos ocurran
razones explícitas para justificarlas, pues al constituir nuestra figura del
mundo se aceptan espontáneamente, sin aducir razones, pues establecen nuestra
manera de relacionarnos con el mundo. Estas creencias colectivas que arman una
"figura del mundo" son, pues, creencias colectivas, compartidas por
una época, un grupo social o una clase -corresponden, pues, a una época
histórica y están a la base de las creencias individuales. Generalmente permanecen
informuladas, como convicciones vagas que flotan en la atmósfera de una época
histórica. Las creencias que integran una "figura del mundo" tendrían
diversos niveles y estarían conectadas entre sí de manera compleja. Su núcleo
estaría en unas cuantas creencias básicas acerca del género de realidades que
damos por existentes ("compromisos ontológicos") y al tipo de valores
que aceptamos verdaderos ("compromisos valorativos"). Así, el tipo de
realidades y valores aceptados determina el ámbito de lo permitido y lo vedado.
Raramente se ponen en cuestión
-pero si se hace, podemos encontrar las razones implícitas por las que las
aceptamos -impregnadas motivaciones, esperanzas y sentimientos profundos del
ánimo. Estas creencias versan sobre el como y el qué es la realidad, como nos
situamos en el mundo, que es lo que de verdad vale en nuestras relaciones con
él y con nuestros semejantes. Por lo tanto, constituyen el "marco de
referencia", el "paradigma" o, mejor, la forma y manera como se
presenta el mundo en una época. Los cambios de "figura del mundo" se
dan de vez en cuando, en el momento en que grandes presiones conceptuales se
desencadenan para llenar depresiones de creencias, dividiendo megaperiodos de
la historia humana. La Gran Idea no es, en el fondo, sino la articulación
conceptual, y por ello filosófica, de una nueva "figura del mundo"
-aun por venir.
En nuestra época la Gran Idea
ha andado por el mundo buscando su esencia hasta fraguarse formal y
sistemáticamente bajo la especie de la Antropología Filosófica. Es
cierto que los primeros colonizadores que la vislumbraron la cauda del cometa no
pudieron del todo "tomar plaza" en esa Idea -recuérdese, por ejemplo,
el caso fatigoso de Dilthey, el extremoso de Heidegger y Sartre, el proteico y
malogrado de Scheler, el insuficiente de Hartmann y, de algún modo, del propio
Ortega. En efecto, el tempo de desarrollo que llevaría a la Idea del
Hombre ha sufrido, insistentemente, de repetidos contratiempos. En nuestros
días es imposible hablar de un estado primerizo en su evolución. Sus
contratiempos significan, más bien, el problema final de su sólida
articulación, dado que la Idea es un organismo de elementos o ingredientes
enormemente distantes entre sí. Su proyecto de modificación ad integrum
de la vida humana exige no solo su abarcar la totalidad del problema universal,
sino también la colaboración de diferentes grupos culturales para darle vida.
Al comienzo los fragmentos de
la Idea son descubiertos por hombres que se ignoran entre sí, venidos de puntos
geográficos distantes, pero movidos por un mismo destino y, acaso, por un mismo
carácter. La Gran Idea nace a pedazos y sólo cuando han sido articuladas
bajo la tierra sus más hondas raíces, el humus nutricio comienza a ser
transformado en alimento y a florecer en la superficie -hasta que la idea, por
fin, se integra, apareciendo entonces única, entera y simplísima.
En una de sus formulaciones
podría sintetizarse diciendo que: "la unidad conceptual nace de la
"unidad vital"" -y la unidad vital del ser humano no se
encuentra sino en el concepto de "persona" entendido en lo que tiene
de desarrollo de sus "exclusivas humanas".[5] Acaso su primera formulación sería el filosofema de Fichte con que se
abre plenamente el Romanticismo filosófico o la Filosofía Contemporánea toda, y
que resa: "Que clase de filosofía se elige depende de que clase de hombre
se es". Se trata, en efecto, del epitafio en donde queda históricamente
labrado que una concepción del universo empieza a pasar de época, a morir,
acusando su rigor mortis sin resurrección posible, para dar lugar a una
renacimiento, a otra imagen en trance de crecimiento y sedimentación como
profunda base cultural. Hay que intentar, pues, rastrear ese punto de
partida, de sujetar firmemente ese valor universal (ecuménico), que nos
concierne a cada uno y en conjunto -a cada uno de nosotros.
III.
Espíritu Colectivo: la Tradición
Cada época, en efecto, vuelve a
dar su sentido original al universo en una transformación evolutiva. En
nuestra época se ha vuelto a vivir esa transformación bajo la manifestación de
dolores extremos, que bien pudieran ser, como diagnosticó en su momento José
Gaos, anuncios de parto. Se trata, en efecto, de síntomas que más que ser los
del fin de una cultura son la irrupción de un nuevo ciclo cultural.[6] En este sentido, la filosofía descansa en el espíritu colectivo.
Con este concepto no me refiero, por supuesto, a una entidad metafísica, mucho
menos a una noción gregaria; me refiero a algo que se da conscientemente al
convivir y vivir algo en compañía: a los sujetos que articulan un contenido
espiritual como una orientación, como un sentido para la vida, y
cuya producción y reproducción, cuya creación consiste en un modelarse y formarse
en el vivir en compañía determinados contenidos. Me refiero, pues, a una
Cultura.
El "espíritu
colectivo" no puede así sino radicar en la encarnación de valores en un
sujeto que se constituye en compañía mediante la realización de actos
plenamente conscientes y espontáneos, libres, referidos intencionalmente a algo
objetivo (Scheler). No se trata, pues, del "alma colectiva", de
origen impersonal, anónimo. El espíritu colectivo, por el contrario,
sólo aparece en representantes personales de él. Los "modelos"
personales que "sustentan" ese espíritu por medio de actos
espontáneos realizadores de objetos y bienes (de valores), pueden, sin
embargo, sucumbir en la nada. Acaso tres causas principales representen los
obstáculos máximos a esa tarea: cuando los actos, destinados a tomar el relevo
histórico en el tránsito de las generaciones, abandonan la espontaneidad, alejándose
del interior auténtico y de las motivaciones reales de la persona (fallando la congruencia
con la vida), cuando el relevista del sentido no logra hincarse en el fondo de
sí mismo siendo incapaz de examinar libremente las propias razones (fallando la
autonomía del pensamiento), cuando la riqueza espiritual queda petrificada,
por repetición o por deformación, por falsía o tradicionalismo, sin someterse a
las fuerzas evolutivas de renovación e innovación (fallando la resistencia de
la autenticidad ante la inercia de las instituciones).
En efecto, en determinados
momentos de su evolución, en el relevo de las generaciones, el desarrollo de la
Gran Idea también puede manifestarse como impedimento, incluso como retroceso,
regresión y decadencia. Esto se debe a que el abandono de un paradigma
"degenerativo" en favor de uno "progresivo" se presenta
obstaculizado por serias barreras psicológicas que impiden la sustitución.
Obstáculo comprensible si se considera que un nuevo paradigma filosófico
implica "ver" y sentir de otra manera la realidad
fenoménica en su totalidad.[7]
[1] No hay que
olvidar que para esos nuevos magos afanosos de dominación (los hombres de
poder), el filósofo representa al hombre conocedor y dueño de los
principios, pero también al conocedor y dueño de todo lo demás por medio
de los principios -representando especialmente, pues, el conocedor y dueño de
sus congéneres, a quienes obviamente quiere dominar.
[4] Karel Kosik
ha visto, no sin razón imaginista, la encarnación del paradigma moderno en la
figura del Schauspieler nietscheano: amo que pone en escena la realidad
como una sucesión ininterrumpida de imágenes, donde queda abolida la distinción
entre imagen creadora y la realidad, y en la que se reproducen los escenarios
de la cultura -pudiendo citarlos a discreción... pero sin poder imitar a sus
modelos. Se trata de ese hombrecillo, dependiente en absoluto de la opinión del
público, que sacrifica a su egoísmo, avidez de comodidades y de placeres, la
naturaleza, la cultura, las ideas, el honor, la moral, la memoria y el
pensamiento (Karel Kosik "Praga y el fin de la historia", entrevista
con Alain Finkielkraut, traducción del francés: Aurelio Asian. Revista Vuelta #
207, febrero de 1994, pág. 12).
[7] No es
gratuito que sean los filósofos jóvenes, en los mismísimos años formativos, los
que vayan acuñando con mayor facilidad, y por lo tanto con mayor frecuencia,
los elementos que lograrán posteriormente sintetizar en una visión armónica,
rompiendo con los paradigmas filosóficos que obnubilan la mente de sus
predecesores más viejos y experimentados. Las resistencias sociopsicológicas en
la cambiante cosmovisión del hombre impregnan de hecho todo sistema de
creencias. No hay que descontar que en muchas ocasiones tales resistencias
sirven a intereses particulares que las transforman en potentes
doctrinas de dominación (concepto de "ideología"). Una primera forma
de imposición de estas doctrinas consiste en presentar un saber, que habría de
ser confirmado personalmente, como objetivo o confirmado intersubjetivamente
por las comunidades epistémicas -e incluso confirmado míticamente, in illo
tempore-, encubriendo que se trata de plexos de creencias en realidad
"aceptadas por deseo". Es entonces cuando nos enfrentamos a
ideología manipuladoras, que usan de razones insuficientes o distorsionadas en
favor de intereses particulares de una clase dominante.
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