jueves, 16 de mayo de 2013

Curso de Antropología Filosófica VIII Apéndice III: La Gran Idea Por Alberto Espinosa


La Gran Idea


  "Los glosadores son aquellos que no hacen más que variaciones
sobre los temas ajenos, no quienes hacen de la obra ajena
objeto de trabajo radical, revolucionario."                     
José Gaos


                                                      I. La Crisis

   En la historia del espíritu hay épocas en el hombre tiene un aposento sólido, un hogar. Más frecuentemente acaso, hay épocas en las que se encuentra, a la manera del nómada o del peregrino, viviendo fuera de su auténtica patria humana: en una intemperie que ni se deja abrazar, pero que tampoco es la pertenencia. Hollados, derrumbados los muros de su mansión, gastados y debilitados los cimientos de su comunidad y de sí mismo, el mundo ya no puede sentirse como una casa acogedora, como un orden esencialmente humano, sino como un lugar inseguro, inestable, provisional. Situación que por extremosa e inhabitable resulta insufrible para el hombre, pero que, como el mal que por bien no viene, da en cambio la urgente motivación que hace actuar, que pone en movimiento la reflexión del espíritu humano sobre sí mismo.
   La vida o naturaleza humana consiste básicamente en mociones radicales y por ello universales que son el suelo sobre el que crecen sus especificaciones:
   "Entre estas mociones radicales y universales de la humanidad figurarían su oscilación en el individuo y en la comunidad histórica, en la Humanidad, entre opuestos extremos de un "crisis" de su existencia, crisis por ende constitutiva de la humanidad misma, y una reflexión de ésta [de la humanidad sobre sí misma, principalmente al encontrarse en tales extremos y en el sentido del "cualquier tiempo pasado fue mejor", reflexión no menos constitutiva de ella." (José Gaos,     "El peligro del Hombre" P.L.E. pág. 143)
   En los extremos de la crisis, la Humanidad empieza de nuevo y lentamente a edificarse. Y ¿no es acaso el filósofo, justamente el primero y principal, el dueño y señor de los principios, el príncipe "de lo principado por él", quien tiene como tarea comenzar o principiar con esa reflexión? [1] Filosofando, afanándose por saber, dando razón de todo siquiera "en principio", o mejor por "los principios", el tipo psicológico que es el filósofo no puede menos que sintetizarse y encarnar en individuos vanguardistas que rompen el dermatoesqueleto que ha cubierto y paralizando antiguas construcciones vivas de la Humanidad, abriéndose paso por entre la mala yerba de la jungla parásita, atravesando las aguas tóxicas y larvarias de la filosofía ("filosofía de perdición"), guiados por la inspiración promovida por otros hombres y por su entusiasmo, justamente para re-conocerse y entrar en una nueva relación con el universo ("filosofía de salvación").
   Tal posibilidad se abre como una pregunta rigurosamente antropológica-existencial que se deja oír en épocas de exilio y de orfandad. Al encontrarse el hombre en el extremo de ser un extrajera en su propia comunidad, un solitario entre los suyos, pero también un huérfano del cosmos, llega a descubrir que el pacto primigenio entre el mundo y el hombre se ha rescindido; que se ha disipado una imagen del mundo y la seguridad que en ella encontraba.[2]
   Una de las peculiaridades de la crisis contemporánea es la tentación de vivir en un mundo inimaginable. O, dicho con mayor concreción, se trata de un oscuro sentimiento de vivir una imago mundi novisima: la imago nulla. O, acaso sería mejor decir, de vivir en una imagen usurpada, secuestrada en algún oscuro calabozo lejos de la miradas del pueblo, en un abismo carente de fundamento -pero promotor de formas desviadas de relacionarse socialmente, de representaciones del cosmos peligrosamente inconscientes o carentes de espíritu (pelagianismo).
   Quizá el diagnóstico de la historia del paradigma moderno no este completamente elaborado y acabado -porque acaso falte aún cerrar su círculo al abrirse el nuevo que habrá de sustituirlo. Indudablemente se trata de una historia una de cuyas raices ha llegado al término de su razón: de su capacidad de comprender lo que ocurre con justicia y de actuar de manera adecuada. Un brazo de su modelo de razón no consiste ya en una unidad comprensiva de saber, elegir y comportarse responsablemente. Estamos entrando en una forma nueva de ver el mundo y de razonar sobre él que empezaría a dejar atrás el pensamiento llamado "moderno" -ocaso de toda una "época histórica" que ha durado lo que la primacía dominante de su figura del mundo.[3] Nos encontramos, en efecto, en el trecho final de su imaginación creadora, cuyas fuentes se encuentran estancadas y pervertidas en los sótanos de los facilismos existenciales, de los formalismos abstraccionistas o tautológicos y de las usurpaciones personistas. Fuentes venenosas que han enfermado a los símbolos, ahogados de abstracción y de mitificaciones, atrapados en los rigorismos de las reglas, muy lejos de las aguas cambiantes y fluidas de una vida que sería buena y digna de ser vivida. La exigencia de un cambio de paradigma, de un cambio de la relación fundamental y fundadora que las personas tienen con la totalidad (incluyéndose a sí mismas) equivale, en efecto, a un cambio de proporción y de medida; ante la medida-de-hecho-desmesurada se vuelve imperativo hallar la medida-esencial-humana.[4]
   En el núcleo del nuevo pánico social y el nuevo temblor antropológico que late en el fondo mismo de la modernidad, la cuestión sobre la esencia del hombre aparece en la cresta de la ola como plateada espuma -justamente por tratarse de una ola de proporciones espantables y nunca antes vistas, ya no según el ropaje filosófico, sino en la nuda y ósea realidad de la existencia. Bañados por los formidables efectos de esa tormenta, bien sabemos la verdad de la posibilidad del derrumbe del hombre. Y ¿no es precisamente cuando el hombre se enfrenta a su ser no-humano, a la realización inhumana de lo humano, en una palabra, al espectáculo de una dilatada y vasta antropología negativa, no es en esos momentos de profunda decadencia humanística cuando le resulta urgente conocer su ser y preguntarse por su destino, recomenzando con ello a problematizar, a tematizar al hombre? El hombre, en efecto, no es un ser claro y unívoco, sino un ser equívoco, problemático. ¿Y no es esta condición antropológica la condición de posibilidad, el abismo imposible (insufrible) que hace posible el suelo de una Antropología Filosófica?

                                                  II. La Gran Idea
   Las Grandes Ideas llegan suave, pausadamente. Primero reptan tímida, fantasmalmente, abismadas ante su falta de fundamento o de justificación -como si tuvieran temor de ser, como si no tuvieran derecho a la existencia. A la manera de vastas y nebulosas que lentamente humean desde la cocina del caldo de cabezas de la tradición filosófica, empiezan por aparecer teñidas de irrealidad, bucentauros fantásticos de la imaginación creadora, constituyéndose figurativamente en la mezcla de mansedumbre y astucia de la serpiente-cordero que avanza pisando "con pies de paloma". Empero, las Granes Ideas tarde o temprano cuajan: sus gases rarificados se condensan en agua bebible, en aire respirable. Luego ahondan y con la memoria van hundiendo sus pisadas profundamente en el suelo de una época, dejando su huella de memorioso cuadrúpedo, hasta constituir la cifra, el emblema definitivo que buscará la sed de la rememoración. Y es entonces, en el largo viaje hacia lo más profundo de una época, que la cascada que arrastra el limo terrenal de la situación de convivencia, empieza a dar sustancia concreta a las ideas eternas, alimentado desde el apacible paisaje del lago un suelo firme y fértil como el suelo. Huellas en las que volvemos insistentemente a caer, buscando su fuente para abrevar de su vida y en que las generaciones futuras fecundaran la historia.
   Como recuerda Ortega, la Gran Idea es todo lo contrario de una feliz ocurrencia, de tal o cual combinación de conceptos más o menos afortunada. Se trata, por lo contrario, de una idea superlativa, mayúscula, irresistible, aneja a la evolución misma del espíritu humano. No es, así, sino una Forma necesaria del destino humano, de una concepción que no puede no ocurrírsele a los hombres al obrar sobre ellos de una forma casi milagrosa y planetaria. Siguiendo la expresión de Ortega, se trata de esas constelaciones, determinantes de una época, en que los hombres entran a partir de una fecha para estar en ellas, como una atmósfera espiritual que constituyen un suelo histórico, una firmeza: un lugar habitable para el hombre.
   En efecto, la Weltanschauung, la imagen e idea del mundo de una época histórica, su "figura del mundo", está constituida de una serie de creencias de las que una época participa. La mayoría de las creencias que tenemos en un tiempo dado, son creencias de las que podemos dar razones; justificarlas, pues, en la aceptación de otras creencias (creencias por razones) o directamente en experiencias vividas (creencias por motivos). Pero hay otras creencias que no tenemos nosotros, sino que, por decirlo así, nos tienen, estando más nosotros en ellas que ellas en nosotros. Se trata de creencias heredadas de nuestra sociedad, compartidas por sus miembros y supuestas en las demás. Creemos en ellas sin que se nos ocurran razones explícitas para justificarlas, pues al constituir nuestra figura del mundo se aceptan espontáneamente, sin aducir razones, pues establecen nuestra manera de relacionarnos con el mundo. Estas creencias colectivas que arman una "figura del mundo" son, pues, creencias colectivas, compartidas por una época, un grupo social o una clase -corresponden, pues, a una época histórica y están a la base de las creencias individuales. Generalmente permanecen informuladas, como convicciones vagas que flotan en la atmósfera de una época histórica. Las creencias que integran una "figura del mundo" tendrían diversos niveles y estarían conectadas entre sí de manera compleja. Su núcleo estaría en unas cuantas creencias básicas acerca del género de realidades que damos por existentes ("compromisos ontológicos") y al tipo de valores que aceptamos verdaderos ("compromisos valorativos"). Así, el tipo de realidades y valores aceptados determina el ámbito de lo permitido y lo vedado.
   Raramente se ponen en cuestión -pero si se hace, podemos encontrar las razones implícitas por las que las aceptamos -impregnadas motivaciones, esperanzas y sentimientos profundos del ánimo. Estas creencias versan sobre el como y el qué es la realidad, como nos situamos en el mundo, que es lo que de verdad vale en nuestras relaciones con él y con nuestros semejantes. Por lo tanto, constituyen el "marco de referencia", el "paradigma" o, mejor, la forma y manera como se presenta el mundo en una época. Los cambios de "figura del mundo" se dan de vez en cuando, en el momento en que grandes presiones conceptuales se desencadenan para llenar depresiones de creencias, dividiendo megaperiodos de la historia humana. La Gran Idea no es, en el fondo, sino la articulación conceptual, y por ello filosófica, de una nueva "figura del mundo" -aun por venir.
   En nuestra época la Gran Idea ha andado por el mundo buscando su esencia hasta fraguarse formal y sistemáticamente bajo la especie de la Antropología Filosófica. Es cierto que los primeros colonizadores que la vislumbraron la cauda del cometa no pudieron del todo "tomar plaza" en esa Idea -recuérdese, por ejemplo, el caso fatigoso de Dilthey, el extremoso de Heidegger y Sartre, el proteico y malogrado de Scheler, el insuficiente de Hartmann y, de algún modo, del propio Ortega. En efecto, el tempo de desarrollo que llevaría a la Idea del Hombre ha sufrido, insistentemente, de repetidos contratiempos. En nuestros días es imposible hablar de un estado primerizo en su evolución. Sus contratiempos significan, más bien, el problema final de su sólida articulación, dado que la Idea es un organismo de elementos o ingredientes enormemente distantes entre sí. Su proyecto de modificación ad integrum de la vida humana exige no solo su abarcar la totalidad del problema universal, sino también la colaboración de diferentes grupos culturales para darle vida.
   Al comienzo los fragmentos de la Idea son descubiertos por hombres que se ignoran entre sí, venidos de puntos geográficos distantes, pero movidos por un mismo destino y, acaso, por un mismo carácter. La Gran Idea nace a pedazos y sólo cuando han sido articuladas bajo la tierra sus más hondas raíces, el humus nutricio comienza a ser transformado en alimento y a florecer en la superficie -hasta que la idea, por fin, se integra, apareciendo entonces única, entera y simplísima.
   En una de sus formulaciones podría sintetizarse diciendo que: "la unidad conceptual nace de la "unidad vital"" -y la unidad vital del ser humano no se encuentra sino en el concepto de "persona" entendido en lo que tiene de desarrollo de sus "exclusivas humanas".[5] Acaso su primera formulación sería el filosofema de Fichte con que se abre plenamente el Romanticismo filosófico o la Filosofía Contemporánea toda, y que resa: "Que clase de filosofía se elige depende de que clase de hombre se es". Se trata, en efecto, del epitafio en donde queda históricamente labrado que una concepción del universo empieza a pasar de época, a morir, acusando su rigor mortis sin resurrección posible, para dar lugar a una renacimiento, a otra imagen en trance de crecimiento y sedimentación como profunda base cultural. Hay que intentar, pues, rastrear ese punto de partida, de sujetar firmemente ese valor universal (ecuménico), que nos concierne a cada uno y en conjunto -a cada uno de nosotros.
                                                             
III. Espíritu Colectivo: la Tradición
   Cada época, en efecto, vuelve a dar su sentido original al universo en una transformación evolutiva. En nuestra época se ha vuelto a vivir esa transformación bajo la manifestación de dolores extremos, que bien pudieran ser, como diagnosticó en su momento José Gaos, anuncios de parto. Se trata, en efecto, de síntomas que más que ser los del fin de una cultura son la irrupción de un nuevo ciclo cultural.[6] En este sentido, la filosofía descansa en el espíritu colectivo. Con este concepto no me refiero, por supuesto, a una entidad metafísica, mucho menos a una noción gregaria; me refiero a algo que se da conscientemente al convivir y vivir algo en compañía: a los sujetos que articulan un contenido espiritual como una orientación, como un sentido para la vida, y cuya producción y reproducción, cuya creación consiste en un modelarse y formarse en el vivir en compañía determinados contenidos. Me refiero, pues, a una Cultura.
   El "espíritu colectivo" no puede así sino radicar en la encarnación de valores en un sujeto que se constituye en compañía mediante la realización de actos plenamente conscientes y espontáneos, libres, referidos intencionalmente a algo objetivo (Scheler). No se trata, pues, del "alma colectiva", de origen impersonal, anónimo. El espíritu colectivo, por el contrario, sólo aparece en representantes personales de él. Los "modelos" personales que "sustentan" ese espíritu por medio de actos espontáneos realizadores de objetos y bienes (de valores), pueden, sin embargo, sucumbir en la nada. Acaso tres causas principales representen los obstáculos máximos a esa tarea: cuando los actos, destinados a tomar el relevo histórico en el tránsito de las generaciones, abandonan la espontaneidad, alejándose del interior auténtico y de las motivaciones reales de la persona (fallando la congruencia con la vida), cuando el relevista del sentido no logra hincarse en el fondo de sí mismo siendo incapaz de examinar libremente las propias razones (fallando la autonomía del pensamiento), cuando la riqueza espiritual queda petrificada, por repetición o por deformación, por falsía o tradicionalismo, sin someterse a las fuerzas evolutivas de renovación e innovación (fallando la resistencia de la autenticidad ante la inercia de las instituciones).
   En efecto, en determinados momentos de su evolución, en el relevo de las generaciones, el desarrollo de la Gran Idea también puede manifestarse como impedimento, incluso como retroceso, regresión y decadencia. Esto se debe a que el abandono de un paradigma "degenerativo" en favor de uno "progresivo" se presenta obstaculizado por serias barreras psicológicas que impiden la sustitución. Obstáculo comprensible si se considera que un nuevo paradigma filosófico implica "ver" y sentir de otra manera la realidad fenoménica en su totalidad.[7]


    [1] No hay que olvidar que para esos nuevos magos afanosos de dominación (los hombres de poder), el filósofo representa al hombre conocedor y dueño de los principios, pero también al conocedor y dueño de todo lo demás por medio de los principios -representando especialmente, pues, el conocedor y dueño de sus congéneres, a quienes obviamente quiere dominar.
    [2] Ya se sabe: es la crisis. El peligro del hombre...
    [3] Véase Luis Villoro El pensamiento moderno: Filosofía del Renacimiento FCE, Cuadernos de la Gaceta # 82, especialmente el Capítulo X.
    [4] Karel Kosik ha visto, no sin razón imaginista, la encarnación del paradigma moderno en la figura del Schauspieler nietscheano: amo que pone en escena la realidad como una sucesión ininterrumpida de imágenes, donde queda abolida la distinción entre imagen creadora y la realidad, y en la que se reproducen los escenarios de la cultura -pudiendo citarlos a discreción... pero sin poder imitar a sus modelos. Se trata de ese hombrecillo, dependiente en absoluto de la opinión del público, que sacrifica a su egoísmo, avidez de comodidades y de placeres, la naturaleza, la cultura, las ideas, el honor, la moral, la memoria y el pensamiento (Karel Kosik "Praga y el fin de la historia", entrevista con Alain Finkielkraut, traducción del francés: Aurelio Asian. Revista Vuelta # 207, febrero de 1994, pág. 12).
    [5] Juan David García Bacca, Existencialismo. Universidad Veracruzana, Xalapa, 1960. pág. 34
    [6] Juan Larrea, Roben Darío y la Nueva Cultura Americana. PRE-TExtos, Valencia, 1987.
    [7] No es gratuito que sean los filósofos jóvenes, en los mismísimos años formativos, los que vayan acuñando con mayor facilidad, y por lo tanto con mayor frecuencia, los elementos que lograrán posteriormente sintetizar en una visión armónica, rompiendo con los paradigmas filosóficos que obnubilan la mente de sus predecesores más viejos y experimentados. Las resistencias sociopsicológicas en la cambiante cosmovisión del hombre impregnan de hecho todo sistema de creencias. No hay que descontar que en muchas ocasiones tales resistencias sirven a intereses particulares que las transforman en potentes doctrinas de dominación (concepto de "ideología"). Una primera forma de imposición de estas doctrinas consiste en presentar un saber, que habría de ser confirmado personalmente, como objetivo o confirmado intersubjetivamente por las comunidades epistémicas -e incluso confirmado míticamente, in illo tempore-, encubriendo que se trata de plexos de creencias en realidad "aceptadas por deseo". Es entonces cuando nos enfrentamos a ideología manipuladoras, que usan de razones insuficientes o distorsionadas en favor de intereses particulares de una clase dominante.





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