El Fuego del Espíritu y el Agua de la Vida
12.0.- Dos notas caracterizan, decía, al hombre educado: la actitud de
atención y la noción de respeto. Puede agregarse ahora que tales
características son indicios favorables, acaso suficientes, de la meta de la
formación misma, de la formación misma del hombre, que es justamente el hombre
educado. Porque precisamente el logro de educación se encuentra en el hombre
que ha logrado jerarquizar válidamente tanto acontecimientos como a personas de
acuerdo con un centro rector axiológico, cuyo eje determina a su vez la noción
de respeto, dando con ello un tono anímico a la vida comunitaria cuanto un
trato especialmente deferente, reverente a sus figuras ejemplares –teniendo
como núcleo más alto de su pirámide o eje axiológico un grupo compacto de
figuras ejemplares, que se elevan a manera de una extensa cordillera histórica
o biográfica, por sus obras bienhechoras, por su testimonio de vida, así como
por las noticias, siempre más o menos polémicas, dejadas por el sabio, por el
santo o por el héroe (figuras de respeto todas ellas por el logro excepcional
en el desarrollo de un corpus de exclusivas del hombre, de propios o
propiedades humanas, donde el ser humano se reconoce o, si se prefiere, donde
se reconoce lo más propiamente humano del hombre en concordancia con el
objetivismo social de los valores –de
forma más pura o sin mezcla de otros intereses, económicos o políticos por
ejemplo, que tan frecuentemente enturbian la actitud desinteresada,
precisamente, del espíritu).
Puede añadirse así que el hombre
realmente educado, que el hombre plenamente formado, es aquel que ha
desarrollado felizmente las facultades del respeto y de la atención,
proporcionándole dichas facultades un criterio y una serie de parámetros para
juzgar, evaluar y justipreciar personas y acontecimientos. Siendo así, la
actitud de la atención y la noción del respeto representan, junto con la
actitud del servicio y la disposición a estimular, a entusiasmar a los otros, los
verdaderos sillares donde se asienta la vida del espíritu. Porque el hombre
educado, munificente y longánimo, atiende al principio pedagógico de no
utilizar, sino servir, de no abatir sino estimular.
12.0.1.- Así, si la atención es la cámara central donde se disuelven los
excesos del alma inferior, afectada de distracción por seguir superficialmente,
de aquí para allá, el curso contingente de los acontecimientos, al ser el río
de la conciencia un constante fluir sin retención alguna; el respeto es la
llama que enciende el fugo del espíritu, hecho todo él de concentración y de contemplación
que rompen el deslizamiento sin fin de la conciencia. Ambos están unidos por el
agua de la vida, por esa energía elemental de la unidad primordial de todo lo
viviente, con la que el hombre formado, educado, se solidariza: actitud que se
manifiesta en el respeto por toda forma de vida y, más que en la irrestricta
tolerancia hacia las formas de pensamiento ajenas, en la participación activa
y jubilosa en la pluralidad y libertad
con que se manifiesta la creación en su torno y sus diversas formas de
expresión –por lo que el espíritu longánimo del hombre formado es también
multánimo.
El propósito central de la
educación, de la formación humana, radica pues en estabilizar la atención para
que pueda ser un suelo firme como el suelo, para que pueda ser una tierra
fértil cultivable y fecunda para el espíritu. Combatir la oscuridad caleidoscópica
de la distracción, disolver el alma inferior, no consiste en otra cosa que en
controlar el río de la conciencia, en cierto modo interrumpiéndolo de su flujo
irreflexivo que va en dirección siempre descendente. Como el agua que no
encuentra un continente donde ser retenida, donde ser espejo. Evitar, en una
palabra, el estéril vagabundeo de la conciencia que a fin del día deja al
espíritu como embotado y deprimido.
A partir de la tierra así
fertilizada, es posible refinar y completar el alma superior del espíritu,
preservado por la noción del respeto. Porque justamente el hombre atento
experimenta una especie de liberación de las ataduras y presiones del cuerpo
por la elevación de los ojos m-porque si la tención aclara la mirada para ver y
describir, el respeto esclarece la escucha para poder oír nítidamente, ya fundida
la escoria y las tensiones de lo oscuro, de la opacidad sensual que afecta al
temperamento y se dirige hacia la muerte, restaurando de tal manera las
potencias creativas del ser humano en la concentración del espíritu, en la
energía luminosa y clara del pensamiento puro.
12.0.2.- Ante la montaña, detenerse.
Esa es la actitud propia del respeto. La Weltanschaung del hombre educado se
corona, como la nieve que corona los volcanes, como la cereza que remata el
pastel con una colorida nota de dulce ornamento, con la noción del respeto.
Sin embargo, no es lo mismo el
respeto que la precaución. Tampoco es el respeto una virtud unidimensional que
aplana y empareja a todo el mundo al nivel en que todos sean igualmente
respetados; falla de conceptuación muy común en la demagogia oficial, que dice
respetar a todo el mundo mientras alegremente pasa por arriba, y hasta
pisoteando, las cabezas de medio mundo. No.
Existe un uso derivado de la voz
“respeto” aplicada a los principios, como por ejemplo a la libertad de
expresión, digamos a los derechos fundamentales de la persona. Porque si bien
es cierto que se deben de respetar (preservar) los derechos fundamentales de
las personas, la virtud del respeto es propiamente otra cosa: es
diferenciación, discernimiento, valoración, y por tanto reconocimiento de la
jerarquía y autoridad de la persona, o dicho en otros términos: es valor
reconocido, no secretamente y en privado, ni de dientes para afuera, sino
socialmente, orgánica, vitalmente compartido: reverencia (no meramente formal,
sino de suma corpore: inclinación: reconocimiento de la superioridad ajena y,
declinación, secesión de los máximos derechos a ella). De tal suerte, las
actitudes irreverentes de forajidos y pseudorevolucionarios, son más propias de
rebeldes crónicos que de hombres educados. Porque se trata del nicho del
respeto, efectivamente, del templo del respeto. Cosa imposible para esos
calenturientos iconoclastas que quisieran ponerse en el nicho de lo que antes,
minuciosamente o de tajo, han derribado.
Respetar a un poeta por su valor
incomparable, por su especificidad como dicen los atomistas, significa que se
ha elevando ante nuestros ojos, por su sentido de la belleza, por trasmitir ese
contenido en las formas a su vez mas bellas, por su genio, por su carácter. Se ha
elevado ante nuestros ojos, es decir, se ha convertido en una figura digna de
respeto -cosa, por supuesto, que será motivo de envidia para los envidiosos, de
aquellos que queriéndose elevar ante los ojos del respetable (del público, se
entiende) no has sabido como o han sido impotentes para hacerse respetar
-sirviéndose entonces para ello de modos desviados, volteados, amañados, invertidos
del respeto -ya sea comprando directamente conciencias (a los inconscientes),
ya infundiendo temor, tanto por vías directas como indirectas.
Como sucede con el público, con
los espectadores, que por principio son respetables, que están por decirlo así en
potencia de ser respetados, pero que realmente no lo son, así sucede en esa
repelente demagogia del “todas las opiniones son respetables” –que equivale
justamente a disolver el concepto, a la
manera vanguardista del dadaísmo, que al estrellar las sillas sobre las testas
del “respetable” les mostraban fehacientemente hasta que punto pueden de hecho no
ser respetados.
12.0.4.- Por lo contrario, lo más lejano de lo respetable es lo reprobable,
que es a la vez lo injustificado, lo que tiene piso, suelo, tierra o
fundamento, razón de ser, y lo vergonzante, la acción o actitud insuficiente de
quien, dominado por el chancro del pecado o por el óxido de la limitación,
causa que desviemos los ojos de su persona, que caiga ante nuestros ojos, que
desviemos la mirada de su presencia –lo que a su vez causa en el infractor el
agudo y sonrrojante sentimiento de la vergüenza, el cual se expresa
precisamente a su vez en un bajar los ojos y desviar la mirada, hacia abajo, en
signo de cierta cobardía de ánimo, de apocamiento, de no haber estado
justamente a la altura de algo o de alguna expectativa, reconociendo pues en el
fondo una cierta deshonra, un cierto desmerecimiento (cuando en su desacato no
ha ido tan lejos como para perder todo sentimiento, incluso para consigo mismo,
como sucede en el lamentable caso del cínico desvergonzado, contumaz satisfecho
de sí mismo que se revuelca en el propio error, resultando a la vez tan
irrespetuoso y contrario a toda autoridad cuan desafiante, que es el caso del
despreciador, del odiador del bien, ante cuyos ojos aparecería como
despreciable aún la figura merecedora del mayor respeto .con todo lo que sus
costumbres invertidas pueden conllevar de disolución del orden social según
jerarquía e incuso de minar y disolver lo social en su raíz misma).
12.0.5.- El ser humano, animal capaz de sentir vergüenza… o de no sentirla
–lo que indicaría ya un caso límite de indolencia e irrespetabilidad y por
tanto de inhumanidad, justamente; o de falta de formación de lo humano, de
falta sensibilidad para lo humano, y por ello de educación y hasta de incapacidad
moralidad –que es la peor de todas las incapacidades, por arrastrar su
comportamiento una costosa inutilidad social (que es el llamado “margen de
incompetencia”).
12.0.6.- Así, las categorías educativas que en principio parecieron ser las
de “enseñanza” y “aprendizaje” son sobrepujadas con creces por las de
“atención” y “respeto” –pues “aprender” apenas se refiere al acto de
“apoderarse” de algún conocimiento, estando relacionado muchas veces con la
aprensión, con el acto de cogerle temor a algo, debido a lo fallido de los
métodos de enseñanza. El acto de aprendizaje de algo nos convierte, empero en
aprendices, en aprendices de maestros puede agregarse –como el que duda delata
en su dudar una actitud de querer salir de la duda, yendo pues por ella en
marcha de la certeza o de la convicción más honda y mejor fundamentada. La enseñanza por su parte requiere en el
verdadero maestro una actitud desinteresada, en el sentido del desprendimiento
del saber que previamente ha hecho suyo o del que se ha apropiado;
desprendimiento pues que entraña un emprender: de emprender la tarea de la
educación, de la enseñanza, de trasmisión de una tradición al nuevo miembro de
la comunidad o del grupo, cuya empresa no busca tanto desarrollar disposiciones
favorables de familiarización, asimilación y recreación de los diversos
sectores de la cultura –cultivando por tanto un jardín interior, cuyo tesoro se
cifra en la expansión de valores como el amor a la vida, el servicio, la
paciencia, la bondad, la caridad y la ternura (curándonos con ellos de los
rancios valores convencionales y acomodaticios del materialismo, esencias
caducas de lo social que roban toda esperanza, tales como: la vanidad del
tener, en ansia de poderío, la pretensión de las riquezas o el egoísmo de los
placeres y del ejercicio de la sexualidad intrascendente del inmanentismo, los
cuales, por otra parte, parecen más bien materia de reprensión que de ningún
respeto.
12.0.7.- El respeto es una de las categorías más desvaloradas por la
modernidad, la que ha dado pábulo al tipo del respetuoso, del antisolemne, del
rebelde institucional, imponiendo el codazo y el tuteo público por una especie
de presión social a la baja que ha regateado las jerarquías sociales, hasta el
grado de desprestigiar del todo a la eximia figura del maestro en un caldo de
indistinciones donde germina la temible transmutación de todos los valores bajo
la forma de la invención de una serie de jerarquías de coyuntura, tan lábiles y
flexibles que llegan al extremo de lo contradictorio (siendo sus posiciones
desde las muy teóricas y sofisticadas de la abstracción del mundo y de lo
humano, hasta las nada prácticas costumbres de la pseudotranza y sus místicas
inferiores de cangrejos cronológicos atenidos a no se que rituales
prehispanisantes, que colocan en puestos de responsabilidad ya no digamos a personas
poco o nada respetables sino incluso monstruosas).
12.0.8.- Así, hemos visto que hay dos sentidos de la voz respeto: el más
bien impropio de respetar a una persona o a una opinión como a cualquiera, en
una especie de igualitarismo de rastacueros; y el respeto en su sentido propio,
que entraña el elevamiento ante los ojos de una persona por sus méritos más bien
extraordinarios, poco comunes, nada vulgares, insólitos, y establecerlo como un
valor socialmente reconocido u objetivo. El respeto se pasa de tueste cuando,
al intentar explotar un valor preestablecido, se petrifica en una figura hasta
convertirla en un ídolo marmóreo o en un dogma cerril, cayendo entonces en el
formalismo inane o en un ritualismo anquilosado y sin contacto real con el
auténtico valor de las personas; pero se queda chato cuando se derrumba en la
chabacanería de la antisolemnidad o del autoritarismo –que, por otra parte y
pesa a sus delirios e insolencias pertinaces, a todas luces reclaman para si
toda la autoridad, e intentan acaparar, respingando y echando de coces, con
gestos ríspidos, ásperos, erizados, toda la solemnidad que les sea posible, en
una especie de atavismo que hace más bien a los rebeldes cada vez más parecidos
a sus abuelos. No.
Por lo contrario, la palabra
respeto tiene como origen etimológico en el latín (respectus) la idea de “mirar atrás”, aplicándose preferentemente a
la consideración obligada a los ancianos, por sus merecimientos en el tiempo,
por sus esfuerzos en una trayectoria de vida. Virtud de la memoria, pues, es el
respeto, y virtud cardinal, vertical, puesto que el hombre se desarrolla en una
vida heredada, cultural, donde el factor tradicional afecta el motor de la
voluntad de partir de la instauración de una jerarquía, de una memoria
vertical, de donde se deriva todo cambio y todo progreso.
12.0.9.- La atención corrige inmediatamente dos vicios
educativos: pensar sin aprender, que es peligroso; y aprender sin pensar, que
es tiempo perdido. El hombre atento, por el contrario al atender tiende su oído
hacia algo, y esa tensión a lo tiende es a escuchar un contenido, por decirlo
así, condensado de la cultura, que por ello se presenta, aparentemente,
ininteligible, denso, inexpugnable, plegado, sirviendo la atención par
desplegarlo y así, al desenvolverlo poder comprender –implicando por ello una
contienda y hasta una contención. Por un lado, un contener el río de la
conciencia del desatento, que es también el distraído, que es llevado y traído
de un lugar a otro por las ideas o imágenes que desfilan por su conciencia,
distrayéndose con los ojos no menos que con los pasos, que igualmente lo llevan
de un lugar a otro como si no tuviese un destino fijo –siendo finalmente el
descuidado, el que a cada hora sale y anda de aquí para allá, como fugándose de
cada persona a la que en lugar de atender y recibir, más bien despide con las
casi soeces y amenazadoras, cuando no insidiosas y hasta insolentes,
expresiones de la vulgata del “órale”, “ándale”, “sale”. Por el otro lado, un
contender contra las distracciones y poder atender al desciframiento del
sentido, es decir, para poder entender –que es también un poder extender, poder
desarrollar. Seguir, prestar atención con la mente, oír, comprender, que es
también una “intentio”: un dirigirse hacia algo. Porque prestar atención (intendere animin in aliquid) es a la vez
un proponerse algo (intrendere animo
aliquid).
En un segundo sentido la voz
atender se refiere a una norma de la civitas, de la urbanidad, de la cultura:
el atender en el sentido de estar al servicio, a las órdenes de una causa o de
una persona, tal y como sucede con el atento tendero.
La atención así puede verse como
una virtud horizontal donde el conocimiento a la ves se extiende para una
escucha que al recibirlo lo extiende en la mente para hacerlo, a su vez,
extensivo a otros –echando abajo las intenciones de aquellos otros pretensiosos
que dan como excusa su desatención para en avanzada tender por delante en una
tensión que crea todo tipo de malentendidos.
12.1.- Así, el agua de la vida mana cuando a la actitud del respeto y de atención
para toda forma de vida se suma la memoria que se honra. Como se honra la jerarquía de un templo, despertando por
consiguiente la emoción estética y moral del fuego del espíritu. Todo ello
puede cifrarse en el principio intelectualista y voluntarista de la educación,
pues de acuerdo a la idea que nos hagamos, que desarrollemos, que levantemos y
que trasmitamos del mundo, así será nuestro comportamiento en la vida.
26-VI-2013