Educación: la Tierra de
la Atención y el Templo del Respeto
11.0.- Puede definirse
al hombre como: el animal educado. El hombre, a diferencia del animal guiado
básicamente por el instinto, se educa a todo lo largo y ancho de su vida, en un
complejo proceso ascendente de familiarización, asimilación y recreación de formas
y contenidos de una cultura. Por educación puede entenderse así todas las
expresiones en que se da la trasmisión de tales formas y contenidos; o el
corpus completo de acciones comunicativas que articulan situaciones de
convivencia formativas.
11.1.- La formación del
hombre como un hecho logrado se reconoce por dos notas esenciales: ser de
provecho (“por sus frutos los conocereís”) y ser o haber llegado a ser uno
mismo, sin resabio de enajenación (que es la autenticidad y el reconocimiento
de la finitud del hombre). Agregaría una tercera nota: reconocer el valor
ajeno; no ser envidioso, no envidiar, lo que permite estimular al otro en vez
de abatirlo; ser generoso en una palabra, más que tolerante, reconociendo
la diversidad de pensar, y del hacer -enderezados a un querer lo mismo, a un
mismo querer, a misma y buena voluntad. Y aún una cuarta: ser reconocido en el
propio valor, instancia social sin la cual difícilmente puede haber educación,
proceso de desarrollo de las aptitudes y predisposiciones de carácter, ajenas.
11.2.- Así, si la
esencia de la educación esta en la formación del hombre, de acuerdo a sus
aptitudes y predisposiciones de carácter, al hombre educado tal vez no pueda
definírsele; pero puede en cambio y en todo caso caracterizarse por dos notas
esenciales, típicas, características: la atención y el respeto.
11.3.- Si alguna
cualidad hay que desarrollar para ser un hombre educado eso es la atención. Se
trata, más que nada, de una disposición de ánimo, que llega a forjar una
actitud general de interés hacia la vida toda: es el prestar atención al otro,
pero también a los contenidos y formas de la cultura, a fin de cuentas obras
humanas.
Consiste
elementalmente la atención en un acto de interés, de concentración y de cuidado
respecto a aquello que es motivo de atención, lo cual forma un suelo firme y
fértil como el suelo donde personas, formas y contenidos de la cultura puedan
enraizar y a su vez desarrollarse. Su imagen ideal radica en la escucha, en
escuchar atentamente lo que las cosas significan o quieren decir, sin
atropellarlas o mutilarlas por el propio decir o por el propio querer. Para
propiciar y potenciar la atención existen recintos, formas protocolarias,
atmósferas, generalmente aislantes del mundanal ruido, del tráfago del mundo
(aulas, salones, salas, bibliotecas, templos), para poder alzarse, elevarse a
determinados contenidos y formas de la cultura requirentes, exigentes de
particular y alta concentración –moviéndose por lo de más el hombre mismo en
ritmos y periodos de relativa concentración concéntricos a otros de relativa
laxitud, relajamiento, descanso, divagación y dispersión, de manera tan
incesante como alternativa.
Prueba de
que la atención es nota esencial del hombre educado es que no hay hombre
educado que sea distraído, negligente, informal, chabacano, o desatento,
disperso, injurioso o grosero –síntomas todos ellos de espíritus volátiles,
poco dispuestos o nada afectos a enraizar en un suelo.
Es la
atención el suelo mismo de la educación, la tierra misma del proceso educativo,
la cual, evidentemente, hay que saber trabajar, abonar, labrar, para volverla
perfectamente firme, y potentemente fértil.
11. 4.- La segunda nota
esencial es la del respeto. El nicho del respeto implica ya una posición de
altura, de jerarquía y dimana de una actitud general de consideración para la
creación toda y especialmente para el hombre, para el prójimo. Su regla: el
tratar a cada uno como quisiéramos ser tratados nosotros mismos –que es el
único igualitarismo inteligible (cuyo corolario es: no hagas a otro lo que no
te gustaría que te hicieran a ti). Su concepto antípoda es el desprecio.
El respeto
es, en efecto, un tipo de aprecio particular por la persona, elevada ante
nuestros ojos por sus méritos, por sus virtudes, por sus desarrollos, esfuerzos
y obras en una misión o tarea, en virtud del cual se levanta como ejemplo en
algún término, sentido o capacidad –constituyendo su intrincada red de
relaciones el templo completo de las jerarquías humanas y del trato entre los
hombres, siendo elemento esencial a su vez en la orientación misma de todas las
acciones humanas.
Nada más
desorientador, destructivo y dañino resulta en este sentido el hombre
irrespetuoso, burlón, mal educado, que basándose en la rebeldía ante principios
y probadas normas de vida quisiera, más que bajar de su nicho a tales figuras para
convivir más dinámicamente con ellas, o alzarse hasta ellas para alcanzar sus
horizontes de vida y acción práctica, dinamitarlas, para aniquilar con ello
algún principio educativo que le oprime, que lo reprime, que lo minimiza o
empequeñece -por ser en el fondo un pigmeo en materia moral, intelectual o
sentimental (fenómeno de debilidad de carácter que puede tomar la forma de las
masas en la llamada “rebelión de los discípulos”, tan sólita en la edad
contemporánea que llama a gritos, y a gritos pelones, a la anarquía, a la
abolición carnavalesca de las jerarquías, a la dictadura del relativismo y,
finalmente a la autarquía autoritaria del despotismo).
Tal
resentimiento moral no es el único escollo, ni mucho, en la tarea educativa de
fomentar el respeto por el prójimo y por los logros en las especificaciones de
los propios o propiedades derivables de la esencia humana. Otro caso notable es
el del acaparador del respeto, el que ama al respeto –a él debido, o que sólo
quisiera respetarse y que lo respetaran a sí mismo, más por amor a sí que por
amor al respeto mismo. Tales hombres fanáticos de la respetabilidad recuerdan a
esos herederos maniáticos, que por amar tanto el concepto de la herencia, se lo
heredan todo a sí mismos dejando en cueros a sus hijos. No.
El respeto
consiste, ni más ni menos, que en el reconocimiento del valor –reconocimiento
social, se entiende, explícito, transparente. Porque nadie verdaderamente
reconoce un valor si lo pone en un nicho en privado para ocultarlo luego públicamente,
en una especie de secrecía del valor que de tal forma deforma, que lo miente o
que socialmente lo socava. De hecho, el valor no es nada si no es reconocido,
si no es confesado, rompiendo con ello las resistencias mezquinas que el animal
o el demonio que nos habitan imponen ante lo superior, ante todo lo humano,
ante todo valor. El alar del respeto se constituye así, esencialmente, como
reconocimiento del valor –del valor propio, si se quiere, pero sobre todo del
valor ajeno, siendo por ello el mejor anticrotálico contra las insidias y
venenos de la envidia.
11.5.- En el caso del
educador se requiere, como en caso del padre, de un gran corazón y de
magnanimidad –sobre todo si se toma en cuenta los innúmeros desvíos y
distracciones que pueden suceder en el camino para ser educado, los cuales,
para ser corregidos, requieren tanto de una larga y probada paciencia como de
un espíritu que aliciente, fortaleciendo y dando seguridad al desarrollo de las
aptitudes del estudiante, del hombre en proceso de formación.
No hay
educador que sea mezquino –quedando fuera de su esfera tanto gendarmes, como
verdugos e inquisidores; tampoco hay educador que sea aprovechado –que se
aproveche del trabajo ajeno para hacerlo pasar como propio, que haga al
discípulo elaborar las papeletas y los resúmenes para aprovecharlas como
material enajenado para la clase siguiente o para su personal investigación; o
que emplee la ley del embudo y sea permisivo para sí mismo y restrictivo para
los otros. Generosidad, munificencia, gran corazón son, en efectos, notas
esenciales del verdadero educador.
11.6.- Así, lo que la
atarea educativa debe fomentar sobre todas las cosas es el sentido de la
atención y del respeto; atención hacia los contenidos de la cultura; respeto
hacia las personas que se esfuerzan por comunicar éstos. El nicho, el templo
del respeto se encuentra casi completamente abolido en nuestros días, a favor
de esa chabacanería del falso igualitarismo, de la indistinción contemporánea,
en razón también de los ídolos de barro que pueblan el “imaginario” colectivo.
Respeto y distinción van de la mano. Sin distinción, deferencia y acepción de
personas, es decir sin la noción de jerarquía, difícilmente puede elevarse el
nicho del respeto –lo cual entra en abierto juego con el fenómeno del
desconocimiento de la persona humana, estimativo práctico, en la época
contemporánea. Respecto de la tierra de la atención, que hace al suelo a la vez
firme y fértil como el suelo, puede decirse que es, sin duda alguna, uno de los
criterios y rasgos sustantivos del hombre educado.
11.7.- Sin embargo, un
temible, fabuloso complejo perturba, y de raíz, la tarea formativa, educativa,
del hombre moderno contemporáneo.
El primer
brazo de tal complejo esta formado por el doble fenómeno de: por un lado,
la proletarización creciente de la burguesía, en justa sanción y reacción
histórica por no haber querido educar y elevar a la plebe; por el otro, la
imposibilidad de esa burguesía misma por educar y elevar a la plebe en razón de
doctrinas violentas, de la lucha económica de las clases, de la utopía de la
dictadura del proletariado y del resentimiento social de las masas
–imposibilitadas constitutivamente para educarse.
En un
caso: fingimiento de una educación, si no de una jerarquía, que ya no se tiene;
por el otro, aspiración a una educación que no hay manera de conseguir ni con
el favor del mejoramiento de la posición social –todo lo cual se revela en
síntomas de creciente insatisfacción, ansiedad, depresión, o en el peor de las
coas en la expresión de un nada disimulado cinismo de un aburguesameinto
proletarizante o, de plano, de un proletariado cuyo aburguesamiento resulta una
pobreza, un proletarizción más reduplidcada –como la del perro que come su
propio vómito o de la marrana que lavada en la lluvia vuelve a revolcarse en
las heces de su chiquero. Y así, a pasos contados, el inmanentismo de la
filosofía del éxito y del progreso contemporánea va llevando de la mano al
estrechar sus horizontes de vida al lamentable inmoralismo y existencialismo
contemporáneo del ser que es de hecho, pura y simplemente, pero sin razón de
ser.
11.8.- El abrazo de tal
problemática educativa lo cierra otro fenómeno, también doble: el del divorcio
de la cultura por parte de la política, por una parte; y el de la dependencia
de la cultura, cada vez mayor, por parte de la política, por la otra. Terreno,
pues, minado y saturado de contrariedades sin cuento, donde la cultura es
deformada por los intereses políticos, ya por servilismo y abyección de la
cultura respecto de la política; ya por un forzar las cosas por parte de la
política, por sembrar la cizaña en los campos de las eras bajo la forma de
provocadores, adelantados y vanguardistas permisivos de toda laya y mala estofa.
11.9.- Uno de los
rasgos más notables que arrojado sobre el tapete de la civilización
contemporánea tal doble, cuádruple complejo, es la acelerada, progresiva y a la
vez ineluctable sustitución de las creaciones culturas por los productos de la
mercadotecnia, en un constante sobar y resobar el haber de una herencia
cultural ya sin vida, en lamentables productos edulcorados, enmielados,
empalagosos, en el mejor de los casos, en el peor, ajados; ya su sustitución
por otra cosa que se dice cultura pero que no lo es (no la cultura en acto, o
el acto de la cultura, sino la actuación cultural, la representación de algo
que ya ha dejado de ser quedando en aparente movimiento sólo su fantasma o su
sombra, su desecado bagazo; o lo que se ha llamado la tradición de la ruptura),
constituyéndose muchas veces como formas embozadas de la herejía. Paso, pues,
del estancamiento y repetición cacofónica, de una herencia ya marchita a la
destrucción de la cultura misma por otra cosa parasitaria que ha tomado su
lugar, dejando por tanto a la cultura yerta como un dermatoesqueleto muerto y
sin vida, queriendo ser, encima de todo ello, autárquicamente y sin tradición
–cosa imposible.
No es
entonces la tradición, sino sus actores que no supieron como asimilarla,
familiarizarse con ella y recrearla, los que se muestran impotentes, y por ello
mismo inferiores intelectualmente, quienes practican la sepulcral sordera,
disponiéndose entonces a esforzarse por que les pertenezca, no la tradición,
cosa como repito imposible, sino cuando menos sus símbolos: sus instituciones –tradición
a la que nada tienen que decir, con la que nada tienen que alegar, y a que a la
vez no están dispuestos a escuchar, para pasar de ahí a otro tipo de
desatención: el no tener suelo donde arraigar, al no tener identidad propia,
siendo igual de aquí o de allá sin ser de aquí ni ser de allá, disipados en un
mundo de abstracciones, cuentos y chanzas, de apuestas y comidillas donde se ve
a las claras que al perder esa tierra han perdido con ello completamente el
piso, dándose entonces alegremente a la tarea infausa de excluir, de descartar,
de obstruir y, faltaba más, también de elegir a sus prosélitos y posibles
sucesores, y todo eso en medio de la decadencia pronunciada de las costumbres,
del irrespeto generalizado, de la más cruda vulgaridad y de la vaguedad más
brumosa, hasta tocar todos los extremos imaginables de la sodomía o la
impudicia, en una especie de socialismo totalmente desindivudalizado gestor de
las masas –tan torpes en el pensamiento como torpes en la acción.
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