Vivimos, casi
siempre sin darnos cuenta, en el omega del arte contemporáneo; punta de lanza
de la prevista transvaloración de todos los valores con la que soñaba tan
delirantemente Nietzsche. Si su estigma es el de la frivolidad, su expresión más cabal es ese estilo neo-manierista,
esa moda internacional que todo lo unifica en una originalidad muy de receta, en
que se inscribe completita la “tradición de la ruptura”, expresando sus contenidos en términos
de demolición y ruina, de fatiga y decadencia, en un caminar en círculos
viciosos sobre los destrozos del despilfarro, sobre ese inmenso pudridero que
sanguaza al sol de un basurero sus jugos pestilentes, en la turbia marea de las
maravillas obsoletas, aniquilando lentamente en su maciza marea todo aquello que
antes llamamos humanismo. Cultura de la decadencia, es cierto, y de la
ocultación, de la mentira, donde ambiguamente se revuelven valores y
contravalores, honores y desprecios, en una mesa de ajedrez fatal donde todo
que tablas, indeciso, estancado, inamovible, petrificado, sin vida. Cultura del
signo que bajo el petulante nombre de “icono” ha desecado la vida ya no digamos
de todo mito, sino incluso de todo símbolo y donde se da, bajo la forma de la
imagen estridente o convulsiva, la ocultación de los grandes modelos, de las
formas eternas, los cuales son arrojados a ninguna parte por razón más que nada
de cálculo, quedando finalmente enmohecidos, deshabitados, arrumbados en la covacha
del olvido. Porque lo que ese arte nos ofrece en cambio, además de la filosofía
de la eficacia y el éxito, no es otra
cosa la dictadura del relativismo, de ese subjetivismo rampante que impera
ahora abiertamente por doquier, alineado a la estética del mal gusto que, bajo
la máscara revolucionaria de la crítica social, en realidad se regodea
abiertamente en la chabacanería, en el hibridismo, en la gratuidad, en la
arbitrariedad de la exclusión y en el gregarismo programático, concluyendo casi
siempre en los detritus de un gestualismo a todas luces paralítico o suicida urgido
por la necesidad de degradar, precisamente, todo lo que se llame cultura
(cultivo del espíritu) en una especie de furibunda y apremiante invocación a la perplejidad y una parasacrílega invitación al caos.
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