lunes, 1 de julio de 2013

El Omega Vanguardista I Por Alberto Espinosa

Vivimos, casi siempre sin darnos cuenta, en el omega del arte contemporáneo; punta de lanza de la prevista transvaloración de todos los valores con la que soñaba tan delirantemente Nietzsche. Si su estigma es el de la frivolidad, su expresión más cabal es ese estilo neo-manierista, esa moda internacional que todo lo unifica en una originalidad muy de receta, en que se inscribe completita la “tradición de la ruptura”, expresando sus contenidos en términos de demolición y ruina, de fatiga y decadencia, en un caminar en círculos viciosos sobre los destrozos del despilfarro, sobre ese inmenso pudridero que sanguaza al sol de un basurero sus jugos pestilentes, en la turbia marea de las maravillas obsoletas, aniquilando lentamente en su maciza marea todo aquello que antes llamamos humanismo. Cultura de la decadencia, es cierto, y de la ocultación, de la mentira, donde ambiguamente se revuelven valores y contravalores, honores y desprecios, en una mesa de ajedrez fatal donde todo que tablas, indeciso, estancado, inamovible, petrificado, sin vida. Cultura del signo que bajo el petulante nombre de “icono” ha desecado la vida ya no digamos de todo mito, sino incluso de todo símbolo y donde se da, bajo la forma de la imagen estridente o convulsiva, la ocultación de los grandes modelos, de las formas eternas, los cuales son arrojados a ninguna parte por razón más que nada de cálculo, quedando finalmente enmohecidos, deshabitados, arrumbados en la covacha del olvido. Porque lo que ese arte nos ofrece en cambio, además de la filosofía de la eficacia y el  éxito, no es otra cosa la dictadura del relativismo, de ese subjetivismo rampante que impera ahora abiertamente por doquier, alineado a la estética del mal gusto que, bajo la máscara revolucionaria de la crítica social, en realidad se regodea abiertamente en la chabacanería, en el hibridismo, en la gratuidad, en la arbitrariedad de la exclusión y en el gregarismo programático, concluyendo casi siempre en los detritus de un gestualismo a todas luces paralítico o suicida urgido por la necesidad de degradar, precisamente, todo lo que se llame cultura (cultivo del espíritu) en una especie de furibunda y apremiante  invocación a la perplejidad y una parasacrílega invitación al caos.




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