Cabe remachar sobre el clavo ardiente de la
atención la idea de que si ella, la atención, es algo, esto es escucha –un
tender hacia algo, una “intentio”, pues, propiamente dicho, que traza un puente para escuchar la voz
de la conciencia, de la verdad, del bien –no sin pasar por las pruebas de la
contención ante aquello que dispersa la atención, y de la contienda, de la
lucha por atenuar la fuerza de río crecido, de río revuelto, siempre presente y acechante, como si de una amenazante
potencia extranjera se tratara, de los contravalores. En este sentido
sobreviene la distracción cuando el espíritu, aún informal, no alcanza, por
falta de luces tal vez, o por exceso de imantación hacia las cosas mundanas y a
su no menos mundanal ruido, a escuchar esa voz, íntima, que es la voz
desinteresada del espíritu –como si se perdiera en el laberinto de la escucha: entre
las rarefacciones de las brumas perpetuas, en el girar la primera materia, de
la materia confusa surgida del caos (Hyle), como esas galaxias nuevas en
formación, que no alcanzan a condensar sus gases para formar las esferas del sol y sus planetas, no pudiendo por ello establecer
una luz central que haga distinguibles y jerarquice los valores.
Puede decirse, por lo contrario, que es en
la atención que la escucha es quien habla, estableciendo con ello un tender
hacia, una dirección, un sentido, por mirar hacia un horizonte iluminante –siendo,
sien embargo, desfigurada frecuentemente por las intenciones egoístas,
caprichosas, convenencieras, que resultan, más que nada, producto de una
debilidad, dirigida a control remoto por otras fuerzas gobernadas por potencias
que, al no brindarse a los otros, resultan estériles, no creativas,
paralizantes, pues esclavizan en el confinamiento de la persona en sí misma, la
cual se debate sin frutos en el ensimismamiento (solipsismo), volviéndola en casos
dramáticamente destructiva.
El logro más acabado de la atención se
encuentra en el poder seguirle el paso al viejo sendero, por decirlo así, dócilmente
y sin amotinamiento interior (templanza), al escuchar esa voz interior del bien
a la que llamamos lo mismo luz que belleza, pues se trata a la vez de la verdad
y de la voz de la conciencia. Y es en esa escucha, en esa conciencia donde
propiamente se establece el territorio de la libertad –pero de una libertad
ascendente, que nos obliga a marchar en una dirección de comprensión social y de
paz interior, que tiene pues que remontar la colina, sembrada de abrojos y de
cardos, poblada por la distracción, la informalidad, la distracción, el desprecio,
la descalificación y aún la calumnia, para ir más allá del muro de la mentira
en una palabra, y poder contemplar la irradiación de las formas y las esencias
fundamentales. Por lo contrario, la causa de los rebeldes sin causa estriba en
dar cauce a la libertad descendente, otro de cuyos verdaderos nombres es
sordera, otro más, es desamor y aún otro: el de ceguera. Porque sólo en la
verdadera escucha hay luz, hay palabra vidente, como sólo en los ojos de amor
se da la verdadera atracción de las formas y atención a la luz -que reversible
y simultáneamente es atención y es escucha.
Así, la atención auténtica es sobre todo
comunión, comunión del espíritu y de la conciencia, de la verdad, del bien, con
el otro, con los otros, con quien se escucha. La atención es por ello, en su
más alto grado, diálogo –dialogo con la conciencia humana y de lo humano y a la
vez libertad ascendente, camino hacia el bien, hacia la verdad, hacia la luz.
Diálogo, pues, que tiene resonancias más allá del individuo, para el testigo
del espíritu, y en la comunidad de los comunes (de los comunes en su búsqueda
atenta del bien, de la verdad, de la luz, de la conciencia).
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