Un
Cuadro de JAVIER ARIZABALO
El artista da razón de ser pintando. Sus obras son así
argumentos visuales... cuando los tiene. Pensemos en José Clemente Orozco
cuando habla, porque la pintura habla, de la justicia, en la Preparatoria de
San Ildefonso (para no ir tan lejos como el Palacio de Justicia, cuyos murales
están vedados, pues no se reproducen en las nuevas tecnologías, por otra
parte). La justicia es arrastrada por un político borracho al lodazal de la
juerga. La imagen dista de ser bella, es más bien una sátira, con lo cual nos
habla más bien de una verdad que de un concepto estético: es una denuncia de la
política nacional y una sangrienta crítica, un poco caricaturesca y un mucho
cáustica, de la realidad social mexicana, de su profundo desorden e iniquidad.
La pintura es así una crítica mordaz del poder judicial, habla de la corrupción
del poder y todo ello es a su vez explicativo de la realidad nacional, de un
país dolorido, enviciado, envilecido desde sus cúpulas. Es más un argumento de
la verdad que de la belleza, pero con ello apunta, por negativamente que sea, a
un ideal del bien, a una idea, a un valor por realizar.
Algo similar sucede con el conmovedor oleo de Javier
Arizabalo, cuyo hiperrealismo no lo vuelca a la unidimensionalidad del estilo,
a la planicie fotográfica, sino que expresa con gran sensibilidad el dolor del
ser humano desechado, por el rampante desconocimiento práctico de la persona
humana que campea en nuestro tiempo de postmodernidad. El oleo nos habla de una
sociedad indiferente, por razón de la dictadura del relativismo actual, donde
todo se homologa, que igual tira a la basura chamarras de cuero y pantalones de
pana que personas, las cuales van a dar al inmenso pudridero de las maravillas
obsoletas, y el hombre cosificado, lastimado íntimamente, en su dignidad de
persona, a rodar junto con ellas.
Llama la atención las manos enlazadas del modelo, un
inmigrante rumano, como encadenadas, como encandenándolo, por lo que se
enfatiza que se trata de un desempleado, de un parado. La mirada y en general
la expresión del rostro en su totalidad, dan idea de un sufrimiento que por más
que quiere ser reflexivo, por más que profundiza en la propia culpa, en la
propia falta, nada ve, nada resuelve, sumiéndose así en un doble desconsuelo.
Habría que resaltar en la figura total del cuerpo humano una especie de presión
que lo reduce, que lo enjuta, que lo oprime y estruja y lo angustia entero
hasta encorvarlo. Ya no se trata de un esclavo que espera los sangrantes púas
del feroz latigazo, sino del hombre humillado, excluido, desechado, reducido a
mendigar, a medrar, a humillarse, a pedir limosna tal vez. Es la imagen sólita
del hombre perdido en la jungla asfáltica de una gran metrópoli, abandonado a
su mezquina suerte, a la deriva entre un mar de hombres encerrados, confinados
en sí mismos, encerrados dentro de sus peculiares subjetividades, naufragado
cada uno y en conjunto en el río más contaminado del mundo: el de las miradas,
el río del tedio.
Es el mundo de la sociedad postmoderna, nuestro mundo, donde
el hombre no sólo ha descreído del hombre, del prójimo, sino hasta del destino
mismo de la humanidad, que ya no cree en la especie humana como tal y ni
propone ni visualiza una patria humana para el hombre. Sociedad dominada por lo
numérico abstracto, por la ambición del número , de la cifra, del dígito que
aumenta que engorda geométricamente al gran cero; por lo meramente cuantitativo
de la vida, pues y su relación con las superficies sensibles, con las
positivistas partículas de la impresión retiniana y sensible en general, que
sobre ese campo verde de verdura y desnudez estrafalaria se atreve llanamente a
desconocer a la persona humana, en un desconocimiento no sólo epistémico,
teórico, sino fundamentalmente estimativo y práctico -pero ajena, en cambio, al
número absoluto de la persona humana (o divina), que se realizaría en que cada
uno sea sí mismo, sin residuos de enajenación, desesperación o desesperanza, y
en el contar con uno, con uno u otro, con uno mismo o con el prójimo. Sociedad,
pues, donde falla el prójimo, la gente, en una crisis que se expresa en los
clamores, sordos, apagados, vencidos, de toda la realidad en torno.
La obra del artista Javier Arizábalo siente, pero al hacerlo
también nos hace sentir, ese desamparo del hombre contemporáneo, solitario,
arrojado a su suerte como decimos, constituyendo el retrato una verdadera
alegoría de la ceguera humana contemporánea en la sociedad postomodera. La
mirada desolada, hueca, del modelo, nos hace sentir así una culpa ácida, ligada
acaso al mismo pecado de haber nacido, a una culpa original; manifiesta
entonces nuestra fragilidad, nuestra pequeñez. Pero ¿en relación a qué, si Dios
ha sido jubilado de la conciencia moderna, si la conciencia moderna consiste
muy precisamente en vivir de espaldas a Dios, en… en…. en haberlo matado, en
haberle dado muerte con el puño ideicida del materialismo? En relación al hombre
mismo, medida ahora de todas las cosas, donde el hombre es presa del hombre,
donde el hombre en su mayor número ha sido vencido por la delirante predación
de la eficiencia competitiva.
El cuadro resuelve una imagen que mueve a indignación. No es
bello, qué duda cabe, sino expresivo, expresante de un hecho nudo que es más
verdadero que bello, que no es bello: de un hecho crudo de nuestra histórica
condición humana, de nuestra miseria humana modelado por el tiempo de la
postmodernidad. Expresa también la indignidad del modelo, no menos que su
estupefacción ante el hecho crudo, nudo, brutal de la vida
moderno-contemporánea… y ante el hombre, ante los otros, ante la sociedad
misma. Todo lo cual se resuelve en la amargura del hombre moderno, que no tiene
más el refugio de la trascendencia, la esperanza en algún dios salvador,
redentor, en un más allá, en otra vida, ni tampoco utopía, otro mundo en el
cual vivir -viniendo a ser con ello y en todo el hombre del existencialismo, el
del ser arrojado ahí, el dashein, el ser que ya no tiene esencia humana, sino
sólo historia, y que por tanto viene a ser una y la misma cosa que el ser… para
la muerte. Por un lado, el hombre que vive de hecho, desplegándose y a sus
anchas alegremente por el campo impoluto de la historia, sin apelar ya a la
justificación de ninguna naturaleza, humana o incluso trascendente, ya dentro
de la comunidad o de la historia, puramente de hecho, sin razón de ser, a quien
le estorba toda esencia y toda naturaleza le parece extraña, odiador de las esencias,
pues, y por tanto de la filosofía misma; por el otro lado, el hombre, pasto del
hombre, que vive de hecho, frustrado de sus anhelos y aspiraciones,
decepcionado de la vida y de su suerte ontológica, sin sentido y sin razón de
ser.
El cuadro así conmueve al espectador al contemplar la imagen
del hombre afligido, profundamente acongojado, caduco, confundido hasta la
médula, ciego, sin luz interior, y por su expresividad y pertinencia conmueve
también nuestra idea de la sociedad global en que vivimos, conmoviendo con ello
nuestras certezas sobre la sociedad de beneficio y el mismo ideal de los
derechos humanos y de la justicia social, promovidos día con día por los medios
masivos de comunicación en la sociedad postmoderna (que poco o nada hablan en
cambio de la deuda social, de la hipoteca social que han contraído los hombres
de las decisiones y de los privilegios, agravados en sus puestos por esa
responsabilidad).
Arte crítico, es cierto, que busca más la verdad que la
belleza, verdades incómodas, punzantes, hirientes, incluso mórbidas –resuelto,
sin embargo, en una especie de esteticismo apráctico, y que por ello resulta no
más que una expresión más de la decadencia del tiempo, del generalizado caos y
periclitar del mundo en torno. Pintura, pues, que perturba al espectador, que
nos aflige, que nos preocupa, pero que nada propone como ideal a la bondad –esa
forma cumplida, lograda, gloriosa, de la belleza.
Alegoría, pues, del hombre de nuestro tiempo; doblemente
ciego, que no ve por donde va o que sabe que es lo mira; donde tanto modelo
como espectador están arrojados fuera del centro auténtico de la persona, donde
por la vertiginosa circulación de las mercancías, los bienes materiales y sus
preciadas satisfacciones los hombres resultan incapacitados congénitamente,
culturalmente, para dejar asentar el polvo cósmico nebuloso de las expresiones
estéticas en una verdadera constelación de valores, donde no hay centro
axiológico, sistema solar de valores, y donde el artista es sólo un
intermediario más, sujeto a las especulaciones y tiranías del mercado, en esa
rueda sin fin y sin sentido de las exhorbitaciones colectivas del consumo –en
las variopintas e innúmeras formas de sus ídolos de barro, de riqueza, de
poder, de placer efímero.
El cuadro de Arizabalo no explica nada, en cambio muestra, es
una evidencia –de nuestro tiempo, del artista, de nosotros como contempladores.
Pero aún así nos habla: habla del desconocimiento de la persona humana, no sólo
en el sentido de no tener, ni querer tener nociones adecuadas de la persona,
sino de su abierto desconocimiento, estimativo y práctico; también del arte
como refugio, como un contraveneno que nos permite mirar e incluso admirar esa
realidad, pero ya en un sentido no solamente apráctico, sino incluso mórbido de
la expresión, que nos conmueve, es verdad, pero que a la vez sacraliza las
formas simbólicas socialmente aceptadas de agresión al prójimo, que van de la
soterrada burla, a la intimidación, pasando por el omnipresente chantaje.
Ante todo lo cual la estética de las vanguardias modernas y
sus estrambóticos refosiles conceptuales y realizativos circenses no sólo no
explica, sino que tiene que ser explicado, pues no ha hecho sino inventar, muy
a lo conceptualmente y a su subjetivísima manera, un endeble asidero: el de la
“belleza convulsiva”. Una belleza degradada, pues, más una mera frivolidad que
cualquier otra cosa, que aparejada, uncida al yugo de una verdad menor y sobre
ello morbosa, envilecida, y de una bondad cercana al de insolentes fariseos
que, escandalizados por el mosquito que cuelan, dejan pasar alegremente al
camello, conforman malamente el mundo existencial de ese ser ahí, al que tal
vez ya no se le pueda llamar hombre, dispensado de toda moral, de toda
filosofía y hasta de toda estética.
Porque no todo el arte tiene la intención ni de explicar ni
de poder ser explicado. Ya el joven Picasso decía que el arte no era sino una
cuestión de gusto, de mero gusto, como sucede con las almejas, que él no
entendía, pero que… sin duda le gustaban -el joven y eterno de Picasso,… el viejo Picasso.
JAVIER ARIZABALO, OLEO sobre lienzo, 65x81cm
MODELO, Nedelku-Marian
Me ha gustado tu texto al cuadro. Me permites compartirlo en mi web, indicando tu autoría.
ResponderEliminarGracias
Javier Arizabalo
Estimado Javier... que bueno que le gustó... gran pintura... quizá fui un poco crítico... pero su pincel es de una tremenda expresividad... y humanidad... Por supuesto, es un gusto para mi... No deje de indicarle su sitio, para poder visitarlo...!!!
EliminarEstimado Javier... que bueno que le gustó... gran pintura... fui un poco crítico... pero su pincel es de una tremenda expresividad... y humanidad... Por supuesto, es un gusto para mi... No deje de indicarle su sitio, para poder visitarlo...!!!
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