Si algo caracteriza a muestrea época es la idolatría del instante, esa ideología feroz tan sólita en juicios desmesurados, alimentados por una ambición mezquina, que pretende anestesiar a la memoria (histórica y poética) de nuestros ancestros y antepasados, deformando incluso lo que nos pasa, nuestro mismo paso por el mundo. Amnesia socialmente condicionada cuyo intento más notable es arrancar de cuajo toda raíz que nos ligue a la tierra y al origen, para sumergirnos en la opacidad unidimensional de novedosas convenciones rutinarias, para aplastarnos en la adaptación del hombre a las maquinaciones de todo aquello que desnaturaliza al hombre, para apelmazarnos en la masa cuya caída a plomo desciende hasta la solidarizarían con las formas más bajas de la creación, formas que lo exorbitan de su centro, y que aplauden con rabia todo extremismo que fragmente y disperse al alma humana en las mecánicas del olvido.
Nada tan característico de nuestro siglo o mundo que el intento impotente de mutilar con dogmatismos o barrer con orgulloso y voluntario desdén a la memoria. Sin embargo, puede alegarse aún, el ser humano está hecho de esa sustancia nutricia que es la memoria, puede alegarse que el hombre no ha muerto sepultado ni bajo el peso absoluto de las ruinas de los grandes sistemas tramados por la fe racionalistas, esas catedrales levantadas por el polvo, que no se ha disipado con el viento abrasivo y caprichoso de la subjetividad emocional que levanta al sol, como un ídolo de fuego, los tepalcates del instante, que el ser humano no se ha precipitado aún del todo al imitar con ociosas gesticulaciones y abyectas gemuflexiones los juiciosos desmesurados que alimenta la ambición mezquina, que se resiste a adorar al monolito ciego del olvido. Porque la atenta reflexión sobre las fuentes de la vida, la meditación y la celebración colectiva sobre aquellas figuras que han aclarado el sentido, que han vuelto transitable un futuro al mirar al doble horizonte de nuestro destino, nos recuerdan todavía desde su ausencia que siempre ha sido nuestro deber mas sagrado no falsificar los hechos ni ocultar el sentido, pues el deber de no mentir para no mentirse es también cumplir con la tarea de cultivar nuestra memoria, pues en ella se encuentra el íntimo jardín cordial que hace nuestra identidad y pertenencia, que hace la patria invisible donde, junto con el lento amor del tiempo, hemos de reunirnos finalmente todos juntos.
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