Si en algo consiste el pecado es en la
transgresión de un orden, en el romper con un límite, en violar una norma de
aplicabilidad universal -o en romper un limen, en violar algo sagrado. La
experiencia del pecado, por todos conocida, consiste así en la de ir más allá
de algo, siendo en este sentido una verdadera experiencia metafísica: es tocar,
es penetrar, o ser penetrado, por el otro lado del espejo. Por ello sus dos
figuras arquetípicas se encuentran en la lujuria y en el latrocinio. Ambas transgresiones
muy ligadas por cierto al sentido del tacto, que es fenomenológicamente
hablando el más rudimentario, el más primitivo de los sentidos. Nada expresa
así mejor en concepto de tentación por los espíritus o las fuerzas del mal que
esas dos anomalías del sentido del tacto, que es entre los demás sentidos el
que inmediatamente se expresa por medio de la proximidad, del contacto. El
amante de lo ajeno violenta directamente el orden de la propiedad al agenciarse
con un mínimo esfuerzo del trabajo objetivado de una persona, el cual se
expresa en alguna pertenencia, sacando de ello una ventaja del todo indebida
-máximo cuando su acto no está movido por la extrema necesidad, sino por la
ventaja o el abuso (ya sea de fuerza o de confianza). La lujuria, quien no lo
sabe, violenta la estructura el orden del afecto mutuo entre las personas, al
solicitar un tercero meter las narices donde no lo llaman, como repito, por un
desorden en el sentido del tacto, agravado por involucrar las fibras más
sutiles e íntimas de las afectos. no es infrecuente que ambas tentaciones vayan
de la mano, dando el tipo psicológico perverso del "tentón" -que
vendría a ser, dicho sea a la postre, un caso prístino del hombre tentado,
seducido por un más allá espiritual, aunque de orden enteramente malsano y
negativo.
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