viernes, 1 de noviembre de 2013

El A-Priori Moral del Hombre: o de la Buena y la Mala Voluntad Por Alberto Espinosa




 El hombre es, por el desequilibrio propio de su doble naturaleza, animal y raciona, un ser que necesita recuperar su verdadero ser, que necesita recuperarse para llegar a sí mismo, a lo mejor de sí que guarda su propia alma como un tesoro; pues estando hecho como está, de mala madera, tiende irracionalmente al vicio y al pecado, a dejarse fugar de su centro verdadero y arrastrar por el egoísmo,  la envidia, o las presiones y convenciones del mundo en torno –muy en particular a dejarse llevar por su alma inferior, cuya energía opaca y tensa suscita las escorias asociadas a la experiencia de la energía negativa y de la pérdida de conciencia, que en el fondo ambicionan la muerte, siendo reacia a la purificación propia del alma superior -cuya energía positiva exige la abolición de la voluntad de vivir egoísta (Shopenhauer) para llevarnos al plano de la conciencia espiritual, donde se da la mezcla de la limitación del individuo, que es su autenticidad, con la participación de los contenidos universales de la vedad.
   Así, el conocimiento se presenta entonces como la fuente liberadora de la ignorancia esclavizante, pues rompe los grilletes que oscurecen o disipan el entendimiento –ya sea por falsas creencias acerca de uno mismo, de nuestra naturaleza propia o de Dios (paganismo e idolatría).  En particular el conocimiento de la palabra santa: “Y así conocereís la verdad, y la verdad os hará libres”; “Porque todo aquel que hace pecado es siervo del pecado”(Juan, 8-32 a 35). Lo que equivale, pues a decir que el hombre debe buscar la libertad ascendente del espíritu, la relación sin trabas, tanto internas como externas, con su propia, con su verdadera  naturaleza humana, para alcanzar con ello la verdadera autonomía (frente a la culpa) y los verdaderos fines de su naturaleza, el desarrollo de sus aptitudes o predisposiciones de carácter, o los dones con que la naturaleza le regaló al venir al mundo (autorrealización) –para lo cual se requiere, evidentemente, un concurso de los factores sociales, es decir la armonización axiológica tanto de la esfera privada como pública.
   Así, para alcanzar tal armonía en el plano individual como social se requiere un criterio para discernir la bondad o la maldad de las satisfacciones humanas (puesto que hay insatisfacciones que resultan benéficas tanto como placer o satisfacciones que resultan perjudiciales, no siendo el puro criterio de lo satisfactorio confiable en lo absoluto). El único criterio disponible es entonces el de la misma naturaleza, divina o demoniaca, en el hombre; es decir, de su naturaleza volitiva, de su querer, ya sea el mero  deseo primario, ya el de la segunda naturaleza del querer motivado por la reflexión intelectual, más pleno y lleno de matices. O dicho de otra manera: el hombre es por naturaleza tanto susceptible como menesteroso de satisfacciones, ya sean éstas superficiales o profundas) –que es precisamente la naturaleza exclusiva, propia del hombre o la exclusiva suya más radical y fundamental de todas. Pero el criterio de lo que es bueno o malo no puede ser dado por la naturaleza divina o demoniaca de las satisfacciones mismas, sino que, por el contrario, sólo puede ser dado por la naturaleza misma de los sujetos, divinos o demoniacos, por lo que puede conceptuarse una satisfacción de buena (amar el bien y odiar el mal) o mala (odiar el bien y amar el mal) –que es donde plenamente se da la evidencia de las perfecciones y las imperfecciones morales.
   O dicho de otra forma: no hay otro criterio para juzgar o discernir las satisfacciones buenas o malas en el hombre que la naturaleza buena o mal del hombre mismo –sean las naturalezas divina o demoniaca infinitizaciones de la naturaleza humana, de lo vivido por el hombre como bueno o malo, o existen de hecho realmente. Estando así el imperativo moral respecto de la bondad o maldad ya en relaciones positivas con la ley natural (o con la ley natural de la sociedad humana generalizadora de máximas individuales, como el imperativo categórico kantiano), ya con la ley de la teología eudemonista, o en relaciones peculiares con la divinidad.
   La explicación de la moralidad se daría así por las relaciones ético-metafísicas con el ser (el amor infinito como deseo de presencia, y de presencia infinita) y con el no-ser (el odio, no menos infinito aunque de signo contrario, como deseo de inexistencia, y de ausencia radical de la persona, como voluntad ya de encubrimiento, de olvido o de aniquilación). La cacodemonología antiteológica postularía así un error, pero radical, entre las satisfacciones, prefiriendo a las más altas espirituales y sociales o altruistas las más bajas sensibles y egoístas, o las más bajas e impuras, la de los placeres propiamente perversos y de los odios demoniacos, las satisfacciones demoniacas de los malhechores o de los inicuos, que por más que puedan resultar si no altas si al menos profundísimas, resultan también impuras y en definitiva bajas. 



XXX.- Curso de Antropología Filosófica Sobre la Ignorancia y la Libertad Ascendente Por Alberto Espinosa



30.1.- El hombre puede definirse por la exclusiva de tener conciencia de sí mismo; quiero decir, por un lado, conciencia moral: de distinguir el bien del mal; también, por otro, de asignar valores morales a cualquier actividad, tanto al hacer como al no hacer, a las características humanas, y de concebir propósitos ideales, tales como el de la felicidad, del de la satisfacción propia, ajena y colectiva.
   El perfeccionamiento moral del hombre resulta así la clave de todo el proceso educativo, tanto en un sentido individual como socialmente. Doble proceso, pues, en el que el individuo ha de encontrar tanto la autonomía de conciencia como la realización de sí mismo, ya sea adelantando o postergando fines, para encontrar la armonía, la satisfacción personal; pero el individuo humano se desarrolla en medio de una sociedad, en donde no sólo existe la lucha, el conflicto, la competencia, en una palabra, el egoísmo y la envidia; sino que existe también la cooperación, la comunicación, la colaboración en el trabajo, en la persecución de los mismos fines o valores, que moralmente no pueden ser otros que los de la felicidad, los de la satisfacción armoniosa entre las partes. Doble armonización, pues, que es también el doble fin del proceso, del desarrollo educativo –pues tanto el individuo como la sociedad son entidades en crecimiento, cargadas de pasado y preñadas de futuro.
30.2.- Así como la bellota contiene en potencia al roble, la tradición lleva en si misma el germen de su propio desarrollo. Y es precisamente la tradición el punto de confluencia entre individuo y sociedad. La educación es su órgano propio de transmisión, en la familiarización, asimilación y recreación de las formas y contenidos de una cultura –siendo por ello vista la educación como el órgano mismo del perfeccionamiento cabal del ser humano, tanto individual como socialmente.
30.3.-  La educación así tiene como objeto liberarnos de la esclavitud de la ignorancia, específicamente por el conocimiento profundo de nuestra naturaleza moral –libertad ascendente entendida, pues, como una relación transparente, sin trabas u obstrucciones, tanto internas como externas, con la verdadera naturaleza humana; lo que equivale a decir el verse libre del mal, del pecado, de lo que oscurece el entendimiento o falsea o corrompe nuestra propia naturaleza.
    La ignorancia, en el sentido propio de la educación, se expresa básicamente como dispersión, distracción o desatención (falta de desarrollo de la atención, de la concentración), y en sus casos más graves y difíciles de atender como negligencia –raíz de la mente nublada, de estar  embotados al despertar; también de la mortal indiferencia y de la sordera.
   El principio de ignorancia, de la aversión, desvío o fuga respecto de lo que es de suyo interesante, valioso, constituye en un primer momento una ligereza, una frivolidad, que hace las veces del viento que levanta las hojas y las lleva de aquí para allá, moviendo a los individuos por sus más primarios impulsos, inclinaciones de carácter o deseos inmediatos; pero que al arraigarse en el individuo conduce a la tan sólitamente moderna “ceguera para los valores”, que no es en el fondo sino una pérdida o falta de reconocimiento de los valores… ajenos (positivismo), siendo el más lamentable de todos la ignorancia del valor de la persona. 
   Puede así hablarse de una razón desviada, de una heteronomía de la razón o pérdida de autonomía, razón a su vez de ser de la obstaculización y de la obstrucción social e individual para la realización de los valores. La razón desviada, ya sea producto de las convenciones de la moda, de lo que no sin ironía ha venido a llamarse la posición “políticamente correcta”, que no es otra cosa que un complejo de convenciones socialmente admitidas por conveniencia personal en la relación material con el mundo (producidas a su vez por las presiones y condiciones sociales y económicas de la existencia), ya sea  producto de las “locuras cultivadas”, como es el caso de la originalidad unánime de las vanguardias y en general de la “tradición de la ruptura” , que instan al ser humano a la adopción de posiciones cada vez más excéntricas, cada vez más densas y extremas y por tanto también más alejadas del sentido y desequilibrantes de la armonía interna; la razón desviada, decía, no es sino en su fondo último sino el producto de la ignorancia humana respecto de la verdad y del bien moral–en última instancia de lo divino (asebia), pues la religión tiene como su núcleo más íntimo el salvaguardar la esencia moral del hombre y sus valores anejos de: honestidad, fidelidad, tolerancia, dulzura, beneficencia, generosidad y abnegación. 
   La suspensión o el ocultamiento de la verdad moral tiene frecuentemente como motivo la ambición de los tiranuelos, de los educadores y de los sacerdotes sin escrúpulos, quienes sin hacer caso de la piedra que les aqueja en el zapato cargan a los demás con todo tipo de obligaciones, privándolos a la vez de independencia y autonomía de conciencia al arrojarlos a la predación competitiva y a la lucha salvaje por la obtención de privilegios en una más que cuestionable inducción y “adaptación al medio”, en lo absoluto de signo contrario a los valores de la fraternidad. Falsas autoridades, pues, por inicuas e injustificadas, que llevan a la obstaculización de la realización de los valores más caros, como son la justicia y la equidad.
   Razón invertida, pues, que a la vez que exalta con la palabra a la cultura la usufructúa, desviándola de sus propios cauces, y que por tanto más bien desdeña y empobrece, impidiendo que la cultura misma transite por sus propios caminos para alcanzar la realización de su naturaleza y de sus fines –siendo así la ignorancia el principal aliado de la opresión y el sufrimiento social. Porque la ignorancia vuelve a los hombres ciegos ante la injustica y promueve la sinrazón y el dogmatismo –cegándolos, pues, ante las ficciones vacías de las metafísicas inferiores que hacen tomar gato por liebre.
30.4.-  Como quiera que sea, lo cierto es que el hombre es por el desequilibrio propio de su doble naturaleza, animal y raciona, un ser que necesita recuperar su verdadero ser, que necesita recuperarse para llegar a sí mismo, a lo mejor de sí que guarda su propia alma como un tesoro; pues estando hecho como está, de mala madera, tiende irracionalmente al vicio y al pecado, a dejarse fugar de su centro verdadero y arrastrar por el egoísmo,  la envidia, o las presiones y convenciones del mundo en torno –muy en particular a dejarse llevar por su alma inferior, cuya energía opaca y tensa suscita las escorias asociadas a la experiencia de la energía negativa y de la pérdida de conciencia, que en el fondo ambicionan la muerte, siendo reacia a la purificación propia del alma superior -cuya energía positiva exige la abolición de la voluntad de vivir egoísta (Shopenhauer) para llevarnos al plano de la conciencia espiritual, donde se da la mezcla de la limitación del individuo, que es su autenticidad, con la participación de los contenidos universales de la vedad.
   Así, el conocimiento se presenta entonces como la fuente liberadora de la ignorancia esclavizante, pues rompe los grilletes que oscurecen o disipan el entendimiento –ya sea por falsas creencias acerca de uno mismo, de nuestra naturaleza propia o de Dios (paganismo e idolatría).  En particular el conocimiento de la palabra santa: “Y así conocereís la verdad, y la verdad os hará libres”; “Porque todo aquel que hace pecado es siervo del pecado”(Juan, 8-32 a 35). Lo que equivale, pues a decir que el hombre debe buscar la libertad ascendente del espíritu, la relación sin trabas, tanto internas como externas, con su propia, con su verdadera  naturaleza humana, para alcanzar con ello la verdadera autonomía (frente a la culpa) y los verdaderos fines de su naturaleza, el desarrollo de sus aptitudes o predisposiciones de carácter, o los dones con que la naturaleza le regaló al venir al mundo (autorrealización) –para lo cual se requiere, evidentemente, un concurso de los factores sociales, es decir la armonización axiológica tanto de la esfera privada como pública.
   Así, para alcanzar tal armonía en el plano individual como social se requiere un criterio para discernir la bondad o la maldad de las satisfacciones humanas (puesto que hay insatisfacciones que resultan benéficas tanto como placer o satisfacciones que resultan perjudiciales, no siendo el puro criterio de lo satisfactorio confiable en lo absoluto). El único criterio disponible es entonces el de la misma naturaleza, divina o demoniaca, en el hombre; es decir, de su naturaleza volitiva, de su querer, ya sea el mero  deseo primario, ya el de la segunda naturaleza del querer motivado por la reflexión intelectual, más pleno y lleno de matices. O dicho de otra manera: el hombre es por naturaleza tanto susceptible como menesteroso de satisfacciones, ya sean éstas superficiales o profundas) –que es precisamente la naturaleza exclusiva, propia del hombre o la exclusiva suya más radical y fundamental de todas. Pero el criterio de lo que es bueno o malo no puede ser dado por la naturaleza divina o demoniaca de las satisfacciones mismas, sino que, por el contrario, sólo puede ser dado por la naturaleza misma de los sujetos, divinos o demoniacos, por lo que puede conceptuarse una satisfacción de buena (amar el bien y odiar el mal) o mala (odiar el bien y amar el mal) –que es donde plenamente se da la evidencia de las perfecciones y las imperfecciones morales.
   O dicho de otra forma: no hay otro criterio para juzgar o discernir las satisfacciones buenas o malas en el hombre que la naturaleza buena o mal del hombre mismo –sean las naturalezas divina o demoniaca infinitizaciones de la naturaleza humana, de lo vivido por el hombre como bueno o malo, o existen de hecho realmente. Estando así el imperativo moral respecto de la bondad o maldad ya en relaciones positivas con la ley natural (o con la ley natural de la sociedad humana generalizadora de máximas individuales, como el imperativo categórico kantiano), ya con la ley de la teología eudemonista, o en relaciones peculiares con la divinidad.  
30.5.-    La explicación de la moralidad se daría así por las relaciones ético-metafísicas con el ser, propio y ajeno (el amor infinito como deseo de presencia, y de presencia infinita) y con el no-ser (el odio, no menos infinito, aunque de signo contrario, como deseo de inexistencia, y de ausencia radical de la persona, ajena o propia, como voluntad ya de encubrimiento, de olvido o de aniquilación). La cacodemonología antiteológica postularía así un error, pero radical, entre las satisfacciones, prefiriendo a las más altas espirituales y sociales o altruistas las más bajas sensibles y egoístas, o las más bajas e impuras, la de los placeres propiamente perversos y de los odios demoniacos, las satisfacciones demoniacas de los malhechores o de los inicuos, que por más que puedan resultar si no altas si al menos profundísimas, resultan también impuras y en definitiva bajas.  
   Hay que agregar que en el hombre conviven, como dos hermanos enemigos y en pugna, tanto un deseo de salvación, de salvación, de integración el ser absoluto, como un deseo de extravío, de perdición, como un deseo de nihilidad, el cual frecuentemente toma las formas de la fuga del centro radial axiológico de la persona, de su propia alma, en una tendencia hacia la despersonalización, de extremosidad y excentricidad, radicalmente tóxica –así, cuando el hombre ya no puede o ya no quiere creer, se refugia en el alcohol, en las drogas, en el peyote, en el resentimiento de la lucha sin clase o en la histeria colectiva.   
   Una muestras de ética contradictoria, y en este sentido luciferina, demoniaca, la encontramos en las aspiraciones sociales de nuestro tiempo, que prometen la liberación del ser humano por medio de una libertad o descendente o irresponsable –odiando con ello, pues, la libertad, que sólo la saben usar para degradarla o corromperla. Porque al presentarse muy socialmente como igualitarias e imparciales en el respeto a toda opinión, a la vez no toman en cuenta el valor moral de las personalidades individuales, mostrando con ello más bien una complicidad con la ceguera moral que falsifica el socialismo –pues es precisamente el respeto y la estimación de las personalidades individuales, de las personalidades ajenas, la condición previa para la armonía social entre ellas.
   La introducción del principio de ignorancia, que va del desconocimiento al franco desprecio de las personalidades ajenas por parte del grupo cómplice o de alianzas convencionales, así como el desconocimiento de la persona en general, no deja de expresar una ignorancia, perfectamente in-científica, respecto de los factores que posibilitan la felicidad humana, que es su fin propio, es decir, llanamente, una ignorancia respecto de la humanidad misma –no pudiendo resultar por tanto tales éticas armónicas, específicamente altruistas, sino esencialmente egoístas (tal y como sucede en las metafísicas materialistas del positivismo), desequilibrantes de la armonía del sujeto por tanto, que requiere de la armonización no sólo de sus placeres o satisfacciones egoístas(estudiar, leer, escuchar música, paladear manjares), sino también de sus satisfacciones altruistas o con el prójimo, pues el hombre, como los socialistas convencionales no han dejado de repetir insaciablmente embadurnándose el rostro con tal retórica, es esencialmente un ser social, menesteroso por tanto del desarrollo y realización de sentimientos no sólo del mero eros erótico o burdamente biológico, sino también y más esencialmente aún de sentimientos espirituales, como es el de la fraternidad (agape), el de la solidaridad en la alegría y en el dolor del prójimo o el de la piedad cristiana (caritas).
   Todas las éticas, que son de hecho eudemonistas y hasta hedonistas, reconocen como el fin del hombre la felicidad. La felicidad y el placer deben ser entendidos en toda la extensión y comprensión posibles, es decir como satisfacciones, que van desde la sensible más grosera hasta la espiritual más refinada y profunda. Tal hecho exige calificar y graduar las satisfacciones y a reconocer que las de valor sumo son las satisfacciones espirituales de las personalidades individuales perfectas o armonizadas consigo y entre sí (de ahí la importancia de las místicas ascendentes y de las comuniones de fe), donde la calificación se subordina a la graduación, pues las satisfacciones cualitativamente mayores resultan las mayores de todas –sin dejar de reconocer por ello de las contrariedades de cada individuo y entre los individuos, pero justo con el intento de superarlas, pues  la perfección y armonía, ya no digamos de las personalidades entre sí, sino ya de cada una consigo misma, no puede sino ser obra ideal de esfuerzo paciente, histórico, de progreso moral.



sábado, 26 de octubre de 2013

De Desdicha y la Desgracia Por Alberto Espinosa



   Hay que empezar por distinguir la desgracia de la desdicha. La desdicha es sólo la tristeza expresada por el sujeto en expresiones mímicas de desaliento, de decaimiento, de depresión, que tienden hacia abajo. Como el gesto de pena, de tristeza, que se marca en el rostro singularmente en las comisuras de los labios con líneas descendentes o que tiran en dirección descendente; o en la mirada vagarosa que ve hacia abajo; o que también se expresa en la posición encorvada de la figura total del cuerpo humano, que da la impresión de una cierta contracción, o que se manifiesta así en posturas refractarias, cerradas, que tienden hacia dentro, como la expresión interna del recogimiento interno o del mero ensimismamiento. Expresiones todas de pena, de tristeza, de dolor; es decir, expresivas de experimentar el sujeto algún tipo de contrariedad (ya sea por lo propio o por lo ajeno), que lo turba, que lo perturba, que expresa también una desarmonía interna (ya sea consigo mismo, ya con los otros). Expresiones inequívocas, pues, de sufrir el sujeto un mal, de experimentar éste alguna notoria insatisfacción.
   La desdicha es así la expresión contraria a la dicha, a la alegría, a la satisfacción, a la felicidad -cuyas expresiones mímicas se caracterizan por sus movimientos de apertura, de dilatación de la animación y por su elevación, estando marcadas por  líneas que tiran hacia arriba, ascendentes, como son la sonrisa, la mirada hacia lo alto, los brazos abiertos y la figura erguida; también por un sentimiento positivo y espumoso de expansión del voluntad, del querer, que puede llegar incluso al entusiasmo y al contagio afectivo, en una especie de optimismo generalizado, de sentimiento de expansión y elevación colectivo o de alegría compartida, intersubjetiva. Expresiones, pues, de satisfacción, que serían las expresiones propias del fin (telos) del hombre; expresiones púes de armonización de la naturaleza humana consigo misma y con los otros (pues es el hombre también y esencialmente un ser social). Expresiones que serían por tanto también el fin (telos) de la educación y de la ética misma, es decir, la corona misma de la moralidad –tomando en cuenta, sin embargo, la gradación o calificación de las satisfacciones humanas, que irían de los placeres sensibles más groseros o burdos (relativamente menos valiosos) a las satisfacciones espirituales más refinadas y altas, no sólo egoístas, sino esencialmente también altruistas (relativamente más valiosos, que sólo dan en los niveles afectivos más altos de la educación, que serían también los de la plena realización de la moralidad, los cuales conciernen, pues, al desarrollo pleno de los sentimientos sociales, más delicados y difíciles de adquirir, que van de la simple ayuda mutua y la solidaridad, al respeto mutuo entre las personas y a su reconocimiento –llegando incluso a la celebración y participación colectiva de sus valores).
   La simple desdicha, con no ser la desgracia, tienta sin embargo al hombre que se deja arrastrar por ella, de confinarlo así en la prisión de la insatisfacción, de desbarrancarlo y sumirlo o en la depresión o en el potro de tortura de la postración, esclavizándolo de tal modo al encadenarlo o a la amargura o a la frustración, llevándolo finalmente al pozo pesimista de la lamentación, del resentimiento o la desgracia donde o no hay felicidad, satisfacción posible, o donde todas las acciones resultan insatisfactorias y todos los deseos insatisfactibles.
   Porque no salir de la depresión, de la tristeza, del sufrimiento, por más que se asuma ante ello una actitud solitaria, heroica y viril, para alejarse del lacrimoso lamento y de la pataleta, no dejará nunca de ser una tóxica lamentación por uno mismo que incorpora el sentimiento de víctima al propio ser, el cual no podría menos que exclamar: “pobre de mí” –sumiendo así en una soledad que, lejos de ser el recogimiento de lo dispersado, aparece como una enfermedad del yo: como esterilidad y, por tanto, como frustración.
      La salida del conflicto interno, y de la petrificación a la que conlleva, estriba en reconocer que somos pecadores –pero también que el pecado es una realidad doble; porque por una parte está premiado, pero por la otra nos hace esclavos, lo que quiere decir también que es castigo, en mucho consistente en perder la gracia, que es la caída (porque a fin de cuentas el pecado es siempre profanar una cosa sagrada). La opción religiosa, la necesidad de Dios, radica fundamentalmente de que necesitamos de la liberación interior por medio del perdón del Señor –lo que además de limpiarnos interiormente de la herrumbre del pecado, nos da una fuerza, como por añadidura, es decir, gratuitamente: una gracia. Pero tal perdón de Dios no se obtiene si no pasamos por el reconocimiento del mal que hemos hecho, a otros o a nosotros mismos –o, para decirlo en términos religiosos, si no reconocemos la transgresión de la ley, de la norma, de la palabra santa, es decir, si no reconocemos la profanación de algo sagrado como una ofensa a la santidad misma de Dios (si no reconocemos a la vez que pecamos delante de Dios y que el pecado no es igual que el delito; pues posible pecar sin delinquir –pero entonces el demonio se frota las manos).
   Por lo contrario, el desgraciado sería en principio así el hombre que no da nada de gratis –incluso de sí mismo, que se mantiene torvo, a distancia, refractario o que no se brinda-, no dejando por ello de ser, esencialmente, por tanto, también el ingrato. Hay así en el hombre desagradecido, en el ingrato, en el hombre mal agradecido, un gesto de desagrado, de resentimiento, de negación de la vida –que lo lleva a ser desagradable a él mismo ante los otros, cosa que frecuentemente lo lleva a disimular su ser desagradable y a ocultar su desagrado o frustración ante la vida, mediante una máscara, cuyo gesto, como sobrepuesto, es el de la queja constante o el de la indignación por otra cosa, desplazada a algún otro motivo que, por decirlo así, a la vez detona y enmascara su resentimiento.
   La desgracia es lo contrario de la gracia; porque se es desgraciado, porque cada uno se labra su propia desgracia, decimos, y es verdad, volviéndose parte de nuestro ser; pero en cambio entramos en la gracia, se está en la gracia, se entra en ella como se entra en un lugar sagrado, en un templo –que es a la vez haber dejado entrar a nuestra vida el espíritu mismo de la vida, el espíritu de acción de gracias, de agradecimiento -motivo también de congratulación colectiva, porque ese lugar al que se entra es también un el lugar al que pertenecemos y que nos da identidad, que nos vuelve parte de una familia de la cual formamos parte, que es también una dignidad, de una distinción y de una reconciliación,  ya que así volvemos a ser parte de los suyos. Lugar al que se entra, pues, por medio de la humildad (el arrepentimiento) y del amor, del agradecimiento por los bienes recibidos, de la acción de gracias.
  En cambio, desgraciado es el hombre inicuo, el desigual, el disparejo, el injusto, el desvergonzado, pero también el apóstata, el impío y el desagradecido (formas todas ellas del hombre rebelde). Esencialmente se trata, en efecto, del desagradecido, del hombre que ha perdido la gracia, en el doble sentido de ser agradable y agradecido (notas constitutivas del encanto o de lo encantador), y que se ha vuelto por tanto ingrato e incluso proclive a desgraciar por hallar su gusto en desgraciar las cosas, su satisfacción, ya enteramente subjetiva, particular y perversa, en causar desgracia, que es lo que propiamente se entiende por un desgraciado.
   El análisis los motivos de la ingratitud debe comenzar con el hecho de que el hombre desgraciado ha perdido, por decirlo así, la gracia. Porque la gracia es algo en verdad gratuito en sus constitución misma -algo que mana y llega de arriba y que nos alza, por ser un don concedido por Dios.  Así, el hombre arrojado de la gracia de Dios aparece como un ser caído, hasta el grado de tener las narices bien pegadas al suelo (evolucionismo, materialismo), reusándose a mirar hacia lo alto, incapaz de reconocer sus pecados, sordo a los imperativos de la moralidad, incapaz de reflexionar sobre sus propias faltas, de confesarlas y por tanto incapaz ya no digamos de enmendarlas sino incluso de arrepentirse en el sentido de expiar sus culpas o del pedir perdón.
   El ingrato, así, aparece también como un ser degradado, en razón de no tener propiamente intimidad, o que aun teniéndola resulta sordo al mundo interior de su conciencia moral –incurriendo por tanto en la negligencia, donde se da una pérdida constante y progresiva de energía positiva. Perdida que puede llegar al grado de retrogradarlo en criatura de “ser dado”, pues el hombre sin la energía positiva de la conciencia y la animación de su mundo interior en poco se diferencia de los animales.



XXIX.- Curso de Antropología Filosófica De la Desgracia: la Vergüenza y la Gracia Por Alberto Espinosa

XXIX.- Curso de Antropología Filosófica

De la Desgracia: la Vergüenza y la Gracia

 “La culpa que no se sabe culpa fue nuestra culpa mayor.”
Octavio Paz
29.1.- Hay que empezar por distinguir la desgracia de la desdicha. La desdicha es sólo la tristeza expresada por el sujeto en expresiones mímicas de desaliento, de decaimiento, de depresión, que tienden hacia abajo. Como el gesto de pena, de tristeza, que se marca en el rostro singularmente en las comisuras de los labios con líneas descendentes o que tiran en dirección descendente; o en la mirada vagarosa que ve hacia abajo; o que también se expresa en la posición encorvada de la figura total del cuerpo humano, que da la impresión de una cierta contracción, o que se manifiesta así en posturas refractarias, cerradas, que tienden hacia dentro, como la expresión interna del recogimiento interno o del mero ensimismamiento. Expresiones todas de pena, de tristeza, de dolor; es decir, expresivas de experimentar el sujeto algún tipo de contrariedad (ya sea por lo propio o por lo ajeno), que lo turba, que lo perturba, que expresa también una desarmonía interna (ya sea consigo mismo, ya con los otros). Expresiones inequívocas, pues, de sufrir el sujeto un mal, de experimentar éste alguna notoria insatisfacción.
   La desdicha es así la expresión contraria a la dicha, a la alegría, a la satisfacción, a la felicidad -cuyas expresiones mímicas se caracterizan por sus movimientos de apertura, de dilatación de la animación y por su elevación, estando marcadas por  líneas que tiran hacia arriba, ascendentes, como son la sonrisa, la mirada hacia lo alto, los brazos abiertos y la figura erguida; también por un sentimiento positivo y espumoso de expansión del voluntad, del querer, que puede llegar incluso al entusiasmo y al contagio afectivo, en una especie de optimismo generalizado, de sentimiento de expansión y elevación colectivo o de alegría compartida, intersubjetiva. Expresiones, pues, de satisfacción, que serían las expresiones propias del fin (telos) del hombre; expresiones púes de armonización de la naturaleza humana consigo misma y con los otros (pues es el hombre también y esencialmente un ser social). Expresiones que serían por tanto también el fin (telos) de la educación y de la ética misma, es decir, la corona misma de la moralidad –tomando en cuenta, sin embargo, la gradación o calificación de las satisfacciones humanas, que irían de los placeres sensibles más groseros o burdos (relativamente menos valiosos) a las satisfacciones espirituales más refinadas y altas, no sólo egoístas, sino esencialmente también altruistas (relativamente más valiosos, que sólo dan en los niveles afectivos más altos de la educación, que serían también los de la plena realización de la moralidad, los cuales conciernen, pues, al desarrollo pleno de los sentimientos sociales, más delicados y difíciles de adquirir, que van de la simple ayuda mutua y la solidaridad, al respeto mutuo entre las personas y a su reconocimiento –llegando incluso a la celebración y participación colectiva de sus valores).
29.2.- La simple desdicha, con no ser la desgracia, tienta sin embargo al hombre que se deja arrastrar por ella, de confinarlo así en la prisión de la insatisfacción, de desbarrancarlo y sumirlo o en la depresión o en el potro de tortura de la postración, esclavizándolo de tal modo al encadenarlo o a la amargura o a la frustración, llevándolo finalmente al pozo pesimista de la lamentación, del resentimiento o la desgracia donde o no hay felicidad, satisfacción posible, o donde todas las acciones resultan insatisfactorias y todos los deseos insatisfactibles.
   Porque no salir de la depresión, de la tristeza, del sufrimiento, por más que se asuma ante ello una actitud solitaria, heroica y viril, para alejarse del lacrimoso lamento y de la pataleta, no dejará nunca de ser una tóxica lamentación por uno mismo que incorpora el sentimiento de víctima al propio ser, el cual no podría menos que exclamar: “pobre de mí” –sumiendo así en una soledad que, lejos de ser el recogimiento de lo dispersado, aparece como una enfermedad del yo: como esterilidad y, por tanto, como frustración.
     Por lo contrario: la salida del conflicto interno, y de la petrificación a la que conlleva, estriba en reconocer que somos pecadores –pero también que el pecado es una realidad doble; porque por una parte está premiado, pero por la otra nos hace esclavos, lo que quiere decir también que es castigo, en mucho consistente en perder la gracia, que es la caída (porque a fin de cuentas el pecado es siempre profanar una cosa sagrada). La opción religiosa, la necesidad de Dios, radica fundamentalmente de que necesitamos de la liberación interior por medio del perdón del Señor –lo que además de limpiarnos interiormente de la herrumbre del pecado, nos da una fuerza, como por añadidura, es decir, gratuitamente: una gracia. Pero tal perdón de Dios no se obtiene si no pasamos por el reconocimiento del mal que hemos hecho, a otros o a nosotros mismos –o, para decirlo en términos religiosos, si no reconocemos la transgresión de la ley, de la norma, de la palabra santa, es decir, si no reconocemos la profanación de algo sagrado como una ofensa a la santidad misma de Dios (si no reconocemos a la vez que pecamos delante de Dios y que el pecado no es igual que el delito; pues posible pecar sin delinquir –pero entonces el demonio se frota las manos).
29.3.- Arrepentirse ante Dios, en efecto, es el camino para la recuperación de la gracia. Pero tal arrepentimiento tiene como instancia el confesar ante los hermanos, ante la comunidad, el pecado, con toda la sencillez de la verdad, para alcanzar otra vez la transparencia propia de la gracia. Instancia doblemente necesaria,  que evita la evasión (puesto que se puede tener un Dios abstracto, ante el cual en realidad no nos confesaríamos) y nos afianza dentro de una comunidad de fe trascendente. No esconder, pues, la realidad de nuestras miserias, nuestra tendencia al pecado que es parte de la naturaleza humana (del animal y el demonio que nos pueblan), que a la vez que confiesa la propia debilidad ante los hermanos, pide perdón ante Dios por nuestra falta –salvándonos con ello de los lenguajes cerrados, que  llevan a de los dobleces, pliegues y repliegues que complican y ponen en conflicto el interior de la naturaleza humana o que lo extravían en el mundo de los deseos y de las apariencias; pero también de las comunidades cerradas, refractarias y amuralladas, que desorientan la voluntad del individuo o que lo inducen a las satisfacciones contradictorias, en el fondo males e incluso satánicas.  
   La vergüenza puede verse así como una gracia, puesto que nos libera de la herrumbre y de la esclavitud del pecado. Inútil ocultar que se trata también de un paso por la muerte, por una momentánea insatisfacción –pues el sentimiento d vergüenza equivale a un pasmo donde el mundo de la vida pareciera quedar de pronto suspendido en la mortificación, en la aflicción, en el dolor del arrepentimiento, de ver que tan bajo fue que caímos.    
   Pero a la vez no es posible quedarse en la mortificación, en la aflicción de la contrición sobrevenida como correlato ante el sentimiento de vergüenza –pues no quedarse en medio de la culpa como si no existiera, ni expiarla indefinidamente por medio del dolor sirve para nada que no sea sufrir como un animal y volver ahincar las narices sobre suelo. Por lo contrario, hay que  dar entonces el salto, hacia la regradación, hacia la reconciliación con nosotros mismos, con nuestros hermanos y con Dios, volviendo a estar agradecidos con la vida.
   Porque la desgracia es lo contrario de la gracia; porque se es desgraciado, porque cada uno se labra su propia desgracia, decimos, y es verdad, volviéndola parte de nuestro ser; pero en cambio entramos en la gracia, se está en la gracia, se entra en ella como se entra en un lugar sagrado, en un templo –que es a la vez haber dejado entrar a nuestra vida el espíritu mismo de la vida, el espíritu de acción de gracias, de agradecimiento -motivo también de congratulación colectiva, porque ese lugar al que se entra es también un el lugar al que pertenecemos y que nos da identidad, que nos vuelve parte de una familia de la cual formamos parte, que es también una dignidad, de una distinción y de una reconciliación,  ya que así volvemos a ser parte de los suyos. Lugar al que se entra, pues, por medio de la humildad (el arrepentimiento) y del amor, del agradecimiento por los bienes recibidos, de la acción de gracias.
29.4.- En cambio, desgraciado es el hombre inicuo, el desigual, el disparejo, el injusto, el desvergonzado, pero también el apóstata, el impío y el desagradecido (formas todas ellas del hombre rebelde). Esencialmente se trata, en efecto, del desagradecido, del hombre que ha perdido la gracia, en el doble sentido de ser agradable y agradecido (notas constitutivas del encanto o de lo encantador), y que se ha vuelto por tanto ingrato e incluso proclive a desgraciar por hallar su gusto en desgraciar las cosas, su satisfacción, ya enteramente subjetiva, particular y perversa, en causar desgracia, que es lo que propiamente se entiende por un desgraciado.   
   La gracia tiene así, por principio el sello de lo gratuito (o de lo que no tiene precio, ni medida económica, por ser incuantificable, por ser cualidad pura), siendo por tanto lo que se hace por gusto, de buen grado o talante, por mera buena voluntad –con el afán de ser agradable o de agradar, de ser generoso con los otros y de gratificarlos, ya sea en la solidaridad, de brindarles ánimo, ya afirmándolos o reafirmándolos, e incluso en prodigar sobre ellos el dadivoso sentimiento del entusiasmo. Conversamente, la gracia tiene también el sentido inverso, de ser agradecido con los otros, de reconocer sus buenas acciones para con uno –supremamente con el Hacedor, al reconocer ante Él sus bendiciones, sus bienes derramados sobre nosotros. Así, el hombre agradecido mueve a la congratulación, al reconocimiento de su persona en el sentido de felicitarlo: de compartir con él la satisfacción dada por su promoción de la gracia, por su desarrollo de un sentimiento social unificador: por su solidaridad, por su ayuda o, en último término, por su servicio, por ser en su grata actitud socialmente un hombre de provecho, congraciando con ello a un grupo o a toda una comunidad.
   Por lo contrario, el desgraciado sería en principio así el hombre que no da nada de gratis –incluso de sí mismo, que se mantiene torvo, a distancia, refractario o que no se brinda-, no dejando por ello de ser, esencialmente, por tanto, también el ingrato. Hay así en el hombre desagradecido, en el ingrato, en el hombre mal agradecido, un gesto de desagrado, de resentimiento, de negación de la vida –que lo lleva a ser desagradable a él mismo ante los otros, cosa que frecuentemente lo lleva a disimular su ser desagradable y a ocultar su desagrado o frustración ante la vida, mediante una máscara, cuyo gesto, como sobrepuesto, es el de la queja constante o el de la indignación por otra cosa, desplazada a algún otro motivo que, por decirlo así, a la vez detona y enmascara su resentimiento.
29.5.- El análisis los motivos de la ingratitud debe comenzar con el hecho de que el hombre desgraciado ha perdido, por decirlo así, la gracia. Porque la gracia es algo en verdad gratuito en sus constitución misma -algo que mana y llega de arriba y que nos alza, por ser un don concedido por Dios.  Así, el hombre arrojado de la gracia de Dios aparece como un ser caído, hasta el grado de tener las narices bien pegadas al suelo (evolucionismo, materialismo), reusándose a mirar hacia lo alto, incapaz de reconocer sus pecados, sordo a los imperativos de la moralidad, incapaz de reflexionar sobre sus propias faltas, de confesarlas y por tanto incapaz ya no digamos de enmendarlas sino incluso de arrepentirse en el sentido de expiar sus culpas o del pedir perdón. El ingrato, así, aparece también como un ser degradado, en razón de no tener propiamente intimidad, o que aun teniéndola resulta sordo al mundo interior de su conciencia moral –incurriendo por tanto en la negligencia, donde se da una pérdida constante y progresiva de energía positiva y de conciencia. Perdida que puede llegar al grado de retrogradarlo en criatura de “ser dado”, pues el hombre sin la energía positiva de la conciencia y la animación de su mundo interior en poco se diferencia de los animales.





jueves, 24 de octubre de 2013

Los Dos Sentidos de la Modernidad Por Alberto Espinosa

   Lo post-moderno mejor se debería llamar lo re-moderno... porque no es sino una insistencia exacerbada en los rasgos más cuestionables de la modernidad. Su rasgo distintivo es el temible fenómeno de la aceleración de la historia, puesto que si algo define lo moderno es la invención de máquinas, artefactos y procedimientos (técnicos-administrativos, etc.), los cuales permiten una mayor eficiencia y aceleración de las acciones humanas, siendo por ello el moderno mundo el de los aparatos que nos rodena por todas partes... con un sentido de hacer más cosas en el menor tiempo posible -médula a su vez del inmanentismo contemporáneo, del hombre para el que al no haber ni Dios ni trascendencia posible en el otro mundo, ni espectativa alguna de poblar la dichosa Isla de Bienaventurados, se precipita así a realizar sus caprichos y deseos en este mundo, apresuradamente, angustiosamente, sin tiempo que perder de por medio, puesto que ve que le queda poco tiempo de vida..., pues, como repito, para ese tipo humano, materialista, ciencista, o llanamente existencialista, no hay otro mundo. 
   Así, lo más característico del inmanentismo contemporáneo es su angustia estructural, básica, constitutiva, debida a la falta de tiempo, a sentir el hombre que el tiempo no le alcanzará para hacer todas las cosas a que le impulsan sus pasiones, sus tendencias, sus instintos... su irracionalidad. Ligada a esa angustia está también la aceleración en la producción, propia del mundo fabril, que impulsa a hacer las cosas en serie, multiplicadas mágicamente por la técnica, por la automatización mecánica de las labores, y por el engranaje de la fuerza del aparato productivo, que pueblan, que inundan el mundo de maravillas obsoletas aptas para el consumo y el desecho; lo que a su vez conlleva el abierto desdén de las cosas hechas a mano, a conciencia, despacio, con el alma, es decir, bien hechas, artesanalmente, y que por lo tanto no están hechas sólo o únicamente ofrecidas para el consumo, sino para ser miradas, porque tienen ellas misma una mirada, y para amarlas. 
   Es por ello otro rasgo de lo moderno, de lo reteque-recontra-super-archi-moderno, la llamada tradición de la ruptura... es decir, la ruptura con la memoria colectiva, con la tradición de fe trascendente, en lo esencial, pero también con la artesanía, el arte y la literatura que buscan la identidad del ser humano, su pertenencia quiero decir, en los niveles espirituales de la conciencia, o en el alma superior, en la participación con el Nous del espíritu... que nos purifica y nos lava de las culpas, de la hybris fáustica, de las herrumbres del pecado y de las pasiones... y así nos redime y nos reconcilia con un mundo espiritual, que a su vez resulta a la postre el más bello, justo, verdadero y el más humano de todos. Mundo cuyas recreaciones pueden llamarse también modernas en su primitivo sentido, por estar vivas, por su relativa novedad, pero que habla de principios, mitos, misterios y tradiciones perennes... pues, después de todo, en materia de espíritu, no hay nada nuevo bajo el sol.



martes, 22 de octubre de 2013

Libertad o Mutismo Por Alberto Espinosa



La verdadera libertad se caracteriza no sólo por el claro sentimiento de expansión, de esponjamiento, incluso de entusiasmo, que la acompaña; también por su apertura, que es todo el tiempo comunicación -de la que dimana, no sólo la humilde dignidad de la condición humana, también la solidaridad activa con todos los niveles del ser. La libertad contractual del hombre contemporáneo, por el contrario, la libertad de conciencia, de los derechos individuales, el libre tránsito que permite hacer o decir lo que nos venga en gana, ha dado lugar, por el contrario, a transitar un camino que aún ajeno a los obstáculos y fincado en el concepto del confort, de la comodidad, ni expande el espíritu, ni resulta esencialmente comunicativa, sino una serie de estratagemas, convencionalmente asumidas, para rehuir el contacto efectivo con el otro, entreteniéndose en los dobleces de los planos, en los pliegues y repliegues, de la compleja psicología humana. Libertad irresponsable, pues, que tras bambalinas deja asomar las narices solo de vez en vez, para perderse luego tras el telón de fondo, que apenas asoma una máscara o una terca mueca repetida para cerrar su escena en la palestra al dejar caer inmediatamente sobre sus pies el ondulante cortinaje ajado y púrpura, cerrando así cuanto antes el breve circo de su acto para encerrarse de nuevo en la cómoda cripta del pertinaz mutismo cotidiano.


jueves, 17 de octubre de 2013

La Religión Laica: el Culto a la Desgracia Por Alberto Espinosa


  “La culpa que no se sabe culpa fue nuestra culpa mayor.”
Octavio Paz


   La maldita desgracia de nuestro tiempo, de un tiempo trágico, estriba, en el fondo del fondo de la crisis contemporánea, en que los viejos valores no han logrado renovarse, volviéndose imposible recrearlos por los órganos correspondientes de la cultura; mientras que los llamados a tomarles el relevo real en el tiempo carecen de la una gravedad espiritual efectiva y de toda trascendencia –surgiendo por todas partes una serie de creaciones y de productos de la cultura mutilados, o que alteran o adulteran las notas constitutivas de los sectores de la cultura, alterando de tal manera su misma esencia (la filosofía existencial; el verso libre; la libertad irresponsable; la religión laica del socialismo, etc., etc., etc.), revelando con ello una pérdida decidida de conciencia y de energía positiva (principio entropía), volviendo nuestro tiempo exageradamente confuso e incluso extremadamente degenerado.
   Degeneración de la utopía también (entropía de la utopía), que ya sin horizontes efectivos se refugia en la razón dogmatica, intentando avalar con ella el totalitarismo del estado internacional donde, so pretexto de una moral más atrevida, se reúnen el libertino con el vividor, el anarquista y la burócrata, trabando alegremente relaciones literalmente delictuosas, y todo ello bajo la consigna contestataria según la cual: “El rebelde no puede mentir” –ocultando con ello no sólo los hechos, sino el mismo sentido de la realidad, porque el rebelde, a fin de cuentas, también es el esclavo (agasajado, aplaudido y todo, pero esclavo). Justicia fingida, evidentemente, que en su simulacro plagado de incoherencias y en su iniquidad pagada de sí misma hace de la supuesta solución el peor de todos los problemas.
   Consecuencia: caer de la gracia de Dios, perder su visto bueno, por el terrible peso de los yerros del hombre. Ser mal visto por los ojos de Dios y, por tanto, estar maldito por Dios, alejados de Dios, caer de su Gracia, es algo que los rebeldes, que los malhechores, se niegan por completo a entender, prefiriendo en cambio rechazar la idea de Dios, aunque con ello se nieguen paralelamente a aceptar el verdadero camino de la vida. Porque  el rechazo, por principio dogmático, estructural, de sus caminos no es en el fondo sino la expresión de un oculto temor –el oculto temor del desesperado, de quien ha perdido ya toda esperanza y así, pues, se infecta de odio a la vida, a la justicia y a la verdad, y por tanto se vuelve también un desgraciado y con ello se condena.
    Lo que entonces queda entre las manos es sólo un residuo, un sustrato, apenas una pose de los antiguos valores que no logran ser vivificados, convirtiéndose muchas veces, ya no digamos en meros hábitos o en costumbres muertas, sino en sus contrarios, introduciendo con ello en el sistema del saber (la enciclopedia) una nueva jerarquía axiológica, muy fechada, muy vanguardista y novedosa, muy atada a una cultura histórica e inmanentista carente en absoluto de universalidad, que soterradamente pacta también con la magia y las místicas inferiores (negadoras de los valores eternos y del ideal), dando con ello foro temporal y escenografía concreta a la terrible trasmutación de todos los valores de la que hablaba Nietzsche. Trasmutación, por otra parte, que bien puede ser vista como la ruptura con la tradición, pero ¿no es precisamente la carencia de una tradición lo que define la barbarie, lo que hace que el bárbaro no pueda entender la "verdadera lengua", lo que lo hace un incircunciso del corazón y del espíritu?








El Deseo de Apropiación Por Alberto Espinosa



   Vale la pena detenerse por ahora en uno de los móviles que frenan el desarrollo no sólo de los sentimientos sociales (el activo, efectivo interés en el otro, tales como la solidaridad o el amor al prójimo), sino que por ende mutilan o agostan severamente la educación y a la cultura misma, siendo por ello a la vez causas de la exclusión, cultural, educativa y social.  
   Se trata de la parte posesiva de la voluntad del yo, de la parte inferior y apetitiva del alma humana que desea las cosas con deseo de apropiación. Rasgo de carácter que se manifiesta en reiteradas expresiones de orgullo, de arrogancia, de jactanciosidad, que hincha la letra del sujeto para hacerse valer, para darse a sí mismo relieve e importancia, a la vez que lo hace elevar las narices mirando ampulosamente por arriba del hombro, por una especie de desmayo concesivo ante sus propias prendas, posesiones o dotes –llegando a su colmo en esa elación de ánimo distintiva de la soberbia, a la vez viril y cobarde, tan reiteradamente presente en la filosofía, una de cuyas notas sobresalientes es la necesidad de socios… para negarles luego la sociedad.
   El colmo del deseo de apropiación toca su ápice en el deseo incontenido de apropiarse de la razón: la razón se vuelve así no tanto un instrumento de búsqueda, sino en lo buscado, con un deseo de apropiación y de dominación. A la razón entonces no hay que amarla y ejercerla: hay que tenerla, y tenerla para negársela al otro, para excluirlo de la razón, y para dominarlo –no importando que para ello se validen ideologías irracionales que apelan abiertamente a la violencia, pues su deseo final es el de acaparar todos los privilegios posibles, de apropiarse y acumular  de ser posible todo, deseando así incontinentemente algo que es más que aquello que los colma.  
   ¿Y cual privilegio  puede ser más grande, más alto, que el de la razón humana misma, por la que tradicionalmente se ha definido al hombre? Acaparar para sí toda la razón, sin embargo, es una ilusión; empero se ha intentado esa quimera, encerrándola en un lenguaje a su vez cerrado, articulado coherentemente e inexpugnable, al grado que todo lo demás ante él deje de tener sentido –que es la argucia de las certezas doctrinarias (como veremos en su momento). Ambición ligada al ideal robotizante de tener, bien escondido debajo del sobaco, las reglas codificadas de una  ideología totalizadora, que a partir de un solo dogma conduzca a un solo camino, a una sola vía a partir de la cual, adaptándose a todas sus prohibiciones (y permisiones), poder ponerle a cualquier “disidente” la bota en el cogote o sacarlo a empellones de la ruta, valiéndose de cualquier trapacería o contumacia, para así poder llegar  coronar en su esplendor la hinchada ambición de su empecinado yo –rasgo en común de las ideologías dominantes de nuestro mundo y tiempo. Pero enajenar de tan mala manera a la razón por mor de la existencia (cogito ergo sum), lejos de ser una prueba de la existencia por medio de la razón, es una prueba de la idolatría del yo cerrado, autorreferencial, historicista, relativista por tanto en materia de cultura y escéptico en materia de moralidad –simplemente, porque la prueba existencial se da por sí misma, en el acto del habla misma, que esencialmente postula a un destinatario.
   Por su parte, los lenguajes cerrados coadyuvan a la formación de las sociedades cerradas en las culturas históricas -permitiendo así admitir en la manda, a la vez, a cuanto lobo con piel de oveja, como el ir volviendo a todas las ovejas negras –abriéndole de tal manera la puerta del corral para meter al zorro  junto con las gallinas. Los lenguajes cerrados (estenolenguajes) codifican y promueven así las formas socialmente admitidas de agresión y exclusión del prójimo. La expansión de la rebeldía en la llamada postmodernidad a llevado al estancamiento del conflicto, el cual incluso se ha institucionalizado, causando así un apego a sus fantasmas, adorando de tal suerte la negación de la cooperación y aún por sistema a rechazar las jerarquías mismas –como hacen groseramente los revolucionarios de salón, que veneran sobre todas las cosas la negación, para quedarse estancados en la dialéctica, mutilada e inmóvil, del conflicto. Lo que equivale no sólo a forzar las cosas sino la misma dialéctica, cuyo auténtico contenido estriba en pasar por arriba de la contradicción, en superar `precisamente el conflicto en una síntesis superior para poder hacerlo fecundo, creador… muriendo naturalmente. Derrota, pues, de la tentativa romántica, que no logró por tal estancamiento elevar a la conciencias los sentimientos superiores del respeto, de la atención y del reconocimiento, teniendo en cambio por resultado la institución del desprecio, imperceptible hoy en día por automática, de lo que es puro o angélico, de la luz, de la paz, de la sencillez, de la serenidad.   
   Tales ideologías de la predación y de la eficacia competitiva, de la exclusión por mor del éxito y de la guerra están unificadas (idealmente), en un fabuloso complejo, por su común afán de dominio, teniendo como notas distintivas: su inclinación al materialismo (economicismo), al tecnicismo (ligado al consumismo y al dominio de la maquina, a la tecnocracia), al cientificismo y a la especialización (por definición ciegos para los valores), al viejo vanguardismo de la excentricidad y el extremismo, al publicismo y a las nuevas técnicas de comunicación de masas, reforzando todo ello las veleidades del inmanentismo contemporáneo, que acaba por totalizase, de alguna u otra manera, en las turbiedades y tinieblas del sinsentido –el que ya sin horizonte en el tiempo limita al hombre al condenarlo a vivir en el confinamiento del presente instantáneo del “ahora”, plegado a “los instrumentos a la mano” (económicos, procedimientos administrativos, consumismo) o a existir desaforadamente, sin legitimidad y sin futuro, como un mercenario del cosmos, en una especie de presente suspendido, cada vez más vacío, o cada vez más denso y delirante. Modelos existenciales del confinamiento, pues, presentados por la publicidad y propaganda como valores deseables por realizar de una supuesta “cultura planetaria”, meramente histórica, sin universalidad alguna, y que en realidad van empujando al hombre, paso a paso, a la sordomudez, a la desesperación y a la desgracia.



XXVIII.- Curso de Antropología Filosófica Sobre la Orfandad Por Alberto Espinosa



Sobre la Orfandad: los Desgraciados

28.1.- Característica de la naturaleza humana es la de un entrañable peligro: el peligro de dejar de ser lo que es. Peligro constitutivo de deshacerse, de despegarse, de alienarse en otras potencias que también lo constituyen, pero que a la vez tienden a deshumanizarlo, a enajenarlo, a exorbitarlo y alejarlo de sí mismo. Los seres infrahumanos siempre son lo que son: una piedra no pude dejar de ser piedra (pues por más que si se le trituré, a diferencia de lo orgánico que tiene interioridad, seguiría siendo la misma piedra fragmentada, mostrándonos su fragmentos impenetrables, aunque se vuelva arena); el tigre es todo el tiempo el tigre, y su interioridad, su alma, la de un tigre –de la misma forma que un gato es siempre un gato. El hombre en cambio puede equivocar el sentido, cambiar las orientaciones de la verdad, articular situaciones ocultadoras o deformantes de lo humano, tender, acosado por el demonio o tentado la bestia que forman parte de su naturaleza, a dejar de ser hombre, enfrentando partes constitutivas de su naturaleza para, en definitiva, dejar de ser y volverse su contrario, su reverso, cayendo bajo el preso de las potencias enajenantes, negadoras de naturaleza y aun de la misma vida humana.
28.2.- Los peligros innúmeros: la ambiciosa abstracción del espíritu desencarnado en la soberbia del hombre, de querer ser como los dioses, de desbordarse de sí mismo para engullir y abarcar a la realidad en su totalidad, que es la hybris, el pecado de la desmesura; o, la de caer en tendencia entrópica que hay en todo lo organizado, dejándose absorber por las aguas amorfas del devenir, de caer en la masificación o en las aguas estancas y putrefactas de la pereza, para irse a pique, a fondo, a morir; el peligro de la regresión a la diversas formas de la animalidad simbólica que hay en el hombre (destacadamente el cinismo), que van de la dominación ciega del congénere a la humillación de sí, de la desvergüenza al gregarismo que se solidariza con los niveles más bajos de la creación; o la vuelta a formas vegetativas de la vida, donde la pérdida de conciencia y de energía positiva alcanza al vegetal dormido.
28.3.-  Antes de pasar a la segunda parte del curso (La Fenomenología de la Razón), vale la pena detenerse por ahora en uno de los móviles que frenean el desarrollo de no sólo de los sentimientos sociales (el activo, efectivo interés en el otro, tales como la solidaridad o el amor al prójimo), sino que por ende mutilan o agostan severamente la educación y a la cultura misma, siendo por ello a la vez causas de la exclusión, cultural, educativa y social.  
   Se trata de la parte posesiva de la voluntad del yo, de la parte inferior y apetitiva del alma humana que desea las cosas con deseo de apropiación. Rasgo de carácter que se manifiesta en reiteradas expresiones de orgullo, de arrogancia, de jactanciosidad, que hincha la letra del sujeto para hacerse valer, para darse a sí mismo relieve e importancia, a la vez que lo hace elevar las narices mirando ampulosamente por arriba del hombro, por una especie de desmayo concesivo ante sus propias prendas, posesiones o dotes –llegando a su colmo en esa elación de ánimo distintiva de la soberbia, a la vez viril y cobarde, tan reiteradamente presente en la filosofía, una de cuyas notas sobresalientes es la necesidad de socios… para negarles luego la sociedad.
   El colmo del deseo de apropiación toca su ápice en el deseo incontenido de apropiarse de la razón: la razón se vuelve así no tanto un instrumento de búsqueda, sino en lo buscado, con un deseo de apropiación y de dominación. A la razón entonces no hay que amarla y ejercerla: hay que tenerla, y tenerla para negársela al otro, para excluirlo de la razón, y para dominarlo –no importando que para ello se validen ideologías irracionales que apelan abiertamente a la violencia, pues su deseo final irracional es el de acaparar todos los privilegios posibles, de apropiarse y acumular  de ser posible todo, deseando así incontinentemente algo que es más que aquello que nos colma.  
   ¿Y cual privilegio  puede ser más grande, más alto, que el de la razón humana misma, por la que tradicionalmente se ha definido al hombre? Acaparar para sí toda la razón, sin embargo, es una ilusión; empero se ha intentado esa quimera, encerrándola en un lenguaje a su vez cerrado, articulado coherentemente e inexpugnable, al grado que todo lo demás ante él deje de tener sentido –que es la argucia de las certezas doctrinarias (como veremos en su momento). Ambición ligada al ideal robotizante de tener, bien escondido debajo del sobaco, las reglas codificadas de una  ideología totalizadora, que a partir de un solo dogma conduzca a un solo camino, a una sola vía a partir de la cual, adaptándose a todas sus prohibiciones (y permisiones), poder ponerle a cualquier “disidente” la bota en el cogote o sacarlo a empellones de la ruta, valiéndose de cualquier trapacería o contumacia, para así poder llegar  coronar en su esplendor la hinchada ambición de su empecinado yo –rasgo en común de las ideologías dominantes de nuestro mundo y tiempo. Pero enajenar de tan mala manera a la razón por mor de la existencia (cogito ergo sum), lejos de ser una prueba de la existencia por medio de la razón, es una prueba de la idolatría del yo cerrado, autorreferencial, historicista, relativista por tanto en materia de cultura y escéptico en materia de moralidad –simplemente, porque la prueba existencial se da por sí misma, en el acto del habla misma, que esencialmente postula a un destinatario.
   Por su parte, los lenguajes cerrados coadyuvan a la formación de las sociedades cerradas en las culturas históricas -permitiendo así admitir en la manda, a la vez, a cuanto lobo con piel de oveja, como el ir volviendo a todas las ovejas negras –abriéndole de tal manera la puerta del corral para meter al zorro  junto con las gallinas. Los lenguajes cerrados (estenolenguajes) codifican y promueven así las formas socialmente admitidas de agresión y exclusión del prójimo. La expansión de la rebeldía en la llamada postmodernidad a llevado al estancamiento del conflicto, el cual incluso se ha institucionalizado, causando así un apego a sus fantasmas, adorando de tal suerte la negación de la cooperación y aún por sistema a rechazar las jerarquías mismas –como hacen groseramente los revolucionarios de salón, que veneran sobre todas las cosas la negación, para quedarse estancados en la dialéctica, mutilada e inmóvil, del conflicto. Lo que equivale no sólo a forzar las cosas sino la misma dialéctica, cuyo auténtico contenido estriba en pasar por arriba de la contradicción, en superar `precisamente el conflicto en una síntesis superior para poder hacerlo fecundo, creador… muriendo naturalmente. Derrota, pues, de la tentativa romántica, que no logró por tal estancamiento elevar a la conciencias los sentimientos superiores del respeto, de la atención y del reconocimiento, teniendo en cambio por resultado la institución del desprecio, imperceptible hoy en día por automática, de lo que es puro o angélico, de la luz, de la paz, de la sencillez, de la serenidad.   
   Tales ideologías de la predación y de la eficacia competitiva, de la exclusión por mor del éxito y de la guerra están unificadas (idealmente), en un fabuloso complejo, por su común afán de dominio, teniendo como notas distintivas: su inclinación al materialismo (economicismo), al tecnicismo (ligado al consumismo y al dominio de la maquina, a la tecnocracia), al cientificismo y a la especialización (por definición ciegos para los valores), al viejo vanguardismo de la excentricidad y el extremismo, al publicismo y a las nuevas técnicas de comunicación de masas, reforzando todo ello las veleidades del inmanentismo contemporáneo, que acaba por totalizase, de alguna u otra manera, en las turbiedades y tinieblas del sinsentido –el que ya sin horizonte en el tiempo limita al hombre al condenarlo a vivir en el confinamiento del presente instantáneo del “ahora”, plegado a “los instrumentos a la mano” (económicos, procedimientos administrativos, consumismo) o a existir desaforadamente, sin legitimidad y sin futuro, como un mercenario del cosmos, en una especie de presente suspendido, cada vez más vacío, o cada vez más denso y delirante. Modelos existenciales del confinamiento, pues, presentados por la publicidad y propaganda como valores deseables por realizar “cultura planetaria”, meramente histórica, sin universalidad alguna, y que en realidad van empujando al hombre, paso a paso, a la sordomudez, a la desesperación y a la desgracia.
28.4.- Se trata también de la expansión de los sentimientos primarios, básicos, que se refieren a la voluntad posesiva del individuo y a los sentimientos autorreferenciales. Se trata de los sentimientos posesivos del corazón o de la voluntad del yo que definen, precisamente, el carácter voluntarioso, crático, posesivo, dominador de la personalidad humana. La voluntad posesiva del yo puede verse como una decisión originaria de la persona, como la orientación de la persona hacia un polo de la sensibilidad -por más que las actitudes que de ello resultan sean en el fondo irracionales en un sentido práctico y no sean de provecho, ni individual ni colectivamente, apareciendo así como plenamente injustificadas (llenas de vacío).
   El carácter voluntarioso, en efecto, propio de los impacientes, de los ambiciosos y de los anarquistas, es una forma de la sensibilidad que tiende a la indiferencia y a la petrificación de los sentimientos que, por decirlo así, se queda fijo en el afán por gobernar a otros o tener éxito, por tener ya aquello que se desea, encarnando cada uno de ellos a su manera alguna d las múltiples formas de la orfandad –esa hada madrastra sin rostro y con mil máscaras de la que habla el poeta. Un rasgo en común es el de una especie de desobediencia consuetudinaria a la autoridad moral, dejándose así guiar más que nada por las contingencias y accidentes del tiempo ( a cuya cabeza a la vez obedecen y simultáneamente desdeñan), sin encontrar nunca a nadie único y a casi todos muy simpáticos, e indistintamente geniales o macanudos, siendo más bien influenciados por vagos grupos sociales y acontecimientos culturales muy generales –obteniendo generalmente aquello que desean para descubrir cuando lo obtienen que se vuelve humo o que no era nada.
28.5.- Puede decirse que hay dos relaciones con el mundo, esenciales y polares, del ser humano: la propiedad y el diálogo. La propiedad revela esa tendencia del ser humano a poseer cosas, al entrar en relación con el mundo –o a ser poseído por ellas (pues todo aquello que tenemos de alguna manera nos esclaviza o nos posee). Así, los propietarios aparecen ante nuestros ojos como dotados de una fuerza compacta e impenetrable que nos obliga insidiosamente a someternos, como seres duros, sin fisuras e inexplicables, que ni siquiera incurren en la debilidad de dar razones: semejantes a una piedra, sin interioridad alguna, como una resistencia pura o una opacidad impenetrable que así da prueba de su realidad. En el otro polo del espectro se encuentra otra relación del hombre con el mundo: el diálogo –que visto dialécticamente es lo contrario de poseer; porque lo contrario de poseer, un peldaño más arriba, no es ser poseído: es dialogar.
   Un polo de la voluntad del yo es efectivamente es se deseo de apropiación, esa tendencia a poseer. El deseo de posesión y de apropiación, sin embargo, puede devorar en cierto modo al yo, succionarlo, esclavizándolo y sometiéndolo a su arbitrio –por lo que tiene su razón de ser en cerrarse para no dialogar, en poner todo el acento sobre su propio corazón y así endurecerse –teniendo como efecto el no pertenecer a nada, el perder el alma, pues el alma puede definirse precisamente como aquello a lo cual pertenecemos. Se trata del alma que no se quiere sino a sí misma y que sólo mira las cosas que le dan o que toma, depositando en ello su felicidad. Alma perdida, presa de la desesperación, capaz de jurar en falso por si misma, porque en realidad no ama, no quiere sino los propios caprichos de su corazón, expulsando por tanto o asesinando todo aquello que le estorbe en su carrera.
   Su fuerza, su seguridad está en no hablar, en no justificarse, en no dar razones –fundándose así en la sordomudez y en el malentendido. Fundación también, pues, no sólo de la imposibilidad del reconocimiento de la persona, sino también del sinsentido –porque la vida sólo tiene sentido cuando hablamos, cuando dialogamos con los otros en el mundo, cuando hablamos para ser oídos y oímos para que la vida hable. Por lo contrario, la fortaleza y la fuerza dadas por el amurallamiento del silencio de quien se niega a hablar y a escuchar, del alma que tiene su centro en sí  misma gana la dureza e impenetrabilidad del yo –a cambio de perder la Gracia. La fortaleza, en efecto, es lo contrario de la gracia, o es sin gracia y por tanto sin añadidura, porque al perder su alma han perdido también aquello a lo cual pertenecer, en la orfandad. Porque quedarse en el propio yo, en aquello que nos pertenece (como los propios sentimientos) o en aquello que pertenece al yo (como una firma bancaria) es simultáneamente negar la propia alma, es negar aquello a lo cual pertenecemos, perdiendo así aquello de donde somos y adonde vamos, sin posibilidad de rima o verso o vuelta posible, presos en un alma monótona y monocorde, sin pertenecer propiamente a nada.
28.6.- Pero no pertenecer a nada, perder el alma, es condenarse. También es mentir, que es ocultar los hechos, y mentirse, ocultar el sentido –porque el alma, el corazón humano, está hecho para tener su acento depositado en otra parte, asistidos por la mano de Dios, que así nos permite entrar en el recinto del espíritu, participar con ello de la gracia. Porque la gracia es como un lugar en el que entramos, en el que estamos; mientras que la desgracia es algo que nos buscamos, el algo que se gana a pulso el hombre por sus fechorías, algo que el hombre es, que lo determina así íntima y ontológicamente –pues estamos en la gracia, pero en cambio somos desgraciados.
   El desgraciado, el condenado, son subformas de la rebeldía. Sus tipos humanos van del ser sin consuelo, del desconsolado, al desdichado y finalmente al desesperado, al hombre que ha perdido la esperanza. En todos los casos se trata de hombres frustrados que, por haber abandonado la vieja senda eterna, han caído en la desgracia, han perdió la gracia, la protección de la divinidad –por causa de sus rebeldías, por la tentación, por debilidad, por abandono, por rechazar la senda de la verdadera libertad ascendente. La orfandad puede verse así también como la más cruda encarnación  de un sólito fenómeno de nuestro tiempo: el rampante subjetivismo axiológico capaz de disolver toda jerarquía, romper con toda tradición y diluir incluso toda cultura.
28.7.- Tener el corazón abierto es, en cambio, tener el alma con el acento depositado en otra parte: en aquello a lo que pertenecemos, a lo que somos fieles, a lo que dirigimos la palabra y con lo que íntimamente comulgamos, a lo que nos debemos y que por tanto reversiblemente también guardamos, atesorándolo en nuestro corazón por ser simultáneamente lo mejor de nosotros mismos o donde nuestro espíritu puede verterse entero hallando sus señas de identidad –al identificarse con la verdad, con el bien, con la belleza como tres notas cantarinas de una misma fuente de luz y de sentido. Porque abrir el corazón es la tarea propicia para recuperar la gracia de inocencia perdida,  que es también recuperar la iluminación de un lugar donde poder volver a entrar para poder reconocernos.
   Porque dialogar con la realidad consiste en reconocer el equilibrio de nuestra naturaleza a la vez natural ye espiritual; en reconocer también la necesidad de pertenencia de nuestra alma, que sólo e da en el reconocimiento y el amor a otras personas –donde está depositada nuestra verdadera madre-patria. Tenemos así sobre todo la necesidad de reconciliarnos con nuestros hermanos –y sobre todo con nuestro verdadero Padre, que está en el cielo.
28.8.- La salvación, en efecto, está en la recuperación de nuestra propia alma, que tiene la facultad de dirigirse al otro, la facultad del habla, y donde está lo mejor de nosotros mismos, lo esencial de la persona donde toda ella se vuelca entera como un todo verdadero. Pero para llegar a la reconciliación del alma con el mundo y con Dios es preciso primero el arrepentimiento, que lleva no sólo en la enmienda al mejoramiento de la conducta, sino a sopesar la gravedad y el peso de nuestra alma, que es el pesar de la gravedad del espíritu. Experiencia de pasmo y de suspensión, de momentáneo paso por la muerte, que es la contrición -pero que no puede durar, porque quedarse en la contrición, en el dolor y la aflicción, también nos aparta de la gracia al hacernos creer en la fuerza y en la resistencia, al someternos a la desesperanza. La contrición está ahí, pero sólo como un paso, sólo como un momento dialéctico para ser superado, para superar el dolor y el sentimiento del pasmo por medio de la aceptación del amor, luego de haber reconocido en el arrepentimiento la gravedad del espíritu ante el quebramiento doloroso de la verdadera libertad caída. Porque la salida está en la palabra, en dirigir la palabra y en la escucha: en el habla –que es el polo de sentido que da sentido a las humanidades. Y sólo para aceptar la luz y su nombre verdadero, para volver al camino de la gracia; para cantar las bendiciones al calor de la alegría… y sólo para dar las gracias por la esperanza, por la chispa de luz que incesante día a día se renueva para disipar del todo las tinieblas  (aun dentro de la tribulación).  
 28.9.- Nos enfrentamos así, pues, una vez más, al gran problema del peligro del hombre, consistente en dejar de ser lo que es: peligro residente en el hombre de endurecer su corazón y de volverse contra si mismo, en una especie de desarmonía, escisión o desequilibrio doble (ontoaxiológico) de su naturaleza, que lo aliena, que lo enajena o separa de si, que le ocultas su propio sentido, y que lo enfrenta consigo mismo al volver contra sí partes enteras de su naturaleza, para enclaustrarlo o reducirlo al confinamiento psíquico, donde colapsan los valores sociales y personales del respeto y aun los educativos de la atención, de la concentración –dando por resultado el triste espectáculo de hombres tan vulgarizados cuan bestiales, ya por el espíritu de la discordia, ya por el de la disolución, ya por ambos, que atentan con furor contra la instancia social ay sobre todo espiritual  la cual nos debemos –atentando por tanto contra la parte social que integra a los individuos en una unidad superior que los enmarca: la comunidad de fe trascendente.
28.10.- En nuestros tiempos de neblina y de borrasca puede verse por contraste y con toda claridad que la tarea esencial de la educción es humanizar al hombre y aun a la sociedad entera en el sentido de la libertad ascendente y del respeto mutuo entre los individuos, fijando su atención especialmente en el desarrollo de los valores sociales de solidaridad y de activo interés por el otro, así como en el fortalecimiento de una cultura universal, superior, potente para amalgamar a toda una comunidad de fe trascendente (contra el inmanentismo contemporáneo). Esa tarea no puede llevarse a cabo sino con la ayuda del ejemplo vivo, y en la trasmisión de las grandes tradiciones culturales -cuyo sentido profundo no es otro que el de orientarnos hacia esa cultura universal superior por venir, común a todos, fortaleciendo día a día, aunque sólo sea con una débil chispa de luz, a la esperanza –que por pequeña que sea una luz es suficiente para sacarnos de las tinieblas por entero, porque la débil chispa no consuela de las tinieblas, sino que nos saca de las sombras cambiando todo de signo con especie de leve toque ingrávido (por intermedio de la gracia).