La Filosofía en la Calle: de la Verdad del Pecado
“La
culpa que no se sabe culpa fue nuestra culpa mayor.”
Octavio Paz
31.0.- Retomando el
curso interrumpido en noviembre del año pasado, lo primero que hay que decir es
que la educación, formadora del hombre, es un proceso permanente, que no
termina sino con el fin de la persona. La educación se ha definido así por ser
el proceso de transmisión de una tradición y una cultura, de una visión del
mundo finalmente, de una generación a otra -pero las culturas, en sentido
antropológico, se modulan local, regionalmente; la educación consiste así en la
familiarización, asimilicación y, en sus estratos más elevados, en la
recreación de esos contenidos de la cultura y de la tradición -que sería
propiamente la obra de los artistas, de los creadores.[1] La educación, sin embargo, se puede definir
también como el ser el órgano social formador del hombre -porque el hombre no
es un ente de ser dado, sino un ente de ser "que hacerse", por medio
precisamente de la educación. Es decir, el hombre es el animal que se educa,
que se forma, en el sentido de la cultura ánimi,
formadora del alma humana. En efecto, el hombre es el animal, también puede
decirse, que se humaniza -porque nace en la naturaleza, y tiene una parte
animal, pero no nace hombre... sino que tiene que adoptar los contenidos y
formas de una cultura para poder entrar , para abrirse al mundo del sentido, al
mundo propiamente humano (por más que quepa también enajenarse en esos
contenidos, “academizarse, encerrándose como en una torre de marfil en un
formalismo sin contenido humano efectivamente activo). Cosa a la que atender en
una edad, valga la pena destacarlo, en que el hombre amenaza con retrogradar,
para convertirse en ente de ser dado, absorbido por su animal... o tragado por
su demonio.
31.1- Pero si el hombre
está acosado por las fuerzas ocultas del animal y el demonio presentes en su
naturaleza, también es cierto que en el centro de su ser late íntegra su vida,
como la de un dios interno, plena de verdad y de belleza. La ignorancia respecto
a la situación y el valor del alma humana es la
causa de innúmeros sufrimientos, tanto de la persona como de quienes la
rodean. Se trata de una absurda amnesia
causante del desastre del hombre, que o ya no se acuerda d la verdad, que ya no
reconoce en su alma como entidad ontológica, o que ha olvidado su propio
centro: que toda alma es libre, absolutamente autónoma, porque el hombre es libre
de espíritu. La capacidad de reconocer la verdad y de acordarse de su alma, sin
embargo, forma la parte central de su ser –siendo la tarea propia de la
metafísica descubrir ese centro, sagrado, del hombre.
Porque en el centro del alma humana se
reconoce la existencia de un principio moral absoluto e inmutable –puesto en
riesgo por el relativismo del historicismo contemporáneo no menos que por el
escepticismo generalizado; riesgo de gravedad respecto de los valores, que al
corroerlos conlleva a una crisis de los valores políticos-morales no menos que
de los religiosos que amenazan los cimientos del edificio social.
Así lo reconoció Sócrates en la antigüedad a
través del método de la Mayéutica y del conocimiento de sí mismo y de la
disciplina de las facultades del alma, pues el valor inapreciable del alma está
ligado a ser ella fuente de conocimiento –de donde se deriva la absoluta
prioridad de cuidar el alma propia, motivo que se reconoce plenamente en el
cristianismo: la necesidad de cuidar ella evitando la malicia y el engaño, el
fingimiento, la envidia y las palabras impuras, huyendo especialmente de la
concupiscencia, de los deseos carnales que batallan contra el alma, y de la corrupción que hay en el mundo, procurando
así un limpio entendimiento alejado de la ignorancia (Ia y IIa Epístola de San
Pedro. Gg. 2 y 3).
Platón consideró también que es el alma la
cosa más valiosa, pues pertenece al mundo ideal y eterno. La doctrina de la
rememoración (anamnesis) y de la
trasmigración de las almas llevan así a la idea de que conocer equivale a
recordar; que entre dos existencias terrenas el alma contempla las ideas y
participa del conocimiento puro y perfecto, pero que al reencarnarse el alma
bebe aguas del olvido, del río del Leteo, perdiendo ese conocimiento prístino,
pero permaneciendo latente en el hombre encarnado, siendo esencial labor de la
filosofía actualizarlo.[2] Se
trataría de una labor en la que el alma se repliega sobre sí misma mediante de
una especie de “vuelta atrás”, para reencontrar y recuperar el conocimiento
original que poseía, liberándose así de las pasiones del cuerpo y poder entrar
en contacto nuevamente con el mundo de las ideas –concibiéndose así el alma
humana como una sustancia volátil, semejante a un pájaro, cuyo vuelo simboliza
a la inteligencia y el conocimiento profundo de las verdades metafísicas.
31.2.- De ahí que el
trabajo filosófico sea esencialmente el de la búsqueda de la verdad y el del
conocimiento de uno mismo. No otra cosa dice San Juan en su Evangelio: “Y
conocereís la verdad, y la verdad os hará libres.” (San Juan, 8.32) Y poco
después agrega: “De cierto os digo que todo aquel que hace pecado es siervo del
pecado.” (San Juan, 8. 34) Se trata, así, de tener conciencia del pecado, que
es el conocimiento de la parte negativa de la verdad, o del obstáculo que
encuentra la verdad para su plena manifestación, de lo contrario a la verdad,
que libera, pues el pecado esclaviza. Así, para ser verdaderamente libres hay
que romper los grilletes del pecado –que es cosa del diablo, para la concepción
cristiana, pues fue él quien no prevaleció en la verdad, siendo el padre de la
mentira y no habiendo por tanto verdad en él; contaminado con ello al mundo,
pues todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne y codicia de los
ojos y soberbia de la vida; por lo que el conocimiento de la buena conciencia
implica no vivir según el mundo, según las concupiscencias de la carne, en
lujurias, embriagueces, glotonerías e idolatrías, sino según la voluntad de
Dios plasmada en sus mandamientos, teniendo ferviente caridad, viviendo en
oración, siendo amables, templados y hospitalarios, teniendo amor al hermano y
haciendo justicia.
La misma noción se vuelve a repetir en San
Pedro, cuando al referirse a los engañadores y burladores concupiscentes que
han de venir en los últimos tiempos prometen libertad siendo ellos mismos
siervos de corrupción: “Porque es de alguno vencido está sujeto a servidumbre
del que lo venció.” (IIa Epístola de San Pedro, 2.19) Se trata, en efecto de
los engañadores que al introducir encubiertamente herejías de perdición cusan
que el camino de la verdad sea blasfemada, pues muchos seguirán sus perdiciones
(Ibíd. 2.2). Se trataría, así de una ignorancia respecto de la verdad,
especialmente sobre la naturaleza de Dios (acebia)
y de la situación que guarda la propia alma respecto de su propio centro –todo
lo cual se expresaría bajo un terrible complejo, hoy en día vuelto una especie
de locura cultivada, que se refugia en
la vanidad, en la ligereza y el olvido, que introduce un profundo
desequilibrio u oscilación en la persona que lleva a la doblez, al doble ánimo
y a la inconstancia del espíritu dubitativo.
Por un lado pérdida de espíritu o de
gravedad, que al refugiarse en la vanidad o en lo más superficial e inmediato
tiende como su correlato una tendencia impulsiva y hacia la ligereza del
predominio de lo instintivo en el comportamiento, hacia la vulgarización de
modos y maneras por tanto, que lleva así a la falta de desarrollo emocional e
incluso a endurecer los sentimientos, restringiendo tanto el amor natural ente
los hombres, como los sentimientos sociales y altruistas de la persona,
preocupadada sólo en su propio beneficio, incoando el mal del gregarismo ciego
o del iridiscente narcisismo en la persona que, al negarse a “mirar atrás”, al
estar “echada para adelante”, tiende olvidar de que piedra fue desprendida, de
que altura ha caído, resolviéndose tales actitudes incluso en una
postmodernamente generalización en pro de una violenta voluntad de olvido y
desaforado afán de instantaneidad, que busca sólo o los “placeres del día” o
las oportunidades del presentismo para figurar o hacerse valer.
31.3.- Parece imposible
explicar el mal en el mundo si no es por la presencia del demonio en él, que es
un espíritu engañador, tentador, y padre de la mentira (lo cual se expresa en
el poderoso mito de la tradición según la cual hubo un combate en el cielo
entre los ángeles, donde el demonio, la serpiente antigua, no pudo prevalecer,
siendo precipitado con un tercio de los ángeles, los ángeles rebeldes, a la tierra).[3] Envidioso
del destino del ser humano el espíritu de las tinieblas es también quien
intenta cortar las alas de la espiritualidad en el hombre (Saturno), ya
obstaculizando su camino, ya mediante la tentación. Así, el hombre rebelde que participa de la
mentira (del error), comunica con sus malas obras con el espíritu del mal,
siendo en tal caso su rehén, emprendiendo de tal modo el camino de Caín.
Hay
así en la esencia de la religiosidad una mística alada y de la luz, fundada en
la imagen del viaje ascensorial hacia la
luz, que supera las tinieblas, el barro y la herrumbre del pecado con que está
contaminado el mundo. Su base es separarse del alma inferior, alejándose de la
concupiscencia de la carne y la codicia de los ojos, para desarrollar la “flor
de oro” que hay en el del alma superior. Es por ello dice Lucas en su
Evangelio: “La luz de tu cuerpo es el ojo: si fueres sencillo también todo tu
cuerpo será resplandeciente; más si fuere malo, también tu cuerpo será
tenebroso. Mira pues que la luz que hay en ti no sea tinieblas. Así que siendo
todo tu cuerpo resplandeciente, no teniendo alguna parte de tiniebla, será todo
luciente como cuando una luz de resplandor te alumbra.” (Lucas, 11. 34 a 36.)
Dicho todo ello frente a los fariseos, a los escribas y a los maestros de la
ley, que son como vasos y platos limpios, pero dentro de ellos son como
sepulcros que no perecen, como sepulcros blanqueados llenos de rapiña y de
maldad, pues teniendo las llaves de la ciencia, ni entran al palacio de la luz
e impiden a otros entrar.[4]
. La historia bíblica de Caín y Abel es el
relato mítico de como el pecado, de cómo el mal entró al mundo por la puerta de
la envidia y de los celos, entrando con ellos todas las cosas que destruyen a
la comunidad: la competencia, la rivalidad, la división y las murmuraciones.
Pues los celos y la envidia engordan al gusano de la amargura en el hombre, que
hace desaparecer la alegría, el deseo del canto y de la alabanza, engendrando
tristeza y resentimiento en el corazón del hermano que por celos llega a
intentar humillar a su hermano por medio de la murmuración, para degradarlo y estar
más alto que él, incoando así en su alma la semilla venosa del odio: el deseo
inconsciente de la ausencia, de la aniquilación del otro –que tal es el
sentimiento del odio: el deseo la aniquilación in corde, pero también in mente,
de la otra persona. Envidia de los ojos, celos, pues, de la mirada, que
engendra la luz negra del odio en el corazón del hombre.
Si algo es el pecado eso es la trasgresión
de la ley –de los mandatos de la divinidad, que es una ley de amor, hay que
agregar, pues Dios es amor, no menos que justicia. La ley de amor, de amar no
de palabra y lenguaje sino de obra y verdad. Por ello mismo todo aquel que
comete iniquidad, que no hace justicia, está en pecado, pues niega el espíritu
de la verdad. Quien comete injustica peca, y no vive en la luz, sino que anda en tinieblas, como un ciego que no sabe a
dónde va –negando por tanto a Dios, pues Dios es luz y no hay tinieblas en él. De
acuerdo con la mística de la luz quien anda en la luz es que anda en comunión
con Dios. El que anda en pecado, en cambio, va con el diablo y por tanto
tampoco no conoce a Dios –o no prevalecen en Cristo., y tales son los cainitas,
que ni hacen justicia, ni aman a su hermano, estando presos del espíritu del
error, no prestando oídos a las cosas de la luz, a las cosas de Dios. Pero
quien es de Dios procura limpiarse de pecado, de estar en comunión unos con
otros al unísono del mismo espíritu de verdad, sin disputas ni rivalidades, sin
fingimientos ni hipocresías, confesándose unos a otros sus pecados con
arrepentimiento y guardando los mandamientos –no amando al mundo ni venerando
al maligno, lejos de las soberbias de la vida, de las concupiscencias de la
carne y de la codicia de los ojos.
Por su parte a la codicia y concupiscencia
de los ojos, al deseo cíclope de tener lo que es de otro, va asociado así no
sólo al resentimiento y a la inversión de los valores, a la acción guerrera
soterrada de la murmuración y a la violencia, a la lucha, sino también a la
concupiscencia de la carne –siendo así distinguidos por sus malas obras y por
ser infieles al camino de la verdad, siendo como árboles que no dan fruto a su
tiempo, como nubes sin agua, como estrellas errantes destinadas a perderse en
la más negra oscuridad. La historia de los ángeles rebeldes es aleccionadora en
este sentido, pues se aplica a los que van desenfrenados en pos de la carne, a
los adúlteros, afeminados y fornicarios: son los demonios, quienes no guardaron
sus orígenes sino que negaron a Dios… y que Dios no perdonó, pues tales ángeles
habían pecado, sino que los despeñó en el Tártaro sujetándolos con cadenas de
oscuridad y los entregó para ser reservados en prisiones eternas para el día
del juicio y la venganza del fuego eterno.[5] Así
también los impíos, los inicuos, que son murmuradores, querellosos, ejercitados
en codicias, que hablan cosas soberbias y andan según sus propios deseos y
concupiscencias, alabando a personas por amor al provecho –separándose a sí
mismos por no atender al espíritu y sin conocer el gozo de andar en la verdad,
que andan en el error por haber abandonado el camino recto. Que en los tiempos
finales irán además engañando a muchos, que seguirán sus perdiciones -por lo
que el camino de la verdad será blasfemado.
Caminos de la ignorancia, pues, frecuentados
por los desobedientes, por los rebeldes que se empecinan en no apartarse del mal, que no hacen el bien ni
buscan la paz ni aman a su hermano –que andan así en las tinieblas, que les ha
cegado los ojos. Por lo contrario, el que ama a su hermano es luz, y Dios es
luz, y el que viene a arrepentimiento oye las palabras de Dios se ve libre de
pecado, pudiendo así realizar sin trabas la esencia de la naturaleza humana y
los fines últimos de la humanidad –lejos de ser frustrado por concepciones erróneas,
por herejías, por fantasías escapistas, por las terribles ideologías políticas o
las presiones sociales.
31.4.- Así, reconocer la
visión de la realidad del pecado pude ser de hecho liberadora, pues justamente
tiene como propósito hacernos conscientes de la esclavitud a la que somete a la
persona; siendo por tanto un concepto que usado como herramienta hermenéutica
del conocimiento de la propia persona, de la situación en que se encuentra la
propia alma individual, volviéndose así consciente de su caída, también del mal
que ha hecho y que se ha hecho en su camino.
La liberación estriba en asumir la culpa, en
asumirse uno como responsable del mal, de donde se deriva el consecuente
arrepentimiento, el cato contrición, de expiación de la falta, por medio del
sufrimiento, dándose así superación por tanto de los remordimientos de
conciencia y finalmente la salida de las tinieblas en que se haya hundida el
alma –donde la aflicción toma la veces del fuego purificador, que es la
expiación de las adherencias de herrumbre contraídas por el pecado en de la
caverna. Proceso de expiación de la culpa, es verdad, por medio de la
reflexión, de la contrición, que a la vez que asume la desgracia como algo
personal, la supera, no quedándose perpetuamente en el arrepentimiento, sino
saliendo de él por virtud de la gracia liberadora, por medio de la obediencia
al orden del bien, de la conformidad con la ley, con el mandato, por la
armonización de la propia voluntad con la luz que hay en la buena voluntad
propia y que es a imagen y semejanza de la de Dios; es decir, acto de
conversión y de obediencia.[6]
Porque el rasgo definitivo de libertad
ascendente es ese acto responsable; que responde ante los demás y ante la
propia vida reconociendo el error, el mal que hay en las propias faltas, en un
proceso de expiación que conduce a la vuelta a la gracia. Porque mientras que
somos responsables de nuestra desgracia, en cambio estamos o entramos en
gracia, como en un lugar que nos abarca, que nos abraza, que desciende, que nos
jala, que desciende, y que nos eleva; permitiéndonos
echar alas para remontarnos, con las fuerzas del alma superior, haca los elevados
territorios del espíritu.
31.5.- Una de las
causas de la recesión moral en occidente, del inmoralismo contemporáneo, es una
idea irresponsable de la libertad como un mero derecho de paso, como algo que
viene de afuera, aunada a la suposición de que el pecado no existe –y por lo
tanto sólo hay existencia separada de la esencia propiamente humana, existencia
de hecho y sin razón de ser, como si el hombre no tuviera otra esencia que la
de su historia, que la de su propia historicidad, la de su propia temporalidad,
confundida en muchos de los casos con las mezquinas condiciones materiales de
su existencia –pero sujeto en realidad a todo tipo de presiones sociales que
terminan por esclavizarlo en un mundo de fugitivas apariencias.
La cultura de la gente despierta, la cultura
universal de las personas que viven extrovertida, en un mismo mundo que le es
común, reconoce fundamentalmente ese principio sagrado de la autonomía absoluta
del alma humana -frente al resto de las culturas introvertidas, de tipo
histórico, subjetivas, proponiendo precisamente contra ellas salir de las
apariencias del sueño, del deseo y del oscuro pozo la muerte por la virtud de
la conciencia despierta, del amor, de la fuerza afirmativa de la vida y de a
valoración ontológica de la propia alma individual –también a la objetividad
social de los valores, pues en el país del agua el plomo tiene siempre el mismo
sabor. Salir pues de la prisión de la caverna, porque si la libertad es siempre
y todo el tiempo comunicativa, la esclavitud del pecado en cambio ata a la
mudez, a la evasión, a la incomunicación, a la fuga de sí o al confinamiento y
al subjetivismo aberrante a que llevan los malos sentimientos.
[1] Por ejemplo, en la
familiarización con un contenido de la cultura, de un signo, un símbolo, el de
la Virgen de Guadalupe digamos -que nos hace hijos de una Monarca Celestial a
todos los mexicanos, que curó la epidemia del matehuahli en 1737; que fue nombrada
Patrona de los mexicanos en 1746 dando unidad a la población en un bloque de
creyentes y que es por tanto símbolo de identidad colectiva... contenido, por
cierto, en trance de des-asimilación por causa el furioso inmanentismo de la
modernidad, causa a su vez de la regresión (místicas inferiores) y perdida de
religiosidad en Occidente.
[2] Se trata
de una influencia pitagórica, de la concepción de Universo visto en su unidad
como un orden inmutable, pues el cosmos está regido por la armonía que rige lo mismo
la música que los planteas. Platón derivo de ahí su teoría de las ideas y de
los arquetipos inalterables, de los cuales participan las realidades terrenas. Así
Platón elaboró una “mitología del alma” recurriendo en efecto a la tradición
órfico-pitagórica, abandonando con ello la mitología “clásica” que en un largo
proceso de erosión había dejado a los mitos y a los dioses homéricos vaciados
de su significación originaria. El alma es así vista por Platón en el Fedro
como un cochero que dirige caballos ascendentes (blancos) y descendentes
(negros) y la presenta como
“emplumadora”, las alas del alma, que empiezan a crecer cuando el alma
contempla la belleza del mundo y se pone a pensar en la belleza en sí (motivo que
se repite en el Banquete). La concepción cosmogónica de Platón culmina en cierto modo con el
pitagorismo del Timeo, donde el filósofo dice que el Demiurgo creó tantas almas
como estrellas hay en el cielo. Ideas muchas de ellas iguales a las de la
ontología arcaica, de los Bedas, del Tao, pero posteriores también, pues están
presentes en los neoplatónicos, en los gnósticos y en pos Padres de la Iglesia.
Las alas reaparecen también en el mito prehispánico de Quetzalcóatl, la
serpiente emplumada, cuyas raíces culturales se a una posible presencia de
Santo Tomás en las tierras americanas –tesis sostenida lo mismo por el
sacerdote peruano agustino Antonio de Calancha (1584-1654), que por Fray
Servando Teresa de Mier (1763-1827) durante el proceso de independencia
mexicana. .
[4] La misma idea se repite en la sabiduría tradicional china: el Maestro
Siu lo expresa en los siguientes términos: “La esencia y la vida son
invisibles; por ello están asociados con el cielo y la luz. El cielo y la luz
son invisibles; por ello están asociados con los dos ojos.” I. 2. “Hay también
un alma superior, que es donde está oculto el espíritu. El alma superior reside
en los ojos durante el día y se aloja en el hígado durante la noche. Cuando reside en los ojos,
ve; cuando se aloja en el hígado, sueña.” I.11. “En la creación original existe
la luz positiva, que es lo que gobierna. En el mundo material es el sol; en los
seres humanos son los ojos….” III.4. “”Todos los rayos del cuerpo humano fluyen
hacia arriba en la apertura del espacio”” III.8. “La claridad del ver y la
claridad del oír son una sola y misma claridad.” IV.7 “¿Qué es mirar? Es la luz
de los ojos brillando espontáneamente, los ojos que miran hacia adentro y no
hacia afuera.” IV.24 “Toda la función se haya en el centro, pero todo el mecanismo
se encuentra en los dos ojos. Los dos ojos son como la empuñadura de las
estrellas, que gobierna la Creación, y hace funcionar el yin y el yang.” VII.4.
Los
secretos de la flor de oro. Ed EDAF, España, 2006. Versión de Thomas
Cleary. En la misma dirección se habla
de ojo cuando se dice en el Génesis: “Y dijo Dios, Hágase la luz, y la luz se
hizo” (Génesis, I.3); y en los Salmos: “La luz se siembra para los justos”
Salmo 97: 11. Pues la luz primordial que hizo Dios es la luz del ojo; luz que
Dios mostrará a Adán y por medio de la cual pudo ver él el mundo de un extremo
a otro; y que le mostró a David, para que diera testimonio de la Bondad de Dios
al alcance de aquello que le temen; y es la luz por medio de la cual le reveló
a Moisés la tierra de Israel; es también la luz que Dios irradió sobre el mundo
de un extremo a otro pero que fue retirada para privar de su goce a los
pecadores del mundo, quedando a buen recaudo para los justos, reservada para el
mundo futuro y en donde todos se unirán en uno solo. El Zohar. El libro del
esplendor. # La primera luz”. UAM, México, 1984. Pág. 27.
[6] Los griegos, por su parte, conocieron a las
Erinnias, divinidades vengadoras griegas, que Roma asimiló bajo la forma de
Furias vengadoras. Tienen, al igual que las Gorgonas, un aspecto alado y
terrible, pero suman a la cabellera serpentina, terribles látigos chasqueantes
para castigar las faltas de los hombres a las normas o principios de los
dioses. Fuerzas castigadoras y persecutoras que hacen a los hombres culpables
vivir en constante temor. Que, sin embargo, se transforman en Euménides cuando
la razón reconduce a la conciencia mórbida y así apacigua la desesperación
sufrida o el padecer de la angustia. Espíritus, pues, vindicativos que gustan
de castigar, torturar y atormentar a quienes ejercen violencia a los
principios, las Erinias se transforman con el tiempo en Euménides, seres
benévolos que representan el arrepentimiento conciliador, siendo los espíritus
de la compasión, el perdón, la superación y la sublimación. Su acción benéfica
es la de liberar al culpable de la angustia, siendo símbolo del arrepentimiento
conciliador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario