En nuestro vocabulario ordinario, de todos
los días, se ha extendido una horrible confusión con la idea de
"respeto", por una especie de igualitarismo de la opinión que resulta
subrepticiamente acuñada por algún epígono de Poncio Pilatos, en una especie de
lavado de manos que finge una imparcialidad que en realidad no existe, tomando
la fórmula de: “todas las opiniones son igualmente respetables”.
Lo que más bien parece evidente es que se
trata de dos nociones muy diferentes de la idea de respeto; por una parte, la
idea de respeto se refiere al derecho de cada quien expresar su opinión, lo que
en el fondo entraña el respeto de que cada quien elija su propio camino, lo que
a su vez implica el reconocimiento, en el fondo, del libre albedrío: de seguir
el camino de una libertad ascendente, conforme a norma y a Ley (moral), o de
seguir la particularidad de las rutas subjetivas, en casos descendentes,
transgresoras de la Ley, de la norma moral, desviadas por tanto del viejo
sendero. Dicho de otra forma: se trata de la cuestión de que no puede haber una
libertad ascendente (o descendente) forzada, de que no puede haber una comunión
obligatoria o por decreto -para eliminar con ello la peligrosísima soberbia de
los teólogos, como la denomina correctamente Octavio Paz; pero también de los
neógogos, que barrerían la distinción entre las dos posibilidades, mutilando
por tanto la libertad misma o dejándolo entonces sin efecto –pues es claro que
no puede existir la libertad si sólo existe un camino, una vía, una ruta, una
posibilidad de acción, por más que ello se profite como un camino
“revolucionario” o como “nuestro”, pues para que la libertad exista se
requieren al menos dos posibilidades de acción.
En un primer sentido de la voz
"respeto", efectivamente, concerniente al principio, conforme a
derecho, de la libre determinación. Pero en un sentido eminente la voz
"respeto" está más bien ligada a las nociones de obediencia, de
veneración y de subordinación, es decir de autoridad de una persona respecto a
la consideración que se le debe, por su conducta justamente moral, por su
altura o ejemplaridad, por ser modelo de pensamiento, palabra y acción o por su
verticalidad: es decir, por aparecer ante nuestros ojos como algo elevado,
merecedor de un nicho, al no estar manchada por el vicio, la culpa o la
transgresión, por la incoherencia o la falsía, no siendo reprochable su
conducta en una palabra, tal y como aparecen los hombres de verdadero espíritu.
Y en este segundo nivel, como repito, eminente, ya no son todas las opiniones
igualmente respetables, por no serlo las personas en el mismo grado o
valoración -al entrañar un juicio moral la consideración de las personas por su
acción y por sus juicios (los cuales están en estrecha relación, pues
dependiendo del modo de pensar de los agentes su compartimento en la vida). Tal
idea eminente del respeto es fundamental para salvar el escollo del relativismo moral,
pues tenemos una Ley que nos ayuda a discriminar lo blanco de lo negro, el
hacer el bien del pecado, de la conducta reprobable, mala, finalmente
insatisfactoria –lo cual conlleva consecuencias metafísicas, desde la
perspectiva religiosa cristiana, además. Lo contrario, barrer del uso tal acepción
de la voz respeto, sería por lo contrario abrir de par en par las puertas al
relativismo moral, generalmente de carácter historicista, sociológico, motivado
por las presiones de la época, y caer en el secularismo de nuestros tremendos
días, que se ha visto como radicalmente desviado del núcleo de la moralidad
tradicional -con un agravante que lleva al colmo todas las cosas: la
intolerancia del paganismo, oscuro, de nuestro tiempo, que invierte todo el
programa moral, dándose más bien el caso contrario de la exclusión, o el
descarte como también se le llama hoy en día, de quienes hacen el bien, de
quienes siguen en su vida los mandatos de la moralidad, es decir de los
creyentes, en una especie de caza de la metafísica, muy acorde al materialismo
y al positivismo contemporáneo -mientras que cínicamente, so capa del respeto,
se da rienda suelta al libertinaje sexual, a la mística de la pseudotransa o
abiertamente se premia el mal, el cual sale adelante victorioso, triunfante,
impune: es decir, en un cuadro donde la virtud no resulta premiada y el vicio no resulta
castigado, sino inversamente, penada la virtud y recompensado el vicio.
Por lo que hay que insistir en que la
trasgresión de la Ley, más allá de sus formulaciones dogmáticas o por mero
hábito, entraña una especie de desarmonía de la personalidad, una
insatisfacción que más que llamarla simplemente neurosis habría que caracterizar
primero como una doblez del ánimo, que es el gran dato de la filosofía
contemporánea: es decir, como una alienación o enajenación, la cual
técnicamente puede describirse como una doble oscilación o desequilibrio
onto-axiológico en el hombre, o ciclotímia; en una palabra, bipolaridad, como
también se le conoce, y a lo que habría tal vez que llamar con su antiguo nombre:
endemoniamiento, donde el hombre se ve esclavizado por la falta, por la culpa,
por la transgresión; es decir, por el pecado, pues el vencido queda bajo el
poder del que lo vence, obedeciendo así el alma superior, moral, digna de
respeto y de consideración del hombre a los deseos del alma inferior, elevando al esclavo por arriba del amo, el
cual así obedece a tal espíritu menor e irrefrenablemente -con desmedro pues de
la moralidad, de la norma, de la Ley. Así, cuando se da la ausencia de una
política moral en una sociedad, se vive masivamente una profunda desorientación
, al grado de hacer pasar de forma malamente ideológica tales faltas como
convenciones relativas al tiempo, a la historia, como relativas a la época, e
incluso como respetables tales conductas, en una palabra, y al hacerlas
admisibles moralmente realizar la obra de la noche y de la lobreguez, donde
todos los gatos resultan pardos… por encerrados en el oscurantismo… y todas las ovejas negras... por prisioneras
en el revuelto río de los cuerpos... Propuesta temerariamente ideológica, por
lo demás, que tiene como coralario lógicamente necesario la exclusión social, como repito, de aquellos que se salgan de tal
norma de uniformidad propuesta por tal
permisivismo, creándose así una indistinción más bien despótica, niveladora
hacia el extremo más opaco de los tonos grises... donde en el fondo se repudia
el universalismo de la Ley moral para dar rienda suelta al particularismo introvertido
de los hombres dormidos; es decir, para liberar el subjetivismo rampante que
acosa y presiona tan pesada cuan tectónica y peligrosamente a nuestro tiempo -haciendo
así creer que es neutral la conducta réproba, o deciduamente aplaudiendo o
permitiendo la baja moral de las aberraciones de comportamiento -ya sea de homosexuales, sodomitas o pederastas-,
por no querer ver lo que tales costumbres tienen de enajenación, de falta o de
transgresión de la Ley, es decir de actos vergonzosos y reprobables, social e
incluso metafísicamente, sujetos por tanto a reprobación e incuso a castigo teológico.
No es insólito que surjan airados defensores de una moral más permisiva,
abierta, o como quieran llamarla, pero a la vez injurgitando dentro de sus actitudes un ánimo
también doble, por dubitativo, que quisiera curarse en salud, diciendo que
tal tolerancia y permisivismo no los hace a ellos sodomitas u homosexuales...
cosa que puede ser cierta... empero, se pude objetar, si nos los vuelve
degenerados si en cambio los vuelve otra cosa: los vuelve tarugos, por hacerse vilmente patos...o mejor
dicho, ciegos al hecho fundamental de tal empresa, pues lo que ahora se fragua abierta y masivamente es la idea de ir borrando la religión de las mentes y de la
conducta de las personas, para ser sustituida por los falsos ídolos de nuestros
días, por las místicas inferiores y por las falsas filosofías del éxito a
expensas del prójimo y del triunfo del narcisismo individualista, omitiendo lo
que la Ley señala: que lo contra-natura no significa otra cosa que la división
o escisión de la naturaleza humana, poniendo en pugna partes de ella, creándose
por tanto un desequilibro, una oscilación y desarmonía, una psicosis y una
profunda insatisfacción en el infractor, íntima, secreta, de desprecio y odio a
sí mismo… pero también a su derredor, cuya caracterización no sería otra que la
del nihilismo, de temibles consecuencias sociales, en parte insospechadas...
pero también metafísicas.
A lo que se ocurre si puede ser la moral autónoma;
quiero decir, fundada en la mera razón y sin apelar a la tradición. El fundamento del juicio moral no puede ser
otro que el suyo propio, el que le pertenece en propiedad y exclusivamente: el
de poderosas tradiciones, que a la vez fundan sociedades de fe trascendente...
en evidente choque con las sociedades modernas inmanentistas, forjadas por el
ideal de progreso –y tan progresistas como decadentes y ateas, sin idea de Dios
y de la metafísica o del más allá... pero no sin intuición de la ley moral.
Porque la Ley moral es consustantiva al hombre por una exclusiva suya derivada
de su esencia: la del homo religiuosus, esencialmente derivada del hecho de ser
criatura y de su finitud, siempre presente de alguna manera, tanto en la
cultura como en los sujetos individuales, aunque trastornada por las místicas
inferiores y las disimuladas herejías contemporáneas -enmascaradas en nuestro
tiempo bajo la forma del frenesí por la novedad que se desgasta en el instante
efímero, o que vuelve a los cultos más cuestionables del paganismo arcaico.
De acuerdo a la antropología filosófica,
siguiendo las ideas morales de Einstein, puede decirse que las convicciones
determinantes de nuestra conducta, que los fines fundamentales de la humanidad,
difícilmente podrían fundamentarse solamente en la razón, sino que se derivan,
cimientan y justifican no sólo cordialmente, sino apoyándose en poderosas
tradiciones, como decía, que influyen directamente en las aspiraciones de los
individuos y en las decisiones de los hombres; su razón de ser no viene así de
una justificación racional, sino de la revelación intuitiva o del ejemplo dado
por personalidades vigorosas o extraordinarias y más que pedir una
justificación racional demandan que se intuya su naturaleza simple y claramente
-lo que no implica que los principios éticos carezcan de un fundamento
psicológico respecto de las relaciones que el sujeto tiene consigo mismo y con
el prójimo, conocimiento y crítica que puede ayudar a mejorar las relaciones
humanas, espiritualizando tanto los sentimientos éticos como la emoción
religiosa auténtica y la vida social y la relación con la naturaleza en su
conjunto.
Se trataría así del valor práctico de la
religiosidad ilustrada, cuyo propósito esencial sería liberar al sujeto de los
deseos meramente egoístas, de los grilletes de las ambiciones y de la
servidumbre de los deseos, dejando el campo abierto para que el individuo y la
comunidad se entregue a pensamientos, sentimientos y aspiraciones más elevadas
y de valor suprapersonal, que es justamente la participación en contenidos
espirituales, y que están ahí, dados por la tradición, depositados en las obras
de arte o en personalidades de excepción, que como faros marinos que iluminan
el camino en la borrasca por la fuerza de su significación irresistible, por
revelar y dar coherencia al universo como un todo armónico, como un orden
sublime de significación maravillosa -contrarrestando así la decadencia moral
en que estamos inmersos, sustituyendo así los principios humanitarios, la
comunión en el sentimiento fraterno ante la alegría y la aflicción, al
principio rector de nuestros días, derrotista, decadente y pesimista, que es el
de la falsa filosofía del éxito y del triunfo individual a toda costa.
Filosofía falsa, en efecto, pues lejos de
estructurar a la sociedad como a una orquesta da pie más bien a enfilarla como
un campo de batalla, donde se da una lucha implacable a expensas del prójimo,
como algo que nace de la ambición personal y de las locuras cultivadas del
consumo y del materialismo, actitudes motivadas tanto por el miedo al rechazo
como por las presiones sociales de aprobación (todo lo cual se intenta
justificar haciendo creer que tal situación es inherente a la agresividad
innata del ser humano en su lucha por la vida, pero que en realidad presiona al
individuo a una retrogradación donde imperan las fuerzas hostiles del alma inferior:
el instinto, la tendencia o el mero impuso, egoísta, individual o gregario), lo
cual lleva al predominio del innoble espíritu de competencia y a la destrucción
de todos los sentimientos de cooperación y fraternidad, llevando al pensamiento
mismo a un predominio de lo práctico utilitario (la eficiencia) y extendiéndose
tal espíritu de manera asfixiante sobre el ambiente social, o como una terrible
helada en la consideración mutua entre los hombres, dándose as{i el sólito
fenómeno, hoy vuelto moneda corriente, del desconocimiento estimativo y
práctico de la persona humana en cuanto tal.
Todo lo cual expresaría el fondo del fondo de
la crisis de nuestro tiempo: el no tener los valores morales de la tradición
religiosa una operatividad real en nuestro tiempo, seguidos cuando lo son por
mero habito y sin fe viva -y el no verse aún con claridad las personalidades
vigorosas y ejemplares que vengan a recrear y a hacer presentes y vivos esos
valores morales, trascendentes, intemporales y eternos.
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