Texto de José Gaos[1]
Es uno de los hechos característicos de estos nuestros tremendos días,
no sólo el de la intervención de los intelectuales en la cosa pública, no sólo
su dedicación a ella, su absorción por ella, sino el de proclamarse el deber de
que están de hacerlo así. Por el movimiento fui arrastrado, por la proclama
convencido también yo. A ello se debe mi transtierro a México
-permítanme usar una vez más un término que se ha encontrado tan justo que ha
hecho fortuna. No estoy en manera alguna arrepentido de una conducta que estimo
como uno de los timbres de honor que me ha sido dado alcanzar en la vida, pero
he llegado a pensar que se ha ido, que hemos ido demasiado lejos: simplemente
esto, que hemos ido demasiado lejos, pero esto sí, resueltamente. Lo llegué a
pensar el día en que creí darme cuenta de la razón profunda, y en parte no
razón, sino sinrazón, del doble hecho a que me estoy refiriendo. ¿A qué se
debe, en último y radical término, la intervención de los intelectuales el la
cosa pública, su dedicación a ella, su absorción por ella, el proclamar como un
deber el de hacerlo así? A una doble convicción, a una doble fe. Primero, a la
convicción de un arreglo inminente y suficiente, si no definitivo o total, de
la cosa pública, de las cosas humanas, si, y es lo segundo, interviene, coopera
la razón, cuyo órgano sería la intelectualidad. Es decir, una fe, por una
parte, milenarista, es decir, del tipo de la fe de los cristianos
primitivos en la vuelta de Jesús dentro aún de la generación del presente, o de
la fe de los hombres del milenio en la simultaneidad de éste y del fin del
mundo, o de un cambio radical y decisivo en el curso del mundo. Y una fe, por
otra parte, racionalista, o sea, todavía del tipo de la fe que animó la
modernidad toda, a saber, la historia moderna desde sus orígenes en plena edad
media hasta nuestros días, al parecer. Pues bien, menos que nadie el
intelectual puede tener hoy ninguna de ambas fes, por paradójico que paresca.
Porque si a alguna conclusión convincente ha llegado la historia de la propia
intelectualidad moderna, es la doble conclusión de la perfectibilidad a lo sumo
paulatina de lo humano, conclusión alcanzada ya por la sabiduría tradicional de
la Humanidad antes del racionalismo moderno, y de los límites de la razón,
conclusión peculiar del propio racionalismo moderno, que ha acabado, pues, en
el reconocimiento de su autolimitación. Por eso he hablado de fe. En vista de
esta doble conclusión, el intelectual no debe abandonar totalmente por lo
público sus objetos privados, sino todo lo contrario: debe, en medio de las más
tremendas convulsiones públicas, tener el heroísmo, peculiar a él, de no
abandonar sus objetos privados. No es posible, es ingenuo, esperar a que las
cosas se arreglen, para ponerse a trabajar o volver a trabajar. No, hay que
seguir trabajando, aunque no se arreglen, aunque no hayan de arreglarse en los
términos inminentes y decisivos que acabo de criticar. Después de todo, así es
como parece que trabajaron los intelectuales de otros tiempos -y en la
imaginación se enciende la figura de Arquímides, a quien el sitio de Siracusa y
su intervención en él, no apartaron de la absorción en sus privados objetos,
hasta el punto, de muerte, bien conocido. Sin que sea la única figura que en la
imaginación se enciende. Los intelectuales de otros tiempos no esperaron a que
las cosas se arreglasen. Si hubieran esperado, nada hubieran hecho, puesto que
ya vemos cómo las cosas no se arreglaron. Los intelectuales de otros tiempos
trabajaron en medio de las emigraciones causadas por el avance de Persia sobre
Grecia, de la Guerra del peloponeso y de la decadencia de Atenas, de las
invasiones de los bárbaros, de las guerras de religión, a la víspera y al pie
de la guillotina. -Mas he aquí sobrevenido una vez más uno de esos entre dos
guerras que jalonan de paz, tranquilidad, felicidad, progreso relativo la vida
de la Humanidad sobre la Tierra. Ah, entonces se celebra a quienes en los días
de los temores y temblores, superándolos, prepararon los ingredientes, desde
los más egregios a los más humildes, de los días mejores, preferibles;
verdaderamente justificados. No nos dejemos desconcertar, en suma, por los
alaridos que puedan proferirse contra el entretenerse en caricias, o el perder
el tiempo con el tiempo, cuando la vida es toda ella una pura aspereza, lo
opuesto por excelencia a la caricia, o cuando los tiempos urgen -porque los
tiempos urgen a otros en que quizá sea dable encontrar en la caricia una de las
cosas que vuelvan a hacer la vida vivible, y entonces se volverá la vista con
gratitud a quienes, en medio de las asperezas, prepararon el afecto y el goce
de los nuevos días. Como los intelectuales cultivadores de las ciencias
naturales no han dejado de buscar y encontrar las penicilinas a pesar del
sinsentido momentáneo de esforzarse tras medios de vida en medio de semejante
esfuerzo de muerte, los intelectuales cultivadores de las disciplinas del
espíritu no deben dejar de esforzarse tras medios de hacer la vida más
comprensiva, más suave, no digo más humana, porque tan humana pare la
inhumanidad como la humanidad, y quizá todo el problema de la vida humana estribe
en hacerla menos inhumana, haciéndola más humana, como quizá no dejemos de
tener ocasión de comprobar en estas conferencias. Volvamos, pues,
tranquilamente hacia su tema (y la 4a justificación).
[1] Apéndice
a 2 exclusivas del hombre. Archivo José Gaos del IIF. Carpeta 99-A (folios
19632-19635). Para el Vol. III de O.C. . Fragmento.
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