I
Hay diversas maneras de
heredar el pasado; la más peligrosa de ellas es ignorándolo, pues ello equivale
a repetirlo, y de repetirlo bajo su peor manera, que es la de la vuelta de lo
reprimido. Porque ello expone a una imitación servil, no creativa, acrítica y
perfectamente mecánica e inconsciente.
Así, lo que se ha
imitado servilmente y sin reflexión alguna en México han sido al cabo del
tiempo las debilidades novohispanas, sus barrocos enredos, sus matriarcados de
salón y también su soterrado libertinaje, homologando al partido, la corte y la
universidad en una burocracia de mandarines que por instinto de predación
rechaza los modos coloniales y sus más acendradas virtudes: la educación
esmerada, los ideales de caballerosidad y de urbanidad, confundiendo llanamente
la Conquista con la Colonia y, resentidos por la pérdida de la independencia
nacional que ellos mismos provocan en sus alianzas globalizadas, negando
incluso su misma existencia histórica de innumerables afanes evangelizadores,
estéticos y constructivos, postulando en su decimonónico historicismo incluso
su de-construcción mental, en un abigarrado sistema de sustituciones que no
puede calificarse sino de ruinoso.
Su fruto has sido el de
una sociedad a la vez jerárquica y absolutista, pero arbitraria, profundamente
demagógica y autoritaria, cerrada sobre sí misma como el Sphairos parmenideo,
donde de lo que es sólo puede predicarse eso, que es, y de lo que no es, pues,
nada, que no es.
Su diferencia más
notable con respecto del mundo Novohispano es la sustitución de la religión por
una ambigua utopía protestante, luterana, del trabajo bien asalariado y del
hedonismo del tiempo libre que se embadurna el metafísico rostro de lenguaje
socialista –minando en su raíz misma la esencia de los social: la virtud de la
piedad, de ese interés activo, humano, por el otro. Época de indiferencia en
materia religiosa ha sido la nuestra, es verdad, que para llenar un vacío, muy
a lo barroco, ha pretendido curarse sustituyéndola con las doctrinas que divinizan
lo social dando a la vez la impresión de grandiosas síntesis totalizadoras,
siendo por tanto inmunes a la razón y a la crítica y confundiéndose todo el
tiempo con el fundamento, necesario a toda cultura, metafísico y
filosófico-religioso. Es decir, su diferencia más notable es la intromisión de
un socialismo de estrelleros y que rindiendo un oscuro culto al milagro asume
su muy cuestionable materialismo como una droga, como un excitante, como una
mística degradada resuelta muchas veces o en la cerrazón ya no digamos ante la
razón, sino ante la misma realidad, o en la histeria colectiva. Se trata,
efectivamente, de una sociedad inmanentista, sin fe religiosa, más no carente
de fe: depositada en esa razón contradictoria y dialéctica que es la “razón
histórica”, a la vez una y cambiante, que en su juego de negaciones y
negaciones de las negaciones no llega sino afirmar la fe en lo inconsciente o
en lo irracional, dejándose entonces el sujeto de la historia arrastrar con
mucha facilidad por las afecciones primarias de la animación humana: por los
instintos, por las tendencias, por los impulsos, estando obnubilada la
naturaleza de su voluntad por el chancro del “noscentrismo”, que igual se
revela en un gregarismo zoológico, que en el culto a la personalidad del
jerarca o del mezquino ego.
II
Así, la fusión de la
idea y del poder, que en la Colonia fundaba la autoridad del príncipe, en un
principio a la vez religioso, clerical y monárquico, adopta ahora las nupcias
de la ideología dominante con la administración, depositando lo mismo en el
académico disidente que en el artista revolucionario o en el rebelde aplaudido
lo que otrora fuera la función sacerdotal –cuyo culto hoy en día no es otro que
el del materialismo inmanentista de las condiciones económicas de la
existencia, en una especie muy sobada de historicismo postmodernista de corte
más bien cínico e inmoral, en el que se transforma el absolutismo novohispano
en totalitarismo futurista, orweliano, es decir, en religión de Estado, donde
el Big Brother, bajo la forma de un nuevo Tlatoani prehispanisante de
preferencia, no quiere ayudarnos como nuestro hermano, sino mandarnos como
nuestro padre, bajo la forma del imperialismo voluntarioso, autoritario,
emprendedor, de una conciencia.
Mundo sin caballerosidad,
ya lo he dicho, donde reina el tuteo y el codeo público, el cantinflesco “joven, joven” o la incontinencia de la cargada o el “ahí te
voy”… Pseudoreligión, pues, resuelta en una mística de la pesudotranza,
alimentada por ambiguos “relatos del mercado” productos de la publicidad, de la
tecnocracia y de la modernidad, donde conviven felizmente a manera de oscuros
mitos fundacionales los paisajes flácidos de Salvador Dalí con las warholinas
conservas de la Campbell´s, las imágenes multiplicadas de Frida Kahlo con las
ilustraciones magnificadas de Diego Rivera o los masivos murales estridentes de
Alfaro Siqueiros –pero no más.
Estado laico, pues,
concebido muy a la francesa como antirreligioso, en franca contrariedad con una
sociedad laica mexicana mayoritariamente creyente, religiosa, católica, al que
le es preciso fundamentar las nupcias entre el poder y la idea en una especie
de secularismo profundamente ideológico, dividido entre el ser social que
determina a la conciencia (la presión social y la adaptación al medio) y el
ideal moderno del progreso, de la técnica fundada en la ciencia moderna de la
naturaleza, que se condesa en la ideología positivista –resueltos ambos en un
economicismo de control social nada transparente, cuyas raíces se remontan a la
razón histórica del hegelianismo triunfante (que es, como se sabe, la marcha
del espíritu absoluto a la perfecta conciencia de sí mismo en su despliegue) y
donde convergen tecnocracia, publicismo y vanguardia, que son los brazos
abrazados de la postmodernidad –y que en México se expresa con el fervor
barroco de las reglas, los protocolos y los inanes formalismos.
Ortodoxia
pseudoreligiosa, es cierto, en cierto modo autocontradictoria, al no basarse en
un principio inalterable, sino en el cambio, en el progreso técnico, en la
historia, pero cuya dogmática a la vez no puede sino expresarse como una
deformación y negación del principio moderno de la libre coexistencia de las
ideas, de la libre discusión, de la crítica y la autocrítica: el autoritarismo.
III
Sociedad, pues, que se
adelanta… hacia atrás… hacia el absolutismo de arcaico cuño Colonial y de ahí,
a pasos contados, hacia el idealizado Tlatoani de una ensoñada
Roma-Tenoschtliteca –y todo ello comandado bajo el dogmatismo de la historia y
de la ortodoxia socialista, donde se prohíja una burocracia de mandarines sin
confusianismo, de confusos predadores amorales y de resentidos éticos,
ignorantes e indiferentes en materia de religión, pero donde se sigue viendo
como una insolencia la crítica a la autoridad o a los representantes (no del
pueblo, sino de la autoridad, del príncipe), homologando a los disidentes, por
vía de la promoción o de la negociación, a la uniformidad del pensamiento
oficial, pensamiento único posible, dando como resultado una autoridad tan
balín como blindada por el prestigio de las instituciones, y a la vez tan
intocable cuan impune –en una especie de onanismo del sentido meramente
existencial, donde los hechos se validan sin razón de ser, en su pura y nuda
existencia.
Su resultado, no una
visión del mundo, mucho menos una filosofía, sino la imposición de una realidad
cada vez más ruinosa y caótica, de un submundo subsumido en una sociedad de
consumidores y de civiles rastacueros, saturada por la ignorancia rentable, por
inversión conceptual de la mediocridad y por la rastrera abyección. Su
resultado no puede ser más patético y contradictorio, pues su pluralismo es un
particularismo, su socialismo un individualismo, su disidencia una conformidad
y su religión un conformismo: nido para que medren lo mismo el mediocre que el
abyecto, el libertino igual que el invertido, la araña que teje naderías con la
rata metida a director, el burro metido a pedagogo y el zopilote a redentor...
en una antesala del caos que embadurnándose el rostro con un lenguaje
decimonónico champurrado de positivismo y socialismo mina en sus raíces la
esencia misma de lo social, sustituido por el interés de la predación
competitiva, por el de monopolio de los privilegios burocráticos, de mandar e
imponerse sobre otros de alguna forma o de ser venerados.
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