La explicación de la moralidad se daría por
las relaciones ético-metafísicas con el ser, propio y ajeno (el amor infinito
como deseo de presencia, y de presencia infinita) y con el no-ser (el odio, no
menos infinito, aunque de signo contrario, como deseo de inexistencia, y de
ausencia radical de la persona, ajena o propia, como voluntad ya de
encubrimiento, de olvido o de aniquilación). La cacodemonología antiteológica
postularía así un error, pero radical, entre las satisfacciones, prefiriendo a
las más altas espirituales y sociales o altruistas las más bajas sensibles y
egoístas, o las más bajas e impuras, la de los placeres propiamente perversos y
de los odios demoníacos, las satisfacciones demoníacas de los malhechores o de
los inicuos, que por más que puedan resultar si no altas si al menos profundísimas,
resultan también impuras y en definitiva bajas.
Hay que agregar que en el hombre conviven,
como dos hermanos enemigos y en pugna, tanto un deseo de salvación, de
salvación, de integración el ser absoluto, como un deseo de extravío, de perdición,
como un deseo de nihilidad, el cual frecuentemente toma las formas de la fuga
del centro radial axiológico de la persona, de su propia alma, en una tendencia
hacia la despersonalización, de extremosidad y excentricidad, radicalmente
tóxica –así, cuando el hombre ya no puede o ya no quiere creer, se refugia en
el alcohol, en las drogas, en el peyote, en el resentimiento de la lucha sin
clase o en la histeria colectiva, siendo dominado el sujeto por sus fuertes impulsos orgánicos y por sus tenencias biológicas instintivas -en una clara retrogradación hacia la animalidad.
Una
muestras de ética contradictoria, y en este sentido luciferina, demoníaca, la
encontramos en las aspiraciones sociales de nuestro tiempo, que prometen la
liberación del ser humano por medio de una libertad o descendente o irresponsable
–odiando con ello, pues, la libertad, que sólo la saben usar para degradarla o corromperla.
Porque al presentarse muy socialmente como igualitarias e imparciales en el
respeto a toda opinión, a la vez no toman en cuenta el valor moral de las
personalidades individuales, mostrando con ello más bien una complicidad con la
ceguera moral que falsifica el socialismo –pues es precisamente el respeto y la
estimación de las personalidades individuales, de las personalidades ajenas, la
condición previa para la armonía social entre ellas.
La introducción del principio de ignorancia,
que va del desconocimiento al franco desprecio de las personalidades ajenas por
parte del grupo cómplice o de alianzas convencionales, así como el
desconocimiento de la persona en general, no deja de expresar una ignorancia,
perfectamente in-científica, respecto de los factores que posibilitan la
felicidad humana, que es su fin propio; es decir, se trataría llanamente de una
ignorancia respecto de la humanidad misma –no pudiendo resultar por tanto tales
éticas armónicas, específicamente altruistas, sino esencialmente egoístas (tal
y como sucede en las metafísicas materialistas del positivismo),
desequilibrantes de la armonía del sujeto por tanto, que requiere de la
armonización no sólo de sus placeres o satisfacciones egoístas(estudiar, leer,
escuchar música, paladear manjares), sino también de sus satisfacciones
altruistas o con el prójimo -pues el hombre, como los socialistas
convencionales no han dejado de repetir insaciablmente embadurnándose el rostro
con tal retórica, es esencialmente un ser social, menesteroso por tanto del
desarrollo y realización de sentimientos no sólo del mero eros erótico o
burdamente biológico, sino también y más esencialmente aún de sentimientos
espirituales, como es el de la fraternidad (agape),
el de la solidaridad en la alegría y en el dolor del prójimo o el de la piedad cristiana
(caritas).
Todas las éticas, que son de hecho
eudemonistas y hasta hedonistas, reconocen como el fin del hombre la felicidad.
La felicidad y el placer deben ser entendidos en toda la extensión y
comprensión posibles, es decir como satisfacciones, que van desde la sensible
más grosera hasta la espiritual más refinada y profunda. Tal hecho exige
calificar y graduar las satisfacciones y a reconocer que las de valor sumo son las
satisfacciones espirituales de las personalidades individuales perfectas o armonizadas
consigo y entre sí (de ahí la importancia de las místicas ascendentes y de las
comuniones de fe), donde la calificación se subordina a la graduación, pues las
satisfacciones cualitativamente mayores resultan las mayores de todas –sin
dejar de reconocer por ello de las contrariedades de cada individuo y entre los
individuos, pero justo con el intento de superarlas, pues la perfección y armonía, ya no digamos de las
personalidades entre sí, sino ya de cada una consigo misma, no puede sino ser
obra ideal de esfuerzo paciente, histórico, de progreso moral.[1]
[1] Ver Tres Notas Sobre
Ética Por José Gaos. http://unicorniodelana.blogspot.mx/2013/10/tres-notas-sobre-etica-por-jose-gaos.html
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