I
Meticuloso
observador imperturbable, el maestro José Luis Ramírez ha sabido enfrentar tato
los complejos de la psique humana como sus epifanías. Con las armas
estéticas de la reflexión el pintor se sumerge ahora en una doble reflexión, a
la vez profunda e impecable, la cual versa simultáneamente sobre la naturaleza
elemental del agua y sobre la naturaleza espiritual del alma humana. A partir
de la descripción pictórica concreta del cuerpo humano el artista ha ido
examinando detenidamente sus reacciones al tomar contacto con el agua, tanto en
su relación con la figura femenina y masculina, en una meditación sobre el alma
humana que se despliega entera a partir de la escena, solitaria y reflexiva, en
que el cuerpo mismo es purificado por el agua.
Las
escenas que el pintor nos pone directamente ante los ojos reverberan entonces
de un contenido a la vez concreto y simbólico, presentándose el agua
inmediatamente como espejo, como el mágico lugar de las apariciones que nos
llama para citarnos cotidianamente con nosotros mismos –aislándonos y
alejándonos, aunque sea por un momento, de los otros y de la baraúnda del
mundo, de sus dichas, desdichas y de sus desencantos, no para hundirnos en la
inmanencia del ser y de la inquietud existencial, ese confinamiento que es
olvido de la luz, sino para zambullirse en ella con el alma entera y salir al
mundo de nuevo otra vez fortificados.
El tiempo
es un río que resbala por un cauce inmutable de roca, que es lo eterno -sin
embargo, en la contingencia de su mortal carrera, el tiempo va dejando sobre la
superficie del cuerpo las huellas de su paso por la fricción del tropel de las
arenas. Así, en los recovecos de la psique humana quedan también grabada la
memoria del agua detenida, lastrada por el fango de la vida, por el lodo que
se mezcla en los actos del deseo terrenal, que estancan al alma en los
pantanos de las energías inconscientes, donde queda apresada por los excesos
destemplados, por las motivaciones secretas y desconocidas del vegetal dormido
o del demonio y el animal que nos habitan.
La
reflexión es un tipo de pensamiento: es hacer balance del día por así decirlo,
o de una etapa de la vida; es poner nuestras acciones en el centro, por medio
del recuerdo y verlas en esa caja de cristal reflejante, para juzgarlas; es en
principio mirar reflexivamente nuestro propio comportamiento. Lo importante
entonces, como en todo pensamiento, es dar con la formula justa, quitar la paja
del grano, analizar, dividir, aislar, y poner en términos claros una situación,
o una acción. Es poder decir: ah, así fue, fue por esto o por aquello que actué
de tal o cual manera -pero verlo con toda precisión, y
entonces poder ver cómo es que pasó tal o cual cosa, aceptándolo con toda objetividad.
La
reflexión, es tipo de pensamiento donde nos miramos a nosotros mismos para
hacer un balance de las acciones del día o de la vida, equivale entonces a un
baño que nos purifica por el fuego, que nos empapa enteros y que nos lava al
mostrar lo que hay en nuestra pisque de tierra reseca y resentida, de marisma,
de estanque o de pantano, al contemplarnos a partir de la frágil desnudez de
nuestros cuerpos solitarios. Y así, sin protección, ajenos otra vez a las
vestiduras y a las galas, como fuimos una vez en el origen y cual seremos al
final de la carrera., nos encontramos a nosotros mismos frente al espejo de
nuestro propio pensamiento, completamente inermes, desnudos de armaduras, de
máscaras y afeites. Reflexión cotidiana y diluida que pasa como sin
querer frente al espejo de los propios ojos y que de pronto, sin embargo, se
vuelve colectiva por virtud de los ojos del artista.
Y es así
que nos volvemos a ver otra vez y nos pensamos nuevamente al mirar de frente
los tatuajes que imprime en la piel el tiempo vencedor. Reflexión
pictórica, pues, que desde la ducha exhibe lo que hay en el cuerpo solitario de
voluminosa pesantez, de dura tierra, de plomiza piedra que el pecado herrumbra
y el silencio domestica, de erosionado desgaste pertinaz donde se marca el
declinar de sus turgencias, su pérdida de energía, su fatal agostamiento, esas
pruebas del tiempo y materia que menguan y humillan la condición humana.
Pensamiento también que revela el espacio donde se muestran nuestras alas y las
posibilidades de nuestro espíritu en lo que hay en él de ingravidez y de
vaporoso vuelo aéreo. Pintura compleja de la José Luís Ramírez
caracterizada por su amplia gama de matices, que exhibe también lo que en
el cuerpo humano hay de acción por medio de la representación de la luz del
calor corporal. Baño de fuego, pues, que condensa en los ojos del artista lo
que hay en su ablución de energía viril, de rayo o del relámpago, para traer
vida y salud. Baño estético redentor también, pues el agua que cae de sus cuadros
como la lluvia que al mojarnos nos humecta pasa, llevándose del cuerpo el polvo
de los días, para así rejuvenecernos al borrar en su fluir nuestras
angustias.
II
Así, el
agua que fluye, densa, desde arriba, es detenida y suavizada en la visión del
pintor, quien nos muestra con detalle su peculiar naturaleza a la vez elemental
y envolvente, líquida y masiva, que recorre humectando el cuerpo no menos que
la psique humana para dejar al paso de su rítmica carrera el recuerdo de un
centro de paz y de una estela de luz, la memoria de la fuente primordial y del
manantial primero de donde todo nace, para rejuvenecidos volver nuevamente a la
vida. Todo ello por virtud de la reflexión del pintor, donde se combinan sin
confundirse la doble naturaleza simbólica del agua, desplegada en dos
vertientes rigurosamente opuestas que se entreveran en dos planos simultáneos.
Por un lado, la visión del agua como voz y lluvia poderosa, que fluye
desde arriba, como una semilla uránica tocada por la luz ígnea del cielo,
adoptando por ello el valor potencial del pensamiento, del fértil logos, del
verbo generador, apareciendo entonces como un agua seca y de luz que conlleva
las virtudes purificadoras del entusiasmo y del valor, de la audacia, de la
generosidad y de la nobleza: es agua fecundante, en cuya fuerza primaveral se
detecta su búsqueda insaciable del agua húmeda, del agua fértil de la creación,
para ser engendradora –limpiándonos con ello de la ira, del odio y la crueldad,
de la venganza y de la fuerza despótica. Por el otro costado, aparece a su vez
el agua blanca, tocada por la luna, que nace de la tierra para asegurar la
fecundidad, que se vuelve solidaria de las energías femeninas de lo envolvente
y pasivo: es el agua quieta, cariciosa y sentimental, ligada por tanto a los
placeres sensuales que promueven la ternura y la receptividad, pero también la
compasión y el perdón –lavándonos con ello de los vicios de lo indiferenciado,
del fanatismo, de la desidia e inmoralidad que conllevan sus fuerzas
inferiores.
La
ambivalencia simbólica del agua aparece entonces en la reflexión del artista
bajo el diapasón de las expresiones psíquicas de pesar o turbiedad, pues el
agua que es lavada por el agua también purifica a la figura masculina del
vértigo que engendran las fuerzas ígneas y volátiles del pensamiento, de la
ceguera que las extravía en lo informal, en las posibilidades de lo meramente
virtual, en la infinitud inane de lo ideal, donde al conjuntarse todas las
promesas de desarrollo sobre la masa indiferenciada del cuerpo amenazan en su
onanismo con la reabsorción del hombre, con disolverlo totalmente en el
contingentismo de lo meramente posible, sucumbiendo entonces por ardor bajo el
poder del agua quemada o del volumen transparente.
El agua
fluida afecta por su parte a la figura femenina por medio de la psique
inferior, tendiendo a la disolución del río que al derramarse solamente hacia
la altura del abismo, se pierde en el mar. Doble riesgo, pues el agua homogénea
tiende a extenderse horizontalmente y a reposar pasiva, volviéndose así
entonces cárcel envolvente que sujeta a su presa para apropiársela; o que cae
en la molicie del cuerpo, por amor de la pura sustancia transcursiva o de la
mera exterioridad de las arenas, para coagularse entonces en las aguas ancladas
y añubladas del estanque. Materia prima, poder cósmico del océano de los
orígenes, el agua entraña así el peligro de perdernos en el caos sin cubre de
la indistinción primera.
La tierra es fría como el agua y seca
como el fuego; el aire es húmedo como el agua y caliente como el fuego. El agua
en cambio es fría y húmeda, pero
tiene algo del aire y algo de la tierra; del aire cuando adopta fuego para ir al cielo, de la tierra cuando el agua le da su humedad para que de la vida -porque los elementos participan unos de otros y girando están en continua
rotación. Río bañado, pues, donde
se alían el agua de fuego con el agua de la tierra para hacer descender la
gracia de las aguas superiores y elevarnos luego hacia las nubes, y para
estabilizarnos también al aterrizar en las posibilidades formales de la
concepción, desembocando los ríos en los lagos femeninos, cuyos frutos de
fertilidad y pureza son también los paisajes de la sabiduría, de la gracia y la
virtud. Pintura, pues, que como el agua del caos y del principio nos lleva por
un momento a las faces pasajeras de regresión y desintegración del cuerpo, pero
que conduce finalmente en su proceso a un estadio progresivo de reintegración
del cuerpo y regeneración del alma humana.
Así, el
arte de José Luis Ramírez nos conduce también por una serie de sensaciones
agradables al conectar con el fluir dichoso de los movimientos internos
corporales, reavivando el invisible mar que nos habita con todas las
fluctuaciones de sus deseos y sentimientos. El agua aparece entonces como
fuente de fecundación del alma que anima el río interior de la existencia
humana –para entibiar el hielo duro y la falta de calor del alma dura y
estancada, ausente del sentimiento vivificante y creador.
Pasaje
momentáneo también por la oxidación del cuerpo seco y por sus impurezas, por
las vergüenzas del cuerpo y sus arrugas, manchado por el error, la imperfección
y la inconsciencia del espíritu, y que nos hace buscar, por la angustia ante
las tinieblas del mar profundo y las aguas inferiores del reino de lo
inconsciente, el agua de vida y la sabiduría regeneradora. Inmersión, pues, en
las aguas redentoras, que simultáneamente es muerte y vida, que al borrar la
historia da la muerte al hombre viejo regenerando al ser y nos prepara así para
un nuevo nacimiento.
Pintura, efectivamente, a la vez realista y simbólica, que en la narración de
una serie de imágenes concretas nos conduce por el camino de una suave
inmersión en la cascada con que comienza el día, por esa agua de lluvia que
tiene algo de rocío y de retozo -pero también de muerte simbólica y de bebida
saludable. Agua que combina la semilla del cielo y la sabia de la vida: el agua
de fuego con el agua purificante que es espuma.
III
Arte el de
José Luis Ramírez que manifiesta una gran sed por lo concreto, pero que no por
ello deja de ser extraordinario y manifestar lo trascendente. Arte, pues, que
al sumergirse en la profunda observación de la psicología humana infatigablemente
ha buscado un claro criterio de contemplación del mundo que se tambalea en
nuestro entorno, alejándose de las económicas abstracciones generalizadoras.
Riguroso oficio que en labor de ascesis, de maceración del cuerpo y
purificación de la carne, desemboca en una pintura que revela bajo el claro
prisma y crisol de su mirada, a través de la descripción narrativa de las
figuras más inmediatas, todo lo que hay en ellas de epifanía y de comunión con
la naturaleza de los elementos y con la vida toda que nos rodea.
Es así que
la función vivificadora del agua es retratada por los oleos del pintor para
volverla a impregnar de luz, convocando a los sueños vaporosos y evanescentes
de la infancia, pero también para convertirla en carne animada por el logos del
espíritu y por la orientación del sentido. Pintura que realiza una minuciosa
descripción del cuerpo bañado por el agua, que nos lo hace ver reflexivamente
al rebotar el pensamiento sobre el espejo de la psicología, haciéndonos ver el
alma humana con todo lo que hay en ella de vida, de fuerza y de pureza,
sintiendo así y haciéndonos sentir como es el agua cascada que cae sobre el
alma, como es que es remedio que se lleva el pecado y que nos lava y cómo
es que así reconforta el interior de la persona, haciéndonos saber por
último, no sólo lo que hay en el agua de sinsabor descolorido o estancado pozo,
sino sobre de fuente y de agua viva, de fuerza torrencial y de palabra
–abriendo con ello, a su manera, un manantial y un pozo de esperanza en las llanuras
de ese país de la sed que es nuestro cuerpo.
Reflexión,
pues, sobre la soledad del hombre, sobre el terrible desamparo que es ser
hombre, pero que a la vez y todo el tiempo muestra la presencia del agua
cotidiana y bienhechora, el agua de la regeneración periódica y primordial de
la vida, del amable líquido que nos purifica y que nos lava del insidioso polvo
del tiempo y del terco hollín de la caverna. Pintura, pues, que se piensa y se
refleja a sí misma en un arco líquido para volverse pensamiento y pausa, cuerpo
detenido, pero también caricia, espejo, espuma.
Durango, 13 de febrero
del 2013
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