“Y en la
infinidad de mi deseo
veo convertirse al mundo
en un enamorado mausoleo.”
Ramón López Velarde
“Donde está escondido tú tesoro,
ahí está también tu Corazón.”
Evangelio
de San Juan
I
Hay la creencia de que los durangueños antiguos, que los “inventores” de Durango, son de origen vascuense. Es
verdad. La “Segunda Conquista de México”, en efecto, tuvo lugar entre 1550 y
1590, al norte de las regiones dominadas por Cortés en el Nuevo Mundo. Como nos
hace recordar el humanista Héctor Palencia Alonso (Apuntes de Cultura
Durangueña, Universidad Juárez del estado de Durango, 1991), fue la
guerra más prolongada contra los indígenas del Continente Americano. Cuatro
décadas ensangrentaron la tierra y los libros historiográficos que relataron
esa guerra contra la “Gran Chichimeca”, contra la confederación de cuatro
tribus nómadas en el Norte de la Nueva España , constituida por hombres primitivos
y desnudos, pero aterradoramente valerosos, excepcionales arqueros y maestros
de la guerra de guerrillas.
La “Guerra de los Chichimecas” creó una nueva estirpe de gente, movida
antes que nada por los imperativos de
defensa, dando lugar a las instituciones
de las misiones , de los ranchos ganaderos y de los presidios. Al frente de
estos inmigrantes del norte estuvieron
los vascongados, hombres fuertes y de recio carácter cuyo origen, nos revela el
maestro Héctor Palencia, se localizaba antes que en España, en la región de Georgia, a orillas del Mar Negro
-algunos otros opinan que llegaron del
Cáucaso, aunque no deja de existir la sospecha de los que conjeturan que
provinieron de África o incluso específicamente del Sudán.. Ya Antonio Alatorre
ha escrito en Los 1001 años de la Lengua Española
(FCE, EL Colegio de México, 1989) que el pueblo Vasco se caracteriza por su
espíritu cerrado. Fueron al parecer escasamente permeables a la cultura
cristiana –pero también a la romana y a la árabe. Hay pruebas sobradas de que
se enseñaron a escribir tardíamente. Tales rasgos son sin duda muestras
caracterológicas de la independencia de un grupo humano, de su vigor y
autosuficiencia. Empero, junto con ello y la notable supervivencia del
pensamiento mágico-mítico, también han dado históricas muestras de cerrilidad
supersticiosa e incluso de barbarie.
Así, los modos altos y aristocráticos y los vulgares y apáticos de ambas
culturas hunden en el durangueño actual sus dos ramificaciones y sus nuevas
florescencias. En la metáfora del mundo como un microcosmos, la identidad
durangueña acaso debe empezar por comprenderse a partir de la síntesis de esas
dos pautas culturales.
II
Los antiguos indígenas creían que
en el Valle del Guadiana existía alguna deidad amenazante custodiada por los
temidos alacranes, más que frecuentes, superabundantes en la región. Lo cierto
es que la figura del alacrán ha sido no sólo pieza favorita de la orfebrería
durangueña. Los artesanos regionales incluso han sabido volverlos objetos de
“recuerdo” al congelar sus especimenes en formol o en silicón para
intercambiarlos en los “souvenirs” de mercado, ya sean los nimios
individuos o los sobresalientes ejemplares zoológicos, en toda clase de
presentaciones, desde la tequilera botella de extremo lujo hasta llegar al
simple llavero pasando por el imprescindible cenicero chabacano. El alacrán es
así un poderoso símbolo local, por lo cual
no es posible no escrutar en el abanico de sus ricos significados.
El alacrán se convierte en el
signo zodiacal en la figura del escorpión. Escorpio, en efecto, es el octavo
signo del zodiaco (23 de octubre-23 de noviembre), situando en medio del
trimestre otoñal, cuando el viento arranca las hojas quemadas y amarillas y
cuando animales y plantas se preparan para una nueva existencia. Se trata del
periodo de la existencia humana amenazada por el peligro de la caída o de la
muerte. Sus dos regentes planetarios no son otros que el aguerrido Marte y que
el plutócrata Plutón como potencia misteriosa e inexorable de las sombras, del
Hades o de las tinieblas interiores. Es
así, en primer instancia, un símbolo de fermentación y resistencia, de
dinamismo y de luchas, pero también de dureza y de muerte.
Hijo, pues, del tiempo de todos los santos y de la caída de las hojas,
Escorpio representa la época del año o de la vida en que la materia bruta retorna al caos
esperando que el humus prepare el renacimiento de la vida. Se sitúa así en el
cuaternario acuático, entre el agua primordial de la fuente (Cáncer) y las
aguas restituidoras del océano (Písis), correspondiendo a las aguas profundas y
silenciosas, que igual devienen las pútridas del quietismo que las lentas de la
fermentación y la contemplación en que se
fraguan los difíciles frutos del espíritu. Así, hijo de las aguas
residuales del océano, de las aguas profundas y silenciosas, el escorpión
encarna el doble símbolo del estancamiento, del absurdo, el vacío y la muerte,
pero también de la maceración –pues el ave de su libertar interna no despliega
las alas con facilidad más que en mitad de las tempestades más turbias.
El país de Escorpión resulta rojo o negro, en el que los analistas han
visto uno complejo sado-anal, debido a que su emblema gobierna el mundo de lo
físico corporal, especialmente los órganos sexuales y el intestino grueso En
efecto, el escorpión se encuentra desgarrado por la dialéctica creación-destrucción,
muerte-renacimiento, condena-redención, pues su clima propio es el de la
tormenta y su estado el de la tragedia
cuando el individuo arraiga meramente en las convulsiones de sus trabas o su
demonio salvaje interior se apega sólo
al gusto amargo de la angustia de vivir debatida entre las tentaciones del
diablo o la llanada de Dios. En su escorzo positivo puede alcanzar, empero, el
brillo azul dela turquesa que hace un canto de amor en el dominio de la batalla
o un grito de guerra en el campo del amor.
Escorpión vive de cualquier suerte en un mundo melancólico y de valores
sombríos, propios para evocar los tormentos y los dramas incurables de la vida
–incursionando incluso en sus zonas menos luminosas del sin-sentido, el vacío,
la muerte y la nada. Sus regiones son, pues, las del engaño, del tomento del
recuerdo feliz ausente, de lo insoportable, del olvido, del llanto quemante, de
la perdida de la calma, de la conciencia del pecado y la desesperación, e
incluso del resentimiento del dolor insoportable o del odio. Especialmente
aquel estatificado en la llana traición a lo humano, simbolizando ya para la Edad Media no sólo a
Judas a al mal en general, sino también a los judíos felones, apareciendo en
las banderas de los soldados que llevaron al Gólgota a Nuestro Señor
Jesucristo.
Se dice que el nativo del signo es tenaz y activo, enérgico y valeroso,
prudente y previsor. En un par de palabras: dueño de si y calculador. A ello
hay que sumar sus características más negativas: el ser vengativo y envidioso,
irritable y vanidoso hasta el extremo del odio mortal contra sus competidores
reales o imaginarios.
Para algunas culturas está asociado al elemento masculino y por lo tanto
al clítoris que representa la segunda alma o “alma macho” de la mujer, el cual
al ser extirpado da una suerte de hembra furibunda y feroz, que por una especie
de inversión se vuelve toda ella falo o escorpión. En el mundo griego es el
amuleto de la virgen cazadora Diana, pues venga a Artemisa al picar en el talón
y dar muerte al orgulloso Orión por intentar violarla. Los antiguos egipcios
relacionaron al alacrán con la diosa Isis y con la diosa Selket bajo una forma
benévola, pues daba poderes especiales a los encantadores y brujos
curanderos –adoptando con ello toda la
ambivalencia simbólica de la serpiente.
En ese contexto resulta que el alacrán en su aspecto nocturno resulta
equiparable a los nombres maléficos que descargan su fuerza contra quien los
invoca. No es empero ni un demonio, menos aún un espíritu de los elementos, sino
un simple espécimen fatal para quien lo roza.
Morfológicamente sus dos cuernos o tenazas han sido relacionados con los
peores sentimientos: la violencia y el odio. La cola serpentina que tuerce en
el aire es rematada por un tumor henchido de veneno cuyo aguijón siempre tenso
y presto par picar al que lo roza es equiparable con el estilete punzón de la
venganza. Se trata pues de un espíritu belicoso y retraído, de humor maligno
que se encuentra siempre emboscado y pronto a matar.
III
El clima espiritual de Durango con su cariz
otoñal contrasta, en efecto, con el medio día
con que se vive en Oaxaca, Michoacán, Veracruz, Guerrero o la primaveral
Cuernavaca, no menos que con el veraniego de Querétaro, Guanajuato o el maduro
de Zacatecas, o con el invernal de Chihuahua o California.
El clima otoñal de Durango ha sido propicio para la proliferación del
alacrán que, en su aspecto nocturno, su sed desértica no es la del bienestar
colectivo, sino la ambición de ser más que los otros. Su gusto áspero de raíz
amarga combinado con el extremo egoísmo hace que toda nobleza le sea o
alambicada y meramente formal o completamente ajena. El afán de “sentirse más”
puede llevarlo incluso al abierto desprecio por los valores consagrados por la
cultura o la llana burla. Complejo de inferioridad que toma la forma de
extremada susceptibilidad, que para elevar su tono vital se descarga
compensatoriamente en todas las formas y expresiones del desprecio, las cuales
van del abuso de confianza a la ofensa gratuita, del servilismo y la adulación
o a la hipocresía interesada, llegando incluso a la calumnia, la difamación y
el soborno. La ambición de poder y la sensualidad desatada dan lugar así a la
delincuencia del vividor o a la egolatría que no tiembla ante el uso de las personas
como si fuesen utensilios y la explotación. Espectáculo de lo falso y lo
ambivalente, de lo bipolar, en donde la hybris fáustica de
nuestro tiempo se solaza bajo la forma de la humillación de la hoya que intenta
incluso el rebajamiento del comal del prójimo.
Se trata, en efecto, de la figura del hombre violento que se impone y
hace valer a la vez mintiendo por símbolos y mintiendo los símbolos Es el mismo que el resentido provocador cuya
estructura mental, de primitiva factura,
encarna bajo las formas igual del disidente social que del porro de
bachillerato o de gandaya de pueblo, en el blasfemo que públicamente se jacta
de besarle la rosa apestosa al diablo lo mismo que en el poeta maldito, en el
ideólogo de ranchería o en el comerciante ignaro que en el roce indistinto de
su negocio urde la interminable telaraña alemana de la “trasmutación de todos
los valores “
El cuadro psicológico de tal espécimen, llamado por algunos observadores
el “complejo del escorpión”, acusa en el fondo un profundo sentimiento de
inferioridad, el cual intenta compensar mediante el rebajamiento jerontocrático
que tilda a todos los demás de pobres jovencitos, engañados e “inocentes”.
El engendro sufre así intermitentes delirios de grandeza, actitud propia
de aquellos que no tienen ninguna grandeza que defender y que ante cualquier
espectáculo de dignidad se ven impelidos irremediablemente a la calentura
vergonzante del apestoso, intentando eclipsar todo valor revelante del espíritu
o del arte por la penosa revelación de su pobre arte de burda pedrería. No en
balde el ingenio del mexicano ha visto en tales contrafiguras la imagen del
apestoso “culero”, hombre tan cruel y amenazante cuan cobarde y traicionero. Se
trata, es verdad, de la más patética de las confusiones de conciencia: aquella
que consiste en la indistinción entre el bien y el mal morales.
Sin embargo, el alacrán tiene también un aspecto diurno, formulado acaso
por primera vez en la cultura maya en donde, sin dejar de ver en el alacránido
anómalo un símbolo de la penitencia y la sangría, se lo hace también dios de la
caza. La singular literatura de los Dogón lo hace protector de los gemelos por
tener como ellos ocho miembros o extremidades. En su aspecto luminoso es
símbolo de la abnegación y el sacrificio maternal, pues sus hijos desgarran sus
flancos y tienen que devorar sus formas, como el único principio que les
permite nacer y salir a la luz del día. Se trata del lento despertar del
espíritu que se revuelve contra las formas exhaustas engendradas por el veneno
del estancamiento, que despliega sus alas con mucha dificultad, para emerger al
final con el espíritu completamente maduro por virtud de la lenta maceración
interior.
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