Lo fundamental en materia de cultura no es
tanto un pensar o creer lo mismo sino en tener una misma voluntad. Me refiero a
la superación del impulso primario de hostilidad en la convivencia humana,
presente tanto en el mas rancio mundo tribal como en las utopías totalitarias y
uniformadas de la postmodernidad, que se cierne sobre el extraño al grupo por
el mero hecho de serlo o en cuanto extraño. No es extraño que tal impulso
ahinque en los mundos periféricos o provincianos como una especie de vendetta
contra la cultura central edulcorando de tal forma los más arcaicos atavismos
del inconsciente colectivo. Es sólito entre los congéneres ver surgir tal
complejo, tal impuso primitivo de hostilidad, inscrito en las capas más
arcaicas y reptilianas de la neo corteza cerebral, contra cualquier otro hombre
por el hecho de pensar, creer, sentir o querer de otra manera, de una forma
diferente, es decir; por el simple hecho de ser distinto. Partidos
políticos y filosofías enteras como el marxismo han hecho, bajo el rótulo de la
militancia, festín de tal impulso guerrero –con funestas consecuencias para la
humanidad. Impulso que tiende así a imponer por el evangelio del
adoctrinamiento o directamente por la fuerza bruta al otro el propio penar,
sentir, creer o querer. Valor sumo de la convivencia humana y de la evolución
cultural e histórica es en cambio el valor no ya digamos de la tolerancia, sino
del liberalismo, entendido este como la complacencia por la diversidad
cultural, por la riqueza de la Humanidad y del Universo y la consecuente
repugnancia ya no digamos por la práctica, sino por la simple idea de imponer a
otro nada por la fuerza.
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