El equilibrio de la compleja naturaleza
humana (natural y sobrenatural, intelectual y emocional, egoísta y altruista)
solo se encuentra en la virtud, que es la conducta que procura la perfección
equilibrada – que se individualiza personalmente, pero que sólo puede lograrse
políticamente, de acuerdo a valores intersubjetivos totales como la felicidad,
hasta subjetivos (como puede serlo la satisfacción en el cultivo de alguna
afición o disciplina: para uno tocar el tololoche, para otro escribir poesía,
para uno más cantar), lo cual se explica por ser los sujetos históricos no sólo
individualmente distintos, sino diferentes. El egoísmo alcanza su límite de
expansión equilibrada en la afirmación de la propia voluntad, sin imponerla a
los demás. Alcanza su perfección cuando antes de avanzar sobre la voluntad ajena
se acerca a los demás con espíritu de identificarse con ellos, dejándolos
libremente ser ellos mismos y experimentando la simpatía de la identificación
intelectual o emocional de tal manera que la propia personalidad se enriquece
con la experiencia de la convivencia en la identificación emocional o
intelectual, expandiéndose, dilatándose, esponjándose la propia libertad con el
espectáculo de la variada riqueza de la realidad. El valor del liberalismo es
la corona de la virtud equilibrada del egoísmo; el respeto e incuso la
complacencia en la individual personalidad del ser humano –que es anejo al
respeto por las libertades de creencia y expresión y que se postula como máximo
valor del humanismo. Más que unanimidad uniformada, complacencia, pues, por la
pluranimidad y maravillosa riqueza de lo humano y del Universo todo.
Sin embargo, el egoísmo empieza a acusar una
tendencia desequilibrante cuando recae en el atávico impulso de hostilidad
contra el extraño simplemente por serlo, por pensar, creer o sentir de otra
manera –impulso de hostilidad que se expresa primariamente mediante la
indiferencia, dejando al otro por decirlo así chiflando en la loma. Las formas
socialmente codificadas de agresión al prójimo empiezan incoándose con el
olvido del otro –subiendo de grado por medio de la intimidación, el chantaje y
la provocación. Como ha visto Schopenhauer el grado cero de la voluntad, el
grado en que el corazón se congela y endurece, empieza con la indiferencia,
pero puede bajar de grado hasta el punto de imponer a otro por la fuerza, a
como de lugar, el propio pensar, sentir o creer –hallando sus formas más
refinadas en el adoctrinamiento y más descaradas en la convención de la
uniformidad institucionalizada. Se trata entonces de la afirmación egoísta de
la propia voluntad pero que va más allá de sí misma avalada socialmente,
invadiendo así la esfera de autonomía de la voluntad del otro y en este sentido
oprimiéndolo. Se trata de hecho de una contracción de la voluntad y de su
endurecimiento concomitante, de tal manera que la propia voluntad se convierte
en negación de la ajena. Su forma más tenue de expresión es la falsa promesa,
la cual crea una esperanza en la voluntad del otro cuya expectativa queda
defraudada. La voluntad propia que niega la ajena se expresa así con alguna
energía negativa e impositiva, cometiéndose por tanto alguna injusticia
–haciendo nacer una ofensa en el paciente, quiero decir el surgimiento de un
dolor interior al ver negada su voluntad y un remordimiento de conciencia en el
agente de la imposición al llevar a cabo una invasión negativa y no consentida
en la voluntad ajena. Así, lo que propiamente se llama egoísmo es el punto de
vista unilateral que se desapega de los intereses del otro en provecho del
propio bienestar, llevando acabo así una acción inmoral al infringir al otro un
dolor interior al tener que soportar una injusticia. El hombre egoísta es aquel
que considerándose el centro del mundo se siente a la vez empequeñecido hasta
la nada como la gota de agua en el mar, preocupándose así en tal contrariedad
sentimental solamente por su propio bienestar, dispuesto a sacrificar todo lo
que no es él para afirmar su propia persona –adoptando por tanto la figura
estética de la vanidad o de la presunción y exponiéndose por ello mismo al ridículo
–actitudes que se vuelven funestas cuando son adoptadas por la masa desatada
emancipada de toda ley. Por lo contrario, la acción altruista es aquella que
sacrifica el propio bien en provecho del bien colectivo.
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