“También el reino de los cielos es semejante a
un mercader
que buscando
buenas perlas halló una perla preciosa,
fue vendió
todo lo que tenía y la compró.”
Mateo, 13
La
artista durangueña Patricia Aguirre se ha echado a andar por el camino, en
medio de la crisis que asalta, que socava y fatiga al mundo contemporáneo, y lo
que ha encontrando es un estridente panorama desalentador, erosionado por el
viento maniático y angustiado por los
temblores de la decadencia. Es por ello que en su más reciente exposición el
motivo paralizante del miedo se le ha impuesto a la vez como una evidencia y
una clave, entendiendo tal sentimiento de ansiedad como un símbolo disuelto por
toda la superficie de la cultura y a la vez como un estigma de su asfixiante
presión histórica y de su exasperada tensión generacional.
Arte
narrativo que al hacer un inventario de
los emblemas de la crisis va revelando, a través de una selección y catalogación
de sus imágenes cotidianas dominantes, un entramado de fondo en el que se
relata una especie de viaje simbólico: viaje de penitencia plagado de peligros,
callejones sin salida y cruces de caminos, en cuya trayectoria la artista va
dando cuenta tanto del mundo roto y fragmentario que se abre a su paso, cuanto
de los obstáculos interpuestos por las fuerzas oscuras, que aparecen como
signos de advertencia en el exterior, los cuales tienen como objeto retrasar la llegada del
viajero al centro interior y escondido de la persona.[1]
El retablo de 40 imágenes presentado por la artista, numéricamente asociado a los
periodos de penitencia, nos muestra en sus retratos una serie heteróclita de
imágenes condensadas de la modernidad, como si de una madeja hecha con los
cabos sueltos de un gobelino deshilachado se tratara. Lo primero que salta a la
vista entonces al ser puesto de relieve por la artista, es el esfuerzo que hay
en el arte de retomar, de manera coherente y ordenada, el sentido disperso de
lo social, para incorporarlo en una estructura más basta que lo englobe y donde
puedan leerse las relaciones internas, el lugar y el significado que los
fragmentos tienen en esa totalidad. Y lo que así aparece es una especie de
chisporrotear de los colores y de caída en los sentidos, donde en torbellino se
levantan las ilusiones del cuerpo y de la mente, hasta el grado de fracturar o
desarticular los elementos materiales y psicológicos de sus modelos.
Imágenes del reverso del mundo racional de la técnica dominadora de la
materia inanimada y, a través de ésta, de la naturaleza humana misma donde, sin
embargo, se muestra el expediente de sus resultados finales: el hombre
convertido en un átomo aislado de los demás, escindido de sí mismo y separado
de la unidad de la armonía cósmica –es el retrato del hombre moderno, que tras
de sus disímbolo atavíos se ha vuelto infértil, no creativo, fracasado en su
proyecto de libertad, que envuelto en el vértigo del tiempo no puede responder
ante su propia vida, esencialmente frustrado al poner en contradicción partes
de su propia naturaleza, dividido, escindido en contra de sí mismo al romper
con todos sus responsabilidades y compromisos fundamentales con el prójimo y
con la tierra misma –quedando por ello ya disgregado entre los sonámbulos,
aletargado por sus fantasías narcisistas; ya preso del melancólico extravío,
desdibujado entre las asambleas de los corazones sombríos, que tras el humo del
café y los reflejos de las vidrieras consagran las horas a vagas mecánicas para
matar el tiempo. Mundo postmoderno, pues, que se ha descarrilado, en su proceso
de progresiva secularización, hasta el grado de constituirse como una sociedad
en riesgo de precipitarse al abismo cínico de la deshumanización, dándose así
una peculiar modulación cultural, que bajo la forma de la moda o del hábito de
las costumbres espolvorea la ansiedad y el miedo por todos sus rincones.
Cultura de riesgo, es verdad, acicateada por la aceleración de la historia, la
tecnocracia, el inmanentismo y la publicidad, disparada en todas direcciones,
que la artista a su vez tiene que dividir en una serie de figuras emblemáticas
para llevar a cabo el análisis de sus compleja problematicidad.
Se
trata así de un retrato de mundo contemporáneo en el que reina la aceleración
de la historia, donde el imperio de la técnica y sus procedimientos acaba con
la diversidad de las culturas, uniformándolas sin unirlas, empobreciendo los
estilos y aplanando las diferencias; mundo globalizado de la condensación de
las formas y de condenación de las ideas, donde las figuras estéticas dejan de
ser realidades espirituales, intelectuales y sensibles, para consagrar el
objeto único que niega el sentido, el cual a su vez es negado por una
abstracción, por un concepto -que resulta vacío. Retrato del mundo
contemporáneo y nuestro, absorbido y degradado por los vacuos rituales de la
vida pública y por sus órganos masivos de publicidad. Mundo eviscerado y sin
distinción ninguna, donde para volverse acepto hay que adoptar todo un sistema
de convenciones arbitrarias, de imposturas y de lugares comunes asociados,
recayendo de tal modo en el magma del gregarismo apelmazado por la
irracionalidad humana. Mundo de artefactos y de producción en serie también,
cuya estética de la utilidad y el rendimiento arroja al arte a la esfera de la
entropía histórica y de la aldea global, cuyo muladar de signos resulta infectado por el chancro estético de
las frívolas vanguardias, arrojando a la palestra, confundida con sus convulsiones,
la imagen cada vez más desarticulada de la belleza. Pintura, pues, que pone
ante los ojos los símbolos una vida condenada a la frenética instantaneidad de
las imágenes, cuya absoluta prioridad de lo significante deja sólo un vacio
succionador donde se ha retirado el espíritu de la humanidad y junto con él el
alma del mundo, en un remolino que no deja impronta de su paso al filtrar su
polvareda entre las piedras erosionadas del olvido, abandonando así a la
belleza, ya inerme, a su propia desnudez envilecida.
La
detenida meditación de la pintora Patricia Aguirre en la compleja composición
de su retablo, no es así sino el esfuerzo sostenido de concentrarse en si
misma, a través de las mil veredas de las sensaciones, de las emociones y de
las ideas para, atravesando la muchedumbre de los deseos, volver a la luz –sin
dejarse coger o atrapar por entre los vericuetos del camino. El viaje, difícil,
sembrado de dificultadas, es riesgoso porque equivale a una muerte y a una
resurrección espiritual en su trayecto, el cual conduce en su fin al interior
de sí misma, al santuario oculto donde residen a la vez las potencias más
misteriosas de la personalidad y el secreto de la unidad perdida del ser.
Proceso de transformación, pues, narrado como viaje simbólico por el valle
estridente de las tinieblas contemporáneas, poblado de presencias irreales,
ominosas o huidizas, hacia las costas diáfanas de la luz y del ser, donde se
establece como fin la victoria del espíritu sobre la materia, de lo eterno
sobre lo perecedero y de la inteligencia sobre las violencias y licuefacciones
del instinto.
Mirada
crítica, es cierto, que en base a las virtudes de una estética colorista y a la
rapidez de la ideación, busca el encuentro del centro místico de la persona, de
su propia persona, en un esfuerzo de concentración de la imagen simbólica, para
lograr así la sublimación de la materia, la transfiguración de los elementos y
la superación de los instintos primordiales –encontrando a través de recuento
de los orígenes la perfección ideal de los fines, adquiriendo así por
transformación la naturalización espiritual. Purificación del símbolo también
en lo que tiene de participación y solidaridad con todos los niveles cósmicos,
potente por tanto de participar activamente en la vida de una cultura, de
partir y de insertarse en el lenguaje vivo de una comunidad por virtud de su
autenticidad y de su accesibilidad a cada uno de sus miembros al estar en
contacto permanente con la actividad mítica y fantástica de cada uno de sus
miembros –dando con ello la plenitud y razón de ser del símbolo: volver la
vida, para aquellos que lo comprenden, más matizada, más rica, más íntima.
Alegoría, metáfora continuada y concatenada por la diversidad de
elementos que caben en ella, la obra de Patricia Aguirre, de un tono
paradójicamente minimalista por expresar contenidos asequibles a la
instrumentación orquestal de los murales, pero que se sirve de elementos muy
antiguos, como los repertorios de los bestiarios medievales.[2] Salvación de la cultura por la
cultura misma también, que ante sus intimidantes abismos de mecánica frialdad y
agobiante tiniebla de nuestro tiempo reclama una restauración completa por la
vida de un humanismo renovado.
Arte
cuyo género narrativo, relata la angustia del ser humano en la época de la
postmodernidad, preso en las redes simbólicas y en las técnicas de los
manipuladores profesionales, y todo ello bajo una mirada, que sin dejar de
ser veras, agregue los componentes de la
limpidez, donde reina la precisión del trazo y la calidad luminosa de cada
pincelada –y todo ello subsumido en el dilatado espectro de una reflexión
crítica sobre el valor moderno de lo simbólico. Así, su obra resulta una
especie de lotería giratoria, la cual evoca también al juego de “serpientes y
escaleras” o, mejor dicho, una tirada de cartas personal que, no obstante
diseñado por una psicología como una especie de espejo y de reflejo de la
intimidad individual la cual logra, simultáneamente a la revelación del
autorretrato, detectar los impactos emocionales de una época y, de tal forma,
revelar una potente radiografía del inconsciente colectivo.
Así,
lo que salta a la vista en tal exploración es el error que domina, no sin
frivolidad, a las vanguardias, a las heterodoxias modernas y a las nuevas
herejías: la confusión entre la valoración de la Vida, determinada por las
normas y los ritmos cósmicos, y la sobrestimación de los impulsos vitales, que
se mueven en el inmanentismo de lo puramente temporal, preparando un provenir
sin contenido metafísico –siendo su signo y su estigma el de las aguas
descendentes que bajan hasta el confín de los amorfos ríos infernales que no
participan ni de la memoria ni de la Vida. También el propósito de restaurar
las normas y el canon moral, de viajar teniendo en cuenta los límites de las
formas puras y las distinciones precisas, donde el espíritu puede detenerse en
la contemplación, permaneciendo así dentro de las fronteras del ese (sér), sin
dejarse por tanto arrastrar más allá de las formas o de los sentidos, donde
comienza la confusión de la eternidad y de la nada, el devenir evasivo de la
subjetividad personal, las posesiones y las obsesiones, de la barbarie
orgiástica de lo fantástico y de la indeterminación del porvenir o de la nada.
Defenderse del no ser mediante el respeto de las normas, de los límites, de las
formas, que es un acto a la vez de dominio de uno mismo para mantenerse en la
corriente de la Vida. Acto de decisión por la libertad ascendente, por una
libertad más grande y solemne, que sea responsable para con uno mismo, que
responde a la propia vida con cada acto que realiza.
El
políptico de la artista constituye, en
efecto, un testimonio de los caracteres de la edad contemporánea que se
interroga por los misterios de la condición humana, basada no en una
construcción ficticia, sino en una experiencia concreta traducida con minucia
en una descripción objetiva a partir de conceptos claros que buscan sin embargo
lo que hay en ellos de símbolo e incluso de mito: la concentración arquetípica
de una verdad que le permita llegar y ser sí misma. Su estilo fragmentario,
lleno de sugerencias y matices, de distinciones nítidas, de riqueza y de
respeto por el contemplador al no dar nada por definitivo o acabado, es también
el desarrollo de una exclusiva humana más: la del proyección del sentido sobre
el trasfondo de la existencia humana . Porque ser humano es vivir en ese
trasfondo de sentido, de tiempo orientado por la cultura, que tiene vasos de comunicación
insospechados en sus aristas, que nos
precede y que no morirá con nosotros rebasándonos por todas partes.
La
meditación de la Maestra Patricia Aguirre en la compleja composición de su
políptico se interna en el laberinto de la modernidad, es cierto, pero va en
dirección del camino del centro, para sí al recordar la verdad inmutable actualizarla.
Camino que nos muestra la salida de la amnesia también al hacernos recordar
como es que toda alma es esencialmente libre –aunque el hombre en estado
natural, perdido entre las apariencias, ignore el valor y la situación de su
alma. El ser humano, que ha olvidado la situación real de su alma, que ya no se
acuerda de la verdad ni de su verdadero centro, es capas, sin embargo, de
recordar la verdad que reside en el centro de su propio ser. Síntesis del agua
purificadora de la verdad y del fuego del espíritu, búsqueda del carbunclo que
como una perla luminosa protege de la abrasión de la materia, del incendio de
las pasiones y que hay que robar a los dragones que la aprisionan en el fondo
barroso de los abismos. Moral de artesano también, que en una labor de ascesis
y expiación que explora el núcleo de la moral del oficio, donde radica el
verdadero trabajo desinteresado del artista: purificar la ciencia de los
caprichos de la voluntad para encontrar la morada de la verdad suprema y de la
esencia oculta, la luz intelectual que vive y despierta en el fondo inmutable
corazón de la persona.
Búsqueda de la perla escondida, de la esencia oculta que ni la marea del
yo ni la concha del espacio-tiempo pueden contener, de la trasmutación de la
materia oscura por medio de la espiritualización de los elementos, que por razón del poder de la luz limpia el vinagre
de la melancolía, la herrumbre del pecado y ahuyenta a los malos espíritus.
Proceso de evolución del alma que en su viaje pasa de la confusión de la materia
homogénea a la heterogeneidad de la diferenciación, a la distinción y
discriminación de las formas, remontado con ello el temor a la vuelta de los
sucesos superados. Pintura de verdad y de de gran extensión la de Patricia
Aguirre, caracterizada por el gusto de los matices, por los oleos que se
trasmutan en carne humana, por el deseo de pertenencia y de sentido, por la
calidad de cada pincelada y las sutiles texturas, en un concepción de la
técnica que va en la dirección de lo impecable, de cuya visión artística nace
una traslúcida transparencia, como nace del agua la sal y de la tierra los
frutos -como nace también de Saturno la muerte del tiempo y de las rosas.
1-2-2013
[1] María Patricia Aguirre Valles; Metus,
Galería 618, Festival Cultural Revueltas (ICED), Octubre del 2012; precedida por
la muestra “Los Siete”, septiembre del 2011 en la Sala de Exposiciones de
la Cineteca “Silvestre Revueltas”.
para aquellos que quieran conocer mas sobre mi obra este texto es el indicado
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