jueves, 17 de octubre de 2013

El Deseo de Apropiación Por Alberto Espinosa



   Vale la pena detenerse por ahora en uno de los móviles que frenan el desarrollo no sólo de los sentimientos sociales (el activo, efectivo interés en el otro, tales como la solidaridad o el amor al prójimo), sino que por ende mutilan o agostan severamente la educación y a la cultura misma, siendo por ello a la vez causas de la exclusión, cultural, educativa y social.  
   Se trata de la parte posesiva de la voluntad del yo, de la parte inferior y apetitiva del alma humana que desea las cosas con deseo de apropiación. Rasgo de carácter que se manifiesta en reiteradas expresiones de orgullo, de arrogancia, de jactanciosidad, que hincha la letra del sujeto para hacerse valer, para darse a sí mismo relieve e importancia, a la vez que lo hace elevar las narices mirando ampulosamente por arriba del hombro, por una especie de desmayo concesivo ante sus propias prendas, posesiones o dotes –llegando a su colmo en esa elación de ánimo distintiva de la soberbia, a la vez viril y cobarde, tan reiteradamente presente en la filosofía, una de cuyas notas sobresalientes es la necesidad de socios… para negarles luego la sociedad.
   El colmo del deseo de apropiación toca su ápice en el deseo incontenido de apropiarse de la razón: la razón se vuelve así no tanto un instrumento de búsqueda, sino en lo buscado, con un deseo de apropiación y de dominación. A la razón entonces no hay que amarla y ejercerla: hay que tenerla, y tenerla para negársela al otro, para excluirlo de la razón, y para dominarlo –no importando que para ello se validen ideologías irracionales que apelan abiertamente a la violencia, pues su deseo final es el de acaparar todos los privilegios posibles, de apropiarse y acumular  de ser posible todo, deseando así incontinentemente algo que es más que aquello que los colma.  
   ¿Y cual privilegio  puede ser más grande, más alto, que el de la razón humana misma, por la que tradicionalmente se ha definido al hombre? Acaparar para sí toda la razón, sin embargo, es una ilusión; empero se ha intentado esa quimera, encerrándola en un lenguaje a su vez cerrado, articulado coherentemente e inexpugnable, al grado que todo lo demás ante él deje de tener sentido –que es la argucia de las certezas doctrinarias (como veremos en su momento). Ambición ligada al ideal robotizante de tener, bien escondido debajo del sobaco, las reglas codificadas de una  ideología totalizadora, que a partir de un solo dogma conduzca a un solo camino, a una sola vía a partir de la cual, adaptándose a todas sus prohibiciones (y permisiones), poder ponerle a cualquier “disidente” la bota en el cogote o sacarlo a empellones de la ruta, valiéndose de cualquier trapacería o contumacia, para así poder llegar  coronar en su esplendor la hinchada ambición de su empecinado yo –rasgo en común de las ideologías dominantes de nuestro mundo y tiempo. Pero enajenar de tan mala manera a la razón por mor de la existencia (cogito ergo sum), lejos de ser una prueba de la existencia por medio de la razón, es una prueba de la idolatría del yo cerrado, autorreferencial, historicista, relativista por tanto en materia de cultura y escéptico en materia de moralidad –simplemente, porque la prueba existencial se da por sí misma, en el acto del habla misma, que esencialmente postula a un destinatario.
   Por su parte, los lenguajes cerrados coadyuvan a la formación de las sociedades cerradas en las culturas históricas -permitiendo así admitir en la manda, a la vez, a cuanto lobo con piel de oveja, como el ir volviendo a todas las ovejas negras –abriéndole de tal manera la puerta del corral para meter al zorro  junto con las gallinas. Los lenguajes cerrados (estenolenguajes) codifican y promueven así las formas socialmente admitidas de agresión y exclusión del prójimo. La expansión de la rebeldía en la llamada postmodernidad a llevado al estancamiento del conflicto, el cual incluso se ha institucionalizado, causando así un apego a sus fantasmas, adorando de tal suerte la negación de la cooperación y aún por sistema a rechazar las jerarquías mismas –como hacen groseramente los revolucionarios de salón, que veneran sobre todas las cosas la negación, para quedarse estancados en la dialéctica, mutilada e inmóvil, del conflicto. Lo que equivale no sólo a forzar las cosas sino la misma dialéctica, cuyo auténtico contenido estriba en pasar por arriba de la contradicción, en superar `precisamente el conflicto en una síntesis superior para poder hacerlo fecundo, creador… muriendo naturalmente. Derrota, pues, de la tentativa romántica, que no logró por tal estancamiento elevar a la conciencias los sentimientos superiores del respeto, de la atención y del reconocimiento, teniendo en cambio por resultado la institución del desprecio, imperceptible hoy en día por automática, de lo que es puro o angélico, de la luz, de la paz, de la sencillez, de la serenidad.   
   Tales ideologías de la predación y de la eficacia competitiva, de la exclusión por mor del éxito y de la guerra están unificadas (idealmente), en un fabuloso complejo, por su común afán de dominio, teniendo como notas distintivas: su inclinación al materialismo (economicismo), al tecnicismo (ligado al consumismo y al dominio de la maquina, a la tecnocracia), al cientificismo y a la especialización (por definición ciegos para los valores), al viejo vanguardismo de la excentricidad y el extremismo, al publicismo y a las nuevas técnicas de comunicación de masas, reforzando todo ello las veleidades del inmanentismo contemporáneo, que acaba por totalizase, de alguna u otra manera, en las turbiedades y tinieblas del sinsentido –el que ya sin horizonte en el tiempo limita al hombre al condenarlo a vivir en el confinamiento del presente instantáneo del “ahora”, plegado a “los instrumentos a la mano” (económicos, procedimientos administrativos, consumismo) o a existir desaforadamente, sin legitimidad y sin futuro, como un mercenario del cosmos, en una especie de presente suspendido, cada vez más vacío, o cada vez más denso y delirante. Modelos existenciales del confinamiento, pues, presentados por la publicidad y propaganda como valores deseables por realizar de una supuesta “cultura planetaria”, meramente histórica, sin universalidad alguna, y que en realidad van empujando al hombre, paso a paso, a la sordomudez, a la desesperación y a la desgracia.



XXVIII.- Curso de Antropología Filosófica Sobre la Orfandad Por Alberto Espinosa



Sobre la Orfandad: los Desgraciados

28.1.- Característica de la naturaleza humana es la de un entrañable peligro: el peligro de dejar de ser lo que es. Peligro constitutivo de deshacerse, de despegarse, de alienarse en otras potencias que también lo constituyen, pero que a la vez tienden a deshumanizarlo, a enajenarlo, a exorbitarlo y alejarlo de sí mismo. Los seres infrahumanos siempre son lo que son: una piedra no pude dejar de ser piedra (pues por más que si se le trituré, a diferencia de lo orgánico que tiene interioridad, seguiría siendo la misma piedra fragmentada, mostrándonos su fragmentos impenetrables, aunque se vuelva arena); el tigre es todo el tiempo el tigre, y su interioridad, su alma, la de un tigre –de la misma forma que un gato es siempre un gato. El hombre en cambio puede equivocar el sentido, cambiar las orientaciones de la verdad, articular situaciones ocultadoras o deformantes de lo humano, tender, acosado por el demonio o tentado la bestia que forman parte de su naturaleza, a dejar de ser hombre, enfrentando partes constitutivas de su naturaleza para, en definitiva, dejar de ser y volverse su contrario, su reverso, cayendo bajo el preso de las potencias enajenantes, negadoras de naturaleza y aun de la misma vida humana.
28.2.- Los peligros innúmeros: la ambiciosa abstracción del espíritu desencarnado en la soberbia del hombre, de querer ser como los dioses, de desbordarse de sí mismo para engullir y abarcar a la realidad en su totalidad, que es la hybris, el pecado de la desmesura; o, la de caer en tendencia entrópica que hay en todo lo organizado, dejándose absorber por las aguas amorfas del devenir, de caer en la masificación o en las aguas estancas y putrefactas de la pereza, para irse a pique, a fondo, a morir; el peligro de la regresión a la diversas formas de la animalidad simbólica que hay en el hombre (destacadamente el cinismo), que van de la dominación ciega del congénere a la humillación de sí, de la desvergüenza al gregarismo que se solidariza con los niveles más bajos de la creación; o la vuelta a formas vegetativas de la vida, donde la pérdida de conciencia y de energía positiva alcanza al vegetal dormido.
28.3.-  Antes de pasar a la segunda parte del curso (La Fenomenología de la Razón), vale la pena detenerse por ahora en uno de los móviles que frenean el desarrollo de no sólo de los sentimientos sociales (el activo, efectivo interés en el otro, tales como la solidaridad o el amor al prójimo), sino que por ende mutilan o agostan severamente la educación y a la cultura misma, siendo por ello a la vez causas de la exclusión, cultural, educativa y social.  
   Se trata de la parte posesiva de la voluntad del yo, de la parte inferior y apetitiva del alma humana que desea las cosas con deseo de apropiación. Rasgo de carácter que se manifiesta en reiteradas expresiones de orgullo, de arrogancia, de jactanciosidad, que hincha la letra del sujeto para hacerse valer, para darse a sí mismo relieve e importancia, a la vez que lo hace elevar las narices mirando ampulosamente por arriba del hombro, por una especie de desmayo concesivo ante sus propias prendas, posesiones o dotes –llegando a su colmo en esa elación de ánimo distintiva de la soberbia, a la vez viril y cobarde, tan reiteradamente presente en la filosofía, una de cuyas notas sobresalientes es la necesidad de socios… para negarles luego la sociedad.
   El colmo del deseo de apropiación toca su ápice en el deseo incontenido de apropiarse de la razón: la razón se vuelve así no tanto un instrumento de búsqueda, sino en lo buscado, con un deseo de apropiación y de dominación. A la razón entonces no hay que amarla y ejercerla: hay que tenerla, y tenerla para negársela al otro, para excluirlo de la razón, y para dominarlo –no importando que para ello se validen ideologías irracionales que apelan abiertamente a la violencia, pues su deseo final irracional es el de acaparar todos los privilegios posibles, de apropiarse y acumular  de ser posible todo, deseando así incontinentemente algo que es más que aquello que nos colma.  
   ¿Y cual privilegio  puede ser más grande, más alto, que el de la razón humana misma, por la que tradicionalmente se ha definido al hombre? Acaparar para sí toda la razón, sin embargo, es una ilusión; empero se ha intentado esa quimera, encerrándola en un lenguaje a su vez cerrado, articulado coherentemente e inexpugnable, al grado que todo lo demás ante él deje de tener sentido –que es la argucia de las certezas doctrinarias (como veremos en su momento). Ambición ligada al ideal robotizante de tener, bien escondido debajo del sobaco, las reglas codificadas de una  ideología totalizadora, que a partir de un solo dogma conduzca a un solo camino, a una sola vía a partir de la cual, adaptándose a todas sus prohibiciones (y permisiones), poder ponerle a cualquier “disidente” la bota en el cogote o sacarlo a empellones de la ruta, valiéndose de cualquier trapacería o contumacia, para así poder llegar  coronar en su esplendor la hinchada ambición de su empecinado yo –rasgo en común de las ideologías dominantes de nuestro mundo y tiempo. Pero enajenar de tan mala manera a la razón por mor de la existencia (cogito ergo sum), lejos de ser una prueba de la existencia por medio de la razón, es una prueba de la idolatría del yo cerrado, autorreferencial, historicista, relativista por tanto en materia de cultura y escéptico en materia de moralidad –simplemente, porque la prueba existencial se da por sí misma, en el acto del habla misma, que esencialmente postula a un destinatario.
   Por su parte, los lenguajes cerrados coadyuvan a la formación de las sociedades cerradas en las culturas históricas -permitiendo así admitir en la manda, a la vez, a cuanto lobo con piel de oveja, como el ir volviendo a todas las ovejas negras –abriéndole de tal manera la puerta del corral para meter al zorro  junto con las gallinas. Los lenguajes cerrados (estenolenguajes) codifican y promueven así las formas socialmente admitidas de agresión y exclusión del prójimo. La expansión de la rebeldía en la llamada postmodernidad a llevado al estancamiento del conflicto, el cual incluso se ha institucionalizado, causando así un apego a sus fantasmas, adorando de tal suerte la negación de la cooperación y aún por sistema a rechazar las jerarquías mismas –como hacen groseramente los revolucionarios de salón, que veneran sobre todas las cosas la negación, para quedarse estancados en la dialéctica, mutilada e inmóvil, del conflicto. Lo que equivale no sólo a forzar las cosas sino la misma dialéctica, cuyo auténtico contenido estriba en pasar por arriba de la contradicción, en superar `precisamente el conflicto en una síntesis superior para poder hacerlo fecundo, creador… muriendo naturalmente. Derrota, pues, de la tentativa romántica, que no logró por tal estancamiento elevar a la conciencias los sentimientos superiores del respeto, de la atención y del reconocimiento, teniendo en cambio por resultado la institución del desprecio, imperceptible hoy en día por automática, de lo que es puro o angélico, de la luz, de la paz, de la sencillez, de la serenidad.   
   Tales ideologías de la predación y de la eficacia competitiva, de la exclusión por mor del éxito y de la guerra están unificadas (idealmente), en un fabuloso complejo, por su común afán de dominio, teniendo como notas distintivas: su inclinación al materialismo (economicismo), al tecnicismo (ligado al consumismo y al dominio de la maquina, a la tecnocracia), al cientificismo y a la especialización (por definición ciegos para los valores), al viejo vanguardismo de la excentricidad y el extremismo, al publicismo y a las nuevas técnicas de comunicación de masas, reforzando todo ello las veleidades del inmanentismo contemporáneo, que acaba por totalizase, de alguna u otra manera, en las turbiedades y tinieblas del sinsentido –el que ya sin horizonte en el tiempo limita al hombre al condenarlo a vivir en el confinamiento del presente instantáneo del “ahora”, plegado a “los instrumentos a la mano” (económicos, procedimientos administrativos, consumismo) o a existir desaforadamente, sin legitimidad y sin futuro, como un mercenario del cosmos, en una especie de presente suspendido, cada vez más vacío, o cada vez más denso y delirante. Modelos existenciales del confinamiento, pues, presentados por la publicidad y propaganda como valores deseables por realizar “cultura planetaria”, meramente histórica, sin universalidad alguna, y que en realidad van empujando al hombre, paso a paso, a la sordomudez, a la desesperación y a la desgracia.
28.4.- Se trata también de la expansión de los sentimientos primarios, básicos, que se refieren a la voluntad posesiva del individuo y a los sentimientos autorreferenciales. Se trata de los sentimientos posesivos del corazón o de la voluntad del yo que definen, precisamente, el carácter voluntarioso, crático, posesivo, dominador de la personalidad humana. La voluntad posesiva del yo puede verse como una decisión originaria de la persona, como la orientación de la persona hacia un polo de la sensibilidad -por más que las actitudes que de ello resultan sean en el fondo irracionales en un sentido práctico y no sean de provecho, ni individual ni colectivamente, apareciendo así como plenamente injustificadas (llenas de vacío).
   El carácter voluntarioso, en efecto, propio de los impacientes, de los ambiciosos y de los anarquistas, es una forma de la sensibilidad que tiende a la indiferencia y a la petrificación de los sentimientos que, por decirlo así, se queda fijo en el afán por gobernar a otros o tener éxito, por tener ya aquello que se desea, encarnando cada uno de ellos a su manera alguna d las múltiples formas de la orfandad –esa hada madrastra sin rostro y con mil máscaras de la que habla el poeta. Un rasgo en común es el de una especie de desobediencia consuetudinaria a la autoridad moral, dejándose así guiar más que nada por las contingencias y accidentes del tiempo ( a cuya cabeza a la vez obedecen y simultáneamente desdeñan), sin encontrar nunca a nadie único y a casi todos muy simpáticos, e indistintamente geniales o macanudos, siendo más bien influenciados por vagos grupos sociales y acontecimientos culturales muy generales –obteniendo generalmente aquello que desean para descubrir cuando lo obtienen que se vuelve humo o que no era nada.
28.5.- Puede decirse que hay dos relaciones con el mundo, esenciales y polares, del ser humano: la propiedad y el diálogo. La propiedad revela esa tendencia del ser humano a poseer cosas, al entrar en relación con el mundo –o a ser poseído por ellas (pues todo aquello que tenemos de alguna manera nos esclaviza o nos posee). Así, los propietarios aparecen ante nuestros ojos como dotados de una fuerza compacta e impenetrable que nos obliga insidiosamente a someternos, como seres duros, sin fisuras e inexplicables, que ni siquiera incurren en la debilidad de dar razones: semejantes a una piedra, sin interioridad alguna, como una resistencia pura o una opacidad impenetrable que así da prueba de su realidad. En el otro polo del espectro se encuentra otra relación del hombre con el mundo: el diálogo –que visto dialécticamente es lo contrario de poseer; porque lo contrario de poseer, un peldaño más arriba, no es ser poseído: es dialogar.
   Un polo de la voluntad del yo es efectivamente es se deseo de apropiación, esa tendencia a poseer. El deseo de posesión y de apropiación, sin embargo, puede devorar en cierto modo al yo, succionarlo, esclavizándolo y sometiéndolo a su arbitrio –por lo que tiene su razón de ser en cerrarse para no dialogar, en poner todo el acento sobre su propio corazón y así endurecerse –teniendo como efecto el no pertenecer a nada, el perder el alma, pues el alma puede definirse precisamente como aquello a lo cual pertenecemos. Se trata del alma que no se quiere sino a sí misma y que sólo mira las cosas que le dan o que toma, depositando en ello su felicidad. Alma perdida, presa de la desesperación, capaz de jurar en falso por si misma, porque en realidad no ama, no quiere sino los propios caprichos de su corazón, expulsando por tanto o asesinando todo aquello que le estorbe en su carrera.
   Su fuerza, su seguridad está en no hablar, en no justificarse, en no dar razones –fundándose así en la sordomudez y en el malentendido. Fundación también, pues, no sólo de la imposibilidad del reconocimiento de la persona, sino también del sinsentido –porque la vida sólo tiene sentido cuando hablamos, cuando dialogamos con los otros en el mundo, cuando hablamos para ser oídos y oímos para que la vida hable. Por lo contrario, la fortaleza y la fuerza dadas por el amurallamiento del silencio de quien se niega a hablar y a escuchar, del alma que tiene su centro en sí  misma gana la dureza e impenetrabilidad del yo –a cambio de perder la Gracia. La fortaleza, en efecto, es lo contrario de la gracia, o es sin gracia y por tanto sin añadidura, porque al perder su alma han perdido también aquello a lo cual pertenecer, en la orfandad. Porque quedarse en el propio yo, en aquello que nos pertenece (como los propios sentimientos) o en aquello que pertenece al yo (como una firma bancaria) es simultáneamente negar la propia alma, es negar aquello a lo cual pertenecemos, perdiendo así aquello de donde somos y adonde vamos, sin posibilidad de rima o verso o vuelta posible, presos en un alma monótona y monocorde, sin pertenecer propiamente a nada.
28.6.- Pero no pertenecer a nada, perder el alma, es condenarse. También es mentir, que es ocultar los hechos, y mentirse, ocultar el sentido –porque el alma, el corazón humano, está hecho para tener su acento depositado en otra parte, asistidos por la mano de Dios, que así nos permite entrar en el recinto del espíritu, participar con ello de la gracia. Porque la gracia es como un lugar en el que entramos, en el que estamos; mientras que la desgracia es algo que nos buscamos, el algo que se gana a pulso el hombre por sus fechorías, algo que el hombre es, que lo determina así íntima y ontológicamente –pues estamos en la gracia, pero en cambio somos desgraciados.
   El desgraciado, el condenado, son subformas de la rebeldía. Sus tipos humanos van del ser sin consuelo, del desconsolado, al desdichado y finalmente al desesperado, al hombre que ha perdido la esperanza. En todos los casos se trata de hombres frustrados que, por haber abandonado la vieja senda eterna, han caído en la desgracia, han perdió la gracia, la protección de la divinidad –por causa de sus rebeldías, por la tentación, por debilidad, por abandono, por rechazar la senda de la verdadera libertad ascendente. La orfandad puede verse así también como la más cruda encarnación  de un sólito fenómeno de nuestro tiempo: el rampante subjetivismo axiológico capaz de disolver toda jerarquía, romper con toda tradición y diluir incluso toda cultura.
28.7.- Tener el corazón abierto es, en cambio, tener el alma con el acento depositado en otra parte: en aquello a lo que pertenecemos, a lo que somos fieles, a lo que dirigimos la palabra y con lo que íntimamente comulgamos, a lo que nos debemos y que por tanto reversiblemente también guardamos, atesorándolo en nuestro corazón por ser simultáneamente lo mejor de nosotros mismos o donde nuestro espíritu puede verterse entero hallando sus señas de identidad –al identificarse con la verdad, con el bien, con la belleza como tres notas cantarinas de una misma fuente de luz y de sentido. Porque abrir el corazón es la tarea propicia para recuperar la gracia de inocencia perdida,  que es también recuperar la iluminación de un lugar donde poder volver a entrar para poder reconocernos.
   Porque dialogar con la realidad consiste en reconocer el equilibrio de nuestra naturaleza a la vez natural ye espiritual; en reconocer también la necesidad de pertenencia de nuestra alma, que sólo e da en el reconocimiento y el amor a otras personas –donde está depositada nuestra verdadera madre-patria. Tenemos así sobre todo la necesidad de reconciliarnos con nuestros hermanos –y sobre todo con nuestro verdadero Padre, que está en el cielo.
28.8.- La salvación, en efecto, está en la recuperación de nuestra propia alma, que tiene la facultad de dirigirse al otro, la facultad del habla, y donde está lo mejor de nosotros mismos, lo esencial de la persona donde toda ella se vuelca entera como un todo verdadero. Pero para llegar a la reconciliación del alma con el mundo y con Dios es preciso primero el arrepentimiento, que lleva no sólo en la enmienda al mejoramiento de la conducta, sino a sopesar la gravedad y el peso de nuestra alma, que es el pesar de la gravedad del espíritu. Experiencia de pasmo y de suspensión, de momentáneo paso por la muerte, que es la contrición -pero que no puede durar, porque quedarse en la contrición, en el dolor y la aflicción, también nos aparta de la gracia al hacernos creer en la fuerza y en la resistencia, al someternos a la desesperanza. La contrición está ahí, pero sólo como un paso, sólo como un momento dialéctico para ser superado, para superar el dolor y el sentimiento del pasmo por medio de la aceptación del amor, luego de haber reconocido en el arrepentimiento la gravedad del espíritu ante el quebramiento doloroso de la verdadera libertad caída. Porque la salida está en la palabra, en dirigir la palabra y en la escucha: en el habla –que es el polo de sentido que da sentido a las humanidades. Y sólo para aceptar la luz y su nombre verdadero, para volver al camino de la gracia; para cantar las bendiciones al calor de la alegría… y sólo para dar las gracias por la esperanza, por la chispa de luz que incesante día a día se renueva para disipar del todo las tinieblas  (aun dentro de la tribulación).  
 28.9.- Nos enfrentamos así, pues, una vez más, al gran problema del peligro del hombre, consistente en dejar de ser lo que es: peligro residente en el hombre de endurecer su corazón y de volverse contra si mismo, en una especie de desarmonía, escisión o desequilibrio doble (ontoaxiológico) de su naturaleza, que lo aliena, que lo enajena o separa de si, que le ocultas su propio sentido, y que lo enfrenta consigo mismo al volver contra sí partes enteras de su naturaleza, para enclaustrarlo o reducirlo al confinamiento psíquico, donde colapsan los valores sociales y personales del respeto y aun los educativos de la atención, de la concentración –dando por resultado el triste espectáculo de hombres tan vulgarizados cuan bestiales, ya por el espíritu de la discordia, ya por el de la disolución, ya por ambos, que atentan con furor contra la instancia social ay sobre todo espiritual  la cual nos debemos –atentando por tanto contra la parte social que integra a los individuos en una unidad superior que los enmarca: la comunidad de fe trascendente.
28.10.- En nuestros tiempos de neblina y de borrasca puede verse por contraste y con toda claridad que la tarea esencial de la educción es humanizar al hombre y aun a la sociedad entera en el sentido de la libertad ascendente y del respeto mutuo entre los individuos, fijando su atención especialmente en el desarrollo de los valores sociales de solidaridad y de activo interés por el otro, así como en el fortalecimiento de una cultura universal, superior, potente para amalgamar a toda una comunidad de fe trascendente (contra el inmanentismo contemporáneo). Esa tarea no puede llevarse a cabo sino con la ayuda del ejemplo vivo, y en la trasmisión de las grandes tradiciones culturales -cuyo sentido profundo no es otro que el de orientarnos hacia esa cultura universal superior por venir, común a todos, fortaleciendo día a día, aunque sólo sea con una débil chispa de luz, a la esperanza –que por pequeña que sea una luz es suficiente para sacarnos de las tinieblas por entero, porque la débil chispa no consuela de las tinieblas, sino que nos saca de las sombras cambiando todo de signo con especie de leve toque ingrávido (por intermedio de la gracia).



sábado, 12 de octubre de 2013

Sobre la Justificación Por Alberto Espinosa



   No es injustificado decir que una de las exclusivas humanas o de sus características más radicales es su necesidad de justificación –ya sin justificación, pues tal característica constituye el a-priori moral mismo del ser humana, que se presenta por tanto como un postulado, como un horizonte de sentido ya irrebasable. Límite radical del ser humano, al que precisamente por ello puede definírsele como el animal menesteroso de justificación –especialísimamente de dar razón de si mismo, ante sí mismo o ante otros, para mostrar la validez o cualidad de su verdadera efigie (que se puede mentir, pues se pueden mentir no sólo los hechos, sino también el sentido, por que el hombre puede así mentir-se a sí mismo).
   Ante el hombre pueden justificarse muchas cosas, pero de la justificación que más necesita es la de sí mismo, la de su propia existencia: ante otros (el padre, el hijo, el jefe, el subordinado, el hijo, ante la amante, ante el mismo enemigo); más radicalmente precisa justificarse ante sí mismo; in ordo súmmum requiere justificarse ante Dios (instancia transhistórica, fuera del tiempo, definitiva, eterna), que sería obra exclusiva del sentimiento religioso en el hombre o de lo que en él haya de homo religiuosus (en modo alguno ajeno al sentimiento de la justica y del respeto, sino parte esencial, sustantiva, de ellos).
   El hombre, en efecto, es el animal religioso que es, pues, por requerir con necesidad suma estar justificado ante Dios o de dar ante Él y su divina razón una satisfactoria razón práctica de si de ser. Para la razón humana, por razón del principio intelectualista, todo se presenta como menesteroso, como necesitado, carente, menesteroso de justificación. La razón de la necesidad de justificación se presenta entonces como una falta de razón –que postula y a la vez busca la razón que falta, para así poder “salvar” los fenómenos, las apariencias, explicándolas; mientras que lo no tiene justificación o se presenta como no teniéndola, no puede menos que presentarse como incomprensible, inexplicable, impenetrable, como infundado o eminentemente irracional, como amorfo o arbitrario o como puro hecho bruto y sin razón de ser… y, finalmente por ello, como perdido (sin razón teórica o efectiva), o como no teniendo derecho a la existencia (existencialismo).
   El hombre tiene que justificar algunos actos propios (e incluso ajenos) ante otros y ante él mismo. Pero ante quien tiene uno mismo esencialmente que justificarse es ante Dios –por más que la justificación ante Dios resulte una justificación ante uno mismo, que por la peculiar constitución de tal verbo reflexivo tampoco dejaría de ser, conversamente, la justificación ante uno mismo justificación ante Dios. De hecho ante Dios tiene que justificarse todo lo demás también: lo ajeno y lo propio; todo lo infrahumano y lo suprahumano; las acciones, omisiones y los pensamientos; los seres mismos en su integridad, toda su índole e incluso su misma existencia, es decir todos los seres (sustancias) tanto como las cosas de los seres (modos). Y de hecho ante Dios, el ser en sí y por sí, no sólo se necesita justificarlo todo, sino que de hecho se justifica: todo, hasta el mal, hasta la nada –justificándose ante Él mismo su creación entera por su gloria. En cambio si todo ha de justificarse ante Él, resulta tan imposible como innecesario que Él mismo se justifique, siendo entre todos los seres el único ni necesitado ni menesteroso de justificación, ni ante sí mismo, ni mucho menos ante ningún otro ser –por ser el sr perfectamente justificado, el ser santo, perfecto, que es. Diferencia radical, pues, entre el hombre y Dios; pues si el hombre ha menester justificarse ante otros seres, ante sí mismo y ante Dios; Dios en cambio no tiene necesidad de justificarse ante nadie –para la Teodicea, Dios se justifica por su propia naturaleza. La razón práctica de la Creación puede encontrarse en su utilidad, no para la gloria del hombre, sino de Dios.
   Por su parte el filósofo sería un tipo de hombre peculiarísimo que, en el intento de justificarse a sí mismo ante sí mismo, intenta la justificación teórica (fundamentación) de todo lo demás, de todo lo habido y por haber, o el hombre necesitado d una justificación teórica de todo –tarea tan basta y dilatada que extiende a todo lo largo y largo de la historia de la humanidad en lo que esta de especie filosófica o anhelante de saber, y de un saber teórico al menos, total (para asemejarse a Dios, que es motivo recurrente de la soberbia filosófica).  La filosofía, en efecto, no es otra cosa que el esfuerzo del hombre por justificar ante sí todo lo habido y por haber, todo de lo que se tiene noción o simplemente sospecha, desde la existencia de la naturaleza inanimada hasta la esencia y la existencia de Dios –pasando por el examen de su propia naturaleza, esencia y existencia, aunque este último esfuerzo le resulte frustráneo al no pode dar razón con los instrumentos que posee de que haya un ser como el suyo, que es el misterio del hombre en la naturaleza. Pero cuando la ciencia quiere ir más allá de este misterio afirmando que la naturaleza no tiene un fin, una utilidad, no sólo le niega todo servicio, sino que condena a la naturaleza misma a una facticidad sin explicación, sin justificación, ni siquiera teórica, a la vez condena al hombre a ser puramente de hecho y sin razón de ser, despojándolo entonces de ser el animal filosófico que es, es decir, condenándolo, arrojándolo sin piedad y sin misterio a la arena del crudo, del cínico existencialismo.
   Las razones de la justificación pueden ser teóricas o prácticas. Las razones teóricas propiamente fundamentan el saber; las razones de la razón práctica propiamente justifican un ente por su servicio, por su utilidad o por su finalidad (es decir, por su bondad, por su provecho, por su satisfacción). La razón práctica responde pues a la pregunta ¿para que sirve… lo que sea? Si para nada sirve se presenta por tanto como no teniendo derecho a la existencia –como todo aquello que es inútil, que acaba por estorbar. Por ello hay una razón práctica de todo: d la teoría, de la ciencia, de la filosofía, de todo lo real… a diferencia de lo ideal (que tiene una razón pura, teórica, o es en si y razón de sí).
   Cuando el filósofo es más modesto puede extender su afán de justificación personal a todas y cada una de las acciones específicamente humanas (en la ética o en la antropología filosófica) –pero también a toda su manera de ser, a su carácter, a su personalidad, a su existencia (o filosofía antropológica y filosofía de la filosofía). Pero más común y restringidamente, el hombre necesita justificar prácticamente (justificación) las causas y los efectos de sus acciones morales, digamos que por el dinamismo de su naturaleza (amores, odios, temores, ambiciones, ilusiones, etc.). Porque ser hombre es esencialmente sentir la necesidad de ser afirmado, confirmado en su ser, justipreciado por otros, de ser reconocido por los otros, que es propiamente la instancia social de la justificación, consistente en dar razones de ser y en recibirlas: en reconocer a los otros y ser a la vez reconocido por ellos –en un mundo desquiciado por el desconocimiento de la persona humana y hasta de la divina persona o severamente erosionado, enajenado y diezmado socialmente, como es el nuestro.
   La justificación en el sentido religioso se expresa en la necesidad de lo que en hombre hay de religioso de estar justificado pro Dios –prácticamente, por su utilidad, por su servicio, por ser de provecho; o condenado, por su inutilidad, por su maldad, por su oportunismo, etc.; y finalmente por su misericordia, porque aunque Dios no lo juzgue digno de salvación, aún así lo salve juzgándolo indigno (limitadamente), o no, o lo abandone y lo deje precipitarse al vacío, a la nada. La razón de ser de la justificación se presenta entonces como falta de merecimiento de la salvación, de la salud y finalmente de la bienaventuranza, en razón a su vez de la pecaminosidad humana –de la que Dios puede salvarnos por su perfecta misericordia o bondad, por su libérrima e incomprensible voluntad, o dejándonos caer a las cavernas de los castigos eternos, a su vez justificados por la fortaleza de Dios.
    Exclusiva del hombre, específicamente del hombre religioso, es la necesidad de ser justificado ante Dios. El hombre, en efecto, es el ser menesteroso de justificación, que pide, que busca y que da razón de ser de todas las cosas y, esencialmente, de sí mismo: que necesita, que precisa estar justificado ante los otros, pero también ante sus propios ojos. El hombre es pues el ser necesitado de ser afirmado por los demás y por si mismo. La justificación ante Dios se presenta como señera, como insuperable, por dos razones: porque ser justificado ante Dios equivale a ser salvado (pues aunque nos condenamos solos, necesitamos de una instancia sobrenatural para alcanzar la salvación); también porque tal justificación  define la posición y el lugar preciso que el hombre tiene con respecto de la totalidad, de la creación toda (su puesto y lugar en el Cosmos). De ahí la necesidad del juicio –pero también de la promesa.
    Como todo lo humano, puede haber engaño cuando se intenta convertir en deuda a la promesa, cuando se la ama en nombre de su cumplimiento y no de ella misma (no de que es promesa). En cambio, cuando se acepta la promesa no se puede exigir que se cumpla lo prometido, sino sólo esperar al decirle si y sin condiciones –e incluso amarla, aunque no se cumpliera, amarla por la libertad con que fue hecha. La confusión, el chantaje, estribaría en exigir su cumplimiento y transformarla en deuda, en tomar la palabra empeñada no como empeño, sino como venta. Por ello es siempre ilegítimo tomarle la palabra a la promesa para convertirla en obligación, y lo único legítimo es guardarla, atesorarla en nuestro corazón (Tomás Segovia).   
   Puede agregarse que la justificación de la existencia sólo se alcanza transitando por el camino de la justicia, de la equidad, del amor, por la senda del centro. Pero el camino del centro no está exento de sufrimiento, porque implica asumir la propia responsabilidad, con todo su peso, liberándonos así, sin embargo, del mal, del tan dañino subjetivismo, del reino de las apariencias del mundo y de los deseos, que equivale a un velo, a una ceguera, lo que a la vez permite adquirir una gravedad, una sobriedad también, que es lo propio de todo lo espiritual. Tal camino es el de la purificación por el fuego, pues en la aflicción e incluso en las tribulaciones es que se quema la escoria, los residuos del alma inferior, que embotan la mente y conducen a la distracción y finalmente a la negligencia. Eliminar la escoria, pues, para de tal forma lavar el alma superior y restituir nuestra relación con el espíritu. Ciertamente purificación por el fuego, por la aflicción, por el sufrimiento, que lleva a una clara conciencia del mundo y de nosotros mismos en nuestra relación individual con el misterio.





XXVII.- Curso de Antropología Filosófica La Responsabilidad Por Alberto Espinosa


La Responsabilidad: sobre la Justificación y la Afirmación

27.1.- Es tiempo ahora de recoger algunos hilos dejados sueltos por el camino. Hemos visto como el hombre rebelde es, en mucho, el hombre moderno, el cual alegremente ignora que se ha vuelto oveja negra –como todo el mundo, intentando muchas veces sacar de ello su originalidad, que se ha vuelto unánime, que se ha uniformado, o practicando el socialismo de hoy en día, dogmático, contradictorio, al grado de convertirse ya no digamos en el más feroz de los individualismos, sino en un sacerdocio sin Dios, apóstata, que incluso se regodea en la blasfemia, y que empujado por las presiones históricas y generacionales (la tradición de la ruptura) emprende como todo el mundo el infernal y tortuoso camino sembrando no más que promesas de buenas intenciones.
   Con ello el hombre moderno no sólo pierde la tradición, convirtiéndose por tanto al carecer de ese suelo en un salvaje postmoderno, sino también pierde el horizonte del sentido, que es valor del tiempo vivido, rechazando por ello también la justificación: el dar razón de sí –ante sí mismo, es decir volviéndose inmoral, factor de discordia o de disolución social. Por ello el concepto de justificación viene a ser el más importante dentro de toda la filosofía de la educación –si no es que dentro de la filosofía toda.
   La noción de justificación está así ligada al sentimiento de respeto –que no es otro en el fondo que el que mueve a ser responsable para con uno mismo; sentimiento en el que hay una peculiar reflexividad, por tanto, ligada a la noción de libertad: porque, dicho simplemente, estar justificado ante otros no es sino la instancia pública donde el hombre toma conciencia del justificarse a sí mismo frente a sí mismo: específicamente ante su razón práctica.      
   Por lo contrario, el desvergonzado, el cínico, es el hombre que exhibe sus faltas, que en cierto sentido ha perdido el pudor, o cuya impudicia lo muestra como un bárbaro, como un hombre carente de tradición, como un incircunciso del espíritu –jactándose incluso de ser “un cabrón bien hecho”, sin ya siquiera disimular sus faltas, esperando incluso en su ceguera que sean premiadas, por intuir oscuramente en su desgracia que aunque el pecado está premiado, es en si mismo castigo, que es escoger la desgracia y el castigo. O, dicho de otra manera, es el hombre que se ha desconectado por completo de su razón práctica, volviéndose de tal manera egoísta, inicuo, injusto, pues la injusticia es una práctica tanto como lo es la justicia. Tales prácticas constituyen con el tiempo costumbres y finalmente un carácter -e incluso sistemas enteros que aglutinan a sus agremiados por tales impulsos y tendencias del alma inferior que, por decirlo así, ha tomado ya todo el control, reinando por tanto si no la indiferencia o la indistinción, el estado de vacío mental o de vulgaridad profunda (viendo las cosas desde una perspectiva sórdida, empobrecida, rebajada, sodomita).
    Si la práctica de la injusticia puede ocasionalmente deberse a la distracción, a la conveniencia egoísta o grupal, gregaria, termina al hacerse costumbre por volver al hombre un cínico, un indolente en materia moral, incluso un indiferente frente al mal que procura, y culmina con la total negligencia en asuntos de humanidad. Un paso más allá se constituye en sistema del mundo, en filosofía, cínica naturalmente, pues estamos hablando del naturalismo de los perros, que eso quiere decir cínico, cuya estratagema básica es insistir con su afilado colmillo en el sólo punto de una falta formal menor y aun inexistente en su adversario: la irresponsabilidad del escritor, el desaliñó del esteta, la ortografía cuestionable del inspirado, la juventud del inocente etc., para así desplazar, proyectar y desviar la atención de una culpa mayor, de fondo , de contenido, en la propia conducta. El omitir faltas graves y regodearse en habladurías menores es su sino; su estigma, su estrategia; su castigo: estar rodeado por sus pares, que como él mismo se mueven por la divisa del non serviam (no seré siervo) y así o todos a una traicionan o todos a una se eximen de una culpa que acaba indistintamente por primero homologarlos para finalmente ingurgitarlos a todos, colectivamente, en el error.
27.2.- La tesis de Max Scheler, según la cual el instinto es lo menos valioso pero lo más potente, mientras el espíritu es lo más valioso pero lo más impotente, se sitúa, por su misma estructura lógica, del lado de la fuerza –no viendo por tanto que la fuerza del espíritu está por otro lado. Ese otro lado son los sentimientos altruistas, sociales –ciertamente más complejos, delicados y difíciles de desarrollar, puestos muchas en aprietos frente al temible egoísmo, impulsivo, instintivo, vulgar, de nuestros tremendos días.
27.3.- En una palabra: el hombre rebelde es aquel que al no querer hacer el bien, más bien quiere deshacerlo o hacer el mal. Visto desde una perspectiva religiosa es, por tanto, el hombre tentado, que ha caído en la gran tentación del pecado, que es amar el mal y odiar el bien –perdiendo con ello todo juicio moral, no sabiendo discriminar, y estando por tanto perdido el mismo. En cierto sentido se trata del hombre o la mujer que se han dado a la desvergüenza, a la prostitución, que van ramoneando por la vida, que se han vuelto como una ramera vendiendo sus favores. De ahí difundir el soborno como costumbre social no hay más que un paso, y contando un paso más, el difundir públicamente sin vergüenza algún sus pecados.
   A tal hombre se le puede entonces acusar rectamente de “no entender”, de no escuchar, la ley. Se le puede reprochar así mismo el ausentarse del sentimiento social de la ley, de haberles perdido el respeto de sus semejantes pero, sobre todo, lo que es más importante y trascedente, de haber dado la espalda a Dios, postulado desde un principio (por la fuerza misma de la tradición) como el creador y el garante de la ley. Se trata entonces propiamente del volteado, del apóstata, del hombre que se ha echado para atrás, negándose a esforzase por subir a la montaña, para rodar cuesta abajo, para caer en dirección contraria por haber abandonado los imperativos del Altísimo, por no haber actuado de buena fe, de buena voluntad, sino con mala leche.
   Así, cuando tales actitudes se generalizan no pueden sino redundar en una situación de desconcierto expandido, en la que todos roban o se hacen violencia unos a otros, creándose un estado de inseguridad, no sólo por ello, o de forma inmanente, sino a la vez provocando el castigo de las potencias de arriba o de la justicia trascendente, divina, para purificar la tierra y restituir el orden.  También un estado de malestar permanente por hacer lo malo, por el pecado de la iniquidad, que sólo puede dejar como saldo un corazón doliente. Tal sucede con los hijos rebeldes, desobedientes; también con los paganos que, al intentar introducir con potencia una cultura histórica en sustitución de una cultura universal, so pretexto de la vanguardia, de la moda, de un nuevo orden, del progreso, de la evolución, de la lucha por la vida, de la adaptación, de la ley del más fuerte, etc., etc., etc., corrompen tan tranquilamente y sin conciencia de sus hechos a todo el pueblo.[1]
27.4.- La solución dada por el formidable profeta Isaías no puede ser otra que el sincero arrepentimiento y la correctora enmienda: asumir la propia responsabilidad y mejorar la propia conducta, corregir el comportamiento, lavarse con agua y con espíritu, dejar de hacer lo malo y buscar el bien, quitar la injusticia de las obras personales, restituir al hombre agraviado, no alejar de sí la causa de la viuda, sino ampararla, hacer justicia al huérfano, quemando las escorias y las impurezas con el agua diáfana de los actos bienhechores  y el jabón de del Espíritu, para en la oración restituir la relación con él –pudiendo entonces el hombre no temer, librándose del pecado, y estar justificado ante a Dios.
27.5.- Porque quedarse en la falta es condenarse, porque es quedarse en el pecado, que si está premiado es sin embargo castigo. Elegir el pecado, decidirse por el pecado, es elegir así simultáneamente decidirse por el castigo. Es cierto que no es posible volverse hacia atrás para volver a empezar todo de nuevo; pero es posible quedarse como suspendido en el pasado sin salir del pecado, eligiendo reiteradamente el castigo. Por lo contrario, el arrepentimiento ofrece una salida: es la esperanza, es recuperar la gracia perdida y comprender, por parcialmente que sea, que las faltas no se borran, pero que pueden en cambio superar, pues al cambiar uno mismo se les puede cambiar de signo y de sentido –lo que equivale propiamente hablando a la conversión, en la cual hay una transformación, pues el hombre guiado por el espíritu de la rebeldía, que obedece a la injusticia y no a la verdad cambia a favor del espíritu del humanismo, consistente en aprobar lo mejor, en repudiar lo peor, siguiendo el camino de la justicia, en hacer el bien y poder por ello aspirar a la honra y a la gloria, también a dejar memoria entre los hombres e incluso a la inmortalidad de la vida eterna.
   En el plano teológico el don del libre albedrío se relaciona directamente con la gracia divina: Dios elige a los suyos, para darles la vida, la salvación y la eternidad, teniendo sobre los seres humanos poder de decisión desde toda la eternidad. Sin embargo, al don del libre albedrío en el hombre corresponde la gracia cuando se ha optado por el bien. Porque el hombre, en efecto, puede escoger libremente la suerte que desea para su alma, al decidir  entre dos opciones: la vida eterna o la muerte. Lo sorprendente, en efecto, no es tanto la voluntad divina de escoger a los suyos, ni la libertad del hombre, en los estrechos límites de la condición humana; lo sorprendente es que pudiendo escoger la vida eterna algunos escojan más bien la nada, la muerte, la condenación –ya sean los empecinados contumaces o los engañados por el mundo.
   Almas, pues, que son desgraciadas, poseídas por el vicio o por la enfermedad, pues la desgracia está  asociada a nuestras acciones, a nuestros pecados. Porque aunque el pecado está premiado y aún es prestigioso, el que peca profana una cosa sagrada y así al exilarse del todo y asociarse con la nada escoge el castigo –no porque el pecado sea penado, sino porque quien lo escoge está simultáneamente escogiendo el castigo, porque el pecado es esencialmente, en si mismo, castigo. Despreciar la luz, la serenidad, la paz, el amor, tiene como su fondo la adoración de ídolo: el amor irrefrenado al conflicto, al mal y al odio, lo que lleva inevitablemente a la desgracia, a ser desgraciado, a ser abandonados de la gracia, soltados de la mano de Dios.
   Así, por contraste, lo que se requiere para encontrar el centro de la persona y de la sociedad, es clamar todo el tiempo, de una forma a la vez serena y luminosa, sin desesperación, por la recuperación de la gracia, por la restauración de  un centro más estable que le devuelva la salud, el equilibrio. Porque a diferencia de la desgracia, que nos tiene como su presa, el hombre puede elegir libremente por la gracia, que no se posee ni nos posee, sino que es un lugar al que se entra, en el que se está: y que al entrar en él se revela como un lugar sagrado, que no puede pertenecernos, sino al que más bien sólo podemos pertenecer cuando nos abrimos y nos abandonamos, que es también un confiar y un depender, es decir una fe (con-fidnes). Porque el alma es también un lugar prometido y a la vez sagrado que nos insta a coincidir con ella, para recuperarnos a nosotros  mismos, para que así encarne en la vida, aunque  sin poder nunca identificarse o definirse por ella. Porque el alma es como un templum, algo sagrado a donde entramos para revelar en su firmeza lo mejor de nosotros mismos.
   Esperanza de ser elegido y de ser amado, pues, y decir que sí. Porque lo que funda y justifica al amor es su aceptación. La aceptación del amor es su raíz,  pues si bien es cierto tiene como condición de posibilidad que alguien nos ame, es a la vez necesario aceptarlo, decirle que si. Visto desde otro plano son cosas simultáneas; ser amado y aceptarlo serlo son sólo las dos mitades de un entero. Cuando no somos amados no se puede, en realidad, hacer nada –ya sea porque aparecemos como indiferentes o porque hay contra nosotros algún afán de obstrucción o de agresión. En cambio cuando somos amados se puede aceptar ese amor o negarlo y rechazarlo. Cuando en un pecho vive la esperanza de ser amado, de ser elegido, vive con toda la fuerza del deseo, pero sin la fuerza de la voluntad del yo, que es el deseo de posesión, por lo que sólo se puede aceptar su luz y su nombre.
   Esperanza que se alimenta cada día, a veces como una pequeña chispa limitada de luz, pero cuyo valor está justamente en esa limitación, que sin embargo nos saca enteramente de las tinieblas. Esa esperanza radica en decir que si;  pues por más que la afirmación, como la luz, ilumine sólo una zona limitada o sea sólo una fracción, es suficiente para luminar el camino, para ver, dada a nuestra medida, capaz por ello de colmarnos y de sacarnos totalmente de las tinieblas. Porque si el no puede ser de una vez y para siempre, de la misma manera que el sin sentido puede ser ilimitado (hybris), en cambio el si hay que alimentarlo cada día, corroborarlo de tal suerte a cada paso el sentido de la vida, para así volver a mirar y descubrir la luz todos los días.
   Por ello también no es posible evadirse del dolor pactando para ello con la mentira, por comodidad, para consolarse, ahorrándose así muchos sufrimientos –pero al precio de volverse uno mismo peor; sino que por lo contrario la única salida es aceptar la luz de la vida y todo lo que en ella nos pasa, aún el dolor, porque todo eso que nos pasa es verdad y tiene sentido.
27.6.- No es injustificado decir que una de las exclusivas humanas o de sus características más radicales es su necesidad de justificación –ya sin justificación, pues tal característica constituye el a-priori moral mismo del ser humana, que se presenta por tanto como un postulado, como un horizonte de sentido ya irrebasable. Límite radical del ser humano, al que precisamente por ello puede definírsele como el animal menesteroso de justificación –especialísimamente de dar razón de si mismo, ante sí mismo o ante otros, para mostrar la validez o cualidad de su verdadera efigie (que se puede mentir, pues se pueden mentir no sólo los hechos, sino también el sentido, por que el hombre puede así mentir-se a sí mismo).
   Ante el hombre pueden justificarse muchas cosas, pero de la justificación que más necesita es la de sí mismo, la de su propia existencia: ante otros (el padre, el hijo, el jefe, el subordinado, el hijo, ante la amante, ante el mismo enemigo); más radicalmente precisa justificarse ante sí mismo; in ordo súmmum requiere justificarse ante Dios (instancia transhistórica, fuera del tiempo, definitiva, eterna), que sería obra exclusiva del sentimiento religioso en el hombre o de lo que en él haya de homo religiuosus (en modo alguno ajeno al sentimiento de la justica y del respeto, sino parte esencial, sustantiva, de ellos).
   El hombre, en efecto, es el animal religioso que es, pues, por requerir con necesidad suma estar justificado ante Dios o de dar ante Él y su divina razón una satisfactoria razón práctica de si de ser. Para la razón humana, por razón del principio intelectualista, todo se presenta como menesteroso, como necesitado, carente, menesteroso de justificación. La razón de la necesidad de justificación se presenta entonces como una falta de razón –que postula y a la vez busca la razón que falta, para así poder “salvar” los fenómenos, las apariencias, explicándolas; mientras que lo no tiene justificación o se presenta como no teniéndola, no puede menos que presentarse como incomprensible, inexplicable, impenetrable, como infundado o eminentemente irracional, como amorfo o arbitrario o como puro hecho bruto sin razón de ser… y, finalmente por ello, como perdido (sin razón teórica o efectiva), o como no teniendo derecho a la existencia (existencialismo).
   El hombre tiene que justificar algunos actos propios (e incluso ajenos) ante otros y ante él mismo. Pero ante quien tiene uno mismo esencialmente que justificarse es ante Dios –por más que la justificación ante Dios resulte una justificación ante uno mismo, que por la peculiar constitución de tal verbo reflexivo tampoco dejaría de ser, conversamente, la justificación ante uno mismo justificación ante Dios. De hecho ante Dios tiene que justificarse todo lo demás también: lo ajeno y lo propio; todo lo infrahumano y lo suprahumano; las acciones, omisiones y los pensamientos; los seres mismos en su integridad, toda su índole e incluso su misma existencia, es decir todos los seres (sustancias) tanto como las cosas de los seres (modos). Y de hecho ante Dios, el ser en sí y por sí, no sólo se necesita justificarlo todo, sino que de hecho se justifica: todo, hasta el mal, hasta la nada –justificándose ante Él mismo su creación entera por su gloria. En cambio si todo ha de justificarse ante Él, resulta tan imposible como innecesario que Él mismo se justifique, siendo entre todos los seres el único ni necesitado ni menesteroso de justificación, ni ante sí mismo, ni mucho menos ante ningún otro ser –por ser el sr perfectamente justificado, el ser santo, que es. Diferencia radical, pues, entre el hombre y Dios; pues si el hombre ha menester justificarse ante otros seres, ante sí mismo y ante Dios; Dios en cambio no tiene necesidad de justificarse ante nadie –para la Teodicea, Dios se justifica por su propia naturaleza. La razón práctica de la Creación puede encontrarse en su utilidad, no para la gloria del hombre, sino de Dios.
   Por su parte el filósofo sería un tipo de hombre peculiarísimo que, en el intento de justificarse a sí mismo ante sí mismo, intenta la justificación teórica (fundamentación) de todo lo demás, de todo lo habido y por haber, o el hombre necesitado d una justificación teórica de todo –tarea tan basta y dilatada que extiende a todo lo largo y largo de la historia de la humanidad en lo que esta de especie filosófica o anhelante de saber, y de un saber teórico al menos, total (para asemejarse a Dios, que es motivo recurrente de la soberbia filosófica).  La filosofía, en efecto, no es otra cosa que el esfuerzo del hombre por justificar ante sí todo lo habido y por haber, todo de lo que se tiene noción o simplemente sospecha, desde la existencia de la naturaleza inanimada hasta la esencia y la existencia de Dios –pasando por el examen de su propia naturaleza, esencia y existencia, aunque este último esfuerzo le resulte frustráneo al no pode dar razón con los instrumentos que posee de que haya un ser como el suyo, que es el misterio del hombre en la naturaleza. Pero cuando la ciencia quiere ir más allá de este misterio afirmando que la naturaleza no tiene un fin, una utilidad, no sólo le niega todo servicio, sino que condena a la naturaleza misma a una facticidad sin explicación, sin justificación, ni siquiera teórica, a la vez condena al hombre a ser puramente de hecho y sin razón de ser, despojándolo entonces de ser el animal filosófico que es, es decir, condenándolo, arrojándolo sin piedad y sin misterio a la arena del crudo, del cínico existencialismo.
   Las razones de la justificación pueden ser teóricas o prácticas. Las razones teóricas propiamente fundamentan el saber; las razones de la razón práctica propiamente justifican un ente por su servicio, por su utilidad o por su finalidad (es decir, por su bondad, por su provecho, por su satisfacción). La razón práctica responde pues a la pregunta ¿para que sirve… lo que sea? Si para nada sirve se presenta por tanto como no teniendo derecho a la existencia –como todo aquello que es inútil, que acaba por estorbar. Por ello hay una razón práctica de todo: d la teoría, de la ciencia, de la filosofía, de todo lo real… a diferencia de lo ideal (que tiene una razón pura, teórica, o es en si y razón de sí).
   Cuando el filósofo es más modesto puede extender su afán de justificación personal a todas y cada una de las acciones específicamente humanas (en la ética o en la antropología filosófica) –pero también a toda su manera de ser, a su carácter, a su personalidad, a su existencia (o filosofía antropológica y filosofía de la filosofía). Pero más común y restringidamente, el hombre necesita justificar prácticamente (justificación) las causas y los efectos de sus acciones morales, digamos que por el dinamismo de su naturaleza (amores, odios, temores, ambiciones, ilusiones, etc.). Porque ser hombre es esencialmente sentir la necesidad de ser afirmado, confirmado en su ser, justipreciado por otros, de ser reconocido por los otros, que es propiamente la instancia social de la justificación, consistente en dar razones de ser y en recibirlas: en reconocer a los otros y ser a la vez reconocido por ellos –en un mundo desquiciado por el desconocimiento de la persona humana y hasta de la divina persona o severamente erosionado, enajenado y diezmado socialmente, como es el nuestro.
   La justificación en el sentido religioso se expresa en la necesidad de lo que en hombre hay de religioso de estar justificado pro Dios –prácticamente, por su utilidad, por su servicio, por ser de provecho; o condenado, por su inutilidad, por su maldad, por su oportunismo, etc.; y finalmente por su misericordia, porque aunque Dios no lo juzgue digno de salvación, aún así lo salve juzgándolo indigno (limitadamente), o no, o lo abandone y lo deje precipitarse al vacío, a la nada. La razón de ser de la justificación se presenta entonces como falta de merecimiento de la salvación, de la salud y finalmente de la bienaventuranza, en razón a su vez de la pecaminosidad humana –de la que Dios puede salvarnos por su perfecta misericordia o bondad, por su libérrima e incomprensible voluntad, o dejándonos caer a las cavernas de los castigos eternos, a su vez justificados por la fortaleza de Dios.[2]
27.7.- Exclusiva del hombre, específicamente del hombre religioso, es la necesidad de ser justificado ante Dios. El hombre, en efecto, es el ser menesteroso de justificación, que pide, que busca y que da razón de ser de todas las cosas y, esencialmente, de sí mismo: que necesita, que precisa estar justificado ante los otros, pero también ante sus propios ojos. El hombre es pues el ser necesitado de ser afirmado por los demás y por si mismo. La justificación ante Dios se presenta como señera, como insuperable, por dos razones: porque ser justificado ante Dios equivale a ser salvado (pues aunque nos condenamos solos, necesitamos de una instancia sobrenatural para alcanzar la salvación); también porque tal justificación  define la posición y el lugar preciso que el hombre tiene con respecto de la totalidad, de la creación toda (su puesto y lugar en el Cosmos). De ahí la necesidad del juicio –pero también de la promesa.
    Como todo lo humano, puede haber engaño cuando se intenta convertir en deuda a la promesa, cuando se la ama en nombre de su cumplimiento y no de ella misma (no de que es promesa). En cambio, cuando se acepta la promesa no se puede exigir que se cumpla lo prometido, sino sólo esperar al decirle si y sin condiciones –e incluso amarla, aunque no se cumpliera, amarla por la libertad con que fue hecha. La confusión, el chantaje, estribaría en exigir su cumplimiento y transformarla en deuda, en tomar la palabra empeñada no como empeño, sino como venta. Por ello es siempre ilegítimo tomarle la palabra a la promesa para convertirla en obligación, y lo único legítimo es guardarla, atesorarla en nuestro corazón (Tomás Segovia).    
27.8.- Puede agregarse que la justificación de la existencia sólo se alcanza transitando por el camino de la justicia, por la senda del centro. Pero el camino del centro no está exento de sufrimiento, porque implica asumir la propia responsabilidad, con todo su peso, liberándonos así, sin embargo, del mal, del tan dañino subjetivismo, del reino de las apariencias del mundo y de los deseos, que equivale a un velo, a una ceguera, lo que a la vez permite adquirir una gravedad, una sobriedad también, que es lo propio de todo lo espiritual. Tal camino es el de la purificación por el fuego, pues en la aflicción e incluso en las tribulaciones es que se quema la escoria, los residuos del alma inferior, que embotan la mente y conducen a la distracción y finalmente a la negligencia. Eliminar la escoria, pues, para de tal forma lavar el alma superior y restituir nuestra relación con el espíritu. Ciertamente purificación por el fuego, por la aflicción, por el sufrimiento, que lleva a una clara conciencia del mundo y de nosotros mismos en nuestra relación individual con el misterio.






[1] Es mentira decir que los orgullosos sean siempre felices y que a los malvados les salgan siempre bien las cosas, pues Dios es justo y no le agradan los hombres que hacen lo malo. Porque el Señor maldice a quienes practican la magia, a los adúlteros, fornicarios y homosexuales, a los embusteros y perjuros del espíritu que comercian con la materia y la barbarie, a los homicidas y parricidas, a los esclavistas y negreros que maltratan a sus trabajadores o a los extranjeros, a las viudas o a los huérfanos. Porque su ley se hizo así no para los justos, sino para los injustos y profanos, para los pecadores y criminales, para los impíos e impuros. Hombres rebeldes que no adoran a Dios y que lo defraudan al no obedecer sus preceptos -y que en el día ardiente serán reducidos a barro y no quedará nada de ellos. Después de ese día oscuro el país de su pueblo volverá a ser un país encantador, porque Dios abrirá una ventana en el cielo para derramar sobre él su bendición. (Cf. I Timoteo; Malaquías). Por otra parte no se odia al pecador, sino al pecado, como se sabe bien. El caso del pecado de la desviación sexual, y de los pecados sexuales contranatura, constituyen desde esta perspectiva no digamos de neurosis, sino llanamente de demonismo: de imitar vulgarmente la creación, con los estimas anejos al luciferismo: ser mera simulación y fachada (enajenación y apariencia vana) No sólo implican, así, la disolución de las costumbres, sino lo que es más grave: su degeneración, lo cual atenta contra la naturaleza de cada persona y avala, por indirectamente que sea, otras trasgresiones morales. Puede decirse también que los homosexuales deshonran su cuerpo y el simbolismo que radica en las partes pudendas, pervirtiendo y depravando incluso el deseo, perturbando profundamente el conocimiento que pueden tener de si mismos y de los demás. Los afeminados mutan, se vuelven chismosos, vanidosos, sin virilidad alguna por las adherencias propias del alma inferior, al caer en la dejadez del desmayo femenino y así desorientados no pueden amar a lo más alto sino que caen de bruces en místicas inferiores o en formas cada vez más lamentables de idolatría, de magia negra, acumulando como el un alud las faltas, hasta que por fin se fincan en la desvergüenza,  dejando como consecuencia la humillación de sus personas, la enfermedad de sus cuerpos, la perturbación mental y finalmente la mala memoria y el consecuente olvido de sus nombres.
[2] Señala José Gaos que. “La caída de los ángeles se justifica, por su rebeldía, ante Dios, eventualmente para el creyente. La limosna se justifica por la caridad ante el caritativo que la da para el que comprende la acción de éste. El fumar se justifica por el placer ante el fumador para el que comprende a éste aunque él no lo sea. La comprensión supone cierta comunidad. La creación se justifica por la gloria de Dios ante Dios para el hombre. La existencia y la esencia de Dios se justifican ante el hombre. ¿La existencia y la esencia de Dios se justifican ante Dios? El hombre justifica ante sí el Sér que ni puede ni necesita justificarse ante sí.” Ver en la CARPETA 31. folio: 4657 (7 Hojas) depositadas en el Archivo José Gaos del IIF (UNAM) el texto Dar razón”.






viernes, 11 de octubre de 2013

Cultura, Religión o Champurrado Por Alberto Espinosa Orozco



   Si algo es la religión, vista en su máxima generalidad de actitud social, eso es limitación del placer y limitación del poder. Sus contrarios, la religión del placer, el jardín de Epícuro, y la religión del poder, que va de ciertas formas agudas de neurosis al existencialismo más degradante, resultan en lo social profundamente disolventes –por más que se embadurnen el rostro de vocabulario socialista. La pasión por dominar y la pasión por consumir, es cierto, frecuentemente van de la mano. Las filosofías que postulan tales actitudes impías, refugiadas durante mucho tiempo en un positivismo tan anárquico como antimetafísico, se han visto en los últimos tiempos inquietadas por un prurito metafísico, cayendo de bruces en un verdadero abanico de místicas inferiores que avaladas vagamente por las escrituras sagradas, particularmente por la Biblia, se dan a todo tipo de distorsiones simbólicas y extraños ritos, pensamiento mágico que bajo el disfraz de antiguas creencias prehispánicas (en Europa se revistieron en el nazismo en la búsqueda de los lenguajes secretos del Antiguo Egipto, en el espiritismo y la quiromancia) ni superan la escala de lo pagano ni puede conducir a una verdadera participación con los espíritus superiores.
  En nuestras tierras es particularmente común ver como esa vuelta de reprimido asume formas cada vez mas peligrosas, pues al adoptar creencias misceláneas y de todo tipo, muchas veces acuñadas en las cabezas calenturientas de de timadores y engañadores, de farsantes y merolicos, se disfraza lo que hay en el fondo de esas apuestas simbólicas: el amor a los placeres, para la que nuestro cuerpo esta tan bien diseñado, y la ambición de poder y de dominio, con lo que hay en el de incito abuso de la autoridad y de los privilegios logrados –adoptando las formas sólitas del egoísmo feroz, la obnubilación mental, la licuefacción de significados mas abrumadora, la ligereza de cascos, la sexualidad no tradicional y más permisiva, hasta desembocar en la regresión a la animalidad y el cinismo. Tal degradación conduce a la vulgaridad del pendenciero y, ya entregados al espíritu del error y a las novedades de la herejía, a todo tipo de odios, discordias y celos, a fáciles enojos y exabruptos, a rivalidades y divisiones, siendo su signo el ser retadores, envidiosos, groseros, promiscuos y frecuentemente borrachos.
   Pero si algún símbolo de luz tuvo la antigua cultura prehispánica ese fue el de Quetzlcoatl, sacerdote y héroe cultural quien abolió los sacrificios para instaurar la cultura del Toltecayotl, de cultura las flores y las fiestas, cuyo sentido profundo era el de una constante acción de gracias al Creador. Doctrina no ajena a la evangélica, al grado de que Fray Servando Teresa de Mier declaró en su momento la identidad de esa figura autóctona sacerdotal con el mismísimo apóstol Santo Tomás, quien habría llegado a nuestro continente en el siglo X para difundir la verdad del evangelio. El pueblo de los gentiles, conservando sus ceremonias de carácter iniciático, que manteniendo viva la experiencia de la participación amalgama al grupo dándole identidad y sentido de pertenencia, celebra conjuntamente con ello a la Virgen de Guadalupe, trasmutación simbólica de María madre de Dios. Porque si hemos de buscar nuevas formas de religión basta con el ejemplo de los santos de todos los tiempos y de los héroes culturales, tan sólitos, por otra parte, en nuestras adoloridas regiones geográficas.




Tres Notas Sobre Ética Por José Gaos





I.- Mi Ética [1]

I
   Si se entiende la felicidad y el placer en toda la extensión y comprensión posibles, como toda satisfacción, desde la sensible más grosera, hasta la espiritual más refinada, profunda, inadvertida como tal –todas las éticas son de hecho eudemonistas y hasta hedonistas.
   Mas el hecho induce precisamente a calificar y graduar las satisfacciones y a reconocer que  (la d)el valor sumo es (la de) las personalidades individuales perfectas armonizadas consigo y entre si.
   Este concepto reconoce el hecho de las contrariedades de cada individuo y entre los individuos –pero también lo supera…
   Caso particular relevante: los placeres nocivos –para satisfacciones superiores, los dolores benéficos –para satisfacciones.
   La calificación se subordina a la graduación: las satisfacciones cualitativamente mayores son las mayores de todas. ..
   El mal de la soberbia moral –y de la filosófica.
   La perfección y armonía, no de las personalidades entre sí, sino ya de cada una consigo, es obra ideal de esfuerzo paciente histórico de progreso moral.
   Cada persona está obligada por la evidencia, de perfecciones, para ella –aunque no la tengan aún para las demás, pero también controlada por las demás, en evitación de la posible aberración individual, en una dialéctica. .. Imperativo categórico personal.
   El respeto mutuo a las personalidades ajenas es no sólo la condición de la armonía entre ellas, sino sobre todo de la perfección de cada una por las ajenas.
   El conocimiento de la naturaleza humana y de la Humanidad y su perfección, es independiente del seudoconocimiento metafísico-teológico: éste no es sino la infinitación de aquel o de aquella que es potencia “mental” esencial a ésta misma.
   La comparación con las éticas históricas da el siguiente resultado.
   La de la virtud moral de Aristóteles es un antecedente excelente, pero la de la intelectual demasiado intelectualista por su lado, por teológica. Peca de unilateral y de teológica.
   La de Aristipo reconoce bien el valor del placer sensible, pero no el de los demás placeres. Peca por defecto.
   La de Epicuro reconoce bien el valor de los placeres del espíritu, pero no el de los valores anejos al de otras relaciones humanas que la de la amistad. Peca por defecto.
   La de Anístenes y las tan o menos restrictivas de Sócrates, Platón y los estoicos, reconocen bien el valor de las personalidades individuales de la Humanidad, pero no el de más o menos otras cosas humanas y placeres anejos. Pecan por defecto en el sentido contrario a Aristipo, no tan contrario que Epicuro.
   La de Santo Tomás es la de Aristóteles, extremando su teologismo.
   La de los voluntaristas y positivistas teológicos peca de teologismo extremo.
   La de Hobbes es a lo sumo como la de Epicuro y encima de su estatismo –totalitario avant la tettre- falso de hecho o/y en relación con el conocimiento de la humanidad y la Humanidad y su perfección. Peca por defecto y por in-ciencia.
   La de Spinoza es sin duda demasiado intelectualista y teológica, pero si no también demasiado restrictiva, sería otro antecedente excelente, amputada de su teologismo y compensando su intelectualismo.
   La de Leibniz es como la de Spinoza –a pesar de la extrema contrariedad del monismo panteísta y el pluralismo teísta, lo que da que pensar: ¿independencia de la moral concreta a las interpretaciones teológicas o viceversa?
   La de Shaftsbury parece antecedente por excelencia -si amputable de su panteísmo.  Peca por teologismo.
   La de Hume reconoce bien el egoísmo y el altruismo implicado en la perfección de las personalidades propia y ajena.  Quizá el antecedente por excelencia con Shaftsbury o en lugar de él.
   La de Smith perfecciona la doctrina humana de lo altruista.
   La de Kant peca de formalista o de contradictoria, de restrictiva y a la postre de teológica –y quizá en esto más que ninguna, al pensar que la moralidad postula en último término a Dios. La más alejada de la mía. Kant sería mi clásico por su limitación de la razón pura y su explicación de ésta por la práctica, pero no por ésta. O mi error de interpretación hasta aquí: Kant no explica la razón pura por la práctica, sino los objetos mismos de la pura por la práctica…
     La de Fichte: unilateralismo voluntarista, restrictivismo?, idealismo teológico.
   La de Hegel: unilaterilismo intelectualista, idealismo teológico. Y el detalle de la Moralitat ¿no superaría los de Aristóteles y Spinoza?
   Shopenhauer: voluntarismo y metafísico, emocionalismo unilateral de la compasión, pesimismo contra (la obra d)el ideal histórico.
   Feuerbach perfeccionismo omnilateral y antropologismo teológico: parecería mi antecedente –pero confrontar en Filosofía contemporánea lo que me decepcionó.
   Marxismo: interpretable como antecedente, recordando el fin individualista de su comunismo y amputando su metafísca materialista?
   No merece la pena más que atenerse a los antecedentes que no requieren tales operaciones.
   Nietzsche: perfeccionismo omilateral?, antropologismo metafísico, pero metafísico naturalista y por ello, menos que Feuerbach?!
   Bentham: reconoce bien lo cuantitativo en lo eudemónico –punto subordinado.
   Mill: id. Lo cualitativo diferenciado.
   Spencer: antecedente de la obra el ideal histórico –quizá demasiado simplista: tomar el ideal por realidad forzosa a la parte. 
  Ética de los valores: perfeccionismo omnilateral; personalista, pero teológico, en Scheler; agnóstico, pero no personalista? En Hartman. Antecedente!
   Ética existencialista. Jaspers? Heidegger: explicación de la moral-idad por el no ser del ser humano. Yo: explicación por la moral-idad del “ser” y el “no ser”. Antecedente no tanto de la Ética, cuanto de la relación Ético-Metafísica.
   Sartre: el personalismo de la autenticidad, ya en Heidegger a contrario sensu.
   Ética neopositivista; el partir de la expresión, el señalar lo “significado” –pero mal. Y no antecedente, sino concomitante y consiguiente.

11/7/63

II
   He llegado a pensar que con un concepto suficiente del placer y la felicidad no hay más ética posible, ni efectiva, que la eudemonológica y aún la hedonística.
   Pero ello querría decir que una satisfacción profunda, pura, alta (vivida como tal) no podría erra, ser nociva, ser mala, como no sólo lo pueden, sino que lo son efectivamente muchos placeres sensibles –y esto es lo que se me ha ocurrido que no es exacto del todo: el mal causado por un odio demoníaco  puede ser o dar una satisfacción profundísima, radical (si no alta ni pura, pero equivalente a esto en su signo contrario), al malhechor demoníaco: una satisfacción demoníaca, no sólo puede, sino que debe ser una satisfacción mala.
   Luego el criterio de la satisfacción no paree permitir discernir absolutamente lo bueno o lo malo –como no lo permitiría el placer sensible. Al contrario: para discernir la bondad o maldad de la satisfacción –absoluta, no se ofrece más criterio que el de la naturaleza buena o mala, divina o demoníaca, del sujeto de la satisfacción  -naturaleza intelectiva o volitiva primaria o radicalmente, sería indiferente.
   Indiferente también que las naturalezas divina y demoníaca no sean más que infinitizaciones humanas de lo vivido por el hombre como bueno o malo: esto es lo que parece no poder ser discernido por la satisfacción, sino por una naturaleza buena o mala del hombre mismo que serviría de criterio para discernir las satisfacciones mismas.
   Es la naturaleza moral del hombre lo que le haría menesteroso y susceptible de satisfacción en general, de satisfacciones superficiales y profundas, buenas y malas. (Idea que debo a Fichte).
      Dos o tres reparos.
  Uno. Por supuesto, tal naturaleza humana, menesterosa y susceptible de satisfacciones, es decir, con éstas, ¿no son éstas, retroactiva o retrospectivamente, en círculo, el criterio de lo bueno y de lo malo en ella?
    Dos. Pero, a su vez, ¿no son las satisfacciones, en círculo, el criterio de la naturaleza, divina o demoníaca?
      No parece. Parece, al contrario, que no se puede conceptuar una satisfacción de divina o demoníaca más que por un sujeto naturalmente divino o demoníaco.
       Tres. ¿Círculo, antinomia, de la naturaleza y la satisfacción, del perfeccionismo y el eudemonismo, como criterio del bien y del mal, de lo moral?

17/7/63
  




III.- Cuatro Puntos sobre Mi Ética [2]


   Si la hipótesis eudemonista no se verifica, no hay sino que verificar otras hipótesis posibles.
   Si no se verifica ninguna, que concluir el antinomismo.
I
   Decir que la bondad o la maldad son modos –cualitativos- sui generis, es no decir nada más sino que hay tales modos. 
   Decir que tales modos son intersubjetivos totales no es decir bastante: lo que hay que decir es si lo modalizado por ellos es intersubjetivo total, parcial o subjetivo. Y lo que hay que decir es que es de hechos las tres cosas.
   “La ceguera para los valores”, ceguera de los demás para los valores de uno (lo moralizado de bueno para uno no lo es para otros, ciegos para ello), es un concepto para el relativismo fáctico.
   El axiologismo es un puro facticismo, descriptivo, no etiológico.
II
   Decir que la bondad y la maldad son relaciones de conformidad o inconformidad de los actos humanos con una ley o imperativo, es obligare a dar razón de esa ley:
   si positiva, por alguna natural;
   si natural, será (la de) naturaleza humana misma –que parece ser de hecho la teleológica eudemonista con la antiteleológica cacodemonista, 
   si divina, se presenta el problema de la relación entre moralidad y divinidad.
   El imperativo categórico kantiano es  una ley natural de la sociabilidad humana: ricamente la máxima individual generalizable a todos los demás individuos de la sociedad humana sin autoanularse, es aprte del funcionamiento perviviente de la sociedad humana.
III
   A las éticas pesimistas por la imposibilidad de la felicidad –Schopenhauer, existencialismo- les falta el dar razón de la concepción de tal imposible.
IV
   Al eudemonismo o a la ecuación
   bien= felicidad = satisfacción,
se le opone, naturalmente, el invalidante contrario: las satisfacciones malas, o el cruce entre bienes malos y males buenos. Parte de la relatividad de las (in) satisfacciones.
   A lo que las réplicas serían: relatividad: individual, especial, general. Bienes buenos para uno, malos para otro, males buenos para uno, malos para otro. El otro puede ser uno mismo en otro momento. Puntos de vista propio y ajeno.
   ¿Y el fenómeno evidente de la bondad maldad de ciertos actos en todo sujeto y momento?
   ¿La bondad y maldad no serían siempre de actos voluntarios?
   El impulsivo asesino: el asesinato es malo por insatisfactorio para el prójimo, el asesino no es malo por involuntario.
   Varias dimensiones: actividad satisfactoria o insatisfactoria; actividad para el sujeto o para el prójimo; actividad voluntaria o involuntaria.
   El eudemonismo está probado por la concepción de la felicidad infinita como concepción de la felicidad humana.
   La imposibilidad de reducir el bien a lo querido está probada por la voluntad del mal, sin la cual todo sería en definitiva únicamente voluntad del bien y se falsearía el fenómeno del dualismo.

18/8/65




[1] Título de José Gaos. Folios 015740 a 015744; dorsos de 015743-015744
[2] Título de Editor. Folios: 12476-12477 y dorsos.