La imagen de la muerte es la de Dionisos,
que es Plutón o es Hades, es Jano o es el Tiempo -opuesto por su propia esencia
al Logos, a la palabra y al verbo salvador, en una guerra soterrada que culmina
en colosal gigantomaquia. Dionisos espejea el orbe de multifacéticas presiones
y del saber del mundo que acaban por dominar al hombre en base a sus pulsiones
orgánicas poderosas para llevar al individuo a perderse, a entregarse al reino
de las sombras al apresarlo en las murallas interiores del instinto. Mundo de
arrepentidos cobardes y de tercos pecadores que van en búsqueda de la casa de
las lágrimas con sus grotescos decorados de ajada gruta, anticipando con ello
la voluntad de las místicas inferiores de perderse en un reino de siniestras
imantaciones, donde lo semejante a la sombra busca a lo semejante: lo amorfo,
lo indefinido o lo inconsciente. Mundo de la tentación, pues, significadas por
los obstáculos, que incita al hombre, cuando la salvación no puede llegar por
el amor, cuando no se cree o no se puede creer en un orden trascendente, a
entregarse a las confusiones de Dionisos, a esa sed de olvidarse de sí, a esa
maldición dionisiaca que hace resbalar al hombre moderno por el tobogán
vertiginoso del nihilismo, que va cada
vez más hacia abajo, para caer sin fondo, hacia la nada. Sed de aniquilarse, pues, que se descubre
como una fe en una oscura mística, en la cual enajenarse, por la cual
sacrificarse y perderse –y que por lo mismo se opone al orden natural de las
cosas, a la sed de salvación, al impulso por valorar la vida y encontrar un
sentido central a la existencia.
O es Plutón, la deidad del rechazo, de la frustración
afectiva y de la exasperación, cuya melancolía erudita no es otra que la de la
envidia, de la codicia, de la acumulación de la avaricia que engendra y devora
a sus propias creaciones por la misma excitación de su deseo, que quisiera
saciar sus pasiones insaciables, pero agotando con ello las fuentes de la vida.
Ser de la destrucción que, sin embargo, resulta por su duro convencionalismo
incapaz de adaptarse a la evolución de la sociedad y de la vida, quedando
encadenado al aspirar a una perfección estancada, sin futuro y por tanto sin
sucesión posible, en una clara regresión hacia la disolución, la división y el
desorden tanto a escala psíquica, como moral y metafísica.
Propiamente es Hades, el rey del submundo,
de la morada invisible de la muerte y de los lugares infernales, donde el hijo
de del Tiempo reina insensible y despiadado, inexorable y colérico, tocado con
la capa del lobo azul y el casco de piel de perro, marcado su rostro por la
dureza del gesto y por las huellas del azufre, vigilado por el monstruo
Cancerbero y presidido por sus cuatro caballos de opaco ébano. Es Plutón, es
Hades o es el Orco que reina entre las lúgubres sombras miserables resueltas
por el humo, por las cenizas y la nada. Lugar donde la sombra y la neblina dan
cuenta del oscuro reino, donde los ríos del olvido, del fuego y la congoja
conducen el inconcebible pozo de los odios. Lugar invisible e ilusorio, en
cierto modo irreal, donde las almas vagan abatidas entre tétricas legiones de
espíritus menores; laberinto sin forma ni salida, perdido en la tiniebla y en
el frío, poblado por monstruos y demonios, donde los condenados habitan entre
las abigarradas cavernas, como fuentes sin agua, como nubes trastornadas por el
viento en torbellinos, fijados cual fantasmas en la pena y endurecimiento en su
pecado cual estatuas. Pozo de la sensualidad en llamas, ahogado por la
abolición de la dispensa y donde se sufre la privación radical de la luz, de la
presencia de Dios, que es la vida.
O es Saturno, que al igual que el
adversario, que el demonio orgulloso y soberbio se pasea recorriendo la
tierra, representa el espíritu de la involución que cae irrefrenablemente en la
materia –siendo su engañosa la luz la desviación de la luz primordial que se
oculta en la materia, reflejada en el desorden de la conciencia humana, en la
mente nublada que, confundida, sobreexcitada, turbada, entra en la oscuridad al
adoptar una falsa jerarquía de valores, entrañada en sus malas sugestiones e
incitaciones, y causando con sus relaciones sociales invertidas y con el cobre
vergonzoso de su función separadora infinidad de penas y sufrimientos, de
desapegos, de abandonos, de renuncias, de sacrificios (“Melancolía”). Parodia
de Dios, cuyas torcidas tentaciones no dudan en emplear medios ilícitos, pues
están encaminadas a arrancar al hombre de su relación con el espíritu, deseando
así romper las alas a todo lo creador y cuyas fuerzas perversas desintegradoras
quisieran someter al hombre a la tiranía de su propio dominio –siendo por ello
la fuente de la mala suerte, de la impotencia y la parálisis, del centro
subterráneo que late en el fondo de la noche donde no hay ni luz ni gozo de la
existencia y que, sin embargo, nos insta a exaltarnos en las tribulaciones,
como una palanca de la vida moral, intelectual y espiritual, pues al
enfrentarlas ellas obran la paciencia de los largos esfuerzos reflexivos,
también el esfuerzo sostenido por liberarnos de la prisión del cuerpo, de su animalidad,
de la vida instintiva y de las pasiones –engendrando así la paciencia a la
esperanza en la gloria de Dios, quien de tal suerte derrama su gracia en
nuestros corazones.
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