33.1.- Si en algo
consiste el pecado es en la transgresión de un orden, en el romper con un
límite, en violar una norma de aplicabilidad universal -o en romper o profanar
algo sagrado: tanto en el orden de las relaciones sociales del trabajo, de la
familia o del matrimonio. La experiencia del pecado, por todos conocida,
consiste así en la de ir más allá de algo, siendo en este sentido una verdadera
experiencia metafísica: es tocar, es penetrar, o ser penetrado, por el otro
lado del espejo. Debilidad del alma que, siendo tentada, succionada por el
maligno encanto del mundo, movida por el frenesí de la novedad o del instante,
se sumerge en regiones prohibidas o desconocidas, y cuya consecuencia más
palpable es el sentimiento, terrible, de la desesperación.
33.2.- El pecado, que es el vicio del alma, consiste en
instalarse como en el vacío, en la nada o en la indiferencia; llamado estado de
vacío neutral donde ni se participa del bien, ni se gusta de la inmortalidad,
indiferente a la belleza imperecedera e incomprensible del Bien. Se ignora,
así, que el principio del Bien (que es el Padre) es el querer bueno, el querer
la existencia libre de todas las cosas, siendo su señal distintiva ser
conocido, atrayendo el alma de los hombres para purificarlas y esencializarlas
–porque Dios no ignora al hombre, sino que lo conoce bien y quiere ser conocido
por él. El conocimiento de Dios, en efecto, es saludable para el hombre y sólo
en virtud de tal conocimiento el alma llega a ser buena.
Así, la virtud del alma es el conocimiento,
porque el que conoce es bueno y piadoso.
Por lo contrario, el vicio del alma es la
ignorancia; una especie de ceguera consistente en ser indiferente al
conocimiento de los seres, de la naturaleza y del bien –apertrechada en la
ignorancia de Dios (asebia). Ignorante de sí misma, desconociendo su propia
naturaleza, el alma se convierte entonces en esclava de sus pasiones, amando
más los cuerpos que al espíritu, sufriendo las violentas sacudidas del cuerpo,
siendo determinada por sus impulsos orgánicos o llevando el cuerpo como una
carga –no pudiendo así gobernarse, sino siendo gobernada (heteronomía de la
voluntad y pérdida de la libertad). Porque al ser mancillad por las pasiones
del cuerpo el alma es arrastrada hacia abajo y queda separada de su verdadero
yo, engendrando el olvido, que la vuelve mala, dejando por tanto de participar
de lo bello y de lo bueno.
33.3.- El alma que se
separa de sí misma, o que se desconoce a sí misma, a la vez se fuga y se
refugia en la mudez o en la vanidad, como una suerte de blindaje y de defensa
que, en su extremismo y/o excentricidad, se aferra desesperadamente a la
garantía segura de su yo, apertrechada en el cual no reconoce que es presa de
los movimientos del alma inferior, ni su propio pecado –ya sea en alardes de
cinismo, de narcisismo, de ampulosidad o de orgullo; acuñando así un falso
concepto de la libertad, pensada como libertad contractual o como derecho de
paso; es decir, como un permiso para pensar o hacer que al ser sancionado desde
fuera no implica responsabilidad individual alguna, extendiendo en cambio una
carta en blanco a la secrecía; también endureciendo el corazón en el sentido de
cerrarlo, para no hablar, para no dar razones de ser –pero a precio de
inaugurar con ello la cárcel autocontenida del confinamiento, de la opacidad y
la dureza de la orfandad, que busca sólo en la nuda existenciariedad la
expansión de su propia voluntad (voluntarismo). Su contrario es la visión lúcida, la conciencia
del propio pecado, el entendimiento de la ley moral y del reconocimiento y arrepentimiento
de las faltas, que da como fruto la verdadera libertad, ascendente y
responsable.
33.4.- El error estriba
en amar el cuerpo, que es el error del amor, del amor terrestre, del eros pandémico,
porque entonces el alma permanece en la oscuridad, errante, sufriendo el cuerpo
en sus sentidos las cosas de la muerte –pues la fuente de donde procede el
cuerpo es la fría humedad, el barro, que es en donde calma su sed la muerte; y
es por tal falta que hace errar al amor por lo que los que están en la muerte
van hacia la muerte. Es por ello que no oyen al intelecto y la razón por la que
el intelecto se aparta de los insensatos, de los malvados, de los viciosos, de
los envidiosos, de los codiciosos, de los homicidas e impíos, dejándolos ser
atravesados en sus sentidos por el aguijón de fuego del Genio Vengador, que como
una llama consume y tortura e impulsa a dirigir el deseo hacia apetencias sin
límite, peleando en las tinieblas, sin que nada pueda darle satisfacción, sin
poder abandonar por tanto el espíritu de engaño, las ilusiones del deseo, la
ostentación del mano con miras ambiciosas, la audacia impía y la temeridad
presuntuosa, los apetitos ilícitos que produce la riqueza y la mentira que
prepara las trampas.[1]
33.5.- Época de aguda
decadencia es la nuestra, en la cual los hombres sufren la carga histórica de
la pecaminosidad y su presión generacional, todo lo cual afecta con fenómenos
de adulteración a los mismos productos de la cultura, los cuales al perder sus
notas esenciales se convierten en subproductos o caricaturas de sí mismos,
corrompiendo y afectando todo ello a la cultura misma en su conjunto (la
secularización desviada). De tal suerte, la educación y formación del alma humana
se convierte en adiestramiento; la libertad en permisión y esclavitud; la
utopía en adoctrinamiento; el socialismo en burocratismo; la filosofía en
intimidación; el arte en culto a lo feo; la originalidad en uniformidad –en
todo lo cual puede verse una retrogradación dl hombre hacia la esclavitud de
las pasiones y la animalidad. Y así, por razón del feroz inmanentismo
contemporáneo, quedará el hombre viudo de sus dioses, absteniéndose de toda
práctica religiosa y de todo acto de piedad, sin que nadie levante ya sus
miradas al cielo –prefiriéndose entonces las tinieblas a la luz, tomando al
hombre impío como un sabio, al hombre
piadoso como un loco, el loco frenético como un valiente y al peor criminal
como un hombre de bien. Crisis contemporánea y nuestra en que el mundo mismo
acusa los estragos de la vejez, signado por la irreligión y el inmoralismo,
donde la religión del espíritu será vista como pura vanidad y motivo de risa,
cundiendo el desorden y la confusión
irracional de todos los bienes y donde el hombre mismo en masa desconocerá su
propia naturaleza, dando el espectáculo de seres sacados de su centro, de la
enajenación mental y de doblez, en toda una compleja sintomatología plagada de
profundos desequilibrios e inequívocos signos de confusión, degeneración, exasperación
e insatisfacción, donde el mismo amor natural entre los seres humanos se
enfriará y el hombre se encontrará luchando contra partes enfrentadas de sí
mismo o desconocerá el centro espiritual de sí mismo debido a su ignorancia de
la diferencia bien y del mal, ceguera no
comparable a no poder discernir lo blanco de lo negro o la luz de las tinieblas.
33.6.- En cambio, el que se reconoce a sí mismo,
quien toma el camino del centro, se conocerá como hecho de luz y vida, de alma
y entendimiento, comprendiendo la naturaleza de los seres y conociendo la
belleza y la bondad de Dios, quien reina en el lugar abierto de la luz serena,
en la región sublime. Así, quien va hacia sí mismo va también hacia Dios, hacia
la luz y la vida. El fin del hombre que busca el intelecto es reconocerse a sí
mismo, y aprender a conocerse como hecho de luz o entendimiento y de alma y
vida inmortal. Es por ello que la inteligencia santa (Nous) está con los
buenos, puros, misericordiosos y piadosos –siendo propicios al Padre por vía
del amor celeste, al que dan gracias por medio de bendiciones e himnos con
afecto filial. La inteligencia lleva así en cierto modo a odiar los sentidos,
pues al conocer las operaciones de éstos en el cuerpo se llega a saber que son la fuente de las tentaciones
que acosan o asaltan -contando para ello, como de una defensa, con el Guardián de las Puertas, que cierra la
paso a las acciones malas o vergonzosas, ayudando a que las pasiones de los
sentidos no consumen sus efectos.
33.7.-
Para liberarse de la luz negra, de la luz tenebrosa y dejar para siempre
el camino de la fuga y del desconocimiento de la propia alma, que es la
perdición, no queda más que el arrepentimiento, dejar de entregarse a la muerte
dejándose guiar por las palabras que nos hacen ascender hacia el Padre, que son
las palabras de la sabiduría eterna que nos encaminan hacia la morada eterna de
la vida y hacia la luz que es belleza y bondad a un mismo tiempo.
[1] El hecho de que homosexualidad
exista en 450 formas y su rechazo en una sola, sólo prueba la particularidad y
el hibridismo del pecado, en contraste con la unicidad y la universalidad del
juicio moral y del concepto. La
homosexualidad ha sido una tentación vergonzosa y opaca, oculta, en la sociedad
occidental moderna -hasta que llegamos a la desvergonzada posmodernidad y al
exhibicionismo contemporáneo, donde abiertamente se pretende vindicar cosas en
absoluto carentes de todo valor e incuso premiar el mal, con su consecuente
correlato de castigar al bien (en profética sanción de la trasmutación de todos
los valores adelantada por Nietzsche). Otras dos figuras arquetípicas del
pecado se encuentran en la lujuria y en el latrocinio. Ambas transgresiones muy
ligadas al sentido del tacto, que es fenomenológicamente hablando el más
rudimentario, el más primitivo de los sentidos. Nada expresa así mejor en
concepto de tentación por los espíritus o las fuerzas del mal que esas dos
anomalías del sentido del tacto, que es entre los demás sentidos el que
inmediatamente se expresa por medio de la proximidad, del contacto. El amante
de lo ajeno violenta directamente el orden de la propiedad al agenciarse con un
mínimo esfuerzo el trabajo objetivado de una persona, el cual se expresa en
alguna pertenencia, sacando de ello una ventaja del todo indebida -máximo
cuando su acto no está movido por la extrema necesidad, sino por la ventaja o
el abuso (ya sea de fuerza o de confianza). Por su parte, la lujuria, quien no
lo sabe, violenta la estructura el orden del afecto mutuo entre las personas,
al solicitar a un tercero meter las narices donde no lo llaman, como repito,
por un desorden en el sentido del tacto, agravado por involucrar las fibras más
sutiles e íntimas de las afectos. No es infrecuente que ambas tentaciones vayan
de la mano, dando el tipo psicológico perverso del "tentón" -que
vendría a ser, dicho sea a la postre, un caso prístino del hombre tentado,
seducido por un más allá espiritual, aunque de orden enteramente malsano y
negativo, y que conduce a la postre a la muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario